Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo Sexto

¡Maldito, maldito creador! ¿Para qué, con qué objeto viVla yo? ¿Por qué motivo no destruí en aquel preciso instante la vida que me habías dado de manera tan irresponsable? No lo sé. La desesperación no se había apoderado todavía de mí, y era ira, acompañada de un fuerte deseo de venganza, lo que albergaba mi corazón. ¡Qué placer hubiera experimentado entonces destruyendo la cabaña y disfrutando con los gritos de dolor de sus habitantes!

Cuando anocheció, salí de mi escondrijo y anduve deambulando por el bosque. Ya no temía que me descubrieran, por lo que daba libre curso a mis lamentos de angustia. Me sentía cual una bestia salvaje que se hubiese liberado de sus ataduras y de cuantas trampas le habían tendido para evitar que escapase y que corriera por el bosque con la rapidez de una gacela. ¡Qué terrible noche! Las trémulas estrellas y los árboles parecían burlarse de mí. El inmenso silencio que me rodeaba quedaba roto únicamente por el suave canto de algún pájaro. Todos, menos yo, estaban en aquel momento disfrutando o reposando; tan sólo yo, criatura demoniaca, enemigo de mí mismo, llevaba en mi interior un fuego abrasador. Viéndome despreciado y atacado, deseaba destruir todo lo que hallaba a mi paso para poder gozar después de la ruina causada.

Pero este torbellino de sensaciones no podía durar mucho tiempo sin que acabara sintiéndome agotado; y, en efecto, al fin caí sobre la húmeda hierba, enfermo de impotencia y desesperación. Entre los millones de seres que poblaban la tierra, no había ni uno sólo que fuese capaz de comprenderme y de sentir piedad por mí. ¿Por qué tenía yo que ser bueno y tolerante con quienes eran mis enemigos encarnizados? No. Desde aquel mismo instante me declaré en guerra constante contra todo el género humano, y particularmente centré mi odio en aquel que me había dado vida para condenarme a vivir en un mundo del que sólo recibía miseria y tormento.

Salió el sol. Escuché voces humanas y comprendí que me sería imposible volver a mi refugio sin ser descubierto, por lo menos durante el día. Así pues, me escondí en la espesura del bosque, con el firme propósito de dedicar todo el tiempo que necesitase al examen de mi situación.

La tranquilidad que exigía mi estado de ánimo me fue devuelta por la grata temperatura y el purísimo aire reinantes en el lugar donde me refugié. Y cuando consideré lo que había ocurrido en la cabaña, no pude por menos de reconocer la precipitación con que había obrado. Indudablemente había obrado con imprudencia. Era evidente que mi conversación había interesado al anciano, así como que la torpeza cometida al exponerme al horror de sus hijos había sido mayúscula. Lo mejor hubiera sido conseguir que el anciano De Lacey se familiarizase conmigo, y luego dejar que, poco a poco, él mismo hubiese revelado mi vida a su familia, preparándolos para que yo pudiera presentarme ante ellos sin miedo. Creí que mis errores no eran irreparables, y me dispuse a volver a la cabaña para hablar de nuevo con el anciano. Deseaba atraerlo hacia mi causa.

Estos pensamientos me tranquilizaron un tanto, de forma que, cerca ya del mediodía, acabé por dormirme. No obstante, la fiebre que me consumía impidió que tuviera sueños agradables. La horrible escena del día anterior se reproducía constantemente en mi cerebro, hasta que desperté, agobiado. Era ya negra noche. Salí, pues, de mi escondrijo y busqué algo con qué alimentarme.

Cuando sacié el hambre, dirigí mis pasos hacia el sendero que tan bien conocía. El silencio más absoluto rodeaba la cabaña. Con gran cuidado me introduje en el cobertizo, esperando la hora en que la familia tenía por costumbre levantarse. Pero salió el sol y los habitantes de la cabaña todavía no habían aparecido por ningún lado. Pensando que una nueva desgracia se hubiese añadido a la anterior, empecé a temblar. El interior de la casa estaba a oscuras, y no podía apreciarse ningún signo de vida. Aquella quietud me sumió en una agonía inenarrable.

Al cabo de un rato oí unas voces muy cerca de la choza. No podía entender muy bien lo que decían porque hablaban en el idioma del país, que era distinto del de mis protectores. Luego vi aparecer a Félix acompañado de otro hombre, cosa que me llenó de desconcierto, ya que no le había visto abandonar la casa por la mañana. Esperé, devorado por la impaciencia, y sin comprender la violenta gesticulación con que ambos hombres acompañaban sus palabras. Algún detalle me aclararía lo que estaba ocurriendo.

- ¿No ve usted -decía el campesino- que tendrá que pagar tres meses de renta y que, además, va a perder todos los productos del huerto? No quisiera aprovecharme de lo que no me corresponae, y por este motivo le pido que reconsidere tan pronta determinación.

- ¡No tengo nada que pensar! -respondió Félix-. No podemos bajo ningún concepto seguir viviendo aquí. La vida de mi padre ha corrido un grave peligro por todo lo que ya le he explicado. Mi esposa y mi hermana no sé si conseguirán reponerse del horror. Así pues, le ruego no me hable más de ello. Quédese con su casa y permítanos marchar.

Al decir esto, Félix temblaba violentamente. Luego, los dos hombres entraron en la cabaña, permanecieron en ella durante un momento y al final se marcharon. Nunca más volví a ver a un miembro de la familia De Lacey.

El resto de la jornada permanecí escondido en mi refugio, abandonado a los sentimientos de congoja y desesperación que me habían asaltado. Mis protectores, con su huida, habían roto el único lazo de unión que me ataba al mundo. Por vez primera el odio y la venganza que albergaba mi corazón corrían libremente por mis venas, sin que intentara detenerlas; al contrario, me abandoné a ellas y, arrastrado por su ímpetu, concebí ideas de destrucción y muerte. Sin embargo, cuando, a pesar mío, recordaba la agradable voz de De Lacey, los dulces ojos de Agatha y la hermosura de Safie, las ideas de destrucción desaparecían para dar paso a un torrente de lágrimas que, en cierto modo, me servían de consuelo. Pero cuando por mi mente cruzaba otra vez la idea de que me habían abandonado, el odio me dominaba de nuevo y lo descargaba en los objetos que me rodeaban, puesto que no podía hacerlo sobre los seres humanos. A medida que la noche fue avanzando, acumulé toda clase de materiales alrededor de la cabaña y destruí toda la vegetación del huerto.

Comenzó a soplar un fuerte viento que dispersó las nubes, alejando cualquier posibilidad de que lloviera y ejerciendo sobre mí una influencia maligna. Entonces, presa mi mente de una locura vengadora, encendí una rama seca de árbol y, habiendo perdido todo el control sobre mí mismo, empecé a danzar alrededor de aquella querida cabaña. Tenía los ojos fijos en el punto donde la luna iba a unirse con el horizonte. Por fin, cuando la luna se ocultó por el Oeste, agité la rama encendida y comencé a gritar al tiempo que prendía fuego a la paja, al brezo, a la madera y a todo cuanto había amontonado cuidadosamente momentos antes. El viento avivaba las llamas y la cabaña se encontró en pocos segundos sumida en un fuego destructor que, aferrándose con sus lenguas a cada objeto, destruía la casita en la que había sido tan feliz y, finalmente, tan desgraciado.

Así, una vez convencido de que nadie podría impedir ya la completa aniquilación de la cabaña, abandoné el lugar y busqué refugio en los bosques.

El mundo se abría ante mí; pero, ¿a dónde iba a encaminar mis pasos? La primera decisión fue huir lo más lejos posible del lugar que había sido testigo de mis desdichas; pero pronto comprendí que para mí, el odio y el desprecio estarían en cualquier país al que me dirigiese, siempre prestos a recibirme. Entonces fue cuando me acordé de ti y decidí buscarte. Tus escritos me habían hecho saber que eras mi creador, mi padre. Por tanto, ¿a quién podía yo recurrir, en busca de socorro, mejor que al hombre que me había creado? Las enseñanzas que Félix había vertido sobre Safie incluían también nociones de geografía, por lo que me había sido posible aprender, poco más o menos, la situación de los distintos países del mundo. En tu diario había podido leer varias veces el nombre de Ginebra, que citabas como tu ciudad natal. Así pues, sin pensarlo dos veces, decidí emprender el camino hacia allí.

Te preguntarás cómo podía orientarme, ¿verdad? En realidad sólo sabía que debía dirigirme al Sudoeste para alcanzar mi destino, con el sol como único guía, pero desconocía el nombre de las ciudades que tenía que cruzar y, además, me era imposible preguntar a alguien. Sin embargo, todo esto no logró hacerme desesperar. Mi corazón estaba animado por el odio y tú eras el único que podía proporcionarme ayuda. Fuiste mi creador sin conciencia, me diste capacidad para discernir y sentir, y luego me arrojaste a un mundo en el que los hombres me odiarían y temerían. Esto me daba derecho a esperar piedad y también a exigirte una reparación ... Así es que me decidí a obtener la justicia que los demás me negaban y que con tanta inutilidad había pretendido obtener.

El viaje fue penoso y los sufrimientos que tuve que padecer, enormes. El otoño estaba en su apogeo cuando abandoné la región, por lo que me vi obligado a caminar de noche ante el temor de encontrarme algún ser humano. La naturaleza estaba cambiando a mi alrededor; el sol, perdido todo su ardor, no tardó en dar paso a las lluvias y nieves invernales, que helaban la superficie de los ríos y despojaban de todos sus encantos a la tierra, convertida ahora en algo duro y desabrido. Cada vez me resultaba más difícil encontrar un lugar donde cobijarme. ¡Ah, cuántas veces estalló entonces mi ira contra aquel que me había dado vida! Toda la bondad de mi carácter había desaparecido, dando paso a una amargura que pronto se convirtió en odio. La nieve caía con mayor frecuencia cada vez y el hielo se hacía más sólido; pero ninguno de estos fenómenos me arredró. Mi deseo de venganza iba en aumento a medida que me acercaba a tu tierra natal. No cejé ni un momento en mi empeño y continué avanzando, guiado por algunos detalles y por un mapa que poseía, aun cuando eso no impidió que a menudo me extraviara. La agonía en que vivía no me permitía descansar un solo instante, contribuyendo más y más a mantener en mí la llama que tales dificultades no hacían sino avivar. Cuando, en los alrededores de la frontera suiza, el sol había vuelto a calentar y los campos empezaban a cubrirse de verdor, ocurrió un incidente que acabó por confirmar mis propósitos.

Mi norma de conducta era descansar durante el día y viajar por la noche, aprovechando que la oscuridad era mi protectora. Pero un día encontré un camino que se adentraba en un hermoso bosque y pensé que podía aventurarme por él aun después de la salida del sol. Lo espléndido de la temperatura, en aquel inicio de la primavera llegó a alegrarme y por un momento hizo renacer en mi corazón los sentimientos de gozo que casi se habían borrado de mi memoria. En un arrebato, me dejé arrastrar por ellos al tiempo que olvidaba mi soledad y mi aspecto monstruoso. Volví a sentirme feliz, y lágrimas de ternura corrieron por mis mejillas cuando levanté los ojos hacia el sol, como queriendo agradecerle el pequeño placer, para mí tan importante, que me estaba proporcionando con su calor.

Continué por el sendero hasta que llegué al linde del bosque, recorrido en toda su amplitud por un profundo río de corrientes muy rápidas. Los árboles encorvaban sus ramas, en las que los retoños pugnaban por brotar, hasta tocar el agua. Me detuve un instante para tratar de ver qué dirección iba a tomar, cuando oí voces y decidí encaramarme a un árbol apresuradamente. Apenas me había ocultado, llegó corriendo una pequeñuela que parecía jugar con otra persona y que, cuando estuvo junto a la margen del río, resbaló y cayó al agua. Inmediatamente salí de mi escondrijo, corriendo hacia el lugar para intentar sacar a la pequeña del agua, lo que conseguí después de denodados esfuerzos. Ya en la orilla vi que había perdido el sentido y traté de volverla en sí con mis rudimentarios conocimientos. De pronto apareció un patán, quien, al verme, se precipitó contra mí, arrancándome a la niña de los brazos y huyendo hacia lo más espeso del bosque. Corrí tras él, todavía no sé exactamente por qué y cuando el hombre observó mi avance, se detuvo, me encañonó con un arma que llevaba e hizo fuego. Caí herido mientras el hombre proseguía su huida hacia la espesura.

¡He aquí la recompensa que tuvo mi benevolencia! Acababa de salvar a un ser humano de la muerte, cuando otro, en agradecimiento, me había herido. Ni que decir tiene que todos los sentimientos de dulzura que momentos antes me embargaban desapareciero!, por completo, para dar paso al feroz odio que me hacía rechinar los dientes. Excitado por el dolor físico y moral, juré no cejar hasta sentirme vengado de la raza humana. Pero la herida me dolía tanto que pronto caí desmayado.

Pasé así algunas semanas, escondido en el bosque y tratando de sanar. Sabía que la bala había entrado en mi hombro, pero no si había salido fuera o permanecía allí. De todos modos era igual; tampoco tenía medio alguno para extraerla. Al dolor que sentía se añadían la ingratitud y la injusticia, que no me permitían hallar la serenidad necesaria en mi estado, sino que, por el contrario, despertaban en mí deseos de venganza, de una venganza que me resarciese de todo lo que había sufrido.

Después de unas semanas, durante las cuales mi herida se curó, por fin pude reanudar mi viaje. El sol calentaba y la brisa primaveral soplaba dulcemente, pero ya nada mitigaba los sufrimientos de mi espíritu. Todo cuanto podía haberme causado placer se me antojaba un insulto, pues me recordaba que yo no podía disfrutar de ningún placer terrestre.

No obstante, mi viaje estaba a punto de llegar a su fin. En efecto, al cabo de dos meses me encontré a las puertas de Ginebra.

Cuando llegué, el sol casi se había ocultado por completo. Me dirigí, pues, hacia el bosque, con objeto de meditar la mejor forma de acercarme a ti. El cansancio y el hambre me oprimían tanto que ni siquiera observé la maravillosa escena que ofrecía el sol al ponerse detrás de las montañas del Jura.

Me sentí invadido por un sueño liviano, que vino a ahuyentar un poco mis tormentos; pero no tardó en ser interrumpido por la presencia de un hermoso chiquillo que había llegado corriendo hasta mí, lleno de vida y resplandeciente de salud. Pensé que aquel niño era todavía muy pequeño para sentir prejuicio alguno, pues no había vivido todavía lo bastante como para saber diferenciar la belleza de los hombres de mi monstruosa fealdad, y tuve la idea de apoderarme de él y acostumbrarle a mi compañía; si lo hacía, ya nunca más me vería forzado a estar solo.

Instigado por este pensamiento, atrapé al chiquillo cuando pasaba por mi lado y le atraje hacia mí. El, tan pronto me vio, se tapó los ojos con sus manos y en su rostro vi expresado el profundo horror que le inspiraba. Lanzó un grito, pero le obligué a destaparse los ojos mientras le decía:

- Niño, no temas. No voy a hacerte ningún daño. Escúchame.

Estas palabras, lejos de calmarle, le hicieron forcejear para soltarse de mis manos. En sus esfuerzos por liberarse pedía que le dejase ir y me insultaba diciendo que yo le quería comer.

- ¡Eres un monstruo! ¡Ogro! -gritaba-. Déjame ir o se lo diré a mi papá.

- Tienes que venir conmigo, niño. Debes olvidar a tu padre y acompañarme. Yo te necesito.

- ¡Monstruo! Suéltame. Mi papa es síndico, es el señor Frankenstein y te castigará si no me dejas ir.

- ¡Frankenstein! ¿Eres de la familia de mi enemigo? He jurado vengarme de él y tú serás mi primera víctima.

Los insultos del pequeño me producían todavía más furor y encendían mi desesperación. Gritaba tanto que le cogí por el cuello, para obligarle a callar ... Sin saber cómo, de pronto le vi caer sin vida a mis pies.

Contemplé el cuerpecito exánime de mi víctima, Y mi corazón se llenó de alegría al contemplar el triunfo infernal que había alcanzado. Entonces, agitando mis manos, exclamé:

- ¡También yo soy capaz de crear destrucción y muerte! ¡Mi enemigo no es invulnerable! ¡Esta muerte le hundirá en la desesperación y atraerá sobre él mil tormentos!

Al volver a mirar al niño observé que algo resplandecía colgado de su cuello. Lo tomé y vi que era el retrato de una preciosa mujer, cuya expresión consiguió calmarme por unos instantes. Contemplé con admiración sus ojos oscuros, rodeados de sedosas pestañas, así como sus bien dibujados labios; pero esto duró un instante, porque repentinamente recordé que para mí estaba prohibido disfrutar de los placeres que tales criaturas pueden ofrecer. Pensé que si aquel rostro pudiera verme, cambiaría su expresión de dulzura por la del terror y el asco.

¿Crees que es extraño que aquellos pensamientos me llenasen de ira? Lo único que no comprendo es cómo en aquellos momentos no me lancé a destruir a la Humanidad, pereciendo yo con ella. En lugar de hacer eso empecé a lamentarme de nuevo y a llorar por mi desgracia.

Sumido en estos negros pensamientos, me alejé del lugar donde había cometido el crimen, para buscar otro más seguro donde ocultarme. Entré en un tapadizo que me pareció vacío, pero encima de un montón de paja dormía una linda muchacha que, aunque no tan hermosa como la del medallón, tenía un agradable aspecto producto de su belleza y juventud.

- He aquí -me dije-, un rostro radiante al que asoman sonrisas capaces de hacer la dicha de cualquiera, pero que me están prohibidas.

Me incliné sobre ella y murmuré:

- Despierta, hermosa muchacha, tu amante está aquí. Daría gustoso su vida por obtener de tus ojos una mirada de amor. Despierta, amada mía.

En aquel momento, la muchacha se agitó y esto provocó en mí un escalofrío de terror, pues pensé que si despertaba, al verme gritaría de espanto; incluso era probable que llegara a denunciarme como el asesino del niño. Por mi mente no asomó ni por un instante la duda de que quizá no obraría así; hasta este extremo estaba seguro de que sería como todos los demás. Me desesperé, pero pronto renació en mí el ansia de venganza. Por esta vez no sería yo quien sufriría, sino ella. Haría que apareciese, como autora del crimen que yo había cometido precisamente por estarme vedado el acceso al más sencillo placer de la vida. Sería ella quien pagaría por mí crimen, puesto que, como mujer, era la verdadera causa de que lo cometiese. Gracias a las lecciones de Félix sobre las sanguinarias leyes humanas conocía el modo de crear la falsedad. Así, pues, me incliné sobre la muchacha y coloqué en uno de sus bolsillos el retrato que quité al niño.

Pasé varios días vagando por aquellos parajes, escenario de mi crimen. Dudaba entre buscarte o abandonar un mundo tan lleno de miseria. Finalmente llegué hasta estas montañas, por las que no he dejado de deambular, consumido por una pasión que sólo tú puedes mitigar. No me separaré de ti hasta que me prometas realizar lo que te pido. Estoy completamente solo y me siento desgraciado. Ningún hombre quiere relacionarse conmigo. Pero si hubiera un ser tan horrible como yo, estoy seguro de que él no se negaría a ser mi compañero, porque su misma soledad le uniría a mí. Así pues, mi semejante deberá tener los mismos defectos que yo; tiene que ser de mi misma especie. Sólo tú puedes crearlo. ¡Hazlo!

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