Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo Quinto

Esta es la triste historia de mis vecinos, que tanta impresión me causó. En ella aprendí cuán grande era su vírtud y el desprecio que merecen los vicios que asolan a la Humanidad.

Hasta entonces yo consideraba el crimen como un mal que no hacía referencia a mí. La benevolencia y generosidad que eran la pauta en la relación de mis vecinos, y que yo podía contemplar, despertaron en mí mayores deseos todavía de ser uno de los actores de aquella escena donde tan admirables cualidades encontraban su mejor expresión. Antes debo relatarte un acontecimiento que sucedió durante el desarrollo de mi inteligencia, es decir, a principios del mes de agosto del mismo año.

Una noche en que me hallaba ocupado en el bosque cercano, recogiendo mi sustento diario, encontré una maleta de cuero que contenía algunas prendas de abrigo y libros. Me apoderé de ella ávidamente y regresé a mi cobertizo. Los libros estaban escritos en el mismo idioma que yo conocía y se titulaban El paraíso perdido, Vidas paralelas y Las desventuras del joven Werther. Me entregué de lleno a su lectura, sin esperar ni un instante, mientras mis vecinos se dedicaban a sus tareas habituales.

No me es posible describirte el efecto que estos libros causaron en mí, provocando imágenes y sentimientos nuevos que no había experimentado todavía y que me exaltaban o me sumergían en los abismos de la melancolía. Especialmente Werther, ya que aparte del interés intrínseco de esta simple y afectiva historia, se exponen en ella tantas opiniones y se proyecta una luz tan radiante sobre los temas que para mí permanecían en la más intensa oscuridad, que el libro me pareció una fuente inagotable de meditación. Las costumbres gentiles y domésticas que en él se describen, unidas a los más altos sentimientos, coincidían con lo que yo había experimentado en la cabaña y eran algo que mi alma echaba constantemente en falta. Sin embargo, Werther se me aparecía como algo mucho más divino y mejor que todo lo que hasta entonces me había sido dado contemplar. Su carácter sincero penetraba en mi alma, y sus agudas reflexiones sobre la muerte y el suicidio me daban la impresión de estar hechas ex profeso para despertar mis sentimientos y llenarme de dudas. No tuve la pretensión de juzgar aquel caso; lo único que hice fue sentirme identificado con el protagonista, por cuya muerte lloré aun sin haberla comprendido con exactitud.

Al leer lo hacía a través de mis propios sentimientos y triste condición, y así llegué a encontrarme parecido, al mismo tiempo que distinto, de los seres que protagonizaban tales historias o de aquellos cuyas conversaciones escuchaba; aunque simpatizaba con ellos y les comprendía, mi espíritu no estaba todavía lo suficientemente cultivado como para percibir la relación e interdependencia que ha de existir entre las personas. El camino de mi partida estaba libre, pero no quedaría nadie que llorase mi desaparición. ¿Qué podían suponer mi gigantesca estatura y la horrible fealdad de mis facciones? ¿Quién era yo? ¿De dónde procedía? ¿A dónde me llevaba mi destino? Seguía sin encontrar respuesta alguna para tales preguntas, a pesar de mis esfuerzos por saber la verdad de mí mismo.

El volumen de las Vidas paralelas contenía la historia de los fundadores de las antiguas Repúblicas, y me produjo un efecto completamente distinto al de Werther. Las fantasías de éste me habían mostrado la decepción y la tristeza, mientras que Plutarco elevó mis pensamientos, consiguiendo apartarme de mis reflexiones para que admirara y amara a los héroes de épocas anteriores. Es evidente que muchísimas cosas escapaban a mi comprensión, pues en aquel tiempo yo sólo tenía una vaga y confusa noción de lo que representaban los reinos, las amplias extensiones de territorios, los poderosos ríos y los anchos mares. Ignoraba todavía todo lo referente a las ciudades y las grandes concentraciones humanas. La única escuela en la que había podido estudiar la naturaleza del hombre era la cabaña de mis vecinos, y aquel libro me hablaba de escenas grandiosas y de nuevos horizontes. En sus páginas leí sobre los hombres que se ocupan de los asuntos públicos, gobernando o aniquilando a su propia especie; y sentí el más grande entusiasmo por la virtud, a la vez que el más sincero aborrecimiento por el vicio, todo ello dentro de los límites de mi comprensión de aquellas palabras, que yo aplicaba al placer y al dolor que pudiera experimentar en cada caso. Así pues, inducido por estos sentimientos, dediqué mi admiración a los legisladores como Numa, Solón o Licurgo, prefiriéndoles a Rómulo y Teseo y dejando que la existencia patriarcal de mis protectores consolidara estas impresiones en mi espíritu. Si mis primeros pasos entre los hombres los hubiese dado guiado por un joven soldado ambicioso de gloria y de poder, es posible que mis impresiones hubieran sido distintas.

Por lo que se refiere al Paraíso perdido, debo decir que mis emociones fueron diferentes y mucho más profundas. Lo leí, al igual que los otros dos libros, creyendo que era una historia real, y provocó el más grande estupor que había experimentado hasta entonces. La imagen de un dios omnipotente luchando contra sus propias criaturas evocó en mí sentimientos de temor, mientras que la semejanza de algunas situaciones con las que yo mismo había vivido me turbaba. Porque, al igual que Adán, aparentemente yo no tenía nada que ver con cualquier otro tipo de existencia, aunque en todas las demás circunstancias su situación era muy distinta a la mía. Adán había salido de las manos de Dios como una criatura perfecta, feliz y próspera, a la que nada faltaba y que disfrutaba del cuidado especial de su creador, quien le había dotado de conocimientos superiores a su naturaleza; por el contrario, yo era un desgraciado, falto de toda ayuda y abandonado por los demás. Frecuentemente llegué a considerar a Satanás como el ser que personificaba mejor mi triste condición, puesto que, como él, yo conocía el sabor amargo de la envidia al contemplar la felicidad de mis protectores.

Hubo aún otra circunstancia que contribuyó a que estos sentimientos se fortalecieran y enraizaran en mí. Cuando huí precipitadamente del laboratorio, en la prenda que cogí para abrigarme, encontré unos papeles a los que no presté ninguna atención porque entonces era incapaz de descifrarlos. Pero al estar en condiciones de entender lo que en ellos se decía, los leí y supe que se trataba de un fragmento de tu diario. En el mismo hablabas con detalle de los cuatro meses que precedieron a mi creación, y describías minuciosamente cada uno de los pasos que habías dado antes de conseguir tu propósito, todo ello mezclado con datos de tu propia vida cotidiana. Debes recordar este diario. Aquí lo tienes, con la relación completa de mi desgraciado origen y de cuantas vicisitudes desagradables pasaste. No falta ni la detallada descripción de mi repugnancia y de mi odiosa personalidad, hecha con el lenguaje de tu propio horror. Su lectura me puso enfermo.

¡Maldito el día en que recibí un soplo de vida! -exclamé en mi agonía-. ¡Maldito sea mi creador! ¿Por qué formaste un ser tan desagradable que incluso tu huyes de él? Dios, en SU bondad, hizo al hombre bello, a su imagen y semejanza; tú, en cambio, hiciste de mi figura una repelente reproducción de la tuya, tanto más horrible cuanto que se te asemeja. Satanás tiene compañeros que le admiran y le siguen, pero yo estoy solo y todos me detestan.

Estos pensamientos invadían mis horas de soledad y reflexión. Cuando contemplaba las virtudes de mis vecinos, su ánimo amable y benévolo, intentaba convencerme de que en cuanto conociesen mi admiración se compadecerían de mí y olvidarían mi deformidad. ¿Acaso era posible que expulsaran de su hogar a alguien, por monstruoso que les pareciese, si ese alguien sólo quería de ellos su compasión y su amor? Hice acopio de fortaleza para no desesperarme, y decidí prepararme concienzudamente en todos los aspectos que consideré oportunos, con vistas a la entrevista que deseaba tener con ellos y en la que se decidiría mi destino. Pasaron algunos meses sin que me atreviera a hacer frente a tal acontecimiento, pues me sentía dominado por el temor de que resultara un fracaso. Además, como quiera que mis progresos aumentaban diariamente, me resistía a dar el paso decisivo hasta tanto no fuera más sagaz, cosa que conseguiría con unos pocos meses más de práctica y estudio.

En ese tiempo, en la cabaña se produjeron algunos cambios. Ya he dicho que la presencia de Safie había llenado de felicidad a mis vecinos, pero pude apreciar que también reportó una mayor abundancia. Félix y Agatha empleaban mucho más tiempo en conversar y en practicar juegos, puesto que ahora tenían criados que les ayudaban en sus quehaceres. No es que pareciesen ricos, sino que estaban contentos y felices. Su aspecto era más sereno, mientras que mis sentimientos se hacían cada día más tumultuosos, dado que el constante aumento de conocimientos tan sólo me llevaba a ver con mayor claridad mi desgracia y mi calidad de proscrito. Es cierto que acariciaba una esperanza, pero no lo es menos que cuando me veía reflejado en el estanque, ésta desaparecía con la rapidez del rayo.

Me esforcé por borrar aquellos temores y, mientras me disponía para la terrible prueba que iba a sufrir, permití que mis sentimientos vagaran por los prados del paraíso que era mi imaginación, hasta llegar a ver cómo hermosas criaturas me tomaban por amigo y consolaban mi tristeza con sus angelicales sonrisas. ¡Pero no eran más que sueños! Ninguna Eva mitigaba mis penas o compartía mis sentimientos. ¡Estaba completamente solo! Entonces recordé la petición de Adán a su Creador ... ; pero, ¿dónde estaba el mío? Me había abandonado y le maldije por ello.

Casi sin darme cuenta llegó el otoño y vi, no sin sorpresa, cómo las hojas cambiaban su color verde por otro marrón para acabar cayendo muertas, y cómo la naturaleza perdía su tinte cálido para cubrirse otra vez con un sudario gélido. No obstante, no fue el cambio de tiempo lo que más me hizo sufrir, pues ya me había acostumbrado a soportar el calor y el frío; lo peor fue que la diversión que me proporcionaban los pájaros, las flores y todo el alegre conjunto del verano huía del lugar y me obligaba a prestar nuevamente la atención a los habitantes de la cabaña. Ellos no parecían notar la desaparición del verano, porque se amaban entre sí y, en consecuencia, su felicidad sólo dependía de ellos mismos, no de lo que les rodeaba. Esto se convirtió en mi calvario, puesto que cuanto más los veía más aumentaba mi deseo de formar parte de su sociedad, de sentirme protegido por ellos. ¡Cómo llegué a desear que aquellas buenas gentes me conociesen y me amasen! Ansiaba tener el consuelo de su bondad, saber que sus dulces miradas se posaban en mí con afecto, y ante la firmeza de tales ambiciones no me atrevía ni tan sólo a pensar que cerraran los ojos al verme. Nunca vi a un mendigo que llamara a su puerta marcharse con las manos vacías ... Claro que yo, en verdad, les pediría tesoros más preciados que un poco de pan o descanso junto al fuego. ¿Quería su amor, su simpatía, y no me consideraba indigno de ello!

El invierno siguió avanzando, y finalmente se completó el ciclo de estaciones que la naturaleza recorre cada año, por vez primera desde que yo abriera mis ojos a la luz. Toda mí atención se centraba en la preparación del plan que había ideado para presentarme ante mis benefactores. De los muchos proyectos que forjé, el que decidí emplear fue el de entrar en la cabaña cuando el anciano estuviese solo, pues ya me había dado perfecta cuenta de que la principal causa del espanto que yo causaba a los hombres era mi repulsivo aspecto. Mi voz, aunque ruda, no era desagradable, y pensé que en ausencia de los hijos conseguiría ganarme con ella la voluntad del anciano. Quizá De Lacey podría, con su influencia, conseguir que los jóvenes me aceptasen.

Un día en que el sol brillaba, cubriendo con sus rayos las hojas rojas que alfombraban el suelo y difundiendo alegría, aunque no demasiado calor, Safie, Agatha y Félix salieron a dar un largo paseo por el campo. El anciano se quedó en casa, pues no deseaba acompañarles, y cuando los jóvenes hubieron partido, tomó la guitarra para tocar varias canciones tristes a la vez que hermosas, mucho más tristes y hermosas que cuantas le había oído tocar nunca. Al principio, su rostro parecía alegre, pero poco a poco esta alegría se fue apagando hasta que la tristeza le sumió en profundas reflexiones.

Mi corazón latía apresuradamente. Había llegado el momento de poner en práctica el plan, tan cuidadosamente trazado, que iba a confirmar mis esperanzas o, por el contrario, a destruirlas. Todo permanecía en silencio; era la gran ocasión tantas veces soñada. Sin embargo, cuando me dirigía hacia la cabaña, mis piernas se doblaron por efecto del miedo y caí de bruces. Rápidamente volví a levantarme, dominando mis sensaciones con la ayuda del aire fresco, que me devolvió parte de mi fortaleza y renovó mi determinación. Por fin logré llegar ante la puerta. Llamé.

- ¿Quién está ahí? -preguntó el anciano-, ¡Entre!

Obedecí.

- Perdonad mi intromisión -dije-. Soy un viajero y desearía descansar un ratito al lado del fuego. Os agradecería muchísimo que me lo permitierais.

- ¡Acérquese, acérquese! -respondió De Lacey-. Y procure satisfacer su deseo como mejor le parezca. Mis hijos han salido y yo estoy ciego. Así pues, me temo que no podré facilitarle comida.

- No se preocupe por eso; sólo deseo calor y descanso. De todos modos, muchas gracias.

Me senté y permanecí en silencio. Sabía muy bien que cada minuto que transcurría era precioso para mí, a pesar de lo cual no lograba hallar la forma exacta de expresar mis deseos. Entonces, el anciano me dijo:

- Por su forma de hablar se diría que es usted compatriota mío. ¿Nació en Francia?

- No, pero he sido educado por una familia francesa y este es el único idioma que comprendo. Voy en busca del auxilio de una familia muy querida para mí y que, por lo menos es lo que espero, querrán ayudarme.

- ¿Son alemanes acaso?

- No, son franceses. Pero me gustaría cambiar de tema. Soy un desgraciado y estoy sólo. No tengo a nadie en el mundo, ni parientes ni amigos. Estas buenas gentes que acabo de nombralas ni siquiera me conocen. El miedo me tiene aterrorizado porque, si me rechazan, estaré condenado para toda la vida a ser un proscrito.

- ¡No pierda las esperanzas! Desde luego que el carecer de amigos es una gran pena, pero el alma de los hombres está llena de amor y de caridad. Tenga confianza, y si esos amigos suyos son buenos y caritativos, no debe desesperarse ...

- ¡Son buenos! -exclamé-. Son lo mejor que he visto en el mundo. Pero, por desgracia, tienen ciertos prejuicios contra mí. Yo estoy bien dispuesto hacia ellos y jamás hice daño a nadie. Tanto es así que mi vida hasta ahora ha sido casi inútil ... A pesar de todo, un velo fatal nubla sus ojos y, donde debieran ver un amigo sensible y bueno, ven tan sólo a un monstruo detestable.

- Realmente es usted muy desgraciado. Pero si de verdad es inocente, ¿no podría convencerles de ello y demostrarles su error?

- Precisamente es lo que trato de hacer; por eso aumentan mis temores. Les quiero de verdad y, sin que ellos lo supiesen, he podido apreciar durante mucho tiempo sus buenas costumbres y sus amables maneras. Ellos, sin embargo, creen que deseo hacerles daño. Ese prejuicio que tienen respecto a mí, esa desconfianza es lo que deseo vencer por sobre todas las cosas.

- ¿Dónde viven sus amigos?

- Muy cerca de aquí -respondí, ansioso.

El anciano guardó silencio unos instantes para proseguir luego:

- Si usted quisiera revelarme los detalles de su caso, quizá pudiera hacer algo para ayudarle. Yo estoy ciego y no puedo sentirme afectado por su aspecto; sin embargo, aprecio algo en las palabras de usted que me convence de su sinceridad y bondad. Soy viejo y estoy exiliado, pero me produciría un gran placer poder ser útil a un ser humano que está sumido en la desgracia.

- ¡Qué bueno sois! ¡Qué gran corazón el vuestro! Os doy un millón de gracias y acepto vuestro ofrecimiento. La bondad que demostráis me arranca del cieno en el que estoy hundido. Ahora, con vuestra ayuda, puedo abrigar esperanzas de no ser rechazado en la sociedad humana.

- ¡Dios le libre de ser rechazado por sus semejantes! Aunque fuera un criminal, esto le conduciría a la desesperación en vez de excitar en usted la virtud. También yo me siento desgraciado. Mi familia y yo hemos sido condenados, de forma injusta, a pesar de nuestra inocencia. ¿Quién, pues, podrá comprenderle mejor que nosotros?

- ¿Cómo os agradeceré lo que estáis haciendo por mí? Sois mi único defensor. De vuestros labios he oído, por primera vez en mi vida, a la voz de la bondad dirigiéndose a mí. Sé que os lo voy a agradecer eternamente. Vuestras palabras me garantizan el éxito cuando me enfrente con mis amigos.

- ¿Querría decirme el nombre y el lugar donde viven?

Permanecí en silencio por unos momentos. Había llegado el momento decisivo en que la felicidad vendría a mí o se alejaría de mi alcance para siempre. Luché inútilmente por reunir fuerzas para responder a su pregunta, pero todos mis esfuerzos no lograron sino acabar con mis últimas energías. Abatido, comencé a sollozar. De pronto oí los pasos de mis jóvenes protectores. No debía perder ni un instante, y, cogiendo las manos del anciano, grité:

- ¡Ha llegado el momento! ¡Salvadme! ¡Protegedme! Vos y vuestros hijos sois los amigos que busco. ¡No me dejéis solo ahora!

- ¡Buen Dios! -exclamó el anciano, al tiempo que posaba sus manos sobre mi cabeza-. ¿Quién sois?

«En aquel instante, la puerta de la cabaña se abrió y Félix, Agatha y Safie penetraron en la estancia. ¿Cómo explicarte el horror que sintieron al verme? Agatha se desmayó y Safie salió huyendo, mientras Félix se lanzaba hacia mí y, en un esfuerzo sobrehumano, me arrancaba de las rodillas de sU padre, que yo estaba estrechando. Me arrojó al suelo y me golpeó con una estaca. Si hubiera querido habría podido destrozarle como una pantera a un gamo; pero mi corazón, aunque lleno de amargura, no le odiaba. Iba a golpearme otra vez cuando, dominado por la pena y la angustia, huí de la cabaña entre el tumulto que había ocasionado. Conseguí deslizarme hasta mi cobertizo sin ser visto.

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