Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo Cuarto

Transcurrió todavía algún tiempo antes de que llegara a conocer la historia de mis amigos, pero cuando me enteré de ella permaneció grabada para siempre en mi memoria. Las circunstancias en que se había dado eran, para un ser tan falto de experiencia como yo, maravillosas y apasionantes.

El anciano, cuyo apellido era De Lacey, pertenecía a una de las más nobles familias de Francia, donde había vivido siempre con la estima de sus iguales y el respeto de sus superiores. Su hijo había sido educado para el servicio a su país, y Agatha frecuentaba a las damas de la mejor sociedad. Poco antes de que yo descubriera el cobertizo donde me refugiaba, la casa en que vivían era lujosísima y estaba en una gran ciudad llamada París. Sus amigos se contaban entre la gente más escogida y ellos vivían con todos los placeres que proporcionan la virtud, la inteligencia, el refinamiento y una considerable fortuna.

La situación en la que se encontraban ahora había sido causada por el padre de Safie. Este era un comerciante turco que había vivido también en París durante muchos años. Pero, por algún motivo, que no pude averiguar, de pronto aquel hombre fue considerado por el Gobierno como indeseable, siendo detenido y encarcelado justo el mismo día en que Safie llegaba de Constantinopla para vivir con él. Se le juzgó y condenó a muerte, pero tan evidente fue la injusticia cometida con él, que todo París reaccionó indignado y consideró que las únicas causas de su juicio habían sido su religión y sus riquezas.

Félix había presenciado el proceso, y su horror e indignación no tuvieron límites al escuchar de labios del juez la sentencia. Siguiendo los dictados de su pensamiento, en la misma sala del tribunal hizo voto de liberar al condenado, e inmediatamente empezó a buscar los medios para conseguirlo. Después de varios intentos de penetrar en la prisión, en una parte poco vigilada del edificio carcelario encontró una ventana provista de recios barrotes de hierro que se abría a la celda del infortunado musulmán. Este esperaba el cumplimiento de la sentencia cargado de cadenas. A través de esta ventana, Félix pudo comunicar al prisionero sus proyectos, que el hombre recibió con alegría y prometiendo a su libertador riquezas sin fin para que perseverara en su noble propósito. Félix rechazó con vehemencia el ofrecimiento. Pero cuando vio a la hermosa Safie, única persona que podía penetrar en la cárcel para visitar a su padre, agradecerle con gestos los riesgos que él iba a correr por éste, no pudo evitar pensar que sólo un tesoro podría recompensar sus esfuerzos con creces. Esa fortuna era aquella hermosa mujer.

El turco comprendió inmediatamente la atracción que Félix experimentaba por su hija, y con objeto de ligarle más a su juramento, le prometió la mano de ella para cuando él fuese conducido a lugar seguro. La delicadeza de Félix era demasiado grande como para aceptar este ofrecimiento, pero no por ello dejó de acariciar esta posibilidad, convirtiéndola en su sueño dorado.

En los días que siguieron, y mientras preparaba la evasión, el joven, veía su empeño aumentado por las cartas que Safie le hacía llegar, con la ayuda de un viejo sirviente que conocía el idioma en que su amante se expresaba. En tales misivaS, ella le agradecía con palabras ardorosas el servicio que se proponía prestarles, al mismo tiempo que deploraba su propia suerte.

Tengo en mi poder copias de estas cartas, pues durante mi estancia allí encontré el medio de proporcionarme los utensilios que usaban para escribir, y estas cartas estaban a menudo en las manos de Félix o de Agatha. Ellas serán la prueba que te entregaré para que veas cuán verdad es lo que te estoy contando ... Pero como veo que el sol está próximo a desaparecer, solamente recordaré lo más relevante de su contenido.

Safie explicaba en ellas que su madre era una árabe cristiana, raptada y convertida en esclava por los turcos. Siendo mujer de extraordinaria belleza, logró cautivar al padre de Safie hasta conseguir que éste la hiciese su esposa. La muchacha hablaba de ella con devoción. Aquella mujer, nacida libre, menospreciaba la esclavitud que había sufrido e instruyó a su hija en los principios de su religión, enseñándole a perseguir y obtener la independencia espiritual negada a las mujeres que siguen a Mahoma. La madre de Safie murió, pero en la muchacha habían quedado impresas las profundas huellas de los conocimientos que ella le había inculcado. No quería volver a Asia, porque la suerte que le esperaba era encerrarse en un harén y entretener su ocio con juegos pueriles que no ligaban en absoluto con su temperamento, acostumbrado ya a las nobles ideas de la virtud. La atraía la posibilidad de contraer matrimonio con un cristiano y vivir en un país donde las mujeres ocuparan un puesto en la sociedad.

El día de la ejecución fue fijado. Pero antes de que pudiera cumplirse la sentencia, el turco desapareció misteriosamente de su celda, y para cuando asomaba el sol se hallaba a muchas leguas de París. Félix se había provisto de salvoconductos a nombre suyo, de su padre y de su hermana, y gracias a ello tanto De Lacey como Agatha habían podido abandonar en secreto su casa de París.

El muchacho condujo al turco y a su hija a través de Francia hasta llegar a Lyon, desde donde, por el Mont Genis,les hizo llegar a Leghom. Allí el comerciante decidió esperar la aparición de una ocasión propicia que le permitiera llegar a su país.

Safie decidió quedarse con su padre hasta que éste partiera, y el turco renovó la promesa hecha a Félix de concederle la mano de su hija. Así pues, Félix continuó con ellos aguardando el momento en que esto sucediese, mientras dedicaba su tiempo a conversar con la joven árabe por medio de un intérprete. No obstante, la mayoría de las veces tan sólo intercambiaban miradas que eran suficientemente elocuentes; o bien la muchacha ejecutaba para él las más dulces melodías de su tierra natal.

El turco permitía que esta intimidad fuera desarrollándose, aumentando con ello las esperanzas de los jóvenes amantes; pero en su interior trazaba unos planes completamente opuestos. En realidad, la idea de que su hija se casase con un cristiano le era insoportable, aunque, por otra parte, se encontraba en manos de su salvador. En efecto, si éste quería denunciarle a las autoridades italianas, en cuyo territorio se hallaban, podía muy bien hacerlo, y con consecuencias fatales para él. Por ello entretejió miles de planes que le permitieran dar largas al asunto, prolongando el engaño tanto tiempo como fue necesario. Y no necesitó esperar mucho, pues las malas noticias procedentes de París vinieron a favorecer su proyecto de llevarse secretamente a Safie cuando llegara el momento de partir.

El Gobierno francés se había indignado con la fuga del turco y no cesó hasta hallar la identidad del liberador. Una vez se hubo averiguado que éste era Félix, las represalias cayeron sobre De Lacey y su hija, que fueron encarcelados. Esta noticia tuvo la virtud de arrancar a Félix de su nube de amor, pues su anciano padre ciego y su dulce Agatha habían sido encerrados en una mazmorra mientras él disfrutaba de la felicidad y se hallaba en compañía de la mujer que amaba. Ante tal situación cuya sola idea le torturaba hasta lo indecible llegó a un acuerdo con el turco: si la ocasión para la huida de éste se presentaba antes de que Félix regresara, él debería ocuparse de que Safie le esperase alojada en un convento de Leghom. Una vez ultimados todos los detalles, Félix partió inmediatamente hacia París con objeto de entregarse. Confiaba en que así podrían quedar libres su padre y su hermana.

Sin embargo, su acción no modificó las cosas, sino más bien todo lo contrario. Permanecieron los tres encerrados durante cinco largos meses, al cabo de los cuales fueron juzgados y condenados a la privación de todos sus bienes y al destierro.

Una vez en el exilio encontraron refugio en aquella miserable choza, en Alemania que era donde yo les conocí. Félix tuvo noticias de la traición del turco, causa de su ruina, cuando este, al saber que la familia De Lacey había perdido el honor y todos los bienes, y tras haber abandonado Italia con su hija, le insultó con el envío de una cantidad de dinero que, se decía en la nota que le acompañaba, le permitiera asegurarse un medio de subsistencia.

Estos y no otros fueron los tristes acontecimientos que consiguieron menguar la alegría de Félix, convirtiéndole en el más desgraciado miembro de su familia. Hubiera sido capaz de soportar la pobreza y la desgracia, pero no pudo resistir la pérdida de su amada y la traición del musulmán, cosas ambas demasiado amargas e irreparables. Ahora, la inesperada llegada de la joven árabe le devolvía parte de su Vida y consolaba su alma, tan mortalmente herida.

El que la joven volviera a Félix sucedió como sigue. Algún tiempo después de la partida de Félix, las noticias de su detención en Francia llegaron hasta el turco, quien ordenó a su hija que olvidara al joven y se preparase para volver al país natal. La apasionada naturaleza de Safie hizo que discutiera esa decisión con su padre, pero todo fue inútil. El se negó a todo comentario, renovando su tiránica orden.

Pasaron unos días hasta que, finalmente, el turco irrumpió en la habitación de su hija, ordenándole hiciera los preparativos para una marcha inminente, pues creía que su presencia en Leghorn era peligrosa, ya que les habían descubierto y al parecer las autoridades tenían orden de entregarles al Gobierno francés. Para evitar tal situación, el musulmán había fletado un barco que le conduciría a Constantinopla y que estaba a punto de zarpar. Le manifestó su deseo de dejarla bajo el cuidado de un viejo sirviente de su confianza, con objeto de que ella pudiera seguirle tranquilamente y sin peligro en compañía de la mayor parte de sus riquezas, que todavía no habían llegado a Leghom.

Cuando Safie se encontró sola, y dueña por tanto de sus actos, meditó lo que mejor convenía a sus deseos. La idea de regresar a Turquía le resultaba aborrecible, porque su religión y sus gustos eran contrarios a los de aquel país. Descubrió en el dormitorio de su padre algunos documentos que la informaron de la desgracia en que había caído su amante, y averiguó también el sitio donde residía. Por un tiempo permaneció indecisa, pero al fin tomó una resolución. Reunió algunas joyas y el poco dinero que pudo y que le pertenecía, abandonando rápidamente Italia. Acompañada de una sirvienta que había contratado en Leghorn, y que sabía las suficientes palabras para comprenderla, se dirigió a Alemania.

Cerca ya de donde se encontraba la familia De Lacey, la pobre muchacha cayó enferma de gravedad y, a pesar de los infinitos y dulces cuidados que Safie le prodigó, murió. Sola e ignorante del idioma del país, tuvo la buena fortuna de que la dueña de la pensión donde se alojaban conociera por la criada el lugar adonde se dirigían. Así pudo llegar Safie, sin ningún tropiezo, a la cabaña de su amado.

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