Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo Tercero

Debo apresurarme ahora para relatar la parte que creo más conmovedora de mi historia, puesto que en ella se produjeron acontecimientos tan importantes que me impresionaron hasta convertirme en lo que soy ahora.

La primavera estaba ya muy entrada, y el tiempo había mejorado considerablemente, apareciendo el cielo limpio de nubes. Yo no salía de mi asombro al ver cómo lo que hasta entonces había considerado un desierto blanco era ahora un paraíso de verdor, en el que florecían las más lindas florecillas. Mis sentidos iban encontrando placer en los perfumes, en los cantos y en el panorama que la naturaleza ofrecía.

El día a que me quiero referir era uno de aquellos en que los tres habitantes de la cabaña descansaban del trabajo, dedicándose el anciano a tocar la guitarra y sus hijos a escucharle ensimismados en sus pensamientos. Félix parecía estar más triste que de costumbre, porque suspiraba con mayor frecuencia que los otros días. Tanto fue así, que su padre interrumpió el concierto para preguntarle, según me pareció entender, el porqué de aquella amarga pena. Félix le respondió con acento alegre, y el anciano, satisfecho con la respuesta volvió a pulsar las cuerdas del instrumento. Entonces, alguien llamó a la puerta.

Al abrirse ésta pude ver en su marco a una dama montada a caballo y acompañada de un campesino que conducía la montura. Vestía un elegante traje oscuro, y se cubría el rostro con un gran velo muy tupido. Agatha le preguntó algo, a lo que la dama respondió pronunciando con mucha lentitud el nombre de Félix. Su voz era melodiosa, pero sonaba muy distinta de la de mis amigos. Al oír su nombre, Félix salió apresuradamente, y al verlo la dama levantó el velo que le cubría la cara, apareciendo entonces un rostro lleno de belleza y dulzura. Sus cabellos eran negrísimos, brillantes, y estaban trenzados de una forma muy curiosa. Tenía unos inmensos y resplandecientes ojos oscuros, y tanto sus facciones como su cutis daban una sensación de maravillosa frescura.

Félix parecía haberse vuelto loco de alegría. Todos los rasgos de melancolía desaparecieron súbitamente de su rostro, y su felicidad pareció alcanzar un grado tal que yo nunca hubiera sido capaz de imaginar. Sus ojos brillaban como el fuego y sus mejillas se habían coloreado de placer, lo que le hacía parecer tan bello como la extranjera. Esta, por su parte, estaba embargada por toda clase de sentimientos y emociones. Se secó las lágrimas que rodaban por sus mejillas y tendió la mano a Félix, quien la besó apasionadamente, al tiempo que la llamaba su dulce musulmana. Ella no pareció entender lo que el joven le estaba diciendo, lo cual no impidió que su cara se iluminase con la más resplandeciente de las sonrisas. Félix despidió al campesino que la había acompañado, y la hizo entrar en la cabaña, acompañándola hasta donde se hallaba el anciano. Tras intercambiar unas palabras con él, la joven se arrodilló a sus pies; pero pronto fue vivamente obligada a levantarse por el anciano, quien la abrazó emocionado.

Al pronto comprendí que, aunque la recién llegada articulaba también sonidos, éstos no eran entendidos por mis amigos, a quienes ella a su vez parecía no comprender. A pesar de los muchos signos con que procuraban entenderse, yo no pude descifrar ninguno, lo cual, desde luego, no fue obstáculo para que percibiera la alegría que reinaba en la casa por su aparición. En especial Félix, que daba la impresión de estar extraordinariamente contento, y sus sonrisas eran una renovada bienvenida para la hermosa dama. Agatha, la sin par Agatha, besó las manos de la extranjera y le indicó con gestos que su hermano había sido muy desgraciado antes de que ella llegara. Yo veía la expresión de alegría que despedían sus miradas, pero no podía comprender su causa, aunque la frecuente repetición de los sonidos de mis amigos me hizo comprender que intentaban enseñar a la dama su idioma, cosa que iba a ser muy beneficiosa para mí. En efecto, así lo hicieron, y en la primera lección la extranjera aprendió unas veinte palabras que me eran ya conocidas; sin embargo, pude retener otras nuevas.

Al caer la noche Agatha y la musulmana se retiraron, no sin que antes Félix besara la mano de ésta y le dijera: Buenas noches, mi dulce Safie. Luego, él estuvo mucho tiempo despierto hablando con su padre, y como sea que repetía con mucha frecuencia el nombre de Safie, creí comprender que ésta era el principal motivo de su conversación. A pesar de que deseaba ardientemente saber lo que decían, ello me fue imposible.

A la mañana siguiente, Félix salió a trabajar como siempre, mientras que Agatha ejecutaba sus tareas diarias. Safie se sentó a los pies del anciano y tomó la guitarra, arrancando de ella unos aires tan fascinadores que, sin darme cuenta, me encontré llorando de pena y alegría a la vez. La extranjera empezó a cantar con una voz cadenciosa, y con una gama de sonidos tan extensa que parecía un ruiseñor silvestre.

Cuando acabó sus canciones ofreció la guitarra a Agatha, quien al principio rehusó; pero después acabó por tomarla para tocar unas canciones muy sencillas, cantándolas con una dulce voz que, sin embargo, no podía compararse con la de Safie, tan cálida y armoniosa. El anciano disfrutaba como nunca, y dijo algunas palabras a Agatha para que las transmitiera a la otra joven. Me pareció que expresaban el placer que le había producido oírle cantar tan lindas canciones.

Los días volvieron a seguir su curso normal, y la única variación que habían sufrido mis amigos era que la alegría había sustituido a la pena en aquel feliz hogar. Safie estaba siempre contenta y, lo mismo que yo, hacía grandes progresos en el conocimiento del idioma. Tanto fue así que, dos meses después de su llegada, yo era capaz de comprender todo lo que decían mis protectores.

Mientras duraba nuestro aprendizaje, la tierra se cubrió de una capa de brillante hierba salpicada por toda clase de tiemecillas flores, convirtiéndose en el mejor de los regalos que la naturaleza ofrecía a nuestros ojos. El sol era más cálido y las noches más templadas y serenas, por lo que mis salidas nocturnas eran mucho más agradables; pero no se producían con tanta frecuencia como antes, pues el sol se ponía más tarde y amanecía muy pronto. Nunca me atreví a permanecer a la luz del día por temor a recibir el trato salvaje que se me dio la noche de mi llegada al hermoso pueblecito.

Mi vida no me parecía monótona porque giraba en tornO al aprendizaje de la lengua de mis vecinos. Puedo decir con orgullo que mis progresos eran más veloces que los de la joven musulmana, pues mientras que ella pronunciaba mal y no acababa de comprender el exacto sentido de las palabras, yo entendía la mayor parte del vocabulario que usaban y era capaz de repetir correctamente casi todas las palabras que había escuchado. También me familiaricé con el alfabeto, que mis vecinos enseñaban a Safie, y como consecuencia de todo ello ante mí se abrió un vasto campo de maravillas Y sorpresas.

El libro que Félix usaba para instruir a 5afie llevaba por título Meditaciones sobre las revoluciones de los imperios, que nunca hubiera llegado a comprender de no mediar en la lectura las cuidadosas explicaciones del joven. Dijo haberlo elegido porque su estilo declamatorio estaba inspirado en los relatos orientales. Por medio de esta lectura adquirí nociones de historia y una visión, aunque superficial, de los distintos imperios que en el mundo existen. Con el aprendí a diferenciar las costumbres, los gobiernos y las religiones de las distintas naciones de la tierra, enterándome también de la negligencia del pueblo asiático, del genio y de la actividad intelectual de los griegos antiguos, de las guerras y virtudes de los romanos clásicos, de la decadencia del poderoso imperio por ellos erigido, así como del modo en que nacieron la cristiandad, las órdenes de caballería y las monarquías. Aprendí cómo había sido descubierta América y lloré, como Safie, por la desgraciada suerte de los naturales de aquella tierra.

Aquellas apasionantes narraciones llegaron a confundirme; porque, ¿cómo era posible que el hombre tuviese tanto poder, estuviese tan lleno de virtud y, al mismo tiempo, fuera tan vil y rastrero? Algunas veces lo veía como un instrumento del espíritu del mal, y, por el contrario, otras lo imaginaba noble y virtuoso. Me parecía que la nobleza y la virtud debían ser los dos atributos por los que un hombre puede luchar, pero que ser vil y rastrero, como tantos hombres habían sido según explica la Historia, parecía la peor de las degradaciones, mucho peor que la condición del gusano o de la serpiente. Pasé mucho tiempo sin entender por qué un ser humano era capaz de matar a un semejante, sin ver la necesidad de leyes y gobiernos; pero cuando aprendí detalladamente cómo se producían los sanguinarios actos de los hombres, mi incomprensión cesó y me sentí lleno de vergüenza y horror.

Mi espíritu estaba tan ávido de conocimientos que cada nueva conversación mantenida por los habitantes de la cabaña era fuente de maravillas. Y fue atendiendo las explicaciones que Félix daba a Safie como empecé a comprender el extraño sistema con que se rige la sociedad humana. Me enteré de la división de las propiedades y de los bienes, de cómo existen grandes fortunas y extrema pobreza, y también de lo que son las clases sociales, la nobleza y el rango.

Aquellos conocimientos me hicieron reflexionar sobre mí mismo. Sabía ya que una de las cosas más apreciadas por los hombres era una ilustre ascendencia, unida a la riqueza material. Si un hombre era poseedor de una de estas cualidades, se le respetaba; pero si alguien se veía desposeído de ellas, entonces sus congéneres le consideraban un vagabundo, un esclavo que debía emplear sus energías en el enriquecimiento de los elegidos. Pero entonces, ¿quién era yo? Ignoraba todo lo que se refería a mi creador, aunque sabía que no tenía dinero, ni amigos, ni propiedad alguna. Además, mi figura era repugnante y mi constitución distinta de la de los demás hombres. Es cierto que les aventajaba en agilidad y que podía vivir con una dieta más precaria que ellos, así como que podía soportar mejor las duras condiciones atmosféricas y que mi talla era superior. Nunca había oído hablar de un ser parecido a mi. Por tanto, ¿era un monstruo, un fenómeno repugnante del que todos los hombres huirían aterrados y que nunca podría ser amado por otro ser?

Al llegar a este punto de mi reflexión no pude más y lloré de dolor. Intenté, en vano, desterrar estos pensamientos, pero a medida que mis conocimientos aumentaban, crecía también mi desaliento. ¡Oh! Si me hubiese quedado para siempre en el bosque natal, aun sin conocer otras sensaciones que las del hambre, la sed, el frío y el calor ...

¡Cuán extraña es la naturaleza del saber! Se aferra a la mente como el musgo a la roca. Muchas veces intenté ahuyentar tan tristes pensamientos, pero había aprendido que sólo existe un modo de vencer el dolor, y es morir, palabra a la que aun no comprendiéndola del todo bien temía con todas mis fuerzas. Mi alma admiraba la virtud y los buenos sentimientos, amaba las maneras afables y la gentileza de mis vecinos; pero, a pesar de todo, me estaba prohibido vivir en su compañía, a no ser que lo hiciera como hasta entonces, a escondidas y permaneciendo en la ignorancia de todos, cosas ambas que aumentaban, si es que esto era posible, mis deseos de ser aceptado por los demás seres para convertirme en uno de ellos. Pensé con tristeza que las dulces palabras de Agatha, las amorosas sonrisas de la hermosa Safie, las benevolentes actitudes del anciano y las inteligentes explicaciones de Félix nunca serían para mí. ¡Cuán triste y desgraciado me sentía!

Después de éstas, otras enseñanzas causaron una mayor impresión en mí. Aprendí las diferencias de los sexos, cómo nacen y crecen los hijos, cómo el padre disfruta con la alegría y las ocurrencias de sus chiquillos, cómo la vida de una madre está siempre pendiente de tan preciosa misión, cómo se desarrolla la inteligencia en los jóvenes ... Entendí, en fin, lo que significan las palabras hermano y hermana, los lazos que unen a unos seres humanos con otros.

¿Dónde estaban, pues, mis amigos y mis parientes? No había tenido padre que riera mis gracias ni madre que vigilara mi crecimiento. Y aunque los hubiese tenido, estaban sumidos en las tinieblas de mi vida pasada, en una nada de donde no me llegaba recuerdo alguno. La imagen más remota que había en mi memoria me representaba tal como ahora soy, y nunca había visto un ser que se me pareciera o que quisiera tener relación conmigo. ¿Qué era yo? Con lo único que podía responder a esta obsesionante pregunta era con lamentaciones.

Pronto sabrás hasta qué limite me condujeron estos pensamientos; pero antes volveré a hablarte de los habitantes de la cabaña, cuya historia provocaba en mí sentimientos de placer, indignación y asombro, aunque también consiguió que aumentara mi afecto y mi respeto hacia mis protectores (así era como les llamaba, engañándome inocentemente).

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