Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo Segundo

Al igual que ellos, me dispuse a descansar tendiéndome en la paja; pero no podía dormirme, pensando en los diversos acontecimientos acaecidos durante el día. Lo que más impresión me había causado era el suave comportamiento de aquellas personas, y hubiera querido unirme a ellos para ser un miembro más de su familia, pero no me atrevía a intentarlo porque me acordaba muy bien del trato que se me había dado la noche anterior por parte de los bárbaros habitantes del pueblecito. Estaba decidido, fuera cual fuese el curso que tomaran los acontecimientos, a permanecer en el cobertizo observando a mis vecinos e intentando descubrir y comprender las causas que determinaban sus acciones.

Los habitantes de la cabaña se levantaron antes del alba. La muchacha se dedicó a arreglar la casa y a preparar el alimento, mientras que, después de tomar el desayuno, el joven se fue.

El día transcurrió igual al anterior. El joven trabajaba fuera de casa y la muchacha hacía diversos trabajos dentro de ella. En cuanto al anciano, que pronto comprendí era ciego, pasaba la mayor parte de su tiempo meditando o dedicado a tocar aquel instrumento. Tanto el amor como el respeto que los jóvenes demostraban sentir por su venerable compañero parecían no tener límites, y todo cuanto por él hacían respiraba el mayor de los afectos, cariño que el anciano pagaba siempre con benévolas sonrisas.

A pesar de todo, no parecían ser completamente felices. Los dos jóvenes se escondían a menudo en algún rincón para llorar, sin que yo pudiese comprender cuál era la causa de su dolor, lo cual no me impedía sentirme también afectado por su desgracia. Pensaba que si tan magníficas personas podían ser desgraciadas, era lógico que yo, ser imperfecto y solitario, lo fuese mucho más todavía. Pero, ¿por qué unos seres tan bondadosos podían sufrir así? Vivían en una hermosa casa, por lo menos así me lo parecía, y gozaban de la comodidad necesaria; tenían fuego para calentarse y alimento para comer, sus vestidos eran de buen tejido y, sobre todo, disfrutaban de una maravillosa compañía, podían hablar y cambiar miradas entre sí, y decirse palabras de afecto y bondad. Así pues, ¿qué significaban aquellas lágrimas? ¿era dolor lo que significaban? Al principio me fue imposible responder a estas preguntas, pero el tiempo y la continua observación a que les sometí me dieron la explicación de muchas cosas que me habían sido imposibles de comprender.

Pasaron muchos días antes de que descubriera que la pobreza era una de las razones de la tristeza de tan amable familia. Contrariamente a lo que había imaginado, el único alimento que podían ofrecerse eran los vegetales que les proporcionaba su huerto y la leche de una vaca que en invierno, precisamente cuando más la necesitaban, daba muy poca cantidad de ella. Creo que sufrían con mucha frecuencia períodos de hambre, en especial la pareja de jóvenes, pues a menudo les vi colocar alimentos ante el anciano mientras ellos permanecían sin comer nada.

Esta manifestación de suprema bondad me afectó mucho, porque durante la noche yo acostumbraba robarles parte de la comida con la que cubrían sus necesidades, para atender yo a las mías propias. No obstante, cuando me di cuenta de que aquello les perjudicaba, dejé de hacerlo y empecé a alimentarme, una vez más, de moras, nueces y raíces que encontraba en el bosque vecino.

Prosiguiendo con mis observaciones descubrí un modo de aliviar su malestar. Había podido ver cómo el joven empleaba gran parte del día en recoger leña para el fuego de la casa, así es que por las noches me apoderé de sus herramientas, cuyo uso aprendí muy pronto, y reuní leña suficiente para varios días.

Recuerdo muy bien que la primera vez que hice esto, al abrir la puerta por la mañana, la muchacha demostró un gran asombro viendo ante la casa aquel enorme montón de leña. Lanzó tales exclamaciones que atrajo la atención de su compañero, quien al salir y ver aquello dio las mismas pruebas de asombro. Aquel día, el muchacho lo dedicó a realizar pequeñas reparaciones en la casa y a cultivar el huerto.

Días más tarde hice aún otro descubrimiento, quizá más importante que el que acabo de contar. Me di cuenta de que aquellas personas se comunicaban entre sí por medio de unos sonidos especiales. Vi también que las palabras que pronunciaban provocaban pena o alegría en quien las escuchaba, o bien sonrisa o tristeza. Me pareció ésta una ciencia divina, que despertó en mí el afán de poseerla. No obstante, todos los intentos que hice me desconcertaron profundamente. Pronunciaban los sonidos rápidamente, y lo que decían no parecía tener relación alguna con objetos tangibles. No había, por tanto, ningún indicio por el que averiguar la clave de aquel misterio. Se produjeron varios cambios de luna, y con mucha Concentración conseguí aprender los nombres que daban a los objetos más familiares en sus conversaciones. Aprendí a aplicar las palabras fuego, leche, pan y leña. También aprendí sus nombres: los jóvenes llamaban padre al anciano, pero ellos respondían por más de uno: hermana o Agatha, en el caso de la muchacha, y Félix, hermano o hijo, en el del joven. No creo posible expresar la alegría que me inundó cuando entendí estas palabras y, lo que es más, aprendí a pronunciarlas.

Había aún otros sonidos que no conseguía comprender ni utilizar; eran, entre otros, bueno, querido, desgraciado.

Así transcurrió todo el invierno. Los modos afables y llenos de dulzura de los habitantes de la cabaña hicieron que llegara a quererles. Cuando eran desgraciados, yo me sentía deprimido; y cuando la alegría imperaba entre ellos, yo participaba de su felicidad. Además, fuera de ellos veía a muy pocos seres humanos. De vez en cuando venía alguna persona, y con sus rudas maneras no hacía sino confirmar la alta consideración que me merecían aquellos tres seres. El anciano se esforzaba con frecuencia por conseguir que sus hijos apartasen de sí la tristeza; les hablaba en un tono dulce y animado, y sus rasgos reflejaban tanta bondad que para mí era un placer contemplarle. Agatha le escuchaba con gran respeto, y muchas veces incluso con los ojos inundados de lágrimas, que secaba furtivamente; pero su rostro y los matices de su voz eran más alegres después de que su padre le hubiera hablado. En cambio, Félix era distinto. Era el más triste de los tres y pese a mi poca experiencia parecía ser el que más sufría. De todos modos, aunque su rostro demostrara tristeza, su voz, sobre todo cuando se dirigía al anciano, era más alegre que la de la muchacha.

Hay miles de pequeños hechos que darían testimonio de la excelente disposición de aquellas buenas gentes. Por ejemplo, un día Felix apareció muy contento con la primera florecilla blanca que había asomado a través de la capa de nieve que aún lo cubría todo, y ello a pesar de su pobreza y su miseria. Por la mañana temprano, antes de que la muchacha se hubiera levantado, limpió de nieve el camino, sacó agua del pozo Y recogió la leña, que una mano desconocida depositaba cada noche en el establo. Creo que el joven debía trabajar también para un granjero vecino, porque muchos días se iba por la mañana temprano y no volvía a aparecer hasta la hora de la cena. El que no trajera leña es lo que me induce a creer que debía trabajar para otro; aunque no siempre era así, pues además se encargaba de su propio huerto y a veces, cuando la estación invernal lo impedía, pasaba el día leyendo para el anciano y Agatha.

Al principio, estas lecturas me tenían muy intrigado; pero poco a poco fui observando que empleaban en ellas palabras que se asemejaban a las que emitían hablando. Entonces pensé que sobre el papel habría unos signos que se podían pronunciar. ¡Cuánto deseé conseguir hacer lo mismo! Pero, ¿cómo iba a ser posible que yo lo hiciera si no conocía los sonidos que representaban aquellos signos? Aunque lentamente, hice algunos progresos en esta ciencia, que, sin embargo, no fueron suficientes para poder seguir una conversación, a pesar de mis esfuerzos por lograrlo. Mi empeño era muy grande, pues era consciente de que si quería presentarme ante ellos no debía hacerlo hasta que mis conocimientos de ese idioma pudiesen vencer la repugnancia que mi deformidad iba a causarles.

Una de las cosas que más me habían impresionado era la perfección de las formas de mis vecinos, su gracia, su delicada complexión. ¡Qué horror sentí al ver mi propio rostro reflejado en el agua! La primera vez que lo contemplé, retrocedí asustado e incapaz de creer que aquella faz fuese la mía; pero cuando me convenci de que el monstruo que había visto en el espejo del agua era yo, me sentí decepcionado e invadido por las más amargas sensaciones de desaliento y amargura. ¡Y pensar que aún no había ni tan sólo sospechado los desastrosos efectos que mi maldita deformidad tendría para mí!

El sol brillaba y calentaba cada día más, los días eran más largos y la nieve llegó a fundirse, permitiéndome ver los árboles y el oscuro color de la tierra. Entonces Félix tuvo mucho más trabajo fuera de casa, y las conmovedoras muestras de hambre que había visto en ellos comenzaron a desaparecer, pues aun cuando el alimento diario de mis vecinos no dejó de ser frugal, lo cierto es que era sano y suficiente. Sí, en el huerto empezaron a brotar otros tipos de plantas que ellos usaron para variar su comida. Además, a medida que la primavera iba avanzando, se podía notar en la casa la influencia benéfica del cambio de estación.

Cuando no llovía, el anciano paseaba con su hijo por los alrededores de la cabaña; pero la lluvia se sucedía día tras día, empapando la tierra y obligando a permanecer guarecido. Finalmente empezaron a soplar unos vientos bastante fuertes que secaron todo, y el tiempo acabó siendo mucho más agradable de lo que había sido hasta aquel momento.

Aunque yo me encontraba siempre recluido en el cobertizo, por las mañanas me dedicaba a observar a mis vecinos. Mi vida era muy uniforme. Dormía cuando sus ocupaciones les llevaban fuera de la casa, y volvía a mi observatorio cuando, al anochecer, se reunían otra vez dentro. Mientras dormían, y si la noche era propicia, salía y me dirigía al bosque en busca de mi alimento y de combustible para ellos. Al volver de tales expediciones, si había nieve en el camino, la quitaba o realizaba cualquier tarea de las que había visto hacer a Félix. Así pude apreciar cómo los trabajos que yo efectuaba les causaban gran asombro, y hablaban de ellos con las palabras espíritu del bien o maravilla, cuyo significado aún no había llegado yo a comprender.

Mi cerebro desarrollaba cada vez una actividad mayor. Deseaba con ardor saber por qué Félix tenía siempre aquella expresión de desaliento y por qué Agatha parecía sentirse siempre triste. Incluso llegué a creer, ¡pobre de mí!, que estaba en mis manos devolver la felicidad a quienes tanto la merecían. Aun en sueños tenía ante mí la venerable figura del anciano, la grácil figura de Agatha o la del hermoso Félix, a quienes creía seres superiores que acabarían convirtiéndose en mís bienhechores. Aparecían en mi imaginación dando muestras de terror al verme por primera vez, pero dejando que me ganara su confianza con mi comportamiento dócil, para finalmente concederme su amor.

Estos pensamientos alegraban mi vida y me alentaban a seguir aplicándome más y más en el estudio de su idioma. Los sonidos que yo emitía eran en realidad, muy rudos; pero aun cuando mi voz no poseía en modo alguno los matices cálidos de las suyas, ya empezaba a pronunciar con cierta habilidad las palabras que me eran conocidas. Eramos como los personajes de la fábula del asno y el perro faldero ... Las maneras del asno eran toscas, pero su indudable buena fe le hacía merecedor de algo mejor que palos e insultos.

Las refrescantes lluvias y la temperatura templada de la primavera cambiaron por completo el aspecto de la tierra. Los hombres, que durante el invierno parecían estar ocultos, se dispersaron por todas partes, dedicándose a cultivar la tierra. Los pájaros emitían sonidos más alegres, y las hojas cubrían con su hermoso color verde las ramas de los árboles. ¡Qué regocijada parecía estar la tierra, pocos días antes tan sumida en la tristeza! Mis sentidos se extasiaban ante la magnificencia de la naturaleza. El pasado empezaba a borrarse de mi memoria, para dar paso a un presente tranquilo y a un porvenir pleno de brillantes esperanzas.

Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha