Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo Primero

Con grandes dificultades puedo recordar la primera parte de mi existencia, puesto que todos los acontecimientos de aquella época se reproducen en mi mente con paradójica confusión. Me acuerdo de que una extraña multiplicidad de sensaciones se apoderó de mí. Podía ver, oír y oler sin que distinguiese estas sensaciones entre sí. También me acuerdo de que hubo un momento en el que una luz excitó mis nervios hasta el punto de obligarme a cerrar los ojos, y que la oscuridad que se produjo me asustó. Apenas había cerrado los ojos, los volví a abrir y la luz me cegó de nuevo. Pero, ya no me molestaba. Me levanté y empecé a caminar, creo que bajé una escalera, lo cual me produjo nuevas sensaciones. Hasta entonces había estado rodeado de cuerpos oscuros que para mí eran imperceptibles; pero de pronto, descubrí que podía andar libremente de un lado para otro, sin tropezar con obstáculos que no pudiera vencer. La luz llegó a serme tan opresiva, y su calor tan insistente, que me vi obligado a buscar la oscuridad. Luego he sabido que me tendí a descansar en un bosque próximo a Ingolstadt, hasta que la sed y el hambre me atormentaron. Busqué alimento en las moras silvestres y apagué mi sed en un riachuelo. Luego, volví a tener sueño y me tendí para descansar hasta quedarme dormido.

Cuando desperté estaba muy oscuro y me atemoricé al encontrarme solo y transido de frío. Ya antes había abandonado tu casa con esta misma sensación, viéndome obligado a apropiarme de algunas ropas que eran obviamente insuficientes. Me sentí una pobre criatura desamparada y desgraciada, que nada sabía ni conocía a nadie, y dominada por un malestar tan grande que acabé por sentarme a llorar de angustia.

Poco después, empezó a extenderse una claridad que iluminó el cielo, produciéndome con ello una sensación de placer. Levanté la cabeza para ver qué era aquello, y pude distinguir como un disco elevándose entre los árboles (la luna). Lo estuve observando en medio de mi asombro, hasta que comprobé que la claridad que despedía me permitía ver todo lo que había a mi alrededor. Entonces me puse a buscar moras otra vez para comer algo. Tenía todavía mucho frío, pero al pie de un árbol encontré un capote del que me apoderé para abrigarme. Mi mente era un torbellino de confusiones; todavía estaba lejos de poder discernir, aunque apreciaba la luz y la oscuridad, sentía hambre y sed, podía oír los innumerables ruidos que llegaban hasta mí y oler los distintos perfumes que despedían los bosques.

Después, se sucedieron varios cambios, de la oscuridad a la claridad, hasta que pude notar cómo la duración de la oscuridad había disminuido grandemente. Insensiblemente, comencé a distinguir con nitidez el arroyo junto al cual me había acostado y la silueta de los árboles que me protegían. Descubrí también y con no poca alegría, que los ruidos que me asaltaban de vez en cuando procedían de la garganta de unos animales cubiertos de plumas que, en más de una ocasión, habían interceptado la luz. Empecé a percibir con más detalle las formas de lo que me rodeaba, e intenté determinar los línútes de la bóveda de luz que se extendía sobre mi cabeza. Creo que incluso probé a imitar los sonidos de los pájaros; pero fue inútil porque la rudeza y aspereza de los sonidos que pude pronunciar me asustaron y me callé.

La luna desaparecía y volvía a mostrarse algún tiempo después, mientras yo seguía en el bosque. Por fin pude reconocer cada una de mis sensaciones dándome cuenta de que mi mente recibía cada día otras nuevas. Mis ojos distinguían ya los insectos de las briznas de hierba y también unas matas de otras. Y en cuanto a mi oído, aprendió que el gorrión emite sonidos ásperos, mientras que el mirlo y el tordo producen un cantar dulce y agradable.

Un día en que el frío me acosaba más de lo que hasta entonces lo había hecho, descubrí un fuego que, sin duda, había sido abandonado por unos leñadores, y percibí la sensación del calor. Lleno de alegría, metí la mano en él pero la retiré al instante, con un grito de dolor. ¡Qué extraño me pareció que una cosa pudiera ofrecer dos efectos tan distintos! Vi que aquel fuego había sido hecho con trozos de madera, y rápidamente intenté encender uno; pero las ramas estaban mojadas y no podían arder. Me desanimé. Luego me senté para ver cómo era posible que aquello sucediese y vi que poco a poco las ramas mojadas que yo había colocado junto al fuego se secaban y comenzaban a arder también. Esto me llevó a reunir ramas para ponerlas a secar y poder tener así con qué calentarme. Por la noche, temiendo que el fuego se extinguiera, lo cubrí con ramas secas que tapé con hojas húmedas, y extendí en su proximidad mi capote para disponerme a dormir.

Cuando desperté ya era de día. Lo primero que hice fue ver si el fuego estaba apagado; lo destapé, y un vientecillo suave hizo que surgiesen otra vez llamas de él. Observando este fenómeno pensé en que necesitaba también aire para mantener el fuego, por lo que junté algunas hojas en forma de abanico, que utilicé para animar las brasas cuando estaban a punto de apagarse. La noche me enseñó que el fuego, además de dar calor, iluminaba cuanto había a mi alrededor, así como que los residuos abandonados por los viajeros habían sido asados con el fuego y sabían mejor que las moras que yo comía. Por lo tanto, coloqué sobre las brasas esos frutos, pero me quedé muy desilusionado al descubrir que se estropeaban. Sin embargo, no me desanimé, pudiendo comprobar pronto que a las nueces y raíces que había puesto al fuego, junto con las moras, no les ocurría lo mismo, sino todo lo contrario.

No obstante, el alimento fue escaseando y me pasaba el día entero buscando en vano algunas bellotas con que calmar mi hambre. Como me era difícil continuar sin comer, decidí abandonar el lugar para buscar un sitio que pudiera serme más habitable. Entonces se me planteó el problema de prescindir del fuego, que había descubierto casualmente y que no podía volver a producir, puesto que no sabía como hacerlo. Pasé varias horas dedicado a considerar este inconveniente tan grave para mí, pero tuve que desistir de todo intento de proporcionármelo. Así fue como me dirigí hacia el sol poniente, cruzando el bosque. Caminé durante tres días, hasta que llegué a un campo que la nieve había cubierto y que ofrecía un aspecto desolador. Mis pies estaban helados por causa de aquella sustancia blanca, fría y húmeda, que cubría el suelo.

Serían las siete de la mañana, y yo necesitaba urgentemente encontrar con qué alimentarme y donde guarecerme. De pronto, un poco lejos todavía, divisé una cabaña que parecía el refugio de algún pastor. Aquello fue una nueva experiencia. Al llegar, me dediqué a examinar con curiosidad como estaba construida. Toqué la puerta y ésta cedió a mi presión, por lo que entré en el interior de la choza. Había un hombre sentado junto al fuego, sobre el que se cocía alguna cosa. Al entrar yo, se volvió y lanzando un grito de terror salió corriendo hasta cruzar el campo, a una velocidad que parecía increíble dado lo achacoso de su aspecto. Era un ser distinto de los que estaba acostumbrado a ver hasta entonces, y tanto su huida como su aspecto me desconcertaron un poco. No obstante, la choza me pareció una maravilla, pues evitaba que continuara mojándome y pasando frío. Tanto me gustó el lugar, que lo consideré como los diablos infernales debieron considerar el Pandemónium después de sufrir en el lago de fuego. Devoré ansiosamente la comida del pastor, compuesta de pan, queso, leche y un poco de vino, aunque este último no me agradó, y vencido al fin por el cansancio de la larga caminata, me dormí sobre un montón de paja que había en un rincón.

Cuando desperté era ya mediodía. Animado por el calor que daba el sol, me decidí a proseguir mi marcha. Puse los restos de la comida en un zurrón que encontré, y avancé por campos y más campos durante varias horas, hasta que, a la caída del sol, llegué a un minúsculo pueblo. ¡Qué lindo me pareció aquello! Las cabañas, los hotelitos más acomodados y las grandes mansiones, me llevaron de asombro en asombro. Podía ver las plantas de los jardines, las verduras de los huertos, los quesos y los jarros de leche dispuestos en los alféizares de muchas de las casas, cosas estas que despertaron mi apetito. Penetré en una casa que me pareció muy hermosa, pero apenas puse el pie en el umbral, unos chiquillos que allí jugaban empezaron a gritar aterrados, y una mujer que estaba con ellos se desmayó. Ante tal griterío acudieron los vecinos, y mientras unos huían enloquecidos, otros me atacaron con palos y piedras hasta que, malherido, tuve que huir en busca de refugio. Lo encontré en un cobertizo muy bajo, cuyo aspecto, comparado con el de las lindas casas, no me pudo parecer más horrible. Dicho cobertizo estaba construido pared por pared contra una cabaña de agradable aspecto; pero después de la experiencia anterior no quise entrar en ella. El lugar apenas me permitía permanecer sentado sin tener que agachar la cabeza, el suelo era de tierra, y el viento penetraba por las grietas de las paredes. Pero preferí quedarme allí antes que sentirme otra vez en medio de la lluvia y el frío.

Así pues, me tumbé a descansar, considerándome afortunado por haber hallado un sitio, por miserable que éste fuese, que me protegería de las inclemencias del tiempo y, sobre todo, de la barbarie y crueldad de los hombres.

Con las primeras luces del alba me deslicé fuera de aquel cuchitril, para poder inspeccionar el chalet y tratar de averiguar si me sería posible permanecer en el cobertizo sin ser visto por nadie. Mi refugio lindaba con una charca de agua clara por un lado, y con una pocilga por el otro, y yo me había introducido en él por uno de esos lados, que estaba abierto. Lo primero que hice fue tapar aquel agujero con piedras y barro, con objeto de que nadie pudiera verme, pero de forma que me fuese posible salir y entrar si así lo deseaba. La única luz que llegaba hasta mí era a través de la pocilga aunque esto me bastaba por el momento.

Una vez arreglado mi alojamiento y después de haber recogido paja limpia, me escondí en su interior al ver acercarse a un hombre. El trato que de aquellos seres había recibido no era como para arriesgarse a estar de nuevo en su presencia. Por suerte, y en previsión de tal eventualidad, anteriormente me había aprovisionado de algunos alimentos, que conseguí en la cabaña, así como de una taza que me permitiera recoger el agua del arroyo que fluía junto a mi refugio. Mi escondite tenía la ventaja de estar justo al otro lado de la chimenea de la cabaña, por lo que la temperatura del lugar hacía tolerable mi estancia en él.

Por el momento disponía de una habitación aceptable, y decidí permanecer en ella en tanto no se produjera algún acontecimiento que me obligase a cambiar tal determinación. Aquel cobertizo era un paraíso si se le comparaba con el desértico bosque que había sido mi residencia hasta entonces, donde la lluvia me había empapado y la humedad calado mis huesos. Consumí parte de los alimentos, y cuando estaba a punto de quitar los elementos de la improvisada puerta para salir en busca de agua, oí unos pasos. Miré por una rendija, y pude ver a una muchacha con un cubo en la cabeza, que pasaba por delante de mi escondite. La criatura en cuestión era de corta edad y su apariencia me pareció muy agradable, radicalmente distinta a la de los habitantes de las casas, así como también a la de las sirvientas de las granjas que después tuve ocasión de ver. Iba pobremente vestida, con sólo una falda de tela ordinaria y una chaquetilla de lienzo. Su pelo, rubio, lo llevaba trenzado, pero no ostentaba ningún adorno y su expresión era de tristeza y resignación a la vez. Desapareció de mi vista, Y al poco rato la volví a ver pasar, con el cubo ahora parcialmente lleno de leche, caminando con dificultad debido al peso de su carga. Un hombre, joven también, cuyo aspecto parecía menos resignado que el de la muchacha, salió a su encuentro y después de pronunciar algunos murmullos en un tono que me pareció apesadumbrado, cogió el cubo y lo llevó hasta la cabaña. Ella le siguió, desapareciendo en el interior. Al poco rato, el joven volvió a salir portando unos extraños utensilios, y cruzó el campo que había detrás de la cabaña, mientras la muchacha se ocupaba, tan pronto fuera como dentro de la casa, en diversos trabajos.

Me dediqué a examinar más atentamente mi alojamiento y descubrí que una de las ventanas de la cabaña, precisamente la que daba al cobertizo, había sido cubierta con algunas maderas. Pero en una de las tablas había una rendija por la que podía mirar al interior, y así lo hice. Pude ver una habitación limpia y blanqueada, casi desprovista por completo de muebles, en uno de cuyos rincones, cerca de un pequeño fuego, se sentaba un anciano con la cabeza apoyada en las manos, en actitud de desconsuelo. La muchacha arreglaba la casa. Cuando acabó de hacerlo, sacó algo de un cajón y se sentó al lado del anciano, moviendo las manos. El hombre asió un instrumento y supo arrancar de él unos sonidos más bellos que los que yo había podido oír en los ruiseñores o los mirlos. Incluso para mí, ¡pobre ser desamparado!, aquel fue un cuadro conmovedor como nunca me había sido dado contemplar. El cabello plateado del anciano, lo mismo que su aspecto benévolo, ganaron mi respeto; y en cuanto a la muchacha, su dulce actitud despertó en mí sentimientos de amor. El anciano continuó tocando, pero esta vez el aire dulce y triste de su melodía provocó lágrimas en la muchacha, de las que el hombre no se aperábió hasta que se convirtieron en un sollozo ahogado. El emitió algunos sonidos mientras ella, dejando lo que sus manos sostenían, se arrodilló a sus pies. Luego, el anciano la levantó sonriendo con tanto afecto, que comencé a experimentar unas sensaciones desconocidas para mí. Lo que entonces me ocurrió fue una mezcla de dolor y placer que jamás había sentido antes, ni siquiera cuando sufría hambre, sed, frío o algo parecido. Me separé de la ventana, incapaz como me sentía de soportar por más tiempo tal emoción.

Poco después de esta escena entró el joven, cargando sobre sus espaldas un haz de leña. La muchacha se le acercó y le ayudó a descargarlo, cogiendo después unas ramas para ir a colocarlas en el fuego del hogar. El joven se dirigió a un rincón de la cabaña, y volvió con una gran hogaza de pan y un pedazo de queso que ella recibió con satisfacción, saliendo luego afuera, donde arrancó del suelo plantas y raíces que luego colocó en un recipiente con agua sobre el fuego. La joven prosiguió con su tarea, en tanto que el muchacho salió afuera otra vez y estuvo un buen rato arrancando hierbas de la tierra.

Mientras, el anciano había permanecido pensativo, aunque, según pude ver, al regreso de sus compañeros adquirió una expresión de alegría. Luego, todos juntos, se sentaron ante una mesa para disponerse a comer, acabando pronto con la frugal comida. La muchacha prosiguió con sus quehaceres dentro de la casa, y el anciano, cogido del brazo del joven, salió al sol y paseó durante un pequeño rato por delante de la cabaña. El contraste que ofrecían aquellas dos personas no podía superar en belleza a ningún otro. Una de ellas era vieja, su cabeza estaba rodeada por un halo de cabellos blancos y su rostro expresaba amor y benevolencia; la otra era esbelta y de movimientos graciosos, y su rostro estaba perfectamente modelado aunque sus ojos expresaran desaliento y desdicha. Cuando volvieron a la cabaña, el anciano se sentó otra vez junto al fuego y el joven salió de nuevo, llevando consigo unos útiles distintos de los anteriores, con los que se alejó a través del campo.

Casi sin darme cuenta, la noche cayó sobre nosotros. Entonces pude ver cómo los habitantes de la cabaña conseguían mantener la luz dentro de ella mediante el uso de velas, lo que me produjo una inmensa alegría puesto que de este modo podría seguir observando a mis vecinos después de la puesta del sol. Los dos jóvenes se dedicaron a ocupaciones cuyo sentido era desconocido para mí, mientras que el anciano volvió a tocar el instrumento, reproduciendo aquellos sonidos que me habían fascinado antes. Cuando acabó, el joven estuvo durante un tiempo articulando unos sonidos monótonos, que en nada se parecían a los que el anciano extraía del instrumento, ni tampoco a los que yo conocía de los pájaros. Más tarde aprendería yo que no hacían otra cosa que leer en voz alta; pero por aquel entonces aún desconocía todo lo referente a la ciencia de las palabras y las letras.

Al cabo de un rato de esta ocupación, los miembros de aquella familia apagaron las velas y según creí comprender, se retiraron a descansar.

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