Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Décimo

Pasé el día siguiente deambulando por el valle. Me detuve bastante tiempo en las fuentes del Arveiron, río que toma sus aguas de un glaciar que se desliza con suavidad desde las cimas, como si quisiera separar el valle del resto del paisaje. Delante mío se elevaban los flancos de las gigantescas montañas, y la muralla que formaba el glaciar brillaba sobre mi cabeza. Los pocos pinos que había estaban bastante maltrechos y se diseminaban con irregularidad por el valle. El silencio sobrenatural en el que estaba sumido este impresionante palacio natural, tan sólo era roto esporádicamente por la caída de algún pedazo de hielo, por el retumbar de los aludes o por el crujido de los bloques helados al agrietarse una y otra vez cual juguete de las fuerzas invencibles de la naturaleza. Contemplar aquel sublime espectáculo me proporcionó el mayor consuelo que mi mente podía desear, y me elevó por encima de la mezquindad de los sentimientos humanos; aunque no consiguió desembarazarme de mi dolor, sí que contribuyó a menguarlo, y también me ayudó, en cierto modo, a distraer mi imaginación de los sombríos pensamientos que la habían embargado durante el último mes.

Así pues, cuando aquella noche me retiré a descansar, mi sUeño estaba protegido por la grandeza de las montañas que había contemplado durante el día, por la inmensidad de los valles nevados, por los bosques de abetos, por los desnudos barrancos y el rugir del río.

Pero, ¿por qué habían desaparecido todas aquellas sublimes imágenes cuando me desperté al día siguiente? En efecto, todas aquellas visiones que podían fortalecer mi espíritu se desvanecieron al amanecer, y entonces una profunda melancolía volvió a adueñarse de mis pensamientos. Aquella mañana caía una espesa lluvia que, junto con la niebla, parecía querer impedirme contemplar de nuevo a mis recientes amigos. ¿Pero qué podía suponer para mí la lluvia, cuando deseaba ardientemente ir en su busca a través del vestido de nubes que los ocultaba? Así pues, hice ensillar mi mula y emprendí el ascenso del Montanvert. Todavía figuraba en mi memoria la impresión que recibí al contemplar por vez primera el inmenso glaciar en perpetuo movimiento. En aquel momento, mi alma se había extasiado hasta un grado tal, que recuerdo haberme remontado desde el oscuro mundo en que me hallaba hasta la luz y la alegría. La contemplación de la grandiosidad de la naturaleza siempre confirió nobleza a mis pensamientos, haciendo que olvidara las preocupaciones cotidianas. Por eso ahora, como era buen conocedor del camino y la presencia de un guía hubiera destruido la magnificencia del lugar, decidí ir solo.

El camino de subida es muy empinado, pero el sendero está tallado en zig zag, permitiendo al viajero escalar con bastante facilidad y vencer la perpendicularidad del monte. A mis ojos se ofrecía un panorama de auténtica desolación. Aquí y allá podía contemplar los restos de aludes que, a su paso, habían derribado árboles, destruyendo unos y torciendo dolorosamente otros. Conforme se va ascendiendo, el camino va cruzando pequeños barrancos por los que constantemente caen piedras, y donde el menor ruido produce el alud de las nieves. Los pinos que se encuentran son sombríos y algo raquíticos, todo lo cual contribuye a ensombrecer el lugar. Miré el valle, y pude ver que la espesa niebla procedente del río lo había hecho desaparecer, llegando incluso a enroscarse alrededor de los montes de la vertiente opuesta. La lluvia seguía cayendo y aumentaba la melancolía de todo lo que me rodeaba. ¿Por qué razón el hombre se vanagloria de poseer una sensibilidad superior a la del bruto? Si nuestros impulsos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi libres; pero nos conmueve la más ligera brisa, y tan sólo una palabra o la imagen que ésta despierta en nosotros, inquieta nuestro espíritu.

Descansamos, y un ensueño tiene el poder de envenenar nuestro sueño.
Despertamos, y un vago pensamiento quizá nos estropeará toda la jornada.
Sentimos, concebimos o razonamos; reímos o lloramos;
abrazamos contentos un dolor o alejamos de nosotros la zozobra.
Es lo mismo, porque sea pena o alegria, el sendero de su olvido permanece siempre abierto.
El ayer del hombre nunca podrá ser igual a su mañana.
¡Nada es perdurable sino la mutabilidad!

Era ya casi mediodía cuando llegué al fin de mi ascensión; me senté en una roca, desde donde dominaba el mar de hielo. La niebla continuaba envolviéndolo todo, pero una brisa que se levantó en aquel momento alejó a las nubes y pude descender hasta el glaciar. Este era muy irregular, y su superficie se asemejaba a las olas de un mar revuelto; descendía muy baja, intercalándose con rocas y cruzando por profundas grietas. Necesité casi dos horas para atravesarlo, aunque apenas tiene una legua de ancho. Al otro lado se erguía, desnuda, la montaña. Frente a mí estaba el Montanvert, y a una cierta distancia se levantaba, inmenso y abrumador, el Mont Blanc. Me deslicé hacia una hoquedad de la roca y permanecí allí un buen rato contemplando el paisaje. Mi corazón, poco rato antes dominado por el dolor, se conmovía ahora con un sentimiento muy parecido al gozo, que me hizo exclamar:

- ¡Espíritus errantes! Si en verdad sois libres de marchar de un lado a otro, concededme un poco de esa ligera felicidad o llevadme con vosotros como compañero, lejos de las alegrías de la existencia.

No acababa de decir esto, cuando vi a un hombre que avanzaba hacia mí con una velocidad sobrehumana, sorteando con gran facilidad las mismas resquebrajaduras del hielo sobre las que yo había andado con tanto cuidado. A medida que se acercaba su estatura adquiría proporciones anormales. Los ojos se me nublaron y estuve a punto de desfallecer, pero el frío cortante impidió que perdiera el sentido y me reanimó rápidamente. Cuando aquel hombre estaba ya muy cerca de mí pude ver, ¡terrible visión!, que se trataba del monstruo a quien yo había dado vida. Temblé de ira y de horror, y me decidí a esperarle para entablar una lucha mortal con él. Su rostro expresaba una amarga angustia, que se entremezclaba con desdén y maldad, y su fealdad, ultraterrena, le hacía demasiado espantoso para que los ojos humanos pudieran contemplarle. Apenas me di cuenta de sus rasgos, y la rabia y el odio me privaron por un momento del habla; cuando por fin pude recobrarme, le expresaba lo mucho que le detestaba y despreciaba.

- ¡Ser demoniaco! ¿Cómo osas acercarte a mí? ¿Acaso no temes que caiga sobre tu cabeza la terrible venganza de mi brazo? ¡Aléjate, insecto vil! ¡O mejor quédate, para que pueda reducirte a polvo! ¡Oh! ¡Si pudiera poner fin a tu inmunda existencia y devolver así la vida a quienes tan miserablemente has asesinado!

- Esperaba una acogida semejante por tu parte -dijo el monstruo-. Todos los hombres odian a un ser desgraciado. ¡Cuánto debes odiarme a mí, miserable entre los miserables seres vivos! Tú, mi creador, rechazas tu propia obra, me rechazas a pesar de estar ligado a mí por vínculos que sólo se romperán con la muerte de uno de nosotros. Acabas de decir que tienes intención de matarme ... ¿Cómo puedes disponer de una vida así como así? Cumple antes el deber que tienes para conmigo y yo cumpliré con el mío, hacia ti y hacia el resto de la humanidad. Si llegamos a un acuerdo, te dejaré en paz a ti y a los tuyos; pero si te niegas, haré trabajar a la guadaña de la muerte hasta que ésta se haya embriagado con la sangre de quienes te quieren.

- ¡Monstruo aborrecible! ¡Ser criminal! Las torturas del infierno son demasiado suaves para vengar tus crímenes. ¡Demonio despreciable! Maldigo el día que te creé. ¡Ten para que pueda extinguir la llama de vida que en un momento de delirio hice descender sobre ti!

Así diciendo, salté sobre él movido por un odio ciego y por el deseo de ver destruido al monstruo, pasiones ambas que pueden levantar el brazo de un ser humano contra otro. Me eludió con gran facilidad y me dijo:

- ¡Cálmate! Te ruego me escuches antes de dar rienda suelta a tu odio. ¿Acaso no he padecido yo lo indecible para que tú vengas a aumentar estos sufrimientos? Amo la vida, pese a que no es más que un cúmulo de angustias, y la defenderé. Recuerda que tú has sido quien me ha hecho más poderoso que un hombre cualquiera; mi talla es superior y mis músculos más flexibles, pero no por eso voy a luchar contra ti. Soy tu criatura y te debo sumisión y afecto, dos cosas que daré a mi señor si él no es remiso a cumplir con sus deberes para conmigo. ¡Oh, Frankenstein! No seas ecuánime con todos menos conmigo; me debes justicia, clemencia y afecto. Eres quien me ha creado y yo debería ser como tu Adán; pero por desgracia soy el ángel caído, y me privas sin motivo alguno de la alegría que tienen los otros seres creados. Veo, allá donde voy, una felicidad de la que me siento excluido. Cuando me creaste era dulce y bueno, pero los sufrimientos han hecho de mí lo que soy: un enemigo. Dame, pues, la felicidad, y seré virtuoso de nuevo.

- ¡Aléjate de mí! ¡No quiero escucharte! No hay ningún lazo de unión entre tú y yo, somos enemigos irreconciliables. Márchate o deja que midamos nuestras fuerzas en una lucha que destruirá a uno de los dos.

- ¿Cómo podría llegar a tu alma? ¿No hay palabras suficientes para hacerte comprender que debes volver tus ojos hacia una criatura, tu propio hijo, que te implora bondad y compasión? Créeme, Frankenstein, mi alma era amorosa; pero, no ves que estoy irremisiblemente solo? Si hasta tú, mi creador, me aborreces, ¿qué crees que puedo esperar de tus iguales, que nada me deben? El desprecio y el miedo es lo que experimentan ante mí; tan sólo los glaciares y las altas montañas son mis compañeros, mi refugio. Hace días que ando por estas soledades, viviendo en grutas heladas; son el único sitio donde me siento seguro, los únicos parajes que el hombre no me niega. El cielo gris, la nieve, todo esto, merecen mi respeto y mi adoración porque me tratan con más consideración que tus propios semejantes. Si las gentes supiesen de mi existencia harían lo mismo que tú: levantarían su brazo contra mí. ¿No crees que es lógico que yo, a mi vez, les corresponda con el mismo odio que ellos me tienen? ¿Cómo puedo ser benevolente con mis enemigos? Soy un ser desgraciado, y ellos compartirán mis sufrimientos. No obstante, en tus manos está el liberarme de este padecimiento y librarlos a ellos de un mal que tú harás tan grande como quieras. Y no sólo a tu familia, sino a muchos otros hombres que ni tan siquiera conoces y que perecerán en el frenesí de mi ira vengadora. ¡Deja actuar a la compasión y no me desprecies así! Escucha mi relato, y cuando lo hayas hecho abandóname o compadéceme según creas en él o no. Pero, por favor, ¡escúchame! Hasta los condenados a muerte tienen derecho a ser oídos; laS leyes de los hombres, a pesar de lo sangrientas que son, no les niegan esta oportunidad de defenderse antes de la condena. ¡Frankenstein, tú me acusas de ser un asesino, y sin embargo, cometerías un crimen, con la conciencia libre de remordimientos, en la persona del ser que creaste! ¡Alabemos la eterna justicia del hombre! No te estoy pidiendo tu perdón, sino que sólo quiero que me escuches y que luego, si puedes y quieres, destruyas tu trabajo con tus propias manos.

- ¿Por qué reavivas mis recuerdos? -le respondí-. ¿Por qué traes a mi memoria unas circunstancias que, sólo pensar en ellas, me hacen temblar? ¡Maldigo una y mil veces el día en que tus ojos se abrieron a la vida! ¡Maldigo las manos que te han creado! Me has convertido en el hombre más desgraciado que hay sobre la tierra, me has incapacitado para juzgarte con justicia. ¡Vete! ¡Libra mi vista de tu asquerosa figura!

- Así lo haré, creador mío -dijo el, colocando una de sus aberrantes manos sobre mi hombro, que yo aparté con violencia-. Tan sólo deseo que me escuches, y entonces te libraré de una visión que aborreces. Por las virtudes que una vez me caracterizaron te pido esto: escúchame, oye mi relato, que es largo y extraordinario. Pero la temperatura que reina aquí no es lo que más conviene a tu salud, ya tan débil. Ven a la cabaña que tengo en el monte. El sol está todavía alto, y antes de que se oculte para ir a iluminar otros rincones del mundo, habrás oído mi relato y podrás tomar una decisión. De ti depende que abandone estos lugares tan próximos al hombre para emprender una existencia pacífica, o el que me Convierta en el azote de la humanidad y en el autor de tu inmediata destrucción.

Comenzó a cruzar el campo de hielo y yo le seguí. Mi corazón latía apresuradamente. No sabía qué responder a sus manifestaciones y ruegos. Mientras andaba, fui considerando los distintos argumentos que me había expuesto, y decidí escuchar sus quejas. En parte me movía la curiosidad, pero también es cierto que sentía un alto grado de compasión. Hasta entonces había creído que él era el criminal autor de la muerte de William, y pensé que al fin saldría de dudas al oírle desmentir o confirmar mi suposición. Por vez primera me di cuenta de la responsabilidad que debe tener un creador para con su criatura, y de que, antes de quejarme de sus maldades, mi obligación era hacerle feliz. Todos estos motivos contribuyeron con mucho a modificar mi actitud para con él. Seguimos andando. El aire era frío y la lluvia caía con pertinaz insistencia. Penetramos al fin en su cabaña y, una vez allí, el monstruo manifestó su orgullo mientras yo caí en el anonadamiento más completo. Pero seguía estando dispuesto a escucharle. Me senté junto al fuego que mi odioso compañero había encendido, y me dispuse a escuchar todo cuanto tuviera que decirme.

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