Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Noveno

Nada causa tanto pesar al espíritu humano como el que, después de una rápida sucesión de acontecimientos que le llevan a un estado de congoja, se sucedan la mortal calma de la inacción y la certeza de lo irremediable, condiciones que le privan de experimentar tanto el miedo como la esperanza.

]ustine había muerto, descansaba en paz mientras yo vivía, y aunque la sangre circulara libremente por mis venas, el peso de los remordimientos me oprimía constantemente hasta dejarme sin aliento. Me era imposible conciliar el sueño y vagaba como un alma en pena, como un fantasma obligado a errar sin descanso por causa de unos agravios que superaban en horror a todo lo imaginado hasta entonces. Y lo que era todavía el peor de los tormentos, yo estaba completamente convencido de que muchas más cosas habían de suceder todavía. A pesar de ello, mi corazón estaba sediento de amor y henchido de bondad. Había comenzado mi vida con un propósito bien determinado, el de llegar a ser una persona útil a mis semejantes; pero ahora estos propósitos, estos castillos en el aire, habían sido destruidos. Los remordimientos y una sensación de culpabilidad que me tenían sumido en un infierno imposible de describir con palabras eran lo único que me quedaba. ¡Ah! ¿Dónde estaba la calma de espíritu, la serenidad de conciencia que me hubiera permitido contemplar el pasado con satisfacción y encontrar nuevas esperanzas en las cuales creer?

Este estado de ánimo repercutió desfavoráblemente en mi salud, acaso porque no me había repuesto todavía del primer choque sufrido. Volvía a evitar todo trato humano con mis semejantes, y cualquier manifestación de regocijo me resultaba insoportable. Lo único que mitigaba mi pesar era el completo aislamiento, tan parecido a la muerte, en el que me refugiaba.

- Víctor -me dijo un día mi padre, que observaba con pena los cambios operados en mí, y se esforzaba en inspirarme fortaleza con sus serenos argumentos-, ¿acaso crees que yo no sufro por la muerte de ese hijo? Nadie ha podido querer a un hijo como yo quería a tu hermano ... Pero tenemos la obligación de esconder nuestro dolor para no aumentar el de los que nos rodean. Y ello es también un deber para con nosotros mismos, puesto que una pena excesiva impide cualquier posibilidad de consuelo y perfección, además de hacernos olvidar nuestras tareas cotidianas ... Un hombre que desea ocupar un sitio en la sociedad no puede caer en estos errores ...

Mientras así me hablaba, las lágrimas acudían a sus ojos y a duras penas podía retenerlas. No obstante, sus palabras no eran aplicables a mi caso particular. Desde luego, hubiera tenido que ser el primero en ocultar mis sufrimientos; pero el terror y el remordimiento me mantenían constantemente alarmado. Lo único que me quedaba por hacer era ocultarme de la vista de mi padre y responder a sus palabras con una mirada de desesperación.

Por aquel entonces nos fuimos a vivir a nuestra propiedad en Belrive. Ese cambio me agradó, pues el que cerrasen las puertas de la ciudad a las diez de la noche me impedía quedarme en el lago, lo cual había convertido mi estancia en Ginebra en un verdadero suplicio. Ahora, ya en nuestra casa, cuando mi familia se retiraba a descansar yo permancía en medio del lago con mi barca. Algunas veces izaba las velas y me dejaba llevar por la brisa, mientras que en otras ocasiones remaba hasta el centro del lago y luego permitía que la embarcación siguiera su curso, conducida por la corriente de las aguas, al tiempo que yo me dedicaba a mis tristes reflexiones.

Muchas veces sentí la tentación de arrojarme al agua para que ésta cubriera mi cuerpo, guardando así mi secreto; tal idea me asaltaba especialmente en los momentos en que la calma reinaba en todo el lago, calma que únicamente se interrumpía por el vuelo de algún murciélago o el croar de las ranas. Sin embargo, al pensar en Elizabeth, a quien amaba tiernamente y cuya existencia estaba ligada a la mía, no me atrevía a cumplir mis propósitos. Entonces pensaba también en mi padre y en Ernest, mi otro hermano, y me decía si era posible dejarlos, con mi deserción, a merced del monstruo que yo había creado.

Estas reflexiones me hacían llorar amargamente, y mi único deseo era recobrar la paz para ofrecer a todos aquellos seres queridos el consuelo y la alegría. Pero ello no era posible, pues el remordimiento aniquilaba mi más pequeña esperanza.

Yo era el autor de unos males que, aun sin haber ocurrido, eran inevitables. Y esto me hacía vivir en el temor de que el monstruo llegara a cumplir cualquier nueva iniquidad. Presentía que no todo había acabado y que volvería a cometer un nuevo crimen cuya enormidad borraría el recuerdo de los dos primeros. Mientras en la tierra hubiera uno sólo de los seres que yo amaba, tendría que esperar siempre lo peor; este pensamiento hacía rechinar mis dientes y brillar en mis ojos un destello asesino. Un solo anhelo me animaba: el de poder destruir a la inmunda criatura, vengando así las vidas de William y Justine.

Nuestra casa se había convertido en la casa del dolor. La salud de mi padre se había quebrado por el horror de los acontecimientos vividos, y Elizabeth estaba completamente abatida, siendo incapaz de encontrar placer alguno en sus ocupaciones cotidianas. Cualquier goce le hubiera parecido una profanación, un sacrilegio cometido contra la memoria de los muertos. En una palabra, había dejado de ser la luminosa criatura que en mi juventud corría conmigo por las orillas del lago y quedaba extasiada ante el maravilloso futuro que se le ofrecía. Había sufrido su primera pena, apagándose por causa de ella su radiante sonrisa y el brillo de sus claros ojos.

- Cuando pienso, querido Víctor, en la miserable suerte sufrida por Justine Moritz -me decía-, no me es posible contemplar el mundo con los mismos ojos que antes. En otro tiempo, al leer o escuchar los relatos que se hacían sobre el vicio o la injusticia, nunca creí que fueran realidades, sino simples fantasías de épocas pasadas o de seres imaginarios. Pero ahora que el dolor ha tomado posesión de nuestro hogar, veo en los hombres a monstruos sedientos de la sangre de sus semejantes. Quizá éste sea un juicio injusto. Todos estaban persuadidos de que la pobre muchacha era culpable, y si realmente hubiera cometido el crimen por el que subió al patíbulo, se habría demostrado como la más depravada, la más despreciable de las criaturas humanas. ¡Asesinar al hijo de su protectora, a un niño que ella misma había criado y al que consideraba como algo suyo, solamente por una joya! Aunque no me es posible admitir la muerte de un ser humano, en este caso yo no hubiera considerado que ella fuese digna de vivir en sociedad con sus semejantes. Pero era inocente, lo sé, lo siento, y tú me lo confirmas. ¡Ay, querido Víctor! ¿Cómo es posible que la falsedad y la mentira sean tan parecidas a veces? ¿Quién puede estar seguro de un mínimo de felicidad? Siento como si caminara por el borde de un precipicio, teniendo detrás mío a una multitud que intenta empujarme hacia el vacío. ¡William y Justine han sido asesinados mientras SU verdugo, el asesino, conseguía escapar! Incluso es posible que ese monstruo se halle entre nosotros y sea respetado por todos. Aunque la muerte en el patíbulo fuese el fin destinado a mi vida, por nada del mundo cambiaría mi ser por el de una persona tan abyecta.

Sus palabras eran mi agonía. De hecho, el verdadero criminal era yo. Elizabeth al ver la angustia reflejada en mis ojos, me cogió suavemente de la mano y dijo:

- ¡Mi más querido amigo! Tienes que recobrar la calma. Dios es el único que sabe cuán profundamente me han afectado estos sucesos, pero no me siento tan desgraciada como tú. A veces veo en tu rostro una expresión de desespero y de venganza que me hace temblar. ¡Querido Víctor! Aleja de ti esas malas pasiones, cuida de los que te rodean, de quienes han depositado en ti su confianza. ¿Es que hemos perdido por completo el poder de hacerte feliz? Víctor, en tanto nos amemos, mientras seamos sinceros unos con otros en esta hermosa tierra, en tu país natal, nuestra esperanza de recuperar la paz no será defraudada. ¿Qué es lo que puede turbar nuestra existencia?

Tales palabras, pronunciadas por alguien que yo amaba por encima de cualquier otra persona en este mundo, no fueron suficientes para alejar al mal espíritu que se albergaba en mi corazón. Mientras la oía hablar, me sentía atraído hacia ella con el extraño presentimiento de que el destructor de mi serenidad intentaría arrebatármela.

Como podrás ver, ni la ternura de la amistad, ni la belleza de la tierra y el cielo podían apartar a mi alma del dolor. Ni siquiera los sentimientos amorosos que experimentaba producían ningún efecto. Me encontraba en medio de una oscura nube a la que ninguna influencia podía disipar. Una imagen perfecta de lo que yo era en aquellos momentos podría muy bien ser la del ciervo herido, que arrastra su cuerpo desfallecido hasta su escondrijo para morir, y que contempla con horror la flecha que le ha atravesado.

Algunas veces conseguía dominar mi desesperación; pero, en general, el torbellino de las pasiones que me consumían me obligaba a buscar en el cansancio físico reposo para mis sensaciones. Fue durante uno de estos accesos cuando abandoné mi casa, encaminándome hacía los valles alpinos en busca de la magnificencia de aquellos paisajes y creyendo que allí podría olvidarme de mí mismo. Me dirigí al valle de Chamonix, lugar que tanto había visitado en mi juventud. Sólo me separaban seis años de aquel pasado y yo me había convertido en una ruina humana, mientras todo lo que veía permanecía inalterable.

La primera parte del viaje la hice a caballo, que luego cambié por una mula, debido a la dureza de los caminos. El tiempo era bueno; corría el mes de agosto, y habían transcurrido casi dos meses desde la muerte de Justine, fecha en la que mis desgracias volvieron a revivir. El peso que encorvaba mis espaldas parecía aligerarse a medida que iba penetrando en el profundo barranco de Arve. Estaba rodeado por inmensas montañas y rocas escarpadas. El rumor del río y el estruendo de las cascadas evocaban en mí un poder casi todopoderoso. Dejé de temer, y decidí no rendirme más que delante del ser omnipotente que había sido capaz de crear aquella grandeza y dirigir los elementos que se ofrecían a mi vista, con la más avasalladora de las imaginaciones. A medida que descendía, el paisaje aparecía con un aspecto más asombroso todavía: castillos en ruinas colgando al borde del precipicio, cabañas de madera asomando entre los árboles, bosques de pinos, el impetuoso Arve ..., todo ello aumentado, si cabe, por la majestuosa belleza de los Alpes, con sus crestas nevadas y sUS agudos picos, que parecían pertenecer a otro mundo habitado por otra raza.

Crucé por el puente de Pélissier, encima del barranco que forma el río, y empecé a subir la colina. Al poco rato penetraba en el valle de Chamonix, más maravilloso que el de Servox, aunque no tan sonriente y alegre. Las altas Y nevadas montañaS que lo rodean son su límite y sustituyen los castillos en ruinas y los campos labrados que embellecían el interior. Inmensos glaciares descendían hasta el borde del camino, e incluso pude oír el estruendo de un alud y admirar las nubes de vapor que se forman a su paso. El Mont Blanc, el supremo e inmenso Mont Blanc, se alzaba muy por encima de las demás aiguilles y su tremenda dôme dominaba todo el valle.

Un estremecimiento de placer, que hacía tiempo no había experimentado, sacudió mi cuerpo varias veces durante esta hermosa jornada. Un lugar que se descubría a mis ojos súbitamente, un recodo del camino, cualquier cosa me hacía recordar los días pasados y mis alegrías de chiquillo. La brisa susurraba a mi oído murmullos reconfortantes, y la naturaleza impedía que las lágrimas aflorasen a mis ojos. Sin embargo, esta dulce influencia cesaba de pronto, inesperadamente, sumiéndome de nuevo en la desesperación, en la miseria de mis amargas reflexiones. Entonces espoleaba mi montura, intentando huir de tan sombrías meditaciones, de mis lágrimas y sobre todo de mí mismo, o bien descabalgaba y me arrojaba en la hierba, agobiado por mis sensaciones.

Cuando llegué al pueblecito de Chamonix, estaba agotado por la fatiga tanto de cuerpo como de alma. Permanecí durante algún tiempo detrás de la ventana de la habitación que había alquilado para pasar la noche, contemplando los relámpagos que chispeaban en la cima del Mont Blanc y escuchando el murmullo del Arve que, impasible, proseguía su curso. Estos mismos sonidos me calmaron y cuando reposé mi cabeza en la almohada me sumí en un profundo sueño, no sin antes agradecer el olvido que iba a proporcionarme.

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