Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Octavo

La apertura del juicio estaba fijada para las once de la mañana, por lo que pasamos las horas que faltaban para ello en medio de una gran tristeza. Mi padre y el resto de la familia tenían que asistir como testigos, así es que les acompañé ante el tribunal. El tiempo que duró toda aquella parodia de justicia fue para mí eterno y torturador, tanto más cuanto que iba a decidirse si la consecuencia de mis afanes científicos era la muerte de dos de mis seres más queridos: un niño lleno de alegría y vivacidad y Justine. La muerte de ésta todavía estaba por consumarse, pero de llegar a serlo constituiría algo mucho más odioso si cabe, porque a ella se uniría, además de la infamia, la injusticia de un proceso del que la víctima era inocente. Justine era una buenísima muchacha, poseedora de cualidades que le aseguraban una existencia feliz; y ahora todo estaba a punto de ser destruido en un crimen memorable por su horror y enterrado bajo una capa de ignominia. ¡Y yo era el culpable de todo! Hubiera preferido mil veces ser culpado del crimen que le imputaban a ella; pero el día del asesinato estaba ausente por lo que semejante declaración habría sido tachada de desvarío, además de no conseguir la absolución de quien iba a ser condenada por mi culpa.

El aspecto de Justine era tranquilo y digno. Vestía de luto, y todos sus rasgos, de por sí atractivos, habían adquirido con los últimos padecimientos una belleza exquisita. Parecía creer todavía en la posibilidad de que se reconociera su inocencia, y no se mostraba asustada, a pesar de que sobre su cabeza pendía la execración de los asistentes al juicio. Toda la simpatía que su belleza hubiera podido inspirar en otras circunstancias quedaba borrada de inmediato por el horror que mentalmente producía en quienes la observaban y le imputaban el crimen. La tranquilidad que demostraba era un poco forzada, pues como quiera que su confusión había sido considerada un claro signo de culpabilidad, había decidido aparentar un valor del que carecía. Cuando se sentó en el banquillo de los acusados recorrió la sala con una mirada, hasta que descubrió el lugar donde nos hallábamos nosotros. Al vernos, una lágrima rodó por sus mejillas; pero se rehizo al instante cambiando su mirada por otra de afecto sincero, como si quisiera afirmarnos su inocencia.

Comenzó el proceso, y una vez el fiscal hubo expuesto los cargos pertinentes, empezó el interrogatorio de varios testigos. Una cadena de hechos aislados y aparentemente evidentes se fue entretejiendo con la fuerza suficiente como para hacer recaer sobre ella la culpa, en el espíritu de quienes no tenían en su mano, como yo, la prueba clara de su inocencia. Justine había pasado fuera de casa toda la noche del crimen, y cerca ya del amanecer, había sido vista no muy lejos de donde yacía el cadáver del niño, por una mujer que iba al mercado. La mujer le preguntó qué hacía ahí; pero Justine la miró de manera extraña y sólo contestó unas cuantas palabras confusas e ininteligibles. Volvió Justine a la casa a eso de las ocho; y cuando le preguntaron en dónde había pasado la noche, contestó que había salido a buscar al niño, y preguntó anhelosamente si sabían algo de él. Cuando le mostraron el cadáver, sufrió un violento ataque de histerismo y tuvo que guardar cama varios días.

llegó el momento en que el juez le mostró la miniatura que el sirviente había encontrado en el bolsillo de su vestido; Y cuando Elizabeth, con temblorosa voz, declaró que era la misma que, una hora antes de que el niño se perdiera, le había ella misma puesto en el cuello, un murmullo de horror e indignación llenó la sala del juzgado.

Se dijo a Justine que se defendiera. A medida que el proceso avanzaba, su rostro se había ido alterando. Sucesivamente expresó sorpresa, horror y dolor profundos. Varias veces luchó con el llanto; pero cuando el juez le dijo que se defendiera, reconcentró sus fuerzas, y habló con voz clara, aunque vacilante:

- Dios sabe -dijo-, que soy enteramente inocente. Pero no pretendo que me absuelvan sólo por mis protestas: la prueba de mi inocencia descansa en una clara y sencilla explicación de los sucesos que se han hecho valer en contra mía; espero que mis antecedentes inclinarán a mis jueces a una interpretación favorable, cuando alguna circunstancia aparezca dudosa o sospechosa.

Contó en seguida que, con permiso de Elizabeth, había pasado la tarde de la noche en que se cometió el asesinato en casa de una tía de Chene, aldea situada a cosa de una legua de Ginebra. A su regreso, a eso de las nueve de la noche, se encontró con un hombre que le preguntó si no había visto al niño que se había perdido. Se alarmó por la pérdida del niño, y pasó varias horas buscándolo, hasta que las puertas de Ginebra se cerraron y se vio obligada a pasar el resto de la noche en el pajar de una granja, pues no quiso molestar a los dueños, que la conocían mucho. La mayor parte de la noche la pasó despierta; al amanecer durmió algunos minutos, hasta que le despertaron unos pasos. Era ya de día y abandonó su asilo, para volver a buscar al niño. Si había estado cerca del sitio en que estaba el cadáver, fue sin saberlo. Que a la pregunta de la mujer del mercado manifestara extrañeza, no era raro, desde que había pasado una noche sin dormir, y aún no sabía lo que había sido del pobre Guillermo. En cuanto a la miniatura, no dio explicación alguna.

- -continuó la desgraciada víctima- cuán fuerte y fatalmente esta única circunstancia pesa contra mí, pero no puedo explicarla; y una vez expresada mi completa ignorancia al respecto, sólo quedan conjeturas a hacer, en lo concerniente al modo cómo puede la miniatura haber sido colocada en mi bolsillo. Creo que no tengo ningún enemigo en el mundo; y seguramente, nadie será tan perverso para haber querido hacerme daño sin motivo. ¿Lo colocó el asesino? No sé que haya tenido oportunidad para hacerlo; y, si se le ha ofrecido, ¿por qué habría robado esa alhaja, para deshacerse de ella tan pronto?

Entrego mi causa a la justicia de mis jueces, bien que no conserve ninguna esperanza. Pido que se interrogue a algunos testigos respecto a mis antecedentes; y si su testimonio no destruye mi supuesto crimen, confío la salvación de mi alma a mi inocencia si acaso soy condenada.

Según sus deseos fueron llamados varios testigos, gentes que la conocían desde hacía muchísimos años. Todos sin excepción hablaron bien de ella. No obstante, el temor que sentían ante el crimen del que la creían culpable hizo que sus manifestaciones fueran pálidos reflejos de su sincera defensa. Elizabeth comprendió al momento que tampoco estas declaraciones contribuirían a salvar a Justine, y presa de una viva emoción solicitó permiso para dirigirse al tribunal.

- Soy -dijo- la prima del desgraciado niño asesinado, o mejor dicho su hermana, ya que he sido educada por sus padres y he vivido a su lado mucho antes de que él naciera. Es probable que mi declaración sea malevolencia, pero llegado el momento en que un ser humano está a punto de morir por la cobardía de sus propios amigos, no puedo por menos de solicitar audiencia para hablar, para manifestar todo lo que sé de la persona acusada. Conozco muy bien a Justine Moritz, puesto que he vivido con ella, en la misma casa, durante cinco años una vez y durante dos otra. Pues bien, en todo ese tiempo he podido apreciar su benevolencia y bondad, así como el agradecimiento que la caracteriza. Cuidó a la señora Frankenstein, mi tía, con el más grande de los afectos, y después atendió a su propia madre de una forma que produjo admiración en todos aquellos que la conocíamos. Cuando su madre murió, volvió a vivir con nosotros. Sentía un afecto especial por el niño asesinado y le cuidaba como la más dulce de las madres lo hubiera hecho. No creo necesario decir que yo, a pesar de todas las pruebas que recaen contra ella, creo absoluta y ciegamente en su inocencia. No podía sentirse tentada para llevar a cabo tan horrendo crimen, y además, en el caso de que deseara la joya que constituye la máxima prueba de este juicio, yo misma se la hubiera regalado. Hasta tal punto la considero y estimo.

Un murmullo de aprobación corrió por la sala, acogiendo las sencillas pero vigorosas palabras de mi prima. Sin embargo, desgraciadamente, aquella muestra de afecto iba dirigida más a ella, a su generosa intervención, que a la redención de Justine, contra quien la indignación del público se volvió con más saña y violencia, acusándola además de ingratitud. La pobre muchacha había derramado lágrimas mientras escuchaba el parlamento de Elizabeth, pero fue incapaz de pronunciar una sola palabra.

Mientras duró la sesión, mi propia agitación fue en aumento, ya que creía en su inocencia y veía claramente su situación. ¿Acaso era posible que aquel engendro demoniaco, además de asesinar a mi hermano hubiera planeado, en un delirio imaginativo, aquella treta que arrastraba a Justine a una muerte ignominiosa? Ya no me fue posible soportar por más tiempo la tenaz angustia que me embargaba, y viendo la reacción del público materializada en el rostro de los jueces, que ya habían condenado a la infeliz muchacha, huí de la sala presa de una angustia sin límites. Las torturas de la acusada no podían igualarse a las que yo estaba sufriendo, porque mientras ella podía mantenerse en su inocencia, a mí los puñales del remordimiento me asaeteaban el alma para quedarse siempre clavados en ella.

Pasé una noche horrible. A la mañana siguiente supe que los jueces habían votado y condenado a ]ustine. Me resulta imposible describir lo que sentí entonces. Pero aún había más, pues el conocer que la víctima se había declarado culpable acabó con mis pocas fuerzas.

- Las pruebas son tan evidentes que su confesión apenas era necesaria -observó un magistrado al que me dirigí-. No hay ningún juez entre nosotros que desee condenar a un criminal con pruebas circunstanciales, por definitivas que éstas sean.

Aquella noticia me resultó extraña e inesperada. ¿Qué significaba? ¿Qué podía suponer? ¿Es que mis ojos me habían engañado haciéndome ver a un monstruo que no existía? ¿Acaso estaba tan loco como todo el mundo creería si llegaba a exponer mis sospechas? Volví a casa y encontré a Elizabeth aguardándome, presa de viva impaciencia por saber el resultado definitivo.

- Querida prima -dije-, ha ocurrido lo que tú debieras haberte figurado. Los jueces prefieren condenar a diez inocentes antes que permitir que quede un culpable sin castigo. Pero hay todavía algo peor. ¡Justine ha confesado!

¡Qué rudo golpe para Elizabeth, quien había confiado tan ciegamente en la inocencia de la acusada!

- ¡Dios mío! ¿Como podré creer en la bondad de un ser humano después de esta experiencia? ]ustine, a quien yo quería y consideraba como mi hermana ... ¿Cómo ha sido posible que fingiera tanta amabilidad e inocencia, si tenía que acabar traicionándonos así? Sus ojos, tan dulces, parecían incapaces de la más pequeña vileza. Y sin embargo, ha cometido un asesinato.

Poco después se nos comunicó que la acusada había pedido, como última gracia, poder ver a Elizabeth. Mi padre no quería que ésta fuese, pero la dejó en libertad para que actuara conforme a sus sentimientos.

- Sí, iré -dijo Elizabeth-. Iré aun cuando sea culpable. Y tú, Víctor, ¿querrás acompañarme? No puedo ir sola.

Aunque la idea de ver frente a frente a Justine iba a añadir un nuevo tormento a los que venía sufriendo, no pude por menos que acompañar a mi prima a la prisión.

Al entrar en la oscura y siniestra celda pudimos ver a la pobre muchacha sentada sobre un montón de paja, en el rincón más alejado de la puerta. Sus manos estaban atadas, y descansaba la cabeza sobre sus rodillas. Al oírnos entrar se puso de pie, y cuando nos dejaron solos se arrojo a los pies de Elizabeth llorando. Entonces, mi prima empezó también a sollozar.

- ¡Oh, Justine! ¿Por qué me has robado el último consuelo? Confiaba en tu inocencia, y a pesar de lo grande de mi pena podía considerarme dichosa a tu lado, no miserable como ahora ...

- ¿Cómo? ¿También usted me cree capaz de semejante vileza? ¿De verdad se une a mis enemigos para condenarme? -repuso Justine, con voz sofocada por los sollozos.

- Levántate, mi pobre amiga -dijo Elizabeth-. ¿Por qué te arrodillas si eres inocente? Sabes bien que no soy uno de tus enemigos, y la prueba de lo que te digo es que te creí siempre inocente, hasta el momento en que me dijeron que habías confesado. Ahora dices que es falso. Mi buena Justine, ten por seguro que nada en este mundo, excepto tu propia confesión, puede convencerme de tu culpabilidad.

- Es cierto, he confesado. Pero he mentido. He confesado para obtener la absolución, pero ahora la falsedad se cierne todavía más a mi alrededor. ¡Dios me perdone! Después del juicio mi confesor no ha cejado en su empeño para que me declarara culpable. Me amenazó hasta llegar casi a convencerme de que, en realidad, yo era el monstruo que él creía. Envenenó mi alma, me atemorizó con la excomunión si continuaba sin confesar mi delito. ¡Querida señorita! Nadie estaba a mi lado en aquellos momentos para ayudarme; todos me consideraban un ser depravado, destinado a la muerte. ¿Qué podía yo hacer? Tuve un momento de desesperación y debilidad y cedí. He aceptado la mentira ... y ahora me siento más perdida que antes ...

Casi no podía proseguir, pues su voz se ahogaba con el llanto. Pero después de unos segundos continuó diciendo:

- Pensé con horror, mi dulce señorita, que usted podría creer que su Justine, a quien su bendita tía tenía en tanta estima, era capaz de cometer un crimen que tan sólo un espíritu demoniaco puede haber perpetrado. Y me horroricé. ¡Mi querido William! ¡Mi bendito niño! Pronto estaré contigo en el cielo y ese es el único consuelo que me queda cuando se acerca el instante de mi ignominiosa muerte.

- ¡Perdóname, Justine! -gritó Elizabeth-. Perdona el que haya dudado un solo instante de ti. Pero, ¿por qué confesaste? No te aflijas. No temas. Proclamaré tu inocencia a los cuatro vientos y la probaré. Voy a derretir los corazones de hielo que te han acusado con mis lágrimas y mis ruegos. ¡No morirás! Tú, mi compañera de juegos, mi amiga y hermana, no puedes morir en el patíbulo. ¡Jamás! No me sería posible sobrevivir a tan horrible desgracia.

Justine inclinó tristemente la cabeza.

- No temo la muerte -dijo-. Esa angustia ya ha pasado. Dios me fortalece y me da valor para soportar lo peor. Abandonaré este mundo triste y amargo y si usted cree que he sido condenada injustamente y piensa en mí con bondad, ello me ayuda a esperar con resignación la suerte que me espera. Aprenda de mí, querida señorita, a someterse pacientemente a la voluntad del cielo.

Mientras duró esta patética conversación yo me había retirado al rincón más oscuro del calabozo, desde donde podía esconder la terrible angustia que me dominaba. ¡Desesperación! ¿Quién podía hablarme a mí de desesperación? La víctima que al amanecer franquearía la barrera que separa la muerte de la vida no estaba, como yo, dominada por una agonía tan profunda. Apreté mis mandíbulas hasta que mis dientes rechinaron, y un sonido seco, que escapó de lo más profundo de mi ser, cruzó por mis labios. Justine se sobresaltó al oído y dijo:

- Querido señor ... ¡Qué bueno ha sido usted al venir a verme! Espero que tampoco creerá en mi culpabilidad.

Yo no podía responder nada, pero Elizabeth intervino, diciendo:

- No, Justine. El está todavía más convencido que yo de tu inocencia, porque ni tan sólo cuando tú confesaste lo creyó.

- ¡Cuánto se lo agradezco! En los últimos instantes de mi vida experimento con más fervor la gratitud hacia quienes me juzgan bondadosamente. ¡Cuán reconfortante es para alguien en mi situación el amor que otros le profesan! Esto me consuela y siento que ahora ya puedo morir en paz, puesto que mi inocencia es aceptada por usted, mi querida señorita, y por su primo.

Así trataba de consolar y serenar a los demás como a sí misma. En cuanto a mí, al verdadero asesino, al único responsable de aquellas desdichas, me sentía atenazado por la garra del remordimiento, que no me permitía concebir ni la más remota esperanza de consuelo. Elizabeth lloraba y se sentía desgraciada; pero su pena era inocente, era como una nube pasajera que por un momento oculta la luna, pero no puede manchar su brillo. Yo en cambio, llevaba un infierno dentro de mí, y nadie podría arrancarlo jamás.

Pasamos varias horas con Justine, y sólo con un gran esfuerzo de su voluntad consiguió Elizabeth separarse de ella. La muchacha intentó parecer alegre y lo consiguió, aunque sus lágrimas pugnaban por brotar de sus ojos. Abrazó con efusión a mi prima y dijo, con voz rota por la emoción:

- ¡Adiós, mi amada Elizabeth, mi dulce señorita! Quiera Dios que ésta sea la última desgracia que deba soportar. Viva, sea feliz, y haga felices también a los demás.

Al amanecer, Justine fue ajusticiada. La conmovedora actitud de Elizabeth no consiguió emocionar a los jueces ni hacerles revocar su decisión. Para ellos, aquella muchacha era una criminal. Tampoco mis apasionadas protestas consiguieron llegar a sus corazones, y al oír la fría respuesta de sus labios, mi propio ardor se trocaba en impotencia y mi confesión moría antes de ser pronunciada. Si hubiese hablado me habrían considerado un loco y la sentencia no hubiera sido revocada. Así fue como Justine murió, como un vulgar asesino, en el patíbulo.

En medio de mis propias torturas sufría también las de mi querida Elizabeth. Yo era el culpable de todo esto y de que mi padre perdiera su felicidad. Todo era fruto de mis malditos actos, de mis manos tres veces malditas. ¡Llorad, llorad queridos míos! ¡No serán éstas las últimas desgracias que sufriréis! El sonido de vuestras lamentaciones inundará de nuevo vuestro hogar. Frankenstein, yo, tu hijo, el primogénito de tu sangre y tu mejor y más amado amigo, aquel que por ti derramaría la última gota de su sangre, aquel que no desea ver más que la felicidad reflejada en tu rostro, aquel que inunda el aire de bendiciones para ti y desearía pasarse la vida sirviéndote, yo te pido, ¡oh paradoja!, que llores, te condeno a que derrames lágrimas para que el destino se sienta así satisfecho. Y si la paz inalterable de la tumba acaba con tuS tormentos, ello significará que habré cumplido con la misión funesta que me fue dada en la tierra.

Así se expresaba mi alma. Estas eran las profecías que proclamaba mi mente, herida por el remordimiento, mientras yo contemplaba cómo mi padre, todos mis seres queridos, lloraban su vano dolor sobre las tumbas de William y Justine, primeras e inocentes víctimas de mis demenciales obras.

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