Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Séptimo

A mi regreso, encontré la siguiente carta de mi padre:

Ginebra, 12 de mayo de 17 ...

Mi querido hijo:

Sin duda habrás aguardado una carta mia que fijase la fecha de tu regreso. Al principio pensé escribirte unas lineas para comunicártela, sin mencionar nada más; pero luego, reflexiontmdo, me he dado cuenta de que seria obrar con una bondad cruel, y no me parece lo más propicio. Porque, ¿acaso no seria una sorpresa cruel volver a casa y encontrar, en lugar de alegria y felicidad, unos rostros afligidos por el dolor? En realidad, Víctor, no sé c6mo explicarte la inmensa desgracia que estamos viviendo. La ausencia no puede haberte vuelto indiferente con nuestras penas y alegrías, y por eso no sé como evitar un dolor a mi hijo, después de tan prolongada separación. Mi intención es la de prepararte para cuando recibas la triste nueva que me veo obligado a darte, aunque sé que esto no aliviará tu dolor. Veo tus ojos hurgando en estas lineas para buscar las palabras que habrán de revelarte lo que nos ha ocurrido.

¡William ha muerto! ... El hijo querido cuyas sonrisas me inundaban de calor y me llenaban de alegria, Victor, ha sido asesinado.

No intentaré consolarte, sólo voy a relatarte las tristes circunstancias en las que se produjo tan horrendo drama.

El jueves pasado (7 de mayo), tus dos hermanos, mi sobrina y yo salimos a dar un paseo por Plainpalais. La tarde era cálida y agradable, y fuimos andando hasta más lejos de lo previsto. Cuando la noche estaba al caer y nos disponíamos ya a regresar, nos dimos cuenta de que William y Ernest se nos habían adelantado, desapareciendo de nuestra vista. Pasado algún tiempo encontramos a Ernest solo, preguntando si habíamos visto a William. Nos dijo que habían estado jugando juntos, que se escondieron, y que después de buscarle en vano decidió venir a nuestro encuentro.

Esta explicación nos alarmó un poco y empezamos su búsqueda hasta que cayó la noche y nos fue imposible seguir. Elizabeth pensó en la posibilidad de que, al verse solo y no hallarnos, hubiese dirigido sus pasos hacia casa. Allí nos encaminamos y, al no encontrarle tampoco, volvimos para buscarle, esta vez provistos de antorchas. A nadie, ni a mí ni a los míos, le hubiera sido posible descansar un segundo sabiendo que nuestro querido William estaría perdido en medio de la humedad de la noche. A eso de las cinco de la mañana yo mismo descubrí el cuerpo de mi hijo, tan lleno de vida la tarde anterior, tendido sobre la hierba, lívido y sin vida, con las huellas de los dedos asesinos marcadas en su garganta.

Lo transportamos a casa y, viendo el dolor que mi rostro reflejaba, Elizabeth adivinó en seguida la terrible noticia que iba a oír de mis labios e insistió para ver el cadáver. Intenté persuadirla de que no lo hiciera, pero nada pude conseguir. Entró en la habitación donde estaba el cuerpo de mi pequeño, lo examinó fijamente y, retorciendo sus manos, exclamó:

¡Dios mío yo soy la culpable de este crimen! ¡Yo le he matado!

Así diciendo, se desmayó, y nos costó mucho trabajo reanimarla. Pero cuando volvió en sí, no fue sino para llorar y lamentarse amargamente.

Entre sollozos me contó que el día anterior William le había rogado una y otra vez que le permitiera ponerse una valiosa miniatura perteneciente a su madre que ella guardaba. Como quiera que el niño no la tenía cuando le encontramos, creemos que este valioso objeto fue lo que empujó al asesino a cometer el crimen. Hasta ahora no tenemos ninguna prueba de quién pueda haber efectuado tan horrible acto, a pesar de que no se escatiman esfuerzos para encontrarlo. De todos modos esto servirá de bien poco, ya que la vida de mi hijo no se podrá recuperar jamás.

¡Vuelve pronto, querido Víctor! Sólo tú podrás consolar a Elizabeth. La pobre criatura permanece día y noche sumida en el llanto, acusándose injustamente de ser la causa de este drama, lo cual lacera todavía más mi corazón. Somos muy desgraciados y todos esperamos que apresures tu marcha y te reúnas con nosotros, ya que eres el único que podrá mitigar nuestro dolor. A pesar de lo trágico de este acontecimiento, doy gracias a Dios porque no ha permitido que tu buena madre fuera testigo de él.

Ven, Victor, pero no alimentes ningún sentimiento de venganza para con el asesino de tu hermano, sino que, por el contrario, llena tu corazón de amor y dulzura, para que las heridas que en él se han producido puedan cicatrizar en vez de abrirse todavía más. Entra en esta casa enlutada lleno de bondad y amor hacia los que te quieren y no con odio por tus enemigos.

Tu afligido padre que te quiere,
Alphonse Frankenstein.

Desde que comencé a leer, Clerval me estaba observando y se sorprendió al ver mi rostro pasar de la alegría a la desesperación, máxime teniendo en cuenta que la carta que acababa de recibir era esperada por mí con impaciencia. La dejé caer sobre la mesa y escondí el rostro entre mis manos.

- Mi querido Frankenstein -exclamó Henry-. ¿Es que has de ser siempre desgraciado? ¿Qué ha sucedido ahora, amigo mío?

Con un gesto le indiqué la carta, y mientras caminaba por la habitación presa de la mayor agitación, Clerval la leyó ávidamente. A medida que avanzaba en su lectura las lágrimas se escapaban de sus ojos.

- No puedo ofrecerte consuelo alguno -me dijo-, porque tal desgracia es irreparable por completo. ¿Qué vas a hacer?

- Regresar de inmediato a Ginebra. Ven conmigo y ayúdame a pedir los caballos.

Mientras nos dirigíamos a la posada, Henry intentó pronunciar algunas palabras de consuelo que manifestaron todavía más, sí ello es posible, su profunda amistad.

- ¡Pobre William! -decía-. Dormirá para siempre junto a su angelical madre! ¡Pensar que le he conocido tan alegre y revoltoso y que ha tenido este horrible fin ...! ¿Qué clase de asesino es quien se atreve a segar una vida tan temprana? ¡Pobre criatura! El único consuelo que nos queda es pensar que él está ya descansando mientras nosotros le lloramos. No conocerá jamás la angustia, ni le afectará nuestra compasión. Tenemos que conservar la piedad para los que le sobreviven.

Así se expresaba Clerval mientras recorríamos las calles. Sus palabras se grabaron en mi mente y las recordé muchísimas veces en mi soledad. Por fin llegamos a la posada, y tan pronto como los caballos estuvieron dispuestos, subí al coche y me despedí de mi amigo.

¡Qué viaje tan triste! Al comenzarlo, el ferviente deseo de consolar a mis seres queridos me hacía arder de impaciencia. Pero cuando estaba ya cerca de mi ciudad natal hice aflojar el paso a los caballos porque no me era posible dominar la riada de sentimientos que corría por mi ser. Empecé a revivir escenas de mi infancia olvidadas por completo y paisajes asociados con mi juventud; y me asombré de lo mucho que había cambiado todo durante los seis años transcurridos fuera del hogar. Un solo acontecimiento puede alterar bruscamente el aspecto de un lugar, pero también un cúmulo de pequeñas circunstancias puede variado gradualmente y sin que sea posible apercibirse de ello a simple vista. El miedo me invadió y empecé a temer la proximidad de los míos, creyendo que tendría que enfrentarme con males imprevistoS que me hacían temblar de antemano.

Me detuve en Lausana, donde permanecí dos días, bajo la influencia de estos sentimientos, contemplando el manso lago. Todo cuanto allí me rodeaba era plácido, desde las montañas nevadas hasta las quietas aguas del lago; todo parecía inmutable. Poco a poco, aquella calma me fue invadiendo, hasta que mi espíritu estuvo dispuesto para continuar el viaje hacia Ginebra.

El camino corría paralelo al lago. No pasó mucho tiempo sin que distinguiera las laderas de los montes del Jura y la brillante cima del Mont Blanc. Entonces me puse a llorar como un niño, mientras me decía:

¡Oh, queridas montañas, bello lago! ¡Cuán plateadas son vuestras cimas y qué plácidas vuestras aguas! ¿Cómo vais a recibir a vuestro hijo pródigo? ¿Acaso vuestras promesas de paz son para sumergirme más en mi desgracia?

Temo, querido amigo, que estas divagaciones preliminares te hagan fastidioso el relato. Pero ocurre que aquellos fueron unos días de relativa felicidad para mí. ¡Y los recuerdo con tanta placidez! ¡Mi querido país! ¿Quién puede comprender, si no ha nacido en su amado suelo, la satisfacción que experimenté al volver a ver sus arroyos, sus montañas y, sobre todo, su incomparable lago?

No obstante, a medida que me iba aproximando al hogar, el temor y la pesadumbre volvieron a hacer mella en mí. La noche cayó por completo, y al no poder distinguir la silueta de las montañas me sentí otra vez desgraciado. El escenario que se ofreda a mis ojos parecía como un decorado de aquelarres demoníacos. Entonces, de pronto, tuve el oscuro presentimiento de que mi destino estaba lleno de padecimientos y de dolor. Esta profecía que me hice a mí mismo era cierta, pero lo que pude alcanzar a ver fue solamente una centésima parte, de los sufrimientos que el destino iba a dejar caer sobre mí.

Cuando llegué a Ginebra, en medio de mis meditaciones, había anochecido y las puertas de la ciudad estaban cerradas. Por ello, me vi obligado a pasar la noche en Secheron, pueblecito que se halla a media legua poco más o menos de la capital. El cielo aparecía sereno y yo me sentía incapaz de conciliar el sueño, por lo que decidí visitar el lugar donde mi pobre hermano había sido asesinado. Crucé el lago en un bote hasta llegar a Plainpalais. Mientras navegaba pude observar el bello efecto que producían los relámpagos sobre el Mont Blanc. La tormenta parecía querer estallar de un momento a otro, y al desembarcar trepé, tan rápidamente como pude, a la cima de una colina; deseaba observar de cerca el fenómeno. Las primeras gotas de lluvia azotaron mi rostro, grandes y espaciadas, y al poco caían con mucha mayor violencia, hasta convertirse en un verdadero diluvio.

Abandoné mi observatorio en medio de las tinieblas, cada vez más impenetrables. El estallido ensordecedor de un trueno rugió sobre mi cabeza, y sus ecos resonaron por las laderas del Saleve, del Jura y de los Alpes de Saboya. Los deslumbrantes relámpagos cegaban mis ojos e iluminaban el lago, haciéndolo brillar y dándole la apariencia de una llanura incendiada; luego, la más completa oscuridad volvía a adueñarse del paisaje. Finalmente, mis ojos fueron capaces de distinguir a través de las tinieblas y los fulgores alternados.

Como ocurre a menudo en Suiza, la tormenta había estallado en varios lugares a la vez. Su punto de mayor violencia se había localizado al norte de la ciudad, muy cerca de Belrlve y del pueblecito de Copet. Pero otras tormentas se producían al mismo tiempo, iluminando con débiles relámpagos las montañas del Jura o sumiendo en las tinieblas el Mole, un empinado monte que se levanta al este del lago.

Mientras observaba la tempestad, tan bella y fiera a la vez, me apresuraba por el camino. Mi espíritu se elevaba al contemplar la noble batalla de los elementos, y en un momento de exaltación uní las manos y exclamé:

- ¡William, hermano querido! Nunca nadie tuvo un funeral más grandioso que éste.

Tan pronto hube pronunciado estas palabras me pareció ver una silueta semioculta entre unos árboles cercanos. Permanecí inmóvil, mirando intensamente la extraña aparición. No me había equivocado, porque en aquel preciso instante un relámpago iluminó su gigantesca estatura y la deformidad de su cuerpo, mucho más horrible que la de cualquier ser humano. ¡Allí estaba el repugnante y miserable ser creado por mí! ¿Qué hacía allí? ¿Era posible -me estremecí al pensar esto- que fuera el asesino de mi hermano? Apenas esta idea cruzó por mi mente cuando quedé convencido de su veracidad. Mis dientes castañetearon y me tuve que apoyar en un árbol para sostenerme, mientras la silueta pasaba por mi lado con rapidez y se perdía en la oscuridad. Era cierto, nunca ningún ser humano hubiera podido destruir a un niño tan amoroso. ¡Sí, él era su asesino! No cabía la menor duda; la misma idea, al acudir a mi pensamiento, era su prueba irrefutable. De momento, mi primera intención fue perseguir a la bestia. Pero comprendí que no tenía ni una pequeñísima posibilidad de alcanzarle, ya que otro relámpago me permitió verle cómo ascendía las abruptas rocas del monte Saleve, en Plainpalais, alcanzando la cumbre y desapareciendo finalmente.

Permanecí en aquel lugar aterido por la lluvia y el frío reinantes, y nadie podrá nunca concebir la angustia que sufrí durante el resto de la noche. No obstante, no me molestaba la inclemencia del tiempo. Mi imaginación desbordaba de escenas terroríficas, las mismas que en vano había tratado de olvidar durante los dos años transcurridos desde la creación de aquel ser. Reflexionando sobre ello consideré que yo, animado por mi maldad, era el único culpable de haber dado Vida a un engendro dotado de voluntad para realizar crímenes Como el perpetrado, y depravado hasta el extremo de encontrar placer en ello. Si, el culpable era mi propio espíritu reencarnado en aquel monstruo, y estaba destinado a destruir todo aquello que amaba.

Amaneció, y emprendí camino a la ciudad con objeto de dirigirme sin más demoras a mi hogar. Tenía el firme propósito de revelar todo lo que sabía sobre el asesinato de William y sobre su autor, para organizar una batida y perseguirle hasta darle muerte. Pero cambié de idea al pensar en el relato que me vería obligado a contar si quería explicado todo de una manera verosímil. Porque, ¿qué pensarían cuando les dijera que había encontrado en medio de la tormenta, y en una ladera de la montaña casi inaccesible, a un ser monstruoso que yo mismo había creado en la soledad de mi taller? Pensé también en la fiebre nerviosa que me poseyó durante el tiempo en que realicé mi creación, y que, de relatarla, hubiera dado a mi historia un aspecto todavía más inexplicable. Me coloqué en el lugar de una persona que me contara a mí el mismo caso, y pensé que sería considerado un ido que iba diciendo cosas extrañas, producto de su enferma imaginación. Pero aún había otra razón: la rara naturaleza del monstruo le capacitaba para eludir cualquier tipo de persecución. ¿De qué serviría perseguirle? ¿Quién sería capaz de detener el avance de un ser que trepa por la cresta del monte Saléve con tanta facilidad? Estas reflexiones me hicieron guardar celosamente mi secreto.

Serían apenas las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Saludé a los criados, manifestándoles mi deseo de que no despertaran a nadie hasta la hora de costumbre, y me dirigí a la biblioteca para esperar a mis familiares.

¡Habían transcurrido seis años! Seis años que, de no ser por el rastro indeleble de la muerte de mi hermano, me habrían llevado al mismo lugar y a la misma situación, es decir, a abrazar a mi padre como antes de mi partida hacia la Universidad. ¡Oh, querido y bondadoso padre mío! Todavía le tenía a él. Contemplé el retrato de mi madre, pintado por deseo ex profeso de mi progenitor, que representaba a Caroline Beauforten su momento de mayor desesperación, arrodillada ante el ataúd de su padre. Vestía sencillamente y sus mejillas no tenían el hermoso color que yo estaba habituado a ver en ellas, pero había en ella un porte lleno de dignidad y belleza, que no permitía inspirar a quien contemplase la pintura ningún sentimiento de piedad. Debajo del cuadro había una miniatura de William que me hizo derramar abundantes lágrimas, lo cual impidió que viera a Ernest entrar en la biblioteca. Me había oído llegar y quiso darme la bienvenida. Su alegría estaba teñida por un matiz de tristeza, al decir:

- ¡Sé bienvenido, mi querido Víctor ¡Cuánto hubiera deseado tenerte aquí hace tres meses, cuando aún vivíamos todos en medio de la mayor de las dichas! Ahora, en cambio, tu llegada será para compartir una pena que no nos es posible ahogar. Espero que tu presencia calme en parte la agonía de nuestro padre y mitigue la culpabilidad de que se hace víctima la pobre Elizabeth. ¡Pobre William! ¡Le queríamos tanto y estábamos tan orgullosos de él!

No pudo contener las lágrimas que corrieron libremente por sus mejillas, mientras yo sentía que me invadía un hálito mortal. Hasta aquel momento sólo había podido imaginar el daño que había caído sobre nuestro hogar; pero lo que ahora se me ofrecía a la vista, lo que sentía en mi propia carne, era un nuevo desastre que venía a unirse a mi horror. Intenté calmar a Emest preguntándole más detalles sobre mi padre y mi prima.

- De los dos, Elizabeth es quien más necesita de tu cariño -me dijo-. Pretende haber sido la causa de la muerte de VVilliam, y esto aumenta su desgracia. Pero desde que han descubierto al asesino ...

- ¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Han descubierto al asesino? -le interrumpí-. ¡Dioses del cielo! ¿Cómo ha sido posible esto? ¿Cómo es posible detener un torrente con un dique de paja o encerrar al viento? Yo le vi ayer noche y estaba libre.

- No sé lo que quieres decir -respondió Ernest, muy asombrado-, pero el descubrimiento del culpable no hace otra cosa que sumarse a nuestra desesperación. Al principio nadie quiso creerlo. Incluso Elizabeth sigue sin convencerse, a pesar de las pruebas evidentes que existen. No me extraña. Porque, ¿quién podía suponer que Justine Moritz, tan dulce y tan apegada a nosotros, hubiera sido capaz de cometer un acto tan abominable?

- ¡Justine Morltz! ¡Pobre muchacha! ¿Es a ella a quien se acusa? No es posible, esto es un error. Debe saberlo todo el mundo. No es posible que haya quien crea semejante monstruosidad. ¿No es cierto, Ernest?

- Ya te he dicho que al principio nadie lo creyó. Pero luego, una serie de detalles nos han obligado a creerlo. Su propio comportamiento ha sido tan extraño que ha contribuido con mucho a acusarla. Hoy mismo va a ser juzgada y podrás verlo con tus propios ojos.

Ernest me contó cómo la mañana en que fue descubierto el cuerpo de mi hermano, Justine había caído enferma, teniendo que guardar cama durante varios días. Una criada, al ir a recoger los vestidos que ella había usado, encontró en uno de los bolsillos del que llevaba puesto la noche del crimen la miniatura de mi madre que William llevaba colgada al cuello. La sirvienta mostró el objeto a las otras, y sin decir nada a la familia depositó la miniatura en casa del juez. Lógicamente, Justine fue detenida al saber el juez la procedencia del medallón. Pues bien, cuando la acusaron la pobre muchacha adoptó una extraña actitud, lo cual no hizo otra cosa que confirmar las sospechas que sobre ella recaían.

Aquel extraordinario relato no consiguió hacer vacilar nú convicción por lo que respondí furiosamente:

- Estáis todos en un error. Yo conozco al asesino. Justine, nuestra querida Justine es inocente.

En aquel preciso instante entro mi padre en el salón. Pude darme perfecta cuenta de que la desgracia había marcado su rostro con profundas huellas, aunque él hizo todo lo posible por recibirme con alegría. Después de intercambiar unos tristes saludos la intervención de Ernest nos obligó a tratar un tema que sin duda, mi padre hubiera preferido postergar para otra ocasión.

- ¡Padre! Víctor dice conocer al asesino de William.

- También nosotros le conocemos -respondió mi padre-, y te juro que hubiera preferido permanecer siempre en la ignorancia. Antes eso que descubrir la ingratitud y la depravación en una persona tan querida por mí.

- Pero padre estás equivocado. Justine es inocente.

- Si es así, hijo mío, cosa que espero con toda mi alma quiera Dios que no sufra como culpable. Hoy será juzgada y deseo sinceramente que reconozcan su inocencia.

Estas palabras me calmaron algo, porque en lo más profundo de mi ser estaba muy arraigada la idea de que, cualquier ser humano, fuera Justine u otro, no podía ser capaz de cometer semejante crimen. Tampoco creía que alguien pudiera presentar pruebas suficientes para condenarla. Por otra parte, mi versión del crimen no debía divulgarse porque sería considerada, por su contenido fantástico e inhumano, como la delirante fantasía de un loco. Y es que, en verdad, ¿existía un ser en la tierra que, sin haberlo visto con sus propios ojos, pudiera creer en un monstruo como el que yo había creado?

Al poco rato, Elizabeth bajó de sus habitaciones para unirse a nosotros. Había cambiado mucho. El tiempo y el dolor habían embellecido su rostro, dotándolo de una expresión de candor que sobrepasaba a la que tenía en su infancia. Junto a este candor y la vivacidad tan característica en ella, había también un matiz de sensibilidad e inteligencia que la hacían parecer como dotada de mayor madurez. Me dio la bienvenida con el mayor de los afectos.

- Tu llegada, querido primo -dijo-, me llena de esperanza. Quizá tú puedas encontrar un medio para probar que nuestra pequeña Justine no es culpable. Si la condenan ¿quién podrá considerarse seguro de hoy en adelante? Estoy tan convencida de su inocencia como de la mía propia. Nuestra desgracia se produce por partida doble. Por un lado hemos perdido a William y por el otro estamos a punto de perder, de un modo todavía más cruel, a esta pequeña a la que amo tan tiernamente. Si la condenan nunca volveré a conocer el sabor de la felicidad. Pero no liarán tamaña injusticia, estoy segura de ello; y yo podré volver a ser dichosa, a pesar de la muerte de mi amado William.

- ¡Claro que es inocente, Elizabeth! -exclamé-. Y voy a probarlo. No temas nada, deja que la certeza de su absolución apacigüe tus temores.

- ¡Qué bueno y generoso eres! Todo el mundo cree en su culpabilidad y eso me llena de incertidumbre, porque yo sé que eso es imposible. La seguridad que demuestran todos me hace perder la esperanza.

Y sin poder resistir más, rompió a llorar.

- ¡Querida sobrina! -dijo mi padre-. Seca esas lágrimas, porque si Justine es inocente, como tú dices, debes confiar en la justicia de nuestras leyes y en los esfuerzos que hacemos para evitar que se produzca el menor asomo de parcialidad en el juicio.

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