Índice de Frankenstein de Mary W. ShelleyAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo Sexto

Clerval puso en mis manos aquella carta, que, efectivamente, había sido escrita por Elizabeth y decía lo siguiente:

Ginebra, 18 de marzo de 17 ...

Mi muy querido primo: Sé que has estado enfermo, gravemente enfermo, y ni siquiera las cartas que constantemente hemos recibido de nuestro querido Henry han bastado para liberarme de mi preocupación por ti. Sé también que te han prohibido terminantemente escribir, sostener la pluma tan sólo. No obstante, pienso que una sola palabra de tu puño y letra habría bastado para calmar nuestra ansiedad, Victor. Durante días y días he esperado en cada correo la llegada de tus cartas, de esas palabras tuyas que nos tranquilizaran, y solamente mis fervientes súplicas a mi tío han impedido que éste emprendiera el viaje, tan penoso para él, hacia Ingolstadt. Quería evitarle a toda costa los peligros y las fatigas que ese viaje representan para él ... ¡Pero cuántas veces habré sentido el deseo de hacerlo yo misma en su lugar!

La simple idea de que te estaba cuidando una enfermera vieja y asalariada, que nunca podrá adivinar tus deseos y menos aún cumplirlos con el cuidado y el amor que pondría yo en ello, me tenía desesperada. En fin, todo esto ha pasado ya. Clerval nos ha escrito diciéndonos cuánto mejoras, y lo único que espero es la confirmación de tan excelentes noticias de tu propia mano.

Cúrate en seguida y vuelve con nosotros; aquí encontrarás un hogar feliz y unos seres que te han amado siempre tiernamente. La salud de tu padre sigue siendo magnífica, y su único deseo es verte, porque sólo de esta forma podrá convencerse de que estás perfectamente curado. Asimismo, cuando vengas verás los progresos que ha hecho nuestro querido Ernest; tiene ya dieciséis años y está lleno de vivacidad y optimismo. Desea convertirse ardientemente en un buen ciudadano suizo, y su sueño es entrar en el ejército, en el Servicio Exterior. Pero no nos resignamos a separarnos de él mientras tú, su hermano mayor, no hayas regresado a casa. A mí tío le desagrada profundamente la carrera militar en un país extraño, pero Ernest no ha demostrado jamás tener la capacidad que tú tienes, y para él el estudio es algo desagradable. Pasa su tiempo al aire libre, escalando o remando en el lago, y tanto es así que yo temo se convierta en un vagabundo si no cedemos y le permitimos satisfacer sus gustos.

Desde que tú nos dejaste no se han producido demasiados cambios, excepto en lo referente al crecimiento de los niños. El lago continúa siendo tan azul y las montañas siguen luciendo sus nevadas como siempre, haciéndonos pensar en la placidez de nuestro hogar, regido también como siempre por leyes inmutables. Mis pequeñas ocupaciones me absorben y me producen distracción, y tan sólo me siento compensada cuando veo a mi alrededor caras felices y alegres. Sin embargo, si ha habido un cambio en nuestra casa. ¿Recuerdas con qué motivo entró a nuestro servicio Justine Moritz? Es probable que tu memoria flaquee, pero te lo recordaré brevemente.

La madre de Justine era viuda y tenía cuatro hijos, siendo ella la tercera. Esta niña habla sido siempre la favorita de su padre, aunque no sé por qué extraño motivo su madre, después de la muerte del señor Moritz. empezó a maltratarla. Mi tía lo observó, y cuando la pequeña cumplió los doce años, persuadió a su madre para que la dejara vivir con nosotros. Estarás de acuerdo en que las instituciones republicanas de nuestro país han tenido la virtud de mantener costumbres más sencillas y alegres que las que persisten con laS grandes monarquías de otras naciones vecinas; las barreras entre las distintas clases sociales de sus habitantés están menos definidas, pues incluso los miembros más pobres de nuestra sociedad no lo son tanto como los de otros pafses. No es lo mismo ser sirviente en Ginebra que serlo en Francia o Inglaterra. Así pues, cuando Justine vino a vivir con nosotros aprendió los deberes de una sirvienta, condición que en nuestro país no significa en modo alguno permanecer ignorante o sacrificar la dignidad humana.

Recordarás que la pequeña Justine era tu favorita. Solías decir que, cuando estabas de mal humor, te bastaba una mirada a la pequeña para que se te disipara; lo mismo ocurría con Ariosto cuando se refería a la belleza de Angélica. Mi tía también sintió por ella un gran afecto, por lo que decidió darle una educación mejor que la que en principio había pensado. El sacrificio que esto supuso para mi tia fue compensado de inmediato por Justine, con su solo agradecimiento. Era la criatura más agradecida del mundo, y con esto no quiero decir que estuviera siempre dispuesta a manifestarlo públicamente. No. Jamás escuché de ella una palabra de gratitud o alabanza; pero sus ojos demostraban incesantemente la adoración que sentia por mi tia. Aunque de carácter juguetón y aturdido, siempre permanecía atenta al menor gesto de mi tía, a quien consideraba el prototipo de toda excelencia. Incluso se esforzaba por imitar sus modales y palabras, hasta el extremo que algunas veces, hoy todavia, consigue hacérmela recordar.

Cuando mi querida tía murió, la pena que nos atenazaba impidió dedicar nuestra atención a la pobre Justine, quien durante su enfermedad la había cuidado con tanta inquietud como afecto. ¡Pobre Justine! Estando ella misma enferma no dejó de cuidar ni por un momento a mi tía. Sin embargo, esto sólo había de ser una pequeña muestra de las pruebas que tendría que sufrir, puesto que sus hermanos y hermanas fueron muriendo uno tras otro. Así pues, su madre se quedó sola, con la hija a quien tan poco había querido. Fuese por los remordimientos de su conciencia o por otra causa, la cuestión es que aquella mujer pensó que todas las muertes de sus hijos eran un justo castigo del cielo por su actuación con Justine. Pertenecía a la Iglesia católica, y creo que fue su confesor quien la ayudó a confirmar esa idea. En resumen: que a poco tiempo de tu partida, Justine fue reclamada por su madre. ¡Pobrecita! ¡Cómo lloraba al separarse de nosotros! Desde la muerte de su madre había cambiado mucho, y la pena había conferido a sus maneras una dulzura y una afabilidad a las que resultaba imposible permanecer insensible. Además, la vuelta al hogar materno no era para ella motivo de alegría, puesto que su madre tan pronto le suplicaba que perdonara su mala acción como le recriminaba ser la causante de la muerte de sus hermanos. De este modo, sometiéndose a sí misma a un constante estado de irritación, la señora Moritz consiguió empeorar su salud. Pero ahora todo acabó, puesto que la pobre desgraciada descansa para siempre; murió con la llegada de los primeros fríos. En cuanto a Justine, ha vuelto con nosotros, lo cual puedo asegurarte que me ha llenado de alegría, pues la amo tiernamente. Es muy inteligente y bonita, y además muchas de sus expresiones siguen recordándome las de mi tía.

También quiero hablarte del pequeño William, el benjamín de la casa. ¡Si le vieras! Está muy alto para su edad, tiene los ojos completamente azules y sonrientes y el cabello rizado. Cuando se ríe, en sus rosadas mejillas aparecen dos hoyuelos. Ha tenido ya dos novias, pero su favorita parece ser Louisa Biron, una preciosa niña de cinco años.

Ahora, querido Víctor, me permito contarte unas pequeñas chismorrerías de la sociedad ginebrina. La hermosa señorita Mansfield ha sido pedida en matrimonio por el joven inglés que la cortejaba, John Melbourne; su hermana Manon se casó el pasado otoño con el señor Duvillard, el rico banquero francés. Tu compañero de colegio Louis Manoir ha tenido algunas dificultades después de la partida de Clerval hacia Ginebra, pero una vez superadas, se dice que está a punto de casarse con una francesita muy hermosa y alegre, la señora Tavernier. Es viuda y mucho mayor que él, pero aquí goza de la admiración y el favor de todos.

Querido Víctor, escribiéndote me parece que me hallo mejor y mi ánimo vuelve a ser como antes. Sin embargo, llegado el momento de poner punto final a esta carta, las inquietudes vuelven a hacer mella en m{. Escríbenos, mi muy querido primo, aunque sólo sea una línea; una sola palabra tuya es para nosotros una bendición. Comunica a Henry nuestro más expresivo agradecimiento por sus cuidados, su afecto y sus numerosas cartas. Le estamos en verdad muy reconocidos. Adiós, querido primo. Cuídate mucho y, te lo suplico una vez más, escríbenos.

Elizabeth Lavenza.

- ¡Querida, querida Elizabeth! -exclamé cuando hube leído la carta-. Voy a escribirte inmediatamente y así os libraré de la ansiedad en la que os he sumido.

Así lo hice. El esfuerzo me causó gran fatiga pero mi convalecencia había comenzado y se desarrollaba con toda normalidad. Quince días después estuvé ya en condiciones de abandonar mi habitación.

Una de las primeras cosas que hice al salir a la calle fue presentar a Clerval a los distintos profesores de la Universidad. Para ello era preciso mantener una actitud que no convenía demasiado al desequilibrio que acababa de sufrir, puesto que desde la noche fatal en que comenzaran mis padecimientos sentía una enorme repulsión por todo cuanto se relacionase con las ciencias naturales. Aunque había recuperado parte de mi salud, el simple hecho de ver un instrumento usado en la química me producía una alteración tal que repercutía en mi sistema nervioso. El mismo Henry, habiéndose dado perfecta cuenta de ello había escondido todo mi instrumental y consiguió que me mudara de alojamiento; hasta tal punto era obvio el desasosiego que me embargaba cuando entraba en mi antiguo laboratorio. Con todo, estas precauciones de Clerval no me sirvieron de mucho cuando fui a visitar a mis profesores.

El señor Waldman me sometió a una terrible tortura, inconscientemente, es cierto, al elogiar con calor todos los asombrosos progresos que yo había hecho en las ciencias. Al darse cuenta de que sus palabras me molestaban, y sin conocer la causa de ello, cambió de tema, quizá porque creyó que era mi modestia la que me impedía escuchar tales alabanzas sin alterarme. Habló de la ciencia en general, procurando no hacer alusiones personales para no molestarme. Su deseo de complacerme era evidente, y sin embargo me torturaba. ¿Qué podía hacer yo? Sus palabras me producían el mismo efecto que la visión de todos y cada uno de los instrumentos que más tarde habían de proporcionarme tan grandes torturas. Cada cosa que decía era una nueva herida para mí, pero en modo alguno podía revelar lo que estaba experimentando.

Clerval, cuyos ojos y sentimientos detectaban con asombrosa rapidez las sensaciones que otros estaban viviendo, consiguió que se abandonase el tema motivo de mis sufrimientos, alegando su completa ignorancia en la materia. Entonces la conversación giró por otros cauces, el diálogo se generalizó, y yo mismo, agradeciendo de todo corazón la estratagema de mi amigo, tomé parte en la conversación. Debo decir que aunque la actitud que yo mantenía era causa de mi preocupación para él, Henry nunca trató de arrancar mi secreto. Por mi parte, Y aun cuando era mi amigo más querido, tampoco me decidí nunca a revelarle el repugnante secreto que a menudo irrumpía en mi memoria, por miedo de que al contarlo a una persona se reprodujese en mi mente con mayor virulencia.

El señor Krempe no manifestó la misma consideración que su colega. En las condiciones en que me hallaba, sus alabanzas, desprovistas de toda sensibilidad, torpes y virulentas, me hicieron mucho más daño que la benevolencia del señor Waldman.

- ¡Este muchacho nos ha hecho bajar los humos a todos! -gritaba sin ningún pudor-Sí, sí -continuó, dirigiéndose a mí-, ya puede mirarme, asombrarse cuanto quiera. No por eso dejará de ser verdad lo que digo. ¡Imagínese! Un mequetrefe que hace unos pocos años creía en Comelio Agrippa como en las sagradas escrituras se coloca a la cabeza de toda la Universidad de la noche a la mañana. ¡Ah! Y si sigue así, los demás no haremos ninguna falta.

Al ver el cambio de expresión que se producía en mi rostro, prosiguió:

- El señor Frankenstein es muy modesto, cualidad excelente para un joven. Los jóvenes no deberían tener tanta confianza en sí mismos, ¿no es cierto, señor Clerval? Yo, cuando joven, era muy confiado. Pero la juventud se escapa con los años.

Así diciendo, el señor Krempe empezó a alabarse a sí mismo, y la ventaja que obtuve de ello fue que abandonó un tema que me causaba profundo malestar.

Clerval jamás había compartido mi afición por las ciencias naturales, y sus estudios eran por completo distintos de los que yo seguía. Había venido a la Universidad con el deseo de aprender lenguas orientales hasta convertirse en un verdadero maestro, puesto que ello abría nuevos horizontes al plan de vida que se había trazado. Decidido a no pasar sin pena ni gloria por el mundo, había vuelto su mirada hacia Oriente como la única tierra en la que podía llegar a desarrollar lo que su espíritu emprendedor deseaba. El persa, el árabe y el sánscrito le atraían poderosamente, y no le fue difícil, dadas las circunstancias por las que yo atravesaba, convencerme para que también los estudiara. Como quiera que la inactividad había sido para mí poco soportable siempre, y dado que mi espíritu deseaba ardientemente evadirse y que mi antigua actividad me resultaba odiosa, al verme compañero de estudios de mi mejor amigo me invadió un sentimiento en el que se mezclaban el consuelo y la tranquilidad. Al mismo tiempo, los trabajos de los especialistas en la materia me sirvieron más como medio de consolación que como instrucción. No intenté, como Henry, penetrar los secretos de las lenguas orientales con espíritu crítico; mi actividad en ese sentido era temporal, y estudiaba los textos con el único deseo de comprender lo que decían. Pero mis esfuerzos encontraron en ellas muchas fuentes de compensación. Su melancolía y su alegria características confirieron a mi espíritu un cierto alivio y apaciguamiento, elevándolo hasta un grado que nunca había alcanzado al estudiar los autores de otros países. Al leer sus escritos, la vida parece haberse convertido en un jardín de rosas caldeado por el sol ... en las sonrisas y caricias de una dulce enemiga, en el fuego que consume vuestro propio corazón. ¡Qué distinto era todo esto de la heroica y viril poesía de la Grecia y la Roma clásicas!

El verano transcurrió y nosotros seguimos ocupados en nuestros estudios. Mi vuelta a Ginebra había sido fijada para fines del otoño; sin embargo, ciertos incidentes hicieron que se retrasara el viaje, y cuando llegó el invierno, los caminos quedaron intransitables por causa de la nieve. De modo que mi regreso quedó definitivamente postergado hasta la primavera siguiente. Esta demora me disgustó un poco, pues tenía vivos deseos de regresar junto a los míos, aunque por otra parte no quería dejar solo a Henry Clerval antes de que hubiese podido conocer a más gente en un lugar que para él era todavía extraño. Pese a todo, el invierno transcurrió agradablemente y la primavera, no obstante llegar con un retraso desacostumbrado, hizo honor a su nombre por la magnificencia de sus manifestaciones.

Llegó el mes de mayo, y yo seguía esperando, un día tras otro, la carta de la que dependía la fecha de mi partida, cuando Henry me propuso hacer una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt, con objeto de que fuera mi despedida de aquellos lugares. Acepté con gusto su proposición, tanto porque siempre había sido un buen andarín como porque Clerval era mi compañero favorito para las salidas de esta naturaleza, que tan a menudo efectuábamos en mi país natal.

Empleamos unos quince días en esta excursión, que hizo me restableciera por completo, moral y físicamente, al contacto con el aire sano, la belleza del paisaje y las conversaciones con mi amigo. Ya he dicho antes que el estudio me había conducido a rehusar la compañía de mis semejantes, pero ahora, al lado de Clerval y gracias a sus palabras, empecé de nuevo a amar la belleza de las cosas y el rostro alegre de los niños. ¡Mi buen amigo! ¡Con cuánta sinceridad me amaste y con qué fuerza conseguiste elevar mi espíritu hasta hacerlo igual al tuyo! Un objetivo plagado de egoísmo me había insensibilizado y empequeñecido, hasta que tu gentileza y tu bondad consiguieron abrir de nuevo mi corazón. Volví a ser la criatura segura y feliz que, años antes, era amada por todos e ignoraba penas y desengaños. Un cielo sereno, los campos reverdecidos, cualquier poder de la naturaleza me llenaba de éxtasis. La primavera que disfrutábamos era magnífica. Las flores lucían en los setos y el verano se anunciaba ya. Me sentía libre de las obsesiones que me habían atenazado el otoño anterior, aunque en mis esfuerzos por librarme de ellas había pagado un precio riguroso.

Henry se alegraba conmigo y compartía mi dicha. Se esforzaba en divertirme, y en verdad que los recursos de su inteligencia resultaron ser verdaderamente grandiosos. Su conversación desbordaba imaginación, parodiando a los autores persas y árabes y contando cuentos apasionantes, producto de su propia invención. Algunas veces recitaba mis poemas favoritos o me obligaba a entrar en discusiones con argumentos verdaderamente ingeniosos.

Volvimos a la Universidad un domingo por la tarde. Los campesinos bailaban y la gente que se cruzaba en nuestro camino mostraba alegría y felicidad. Yo mismo me sentía inundado de optimismo y me abandonaba sin recato alguno a la alegría que reinaba por doquier.

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