Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimosexto Capítulo vigésimoctavoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO VIGÉSIMOSÉPTIMO

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CARTAS DE LA HABANA

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Pocas gentes del comercio y de los que tienen negocios en países extranjeros, no conocen a Rafael Veraza; este hombre singular, de una constitución fuerte y robusta hasta el extremo, lleva y trae desde hace muchos años la correspondencia del gabinete inglés de Veracruz a esta ciudad, viaje en que no dilata más que de treinta y seis a treinta y ocho horas, atravesando una distancia de cien leguas de los malos y encumbrados caminos de la Sierra Madre; ni la lluvia, ni el frío, ni la tempestad, ni los ladrones, ni la guerra, detienen a D. Rafael Veraza, como no detienen al vapor inglés, ni los vientos ni las marejadas. Un momento antes de partir, se encuentra a Veraza en la calle, vestido elegantemente y con la mayor calma del mundo; a poco se le ve en el camino, azotando su caballo y por las calzadas y cerros como una visión fantástica; llega a una posta, e inmediatamente se presentan tres o cuatro mozos; y uno le toma el caballo y otro las maletas, mientras los postillones con una velocidad increíble, preparan los caballos de remuda, operación que se hace en minutos, y Veraza vueve a montar y a continuar su carrera. Cuando llega la noche, se acomoda perfectamente en su silla, que, llena de bolsas y escondrijos, es positivamente una despensa abundante, donde se encuentra aguardiente, queso, jamón, pan y cuanto puede bastar para que un hombre que no corre, sino que vuela, se alimente durante treinta y seis horas; y acomodado en ella, y cuando el sol va ocultándose en el ocaso, cierra los ojos y duerme profundamente, sin dejar maquinalmente de azotar con los chicotes que en cada mano lleva, a los caballos, que por su parte, y acostumbrados a esta fatiga, cierran también los ojos y se dejan ir por las cuestas y desfiladeros. En el momento en que llega D. Rafael Veraza a Veracruz, se lava, se viste de limpio y, como si acabara de levantarse de un mullido lecho, vuelve a montar a caballo y sale a pasear por la ciudad; cada mes se repite esta expedición.

D. Rafael Veraza, pues, a quien con tanta ansia aguarda siempre el comercio de la capital, llegó cosa de las doce del día, hora en que Arturo, que había pasado la noche oyendo las historias que le contó Rugiero, estaba todavía durmiendo profundamente; el criado entró y despertándolo, le anunció que le habían dejado un recado, avisándole que D. Rafael Veraza había llegado. Arturo se levantó precipitadamente, se vistió, almorzó, fue a sacar sus cartas del correo y con ellas se dirigió a la casa del capitán Manuel, quien se había retirado de la sociedad desde que regresó de Jalapa, y vivía en un cuarto de una casa de la calle San Miguel. Un catre y una mesa de madera, dos malas sillas de pino, un cántaro de aguar en un rincón, la montura colgada en un clavo en la pared, y unas cuantas casacas y pantalones militares en una percha, eran todos los muebles de la habitación del capitán. Arturo lo encontró recostado en su catre, leyendo una novela de Dumas.

- Y bien, señor capitán, ¿cómo se ha pasado la vida desde que no nos vemos? -dijo Arturo entrando y sentándose con familiaridad en el catre del capitán.

- Ten cuidado, Arturo, -le dijo el capitán sonriendo, y tendiéndole la mano,- porque si gastas esas confianzas con mi pobre lecho, se acabará de romper y tendré que dormir en el suelo.

En efecto, el catre rechinó cuando Arturo se sentó en él, y mirando el joven el efecto desastroso que podía causar al lecho de su amigo, se colocó en una silla, que recargó contra la pared y puso los pies en otra. Acomodado así, siguió platicando:

- Vamos, Manuel, -le dijo,- es menester regenerar un poco este cuarto, porque no está bien que viva en él un hombre tan elegante como tú.

- Te aseguro que estoy tan abatido y disgustado, que me es indiferente vivir aquí, o en cualquiera otra parte. En cuanto a dinero, no estoy muy abundante, como debes de suponer, pero tampoco lo necesito para nada; cuando el corazón está triste, para nada sirven el dinero ni la vida. Ya verás cuando haya castigado al pícaro viejo tutor, cómo encuentro medios de poner mi habitación como un palacio, y mi persona como la de un príncipe.

- ¡Quién sabe, -le dijo Arturo,- si las noticias que traigo, hagan cambiar tu situación!

- ¿Cómo?, ¿me traes noticias?

- Sí, por cierto; Veraza ha llegado, y aquí tengo ya las cartas del paquete.

- Veamos, Arturo, veamos pronto lo que contienen, -dijo el capitán levantándose del catre.

- Calma, calma, capitán, -le dijo Arturo, sacando las cartas del bolsillo y poniéndolas en las manos del capitán.

- ¿Calma? Se conoce que tú no estás enamorado, porque de lo contrario ... ¡pero qué frialdad de hombre, qué cachaza; preguntarme por qué tenía mi cuarto así, antes de decirme que tenía yo cartas de mi pobre Teresa! ... sí ... debía incomodarme contigo ... Habana ... cabal ... sí; es la firma de Teresa, vive ... vive; esta es su firma, es su preciosa letra ... la misma ... me ama, me ama todavía ... Yo estoy loco, Arturo, loco; quisiera devorar de una vez todas estas líneas y saber lo que me dice en ellas ... ¡Oh Arturo!, tú no sabes el placer que causa el recibir cartas de una querida que se ama con el alma y con el corazón ... tú eres un insensible; si no, te volverías loco como yo ... mira la firma de Teresa ... está en la Habana, buena, completamente buena ... pero desgraciada la pobre criatura, desgraciada, sin duda, porque no está conmigo ...

Todo esto lo decía el capitán recorriendo precipitadamente las cartas de Teresa, leyendo expresiones aisladas; volviendo las hojas de una vez y otra, y besando repetidas veces la firma.

- Veo, -le dijo Arturo,- que en efecto te puedes volver loco. Dame esas cartas, recuéstate en tu catre como estabas, cerremos la puerta para que nadie nos interrumpa, y yo te las leeré desde el principio hasta el fin. Ya sabes lo principal, y es que Teresa llegó bien, y se halla con salud; prepárate, pues, a recibir con calma las demás noticias.

Cerraron la puerta, el capitán se recostó, y Arturo comenzó a leer:

Habana, etc. -Manuel de mi corazón: Supongo que el Sr. Arturo te habrá impuesto de lo que pasó en mi viaje hasta Veracruz. Me embarqué en el vapor inglés Teviot, y desde ese momento comencé a escribir un diario, que ahora he vuelto a copiar: léelo, y en él hallarás consignado mi amor, mis pensamientos, las horas de angustia y de dolor que he pasado, y también los momentos de infinito placer que he tenido, haciendo memoria de tí, bien mío, de tí, que eres mi único amor, mi solo consuelo.

Víctima de la trama de mi tutor, que fingió tu letra, fuí a la cita; y allí, Manuel, en vez de encontrarte, sólo encontré a un asesino, que estaba resuelto a obtener mi mano o a matarme; creo que no dudarás, Manuel, que habría preferido mil veces la muerte antes que ceder a esta infamia. Busca al padre A ... que vive en la calle del Puente Quebrado, y él te impondrá de cómo Dios, por un milagro, me salvó la vida; guíate por los consejos de ese santo eclesiástico; sé religioso y bueno, porque sólo con una conciencia pura se hace frente a las maquinaciones de tan crueles enemigos; ámame mucho, Manuel; no me olvides ni un instante, y ten, como yo, la esperanza de que algún día, y quizá pronto, volveremos a ser tan felices como aquellos cortos instantes en que nos vimos en casa de las buena lavandera, y que no podré olvidar nunca, pues no hago más que cerrar los ojos y verme allí en tus brazos.

Escríbeme mucho, mucho, todo lo que te pase, aun lo más insignificante, porque tus cartas me darán la vida, y reanimarán mi esperanza.

Adios, Manuel mío; recibe el infinito amor de tu

Teresa

- Pues es cosa muy terrible, -dijo Manuel cuando acabó de oir esta carta,- que Teresa deje la aclaración de las infamias del viejo para que el padre nos las diga. Quién sabe si éste nos hablará la verdad, y si le encontraremos: nada le costaba haber escrito un poco más.

- No seas injusto, -le contestó Arturo;- tendría sus razones para no fiar estos secretos a una carta. Si por casualidad se hubiese perdido, o hubiese sido interceptada por el tutor, ¿qué sucedería? Vendrían naturalmente por tierra los planes que hemos formado.

- Pues bien, -dijo el capitán,- en ese caso vamos inmediatamente a ver al padre y que nos explique todo lo que ha sucedido.

Leeremos primero el diario de Teresa, y quizá encontraremos en él alguna explicación más.

- Bien dicho, Arturo; yo estoy positivamente fuera de mí, y haría mil tonterías.

Arturo comenzó a leer:

Día 1°, a las cuatro de la tarde.- ¡Oh Dios mío!, Tú que cuidas de la vida del insecto que se arrastra por el suelo, y del pájaro que vuela en el viento, dame fuerza para sufrir esta separación.

Estoy ya a bordo del vapor: el generoso amigo, que me ha acompañado desde México hasta Veracruz, se ha retirado en un bote. He conocido que mi desgracia ha conmovido su corazón, y que será en lo de adelante un hombre que se interese en todos mis infortunios: a él le entregué mi retrato y un rizo de mi pelo, y estoy muy segura de que los pondrá en poder de Manuel.

Un viento recio comienza a soplar: las olas se estrellan contra las murallas del castillo de Ulua, y los marineros levantan las anclas; la máquina está encendida, y el buque comienza a moverse. Si no fuera tan desgraciada, tendría miedo; pero cuando la vida cansa y fastidia, los más grandes peligros se ven con indiferencia. -¡Ah!, no, no. ¡Dios mío!, no me quites la vida antes de volver a ver a Manuel. Deseo estar a su lado un año, ¿qué digo?, un día, un minuto, y entonces moriré contenta.

Las olas parece que quieren romper los costados del buque; el mar y la máquina rugen a la competencia, y las nubes cubren el cielo. Este cielo opaco y triste me ahoga, y pesa como un plomo sobre mi corazón ...

A las cinco.- ¡Oh, Dios mío! La tierra se pierde, se borra, se une y se confunde ya con las nubes, es la tierra de mis padres, la tierra en que ví la luz primera, la tierra en que vive Manuel, la tierra de que me alejo, quizá para no volver jamás. Adiós, patria mía; adiós tierra idolatrada; adios, Manuel, a quien he adorado con todo mi corazón: mi alma, mis pensamientos quedan en ese México, donde he experimentado tan amargos dolores y tan vivos placeres: ningún pesar es tan grande, tan terrible en la vida, como el ver desaparecer desde un barco la tierra en que se vió la luz primera.

Las ocho de la noche.- Pasadas estas impresiones, que han lastimado mi corazón, de una manera inaudita, el mareo se ha apoderado de mí: he bajado a mi camarote, y me he encerrado en él, acostándome en este lecho, que me parece una ataud. ¡Ah, Manuel: la soledad es lo más terrible! ¿Quién, si no Dios, puede auxiliar a esta mujer aislada en medio de los mares? Si tú estuvieras conmigo, nada tendría que temer, y la muerte misma me sería grata: tú mitigarías mis sufrimientos; con tu presencia solamente calmaría este mal, que mata mi alma y mi cuerpo. El mar está horriblemente alterado, las olas se estrellan en los costados del buque y lo hacen estremecer; yo tengo miedo, pero no a la muerte, sino a perecer olvidada de tí y de todo el mundo. Estas líneas acaso no llegarán a tus manos, y tu infelíz Teresa acabará sin el consuelo siquiera de que tú recibas los últimos recuerdos de su amor.

Día 2.- Anoche, Manuel de mi corazón, no pude continuar: el lápiz se me cayó de la mano, y la fatiga de mi espíritu y el mareo me postraron, de suerte que no pude ya ni aun mover mis cansados brazos. ¡Qué noche, Dios eterno, que noche tan cruel! Toda ella la he pasado en un continuo delirio y en un estado de sopor, en que ni se duerme ni se vela; tu imagen, Manuel, me ha acompañado, es verdad; pero te he creído ver pálido ensangrentado ... ¿Te ha sucedido algo? ¿Has sido víctima de ese hombre fatal? ¡Ah! no; tú vives, Manuel; tú vives, y así lo quiero creer, porque de otra suerte moriría yo en el mismo momento.- Los vaivenes del barco y el ruido de la máquina me han despertado sobresaltada; he tenido que contener con mi mano los latidos de mi corazón, y he vuelto a caer de nuevo en el sopor, para ver fantasmas, para delirar con visiones fúnebres; y esqueletos, y sombras, y horrorosos animales de una forma quimérica han rodeado la imagen de mi amante, de mi idolatrado Manuel.

El día ha amanecido nublado; pero el viento está más flojo, y he subido sobre cubierta para refrescar mi frente abrasada, para que mi imaginación se despeje de esas visiones de la noche, que han hecho erizarse mis cabellos. me he encontrado con que los pasajeros y aun el mismo capitán, notando mi palidez, me han ofrecido sus servicios: les he dado las gracias, porque de poco me servirían, ni sus auxilios, ni sus medicinas. Nadie, sino tú, puede curar las llagas de mi corazón. ¿Cómo he de encontrar la felicidad en medio del océano, rodeada de personas indiferentes, y que no podrían ni comprender ni aliviar mis dolores? Hoy me he puesto a pensar, por qué Dios me castiga tan cruelmente: me arrancó a mi madre, cuando era yo casi una niña, y cuando más necesitaba de su abrigo y de sus caricias: después, Manuel, no he tenido más pensamiento que amarte, y amarte para que fueras mi esposo, para darte mi corazón, mi mano, mis bienes, y hacerte felíz, y ser yo también la más dichosa de las mujeres ... ¿Por qué hay tantas mujeres en el mundo tan felices, tan risueñas, que se enlazan con sus amantes, que aman, que son amadas, y ... yo, Manuel, yo que he amado tanto a Dios, me veo separada de tí, desterrada de mi patria, pobre, sin amigos, sin amparo alguno en el mundo? Estos renglones van medio borrados con mis lágrimas, y perdóname, Manuel, que tanto llore; pero no hay más consuelo para los desgraciados ... Después de llorar mucho, llego a resignarme con la voluntad de Dios. El me ampara en estos abismos, y debo darle gracias, y esperar que si me conserva la vida, será para volverte a ver, para estrecharte en mis brazos, para poner este corazón adolorido sobre tu corazón, y entonces morir ...

En la tarde.- Todo el día he estado sentada con la vista fija hacia el lado por donde yo creo que está Veracruz. Después de Veracruz se pasan montañas, y bosques, y ciudades; y después de todo eso se encuentra México, y en México estás tú; tú, mi tesoro, mi Manuel. ¡Cuántas dificultades, cuántos trabajos, cuántos riesgos se necesitan para volverte a ver! ... Y cuando vuelva, acaso tú me habrás olvidado; tú estarás casado con otra ... pero entonces ... me mataré, o ... me volveré loca ...

El sol se va ocultando; el mar parece de sangre, y las nubes de oro se levantan del seno de las aguas, formando las más caprichosas figuras. ¡Si vieras, Manuel, qué espectáculo tan hermoso y tan magnífico!

Día 5.- La muerte, que he tenido ante mis ojos, y tu memoria, han ocupado mi pensamiento. A la media noche de ayer comenzó a soplar un viento mucho más fuerte, y el mar a embravecerse: fuí despertada por el ruido que hacían sobre cubierta los marineros, y por la voz del capitán, que dominaba la tormenta. El buque se sacudía violentamente, y yo como pude, cayendo y levantando, salí sobre cubierta, y ví grandes montañas de agua negra, que venían unas tras otras sobre el buque: asustada, me volví a mi camarote, donde en medio de las ansias y sufrimientos del mareo, que me volvió a atacar, he esperado tranquilamente la muerte, pensando en Dios y en tí ... Ha calmado el viento; pero el mar aun está revuelto: los pasajeros han subido hoy sobre cubierta, y me han parecido fantasmas o cadáveres acabados de salir de la tumba: todos están pálidos, con el cabello en desorden, con los ojos hundidos y con los trajes descompuestos: yo misma me ví en el espejo, y mi semblante me asustó ... Si me vieras, te daría yo lástima.- Hoy he comenzado a sentir un dolor en el pecho; el mismo que otras veces me ha alarmado tanto: yo temo que, ya sea por un motivo, ya por otro, no me sea posible volver a verte.- Un pasajero me ha dicho que el clima de la Habana, demasiado caliente, es muy dañoso para esta clase de enfermedades; y yo recuerdo que cuando estuve allí con mi madre, ni me fatigaba mucho, ni me costaba trabajo respirar. Pero entonces era niña, era felíz, mientras que hoy la soledad, la ausencia y el clima me matarán indudablemente: así, pues, con toda verdad te digo, Manuel, que te resignes a perderme. Al fin, los hombres fácilmente se consuelan: hay tantos placeres; tantas distracciones para ellos en el mundo, que muy poco les importa el cariño de una mujer ... No te vayas a ofender por esto, Manuel; yo creo que tú me amas sobre todas las cosas del mundo, y por esta misma razón soy tan infeliz hoy que un mar nos divide ya ...

Día 6.- Muy temprano, todo ha sido alboroto en el vapor: los pasajeros se han lavado y vestido de limpio, y están inconocibles: todo este regocijo es porque la isla de Cuba con sus palmeras pintorescas y su multitud de edificios, está ya muy cerca ... ¿Qué me importa todo esto? No estás allí, y me es indiferente vivir en un palacio en la tierra, o en un estrecho ataud a bordo de un barco, en la mar: las tempestades del mar son terribles, pero todavía son más fuertes las del corazón. Al divisar las playas de la isla de Cuba, he llorado tanto como cuando ví desaparecer las de Veracruz. ¿A qué vengo a esta tierra? ¿En qué voy a emplear las largas horas del día? En bordar, en coser, en pasear -¿Y para qué? - ¡Cuánto, cuánto me atormenta este deseo de volver a México, cuando aun no llego a la Habana! Esta agitación que tengo, como si algo me fuera a suceder; este sobresalto continuo, como si constantemente me estuviera amagando un asesino ... Es triste, muy triste, arrastrar una vida tan miserable e infortunada. ¿Nos volveremos a ver? ¿Vendrás tú a buscarme? ... Y ¿cómo podrás venir, pobre Manuel, abandonando tu carrera y tus amigos? ... Yo no merezco tanto.

Día 8.- Ayer ha venido Marta: es una pobre negra esclava que servía a mi madre y me cuidaba; se acordó perfectamente de mí; lloró, me llamó su niña, su niña preciosa, y yo he conseguido de su ama que se quede por algunos meses en mi compañía; y digo algunos meses, porque no pienso vivir mucho tiempo separada de tí.

Ayer ha venido también el conde de C. ... y me ha dicho que tiene instrucciones de mi tutor, para darme cuanto necesite: no es gran favor, por cierto, el que me hace mi tutor, con darme una parte de lo que me pertenece; pero siempre es algo, porque podía muy bien haberme dejado morir de hambre en una tierra extraña para mí.

Habito una hermosa quinta, la misma en que viví cuando era niña y felíz: entonces me parecía un palacio encantado; corría por los jardines; jugueteaba entre las flores y el césped; me dormía debajo de las palmeras, a la orilla de las fuentes, y todo era alegría y placeres inocentes: hoy todo me parece triste: las flores sin aroma, y las palmas se inclinan tristes y mustias. Los salones me parecen fríos como las lápidas de mármol de los sepulcros: el ruido de las fuentes me causa una melancolía inexplicable, y todos los objetos que me rodean, no hacen más que despertar en mi corazón amargos recuerdos. Mis ocupaciones son hasta ahora bordar y leer; pero en la realidad, lo hago maquinalmente, porque mi pensamiento vuela muy lejos de aquí.

Después de tantas noches de vigilia y sobresalto, en que he despertado llena de susto y he experimentado horrorosas pesadillas, tuve ayer un sueño delicioso. Soñé, Manuel, que estaba yo en casa de la lavandera, y que tú, procurando calmar mi temor y turbación, me decías palabras de amor, que, como una música celeste, sonaban en mi oído. Lloraba yo; y tú, bueno y amoroso, enjugabas mi llanto, me estrechabas contra tu corazón y me decías que al día siguiente nos debíamos casar: me contabas también que tenías una casita primorosa, donde, retirados del mundo, debíamos vivir solos, el uno para el otro; que mi tutor había entregado todos mis bienes y retirádose a San Luis; y que, en fin, nada teníamos que apetecer, y nada nos faltaba para ser felices. ¡Figúrate mi tristeza cuando al despertar no ví en mi derredor más que la soledad y la desgracia!

Hasta hoy, en que concluyo estos apuntes, para remitírtelos, mi situación no ha variado ni puede variar, sino es que me muera o que me reuna contigo. Tú me amas, Manuel, y pensarás en la conducta que será conveniente seguir: reflexiona solo que si cometes un crimen, entonces no podrás ya ser mi esposo, y me darás la muerte. La prudencia debe guiar tus pasos, y no debes proponerte más fin, sino el de que podamos unirnos: la pobreza no me asusta; Dios nos ayudará.

Cuando Arturo acabó de leer, levantó los ojos, y vió que el capitán estaba profundamente conmovido.

- ¿Qué diablo de humor es ese, Manuel? -le dijo,- las cosas están mucho mejor de lo que creíamos: Teresa está buena, nada le falta para su comodidad y subsistencia, y te ama, te ama como siempre: todos estos son motivos para alegrarse.

- Dices bien, Arturo; ¿y cómo es que casi lloro, cuando me disgustan tanto esos hombre pusilánimes y llorones? -dijo el capitán levantándose y limpiándose los ojos con su pañuelo. Sin embargo, las cartas de una mujer que se ama, conmueven el alma, y ya ves ... al amor lo pintan montado sobre un león y dirigiéndolo con una madeja de seda.

- Aquí hay otra carta para tí, -interrumpió Arturo,- veamos lo que dice:

Habana, etc.- Querido capitan: Me embarqué en una maldita goleta, llamada Villanueva, y poco faltó para que nos llevara una legión de diablos. -¡Qué tiempo! ¡hum!, el mar se nos venía encima, y el buque pesaba menos que una cáscara de nuez: no daba un centavo por la vida de todos los que iban a bordo. Al fin, llegamos estropeados; y me tiene V. ya en la gran isla de Cuba a sus órdenes; de día, luchando con estos abogados enredadores, y de noche, en tomenta con las habaneras en divertidos fandangos: la danzica ya me sale por los ojos, pero las muchachas no son malotas.

Me he encontrado con instrucciones para obrar en otro negocio en que hay asunto de muchacha seducida, y de viejo engañado, y ... qué sé yo qué más; pero sobre esto nada he hecho ni haré, hasta que concluya con el asunto de la quiebra de la casa de Revuelta. En el paquete próximo escribiré a V. largo sobre esto, y me dirá su opinión. -Va un cajón de puros, capitán, que se fumará V. a mi nombre, y que puede recoger de la casa de Dionisio Velasco.

Pasarla bien, capitán.- Su amigo que mucho lo quiere.

Juan Bolao.

- Esta carta es terrible, Arturo, -dijo el capitán,- y el mejor modo de terminar este negocio, es ir a casa del viejo, volarle la tapa de los sesos, y marcharme para casarme con Teresa.

- Recuerda, Manuel,- le contestó Arturo,- que se te encarga la prudencia; y, por otra parte, ¿qué harías tú después de matar al viejo, por mucha justicia que tengas? Llevar la vida fugitiva y errante de un asesino, haciendo participante de ella a una criatura tan noble y tan buena como Teresa.

- Pues, ¿qué hacer entonces? -dijo el capitán con acento colérico: ¿dejarse burlar de un miserable, que se roba toda una herencia, que intenta asesinar a una mujer inocente, y que la destierra, como si fuera criminal?

- No, ciertamente; pero tratemos de dar un golpe seguro: Teresa te encarga que te guíes por los consejos del eclesiástico, y que obres con prudencia; debes, pues obedecerla. Este Bolao es tu amigo; parece un excelente muchacho, y podemos convertirlo en aliado nuestro, tanto más, cuanto que ha prometido consultarte lo que deba hacer en el negocio. Vamos, en primer lugar, a ver al eclesiástico, y después de haberlo oído, pensaremos.

- Dices bien, Arturo: tú al fin concluyes siempre por dominarme; pero me ocurre una idea.

- ¿Cuál es?

- Para todo esto se necesita tener dinero, y mucho, y todo mi capital está reducido a un par de onzas.

- Ya te he dicho, -le interrumpió Arturo,- que puedes contar conmigo: mi padre, como sabes, gana mucho dinero, y yo me ocupo en inventar diariamente nuevo modo de gastarlo.

- Todo eso está muy bueno, Arturo, -le dijo el capitán con mucho cariño,- y yo sé que puedo contar con tu amistad, pero yo soy hombre que saco dinero de debajo de la tierra, y que también sé tirarlo con mucha facilidad. Hoy me siento animado de esperanza: las cartas de Teresa me han vuelto la vida, y necesito tener dinero, regenerar mi cuarto, disponer de grandes recursos, y hacer cosas maravillosas. Mi plan, por ahora, está reducido a tener dinero, como he dicho, a pedir mi licencia absoluta, para largarme a la Habana, a casarme allí con Teresa, y después marcharme a Italia, escoger un bonito pueblo, y vivir tranquilo y feliz, dando antes de marchar una regular paliza al viejo. Tú vendrás con nosotros, ¿no es verdad, Arturo?

- Esos son castillos en el aire, Manuel; yo no me separaré nunca del lado de mi madre, porque es una excelente mujer, a quien amo tanto, como tú a Teresa; pero ya veremos cómo las cosas se presentan.

- ¡Eh! ¡Martín! -gritó el capitán, abriendo la puerta.

Martín que era el asistente, se presentó al momento.

- Tráeme agua, jabón, tohalla, todo lo necesario para lavarme; limpia los pantalones y la levita.

- ¿Está mi capitán muy aliviado? -preguntó Martín.

Hacía muchos días que, como el capitán no se lavaba, ni se vestía, ni hablaba con nadie, Martín lo creía enfermo.

- Sí, muy aliviado, muy aliviado, Martín; la niña me ha escrito, y esto me ha quitado la enfermedad.

- Me alegro mucho, mi capitán.

- ¿Te alegras, bribón? -le dijo Manuel chanceando;- pues bien, haz muy breve lo que te he mandado.

- Voy, mi capitán.

Martín se retiró, y a poco volvió con un jabón oloroso, un lebrillo, una jarra y un espejo.

- Este asistente es una alhaja, Arturo, -le dijo el capitán, mientras que Martín salía a traer el resto del aparato que faltaba para el tocador del capitán.

- En efecto, veo que te sirve admirablemente.

- Lo más singular es, que nada de esto que tú ves, es mío; espejo, lavamanos, agua, jarros, pozuelos, vasos, todo cuanto se necesita, lo adquiere en el acto. El día que se me antoja comer gallina, se la pido, y sin pedirme dinero, me la presenta en un guiso exquisito: es una especie de mago, muy conveniente para un militar calavera como yo. También es verdad, que Martín dispone de mi dinero, de mi ropa y de todo lo que tengo; días pasados busqué una camisa muy bien hecha, y me dijo que se la había dado a un pobre; le alabé su caridad, y concluyó la historia; pero ya entra, verás lo que responde.

Martín, en efecto, entraba con un vaso de cristal abrillantado y un plato de China, donde había cepillo y polvos para los dientes.

- ¿De dónde has conseguido todo esto, Martín? -le preguntó el capitán.

Martín sonrió.

- Vamos, tunante, dí, ¿quién te ha prestado todos estos trastos?

- Pues, señor ... como las niñas de la otra casa quieren tanto a mi capitán ... me prestan todo lo que necesito.

- ¡Las niñas! ... ¿ah!, ya caigo en cuenta, unas chatitas que viven aquí junto.

- Esas mismas, mi capitán; y todos los días me preguntan que cómo se siente usted.

- Diles que estoy aliviado, que se los agradezco. Trae más agua caliente, y cierra la puerta.

El capitán comenzó a rasurarse.

- Cuidado con las infidelidades, -dijo Arturo.

- No tengas cuidado; quiero sinceramente a Teresa, para que pueda ocuparme de otro amor. Con que ahora, ¿qué tenemos qué hacer?

- Buscar al eclesiástico, -dijo Arturo.

- Muy bien, voy a darme prisa, porque ya rabio por saber el pormenor de tan infame aventura; ¿pero después?

- Después, -dijo Arturo,- pensaremos cómo se debe obrar, y yo lo consultaré a Rugiero.

- Ese hombre me fastidia muchas veces, y otras me parece muy amable.

- Lo cierto es, que tiene mucho talento, y que es un tuno de siete suelas; un hombre de mundo, que sabe curiosas historias, y anoche justamente me he pasado las horas enteras con él, y he sabido cosas que me han dejado asombrado. Ya te llevaré a casa de Aurora y conocerás a los personajes; por ahora te contaré en compendio las historias.

Arturo, mientras que su amigo se acababa de lavar y vestir, le refirió en compendio la historia de Florinda, la de Elena y Margarita y en seguida salieron a la calle.

- Estoy convencido, -dijo el capitán,- de que sólo una pasión verdadera guarda a las mujeres; una mujer enamorada, rara vez es infiel, y por eso tengo tanta confianza en Teresa. Y Aurora y Celeste, ¿qué dicen, Arturo?

- Ya hablaremos de eso, concluyendo tus negocios; necesitamos obrar con mucha actividad, porque el paquete sale dentro de cuatro días, y es menester que escribas a Teresa todo lo que hayamos hecho.

Llegaron los dos amigos a la calle del Puente Quebrado, y subieron a la casa del eclesiástico, donde encontraron una anciana, que les dijo que aquel se había ido a la Villa de Guadalupe, y que no volvería sino hasta el día siguiente. Manuel, desesperado, comenzó a desatarse en invectivas contra el eclesiástico; pero Arturo lo calmó.

- Pues Arturo, yo necesito ocuparme en algo; y puesto que aún tengo que pasar una noche atormentado por la curiosidad y por la duda, mejor será que busquemos fortuna ven conmigo y participarás de ella.

- Pero, ¿a dónde vamos?

- Déjate conducir, y no repliques; no eres una niña a quien pueda engañar un miserable músico, como Migueletti.

Arturo se dejó conducir y entraron en una casa de juego del portal de Mercaderes, en donde a la primera persona que vieron, fue a Rugiero.

- ¡Hola, caballeros! ¿Ustedes por esta casa?

- Y usted, Rugiero, ¿qué hace también aquí?

- ¡Buena pregunta!, divertirme y ganar y perder dinero, mirando las figuras que hacen los que se quedan sin un duro para comer.

- Este tronera de Manuel me ha traído aquí, -dijo Arturo algo mortificado.

- No hay que ruborizarse, Arturo; los hombres en materia de vicios, deben saber todo, así como todo lo deben ignorar las mujeres; así, os repito, Arturo, no hay para qué ruborizarse como una doncella; vuestro padre es bastante rico, y puede sufrir bien, sin debilitarse, una sangría de cien onzas.

- Yo no vengo a jugar, -dijo Arturo con seriedad; pero Rugiero, soltando la carcajada, le dijo:

- Jugaréis, y tres más; el que entra en la casa del jabonero, si no cae, resbala.

- Ya veremos, -dijo Arturo.

Los tres amigos entraron en una extensa sala, iluminada por dos grandes balcones, adornados con sus vidrieras y cortinajes; en medio de esta sala había una mesa cubierta con su carpeta de paño verde y en la carpeta señalados y numerados con cinta amarilla los lugares donde se colocan las cartas. No era aplicable a este ligar la descripción que hace Gorostiza en su comedia El jugador.

En un ahumado aposento,
Anegado en porquería,
He visto en un solo día
Lo que no pudiera en ciento,

pues, por el contrario, reinaba en él gran lujo; las sillas de caoba, las velas de esperma y colocadas en largos tubos de reluciente metal, y los corinajes de seda. Los talladores y gurupiés eran personas de importancia, y los dueños de la partida gente de grande influencia en la ciudad, por su riqueza; allí se jugaba oro, y no más que oro, pues la plata se veía con desprecio por la mayor parte de los concurrentes; era, en una palabra, una partida de mil onzas, con otras mil o dos mil de refacción; y ya se sabe el lujo con que en México están montados esa clase de establecimientos; cada uno de ellos tiene por lo menos seis onzas diarias de gasto, que hacen cerca de tres mil pesos cada mes. ¿De dónde, pues, salen estos treinta y seis mil pesos cada año? Evidentemente del bolsillo de los concurrentes, que pierden allí el fruto de su trabajo, y menoscaban su fortuna. han pasado gobiernos de diversas opiniones; ha sufrido mil cambios la sociedad; pero por un privilegio, peculiar a las costumbres viciosas, los juegos se conservan sin alteración, y sigue cada día más en boga esta especulación, fomentada por personas que podían emplear sus capitales en obras benéficas a la sociedad, a la vez que lucrativas.

En esta pieza y alrededor de la mesa, había multitud de personas, las unas sentadas, las otras en pié, juntas, agrupadas y rozándose unas con otras. Delante de los talladores y monteros había colocadas mil onzas de oro, y debajo de la carpeta estaba el menudo. Cuando los tres amigos entraron, había un silencio solemne, que fue interrumpido por una voz clara y perceptible, que dijo:

- Sota vieja.

Un sordo murmullo se alzó entre los concurrentes, se escuchó una que otra maldición de los que fueron a la carta contraria; y el ruido que hacían los monteros y apuntes al recoger y pagar, se mezclaba con las mil palabras de alegría o desesperación que allí se pronunciaban.

En el momento en que vieron a Rugiero y a los dos jóvenes, les ofrecieron asiento con una perfecta cortesía y amabilidad; pero éstos prefirieron permanecer en pié, Con una velocidad y destreza dignas de imitarse por los gobiernos, que todo lo hacen mal y despacio, los talladores arreglaron su dinero, limpiaron sus carpetas, recogiendo sin piedad ni misericordia todo el dinero puesto a la carta que perdió; pagaron a los gananciosos; barajearon, y con voz solemne dijeron:

- As y siete, todo nuevo.

Rugiero se acercó al oído del director o tallador principal; le habló dos palabras en voz baja, y éste le dió cincuenta onzas, de las cuales dió veinte a los jóvenes, y se reservó treinta, que con mucha serenidad puso al siete. Manuel y Arturo pusieron cinco onzas al as.

- Corre, -dijo uno.

- Puede ... a copas ... el siete a la segunda, mozo.

Rugiero hizo sesenta onzas y los muchachos perdieron cinco.

- Vayan conmigo, -les dijo Rugiero,- y acertarán, porque me late que tendré veinte o treinta minutos de fortuna.

- ¿Qué juega usted, Rugiero? -le preguntó el capitán.

- Yo no tengo regla; y eso de judías, y contra judías, y proyectos y numeritos, nada vale si no hay suerte; por ahora estoy jugando una grande y una chica; vean ustedes.

. Caballo y tres.

- Voy al tres.

- Vais a perder indudablemente, -le dijo Arturo,- a ese caballo apostaría yo hasta mi camisa.

- Bien, -dijo Rugiero sonriendo,- ponedle lo que queráis.

- Y bien que lo haré, -dijo Arturo entusiasmado.

- ¿Quereis dinero? -le preguntó Rugiero,- pues bien; pedid al monte; tenéis crédito abierto bajo mi responsabilidad; no os doy de lo que tengo, porque me propongo jugar a la dobla. Y diciendo esto, puso las sesenta onzas al tres.

Arturo pidió veinte onzas, y las puso al caballo. Se corrió el albur, y pasada ya más de la mitad de la baraja, vino un tres; detrás estaban tres caballos juntos. Sugiero retiró sus ciento veinte onzas, y Arturo al disimulo se enterró las uñas en el pecho, mientras que Manuel, más experimentado, veía esto con una perfecta calma. El otro albur se compuso de rey y caballo; Rugiero le puso al caballo las ciento veinte onzas.

- Ahora os tocaba ir al rey, que es la grande, -dijo Arturo.

- Sí, contestó Rugiero, -me tocaba en efecto, pero he variado de idea.

- Pues y contra el maldito caballo he de ir ahora.

Arturo pidió otras veinte onzas y las puso al rey; el caballo vino a las tres cartas, y detrás había dos reyes, Rugiero retiró sus doscientas cuarenta onzas, y Arturo dijo con cólera:

- Esta es una baraja de todos los diablos.

El siguiente albur era de tres y seis. Rugiero puso las doscientas cuarenta onzas al seis, y Arturo al tres otras treinta que pidió.

- ¡El tres! Hasta que gané una vez, -dijo Arturo a Rugiero.

- Os equivocáis; el seis de oros estaba antes.

En efecto, las dos cartas estaban unidas, y el tallador al correrlas descubrió el tres; pero rectificada la operación, resultó que en efecto estaba el seis antes. Rugiero recogió sus cuatrocientas ochenta onzas, las distribuyó en los bolsillos, y se levantó del asiento, mientras Arturo echaba lumbre por los ojos, pues había perdido en un momento más de mil pesos: Manuel sonreía.

- Venid, -le dijo Rugiero;- cuando en el juego se pierde lo mejor es tomar un poco de aire para refrescarse, y volver a la carga.

- Es verdad, -dijo Arturo,- el demonio me inspiró sin duda la idea de venir a esta maldita casa: quemadas deberían estar todas. Esta policía de México es la más rara y absurda que se conoce en el mundo: persigue y lleva a la cárcel al ratero que saca un pañuelo de la bolsa, y deja que se paseen descaradamente en coche estos ladrones, que roban miles de pesos, porque no hay duda que es un robo el que me han hecho en este momento.

- No haya cuidado, Arturo, -le dijo el capitán;- no ha sido el demonio quien te trajo aquí, sino yo, y te prometo que no se quedarán los monteros con tu dinero: dentro de media hora habré hecho campaña. Fumemos, que al fin cada uno de estos puros habanos nos cuesta como quinientos pesos.

El capitán tomó unos puros excelentes, que habia en una charola, y que estaban a disposición de los concurrentes.

- Este muchacho, -dijo Rugiero a Arturo,- conoce más el mundo, y tiene razón en el fondo: dentro de media hora la suerte variará, y podrán ustedes hacer una buena campaña. En cuanto a mí, tengo un gran mérito, ¿no es verdad, Arturo? Pero, venid, nos sentaremos aquí, donde se respira un poco el viento fresco, y platicaremos.

Los tres amigos se sentaron detrás del cortinaje de uno de los balcones, y desde allí pudieron observar todo lo que pasaba en la mesa.

- ¿Conocéis a algunos de los que se hallan jugando? -preguntó Rugiero a Arturo.

- A muy pocos; y me asombra ver entre ellos a hombres que gozan en la sociedad de una gran reputación de probidad.

- Eso no es extraño, Arturo; muchas veces los hombres que gozan de mejor reputación, son los más dañinos y malvados. ¿Veis aquel hombre seco, de mejillas hundidas, de barba crecida, y con un vestido descompuesto y sucio?

- Sí lo veo, y será probablemente un pobrete que, como dice esta gente de juego, viene a sabar la amanezca.

- De ninguna suerte, pues es un hombre que logró casarse con una viuda rica, y que en vez de trabajar para aumentar y conservar el capital, lo ha destruido en el juego. Primero vendió a un usurero una casa de campo que tenía la mujer en Coyoacán: después cada día abre la cómoda y saca, ya unos pendientes, ya un reloj, ya un prendedor, ya un hilo de perlas ... Mirad, justamente está vendiendo o empeñando un hilo ... le dan sólo diez onzas por él ... y a fe que vale sin duda una talega de pesos ... Ya puso las diez onzas ... las perdió ... Ya véis, con mil pesos se haría la felicidad de una familia.

- ¡Maldito juego! -exclamó Arturo.

- Pues este hombre, -continuó Rugiero,- se retira ahora a su casa: sus hijos salen risueños a recibirlo, y él, en vez de acariciarlos, a uno le empuja y a otro le da un puntapié; la mujer, con las lágrimas en los ojos, le reconviene, y él la llena de injurias y concluye por pedirle la llave para sacar las últimas alhajas que le quedan. Pide la comida, y todo le disgusta; riñe a los criados, tira los platos y los vasos; y apoderándose de alguna otra prenda, se sale frenético de su casa, a donde no vuelve sino a las tres o las cuatro de la mañana. Dentro de tres días ya no habrá ni una silla en qué sentarse, ni una cama en qué dormir, ni un plato en qué comer: todo lo habrá entregado a vil precio a los almonederos y usureros, y sus hijos no recibirán ni educación ni alimentos, y sólo un ejemplo de inmoralidad.

- Este hombre es un estúpido, -dijo el capitán,

- Pues bien; mirad aquel otro de ojos rojizos, de tez aguardientosa y de grueso vientre.

- Sí, lo veo perfectamente.

- Pues ese es un empleado que gana dos mil pesos de sueldo, sin saber ni aun escribir, y cuya librería está reducida al calendario de Galván, sólo va a su oficina a almorzar; tiene empeñado su sueldo de un año, y paga un real en cada peso por el dinero que ha recibido.

Como no tiene con qué mantener a su familia, y sostener otras dos casas que corren por su cuenta, viene honestamente a buscar el dinero que necesita; pero como sus acreedores son innumerables, el día en que gana, hace un prorateo, y cuando pierde, se esconde por dos o tres días, y ni la misma policía de París sería capaz de encontrarlo.

- Aquel otro viejo de anteojos, y de elegante chaleco de terciopelo, sabe la Biblia, como suele decirse, pues cuando viene al juego trae las bolsas vacías, y está en acecho del primero que gana, para pedirle con mucho garbo dos o tres onzas, con las cuales procura hacer negocio: si gana paga religiosamente a los que le prestaron para establecer así su crédito, y si pierde espera con paciencia que otro amigo le vuelva a habilitar.

Esos tres que véis allí de capa, tienen sólo una onza; si pierden la vaca que han hecho, sus familias no tendrán qué comer mañana; si ganan, en vez de emplear el dinero en cosas útiles y en aliviar la miseria de sus deudos, irán a los cafés, y allí entre los licores y el dominó gastarán lo que hayan adquirido.

- Pero, ¿cómo aquellos dos militares que pierden muchas onzas, preguntó Arturo, están tan tranquilos?

- ¡Toma! -respondió Rugiero,- porque nada pierden que sea suyo: la caja del regimiento hace el gasto; y como tienen grande amistad con los altos personajes del gobierno, el Ministro de Guerra los proteje, y sacan diariamente de la tesorería dinero, sin que jamás haya otra cuenta que abonado a la caja del cuerpo.

- Hace seis años, -interrumpió Manuel,- los conocí con las botas rotas y con unas casacas llenas de grasa.

- Y hoy tienen carretelas inglesas y palco en el teatro, ¿no es verdad? -dijo Rugiero.

- ¡Maldito juego! ¡maldita sociedad! -murmuró Arturo.

- Pues aquel otro caballero que veis allí de lenta, gran cadena, reloj, elegante levita y fistol de brillantes, no es más que un empleado del gobierno, que tiene ochenta pesos de sueldo cada mes, y cuyo reloj y prendedor valen el sueldo de un año.

- Pues, señores, la conversación filosófica de ustedes es excelente, -dijo Manuel,- pero teniendo nosotros en poder de aquellos señores, mil y tantos pesos, es menester recuperarlos: Rugiero ya sacó utilidad, y esta perfectamente; pero yo estoy en la triste posición de no tener quien me dé un cuarto, y esta mañana he dicho que necesito mucho dinero.

- Pues yo opino capitán, dijo Arturo,- porque nos marchemos de esta infame casa, y ... lo perdido, perdido ...

- No lo creas, -dijo Manuel.

- Mira, Manuel, -dijo Arturo,- ningún hombre decente debe estar respirando esta atmósfera. Esto es desagradable y repugnante hasta lo infinito.

- Todo eso es muy cierto, -contestó el capitán,- pero no veo yo razón para que perdamos mil pesos, sin hacer ni la menor diligencia para desquitarlos. Quizá perderemos. Ven ...

Rugiero, como siempre, después de dejar asombrado a Arturo con sus historias escandalosas y su moraleja, se había marchado sin despedirse. El capitán, tomando a Arturo de una mano, le dijo:

- Ven, cobarde, verás cómo en un momento se repone lo perdido; tú eres un niño todavía.

Ambos se acercaron de nuevo a la mesa, que estaba llena de hombres agrupados y atentos a las cartas, pues era un continuado cordón de entrantes y salientes: el capitán sacó una onza, y la tiró sobre una sota: vino la contraria, y perdió su dinero.

- Ves, Manuel, la suerte se nos declara en contra; vámonos, -le dijo Arturo al oído.

- ¡Qué sabes tú! con esta onza que me queda, voy a hacer mi fortuna.

Manuel sacó de la bolsa, en efecto, la única onza que le quedaba, y la puso a un seis. Vino el seis y ganó.

- ¿Ves, Arturo, -dijo el capitán,- cómo no todos los albures se pierden? De aquí para adelante hemos de ir viento en popa.

Para no cansar al lector, diremos que el capitán, en un momento ganó cien onzas; y entonces Arturo le instó fuertemente para que se retirara; pero él, entusiasmado, le dijo:

- Toma setenta onzas, y paga a ese judío que te prestó, y déjame lo demás.

Arturo, con el disimulo posible, pagó las setenta onzas al banquero; tomó un puro, lo encendió, dió unas vueltas por el corredor, y cuando volvió, el capitán estaba ya sentado, y tenía delante cuatrocientas onzas.

- ¡Eh! caballeros, -dijo el capitán levantándose,- este es el último albur, pierda o gane: estoy fastidiado de jugar.

Y diciendo estas palabras, comenzó a poner a un siete de bastos el montón de oro que tenía delante.

Arturo tiró al capitán del faldón de la levita, y los circunstantes, aunque acostumbrados a estas escenas, no pudieron menos de clavar sus ojos sobre el heroe de esta hazaña; él, fresco y sereno, veía correr la baraja, sin que una sola de sus facciones se alterara.

El siete de bastos vino a las tres cartas y el capitán dejo en la carpeta el oro.

- Todo va, -dijo al montero,- a la carta que salga a la derecha.

Un murmullo de admiración turbó el silencio, pero el capitán, volviendo tranquilamente la cara y encontrándose con Arturo, le dijo sonriendo:

- Este albur lo perderás.

El capitán alzó los hombros, y dijo con desdén.

- Vaya tres y sota; iría yo a la sota de buena voluntad.

- Puede usted cambiarse, -le dijo el montero, con el rostro algo descompuesto.

- No, dijo el capitán, -me propuse que se quedara el dinero en ese lugar, y de ahí lo recogerá usted probablemente, pues creo que perderé este albur.

- Corre, -dijo uno de los monteros.

- Puede, -dijo el otro.

Volteóse la baraja, y reinó un silencio solemne, y ni las moscas se atrevían a volar. A las seis cartas vino el tres de espadas: el montero puso la baraja en la mesa con una expresión de cólera, y dijo:

- Puede usted disponer de mil seiscientas onzas; la partida responde por ellas.

- Déme usted ciento, -le interrumpió Manuel con calma,- y el resto quedará en poder de usted.

Manuel recibió cien onzas en oro menudo, que guardó en las bolsas, y un papelito que decía: Quedan a disposición del Sr. capitán D. Manuel C ... veinticuatro mil seisicentos pesos en oro.

Manuel tomó del brazo a Arturo, y ambos salieron de la sala, dejando estupefactos a los concurrentes. En los corredores y en el patio había ya multitud de hombres muy corteses y caravanistas, que lo felicitaban cordialmente, por su fortuna, y le pedían el barato: el capitán metía mano a su bolsillo, y repartía escudos y doblones, sin ver ni siquiera la fisonomía de los pedidores.

- ¡Eh! -dijo cuando hubieron salido del portal,- ¿qué te parece Arturo? Soy un hombre rico; tengo ya para competir con ese viejo infame; para pagar abogados; para marcharme a la Habana; para casarme con Teresa y para viajar y trastornar el mundo, si se ofrece.

- Estoy materialmente asombrado, Manuel; aún me parece incríble tu fortuna.

- Bien te decía yo, que las cartas de Teresa me habían inspirado valor y fuerza para hacer cosas grandes y ganar en las cartas de la baraja.

- Pero ¿a dónde vamos? -preguntó Arturo.

- ¡Toma! ¿a dónde hemos de ir? a las mueblerías, a las carrocerías, a las sastrerías.

- Pero, hombre, ¿estás loco?

- No, sino en mis cinco sentidos; y por esta causa quiero regenerarme hoy, que bastante he sufrido en tanto tiempo de reclusión.

- ¡Eh! D. Rufino, -dijo el capitán, saludando al propietario de uno de los mejores talleres de sastrería de México.

- Capitán, ¡milagro que pone usted los pies en esta casa! -le contestó Lamana afectuosamente.

- D. Rufino, cuando un hombre está arrancado, no debe ni pasar por la puerta de la casa de usted, hoy es otra cosa; y ya verá usted cómo me porto yo con los amigos.

- Poca confianza, hombre: ya sabe usted que esta casa está a sus órdenes. veamos qué desea usted ahora.

- ¡Gracias! ¡gracias! sé que usted es mi amigo, y por tanto no quiero abusar. Enséñeme usted, pues, los más ricos casimires para pantalón, los más hermosos terciopelos para chalecos, y los paños más finos para levita, frac y casaca militar, todo esto se ha de hacer muy pronto y a la última moda.

- Bien, será usted servido como se sirve aquí a los amigos; cabalmente tengo un brillante surtido de todo lo que usted quiere. Acabo de recibir los últimos figurines de París.

Lamana, diligente, afectuoso, como lo es con sus parroquianos, comenzó a sacar maravillas, que iba poniendo ante los ojos de los jóvenes; paños riquísimos, terciopelos afelpados, casimires de los más caprichosos dibujos y colores. Manuel lo examinó todo con detenimiento y escogió casimires para veinticuatro pantalones, tercipelo para treinta chalecos, y paño para seis levitas y dos fracs y dos vestidos militares.

- ¿Toda esa ropa se ha de hacer usted? -preguntó Lamana con aire de duda.

- Toda, -respondió e capitán afirmativamente,- si usted quiere, puedo enviar la cuenta mañana.

- ¡Oh! no es por eso, ¡qué disparate! sino porque la moda pasa ... y aunque ... esto es contra mis intereses, debo hablar francamente.

- Dice usted bien, D. Rufino, -interrumpió Arturo,- es una locura; con media docena de pantalones será bastante.

- ¿Qué entiendes tú de esto, Arturo? Déjame obrar libremente en estos asuntos, ya que en los demás me sujeto a tu voluntad. Lo dicho D. Rufino; ponga usted oficiales que trabajen de día y de noche, y dentro de tres días, mándeme alguna ropa.

- Bien, bien; tendrá usted más ropa de la que puede ponerse en un año.

- Hasta más ver, D. Rufino.

- Caballeros, pasarla bien.

Arturo y el capitán se dirigieron al bazar de Compagnon, a la calle del Espíritu Santo; todo el que tenga dinero y gusto por los muebles elegantes, debe visitar este bazar, donde se encuentran sillas cómodas de las más finas maderas de caoba y rosa; sofás, consolas, espejos y todas las exquisitas obras de carpintería hechas a la última moda de París. Manuel y Arturo escogieron lo mejor, lo más exquisito y lo más elegante, sin pararse en el precio, y de aquí se dirigieron a la famosa carrocería Silcox y Park.

- ¡Eh! Mr. Silcox, necesitamos un carruaje de última moda, -dijeron los jóvenes.

Mr. Silcox los llevó a una bodega, donde tenía seis u ocho coches, a cual más elegantes, y allí escogieron una carretela azul oscuro con adornos de plata, que quedó ajustada en mil quinientos pesos. Silcox, para completar el tren, les vendió un buen tronco de mulas cambujas con sus respectivas guarniciones; y todo costó dos mil doscientos pesos; el mismo Silcox les proporcionó un cochero llamado Pedro. Arturo dijo a Silcox que podía ocurrir por el dinero al día siguiente; y arreglados los compradores y el vendedor, se puso el coche; y ambos amigos montaron en él, y se dirigieron a la calle de San Francisco, en donde había una casa vacía, que aunque no muy grande, era suficientemente cómoda. Dados todos los pasos necesarios para obtener la habitación, amueblarla de lo más necesario y preparar esta repentina transformación como si se tratase en un teatro de una comedia de magia, los dos mozalvetes fueron a regalarse en una fonda con una excelente comida donde acabaron de concertar sus planes, quedando, al separarse, de volverse a ver al día siguiente en la nueva casa.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimosexto Capítulo vigésimoctavoBiblioteca Virtual Antorcha