Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimoquinto Capítulo vigésimoséptimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO VIGÉSIMOSEXTO

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LAS NOVELAS DE RUGIERO

ELENA Y MARGARITA

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- Ya supongo, mi querido Arturo, que pensaréis que el maestro, acosado por los remordimientos, se fue a echar a los pies de un confesor, o a encerrarse nueve días en la casa de Ejercicios de la Profesa; pues nada de eso. Como carecía de buenos sentimientos, sin pesarle, sino muy levemente, el horrendo crimen que había cometido con dos inocentes criaturas, y abusando de la confianza de una madre anciana, lo único en que pensó fue en seguir adelante con la aventura hasta casarse con Margarita, y apoderarse de una buena hacienda que poseían en el Estado de Puebla; pero reflexionando en la severidad de la madre y en que si su delito se descubría podría caer en manos de los jueces, resolvió ausentarse de la capital. Al efecto, repartió en casa de sus discípulos y discípulas una tarjeta en que pedía órdenes para Milán; y en vez de marcharse en la diligencia de Veracruz, se colocó en la del Interior, y quince días después de la aventura que acabo de referir, se hallaba ya en la ciudad de San Luis Potosí, bajo el nombre de Mr. de Saint-Etienne, primer director de orquesta de la Sala Ventadour de París; compró unos anteojos, se dejó crecer el bigote y el pelo, y con estas ligeras reformas, y venir de París, muy pronto tuvo muchas discípulas en la población. En cuanto a la casa de la señora Da. Beatriz de Olivares, que así era el nombre de la madre de Elena y Margarita, cambió de aspecto enteramente: las muchachas, que aunque obligadas por la madre al rezo y a la devoción, tenían antes la alegría que da la inocencia, después del día de campo muy poco hablaban; frecuentemente les venían las lágrimas a los ojos, y sus sueños eran turbados a veces por siniestras visiones, que les hacían despertar sobresaltadas. La señora, alarmada sin saber por qué, participaba igualmente de la mortal tristeza de sus hijas; y como si el instinto maternal le revelase que alguna cosa terrible había pasado en su familia, apenas de vez en cuando se atrevía a preguntarles qué tenían.- Nada, era la única respuesta que recibía; y volvían a transcurrir los días lúgubres, amargos para esa familia, como si estuviesen en el duelo de alguna persona querida.

La madre, pensando quizá que tantos rezos y tanta severidad podrían haber fastidiado a sus hijas, les procuraba todo género de distracciones, a que ellas se rehusaban; y ya entonces se avanzó hasta permitir la entrada a la casa de dos o tres jóvenes, quienes lograron variar algún tanto el humor de las muchachas; pero la reputación de virtud que tenían, y el carácter duro de Da. Beatriz, hicieron que ni aun se aventurasen a enamorarlas. Entre dos o tres personas que las visitaban, había un joven de veinte años, de pelo blondo, de grandes ojos garzos, de cutis como el de una doncella, que tenía aún su alma cándida y abierta a las tiernas impresiones, y un padre rico, que deseaba que su hijo se estableciera; es decir, que se casara con una muchacha virtuosa, modesta y que hiciera su felicidad. este joven no tenía un nombre romántico, pues se llamaba simplemente Joaquín; era tímido hasta el extremo, y nada sabía hasta entonces de aventuras escandalosas, ni de anécdotas deravadas de amor. Pasaba las noches en un éxtasis celestial; hablaba poco, y toda su alma, toda su existencia, la reconcentraba en contemplar a Elena, la que por su parte, después de algunos días, notó este amor profundo en los ojos de Joaquín, y sintió que su alma estaba rodeada de esa atmósfera mística, que se mezcla y confunde entre dos seres, cuando se aman con un amor desinteresado y puro. Pintaros, mi querido Arturo, las emociones de Joaquín, los sordos y desconocidos dolores que causaban en el alma de Elena las miradas del joven, sería cosa imposible; ellos se entendían, ellos sabían cuando estaban alegres, cuando sentían la tristeza y la incertidumbre de su amor; no cambiaban jamás la palabra de amor; y sin embargo, estaban seguros de que se amaban, y tenían la mejor armonía e inteligencia.

- ¡Oh, sí, eso es cierto! -dijo Arturo,- yo creo, que, sin decir una palabra, puedo con mis ojos manifestarle a una mujer que la adoro.

- La desgracias, Arturo, es que hasta ahora sólo Teresa os ha podido comprender.

Arturo suspiró profundamente y Rugiero prosiguió:

- Habían pasado ya cuatro meses después de la aventura del día de campo, y Elena amaba apasionadamente a Joaquín. Elena, después de enamorada, conoció lo difícil de su posición y consideró que debía hacer un heróico esfuerzo para desprenderse de este cariño, que día por día aumentaba también su desgracia. En cuanto a Margarita, era también un ángel caído, a quien el amor que tenía Joaquín a su hermana, desgarraba el alma; y como no tenía esperanza ninguna de felicidad, estaba devorada de envidia, sintiendo lo mismo que Elena, todo el peso de su infortunio; pero la desgracia de Margarita era mayor, porque era madre, y antes de reportar la vergüenza y la cólera de Da. Beatriz, estaba resuelta a suicidarse. Entre tanto, la pobre criatura ceñía cilicios, maceraba sus carnes, y largas horas permanecía en las iglesias derramando amargas lágrimas. Pero acabaremos primero con la historia de Elena, la cual, formada su resolución, fingió enfermedad, y en ocho noches no salió a la sala a ver a Joaquín, quien, loco perdido, estaba entregado a la desesperación, y animado sólo por la esperanza de que al día siguiente aparecería en la sala la linda Elena; su esperanza era vana, y su desesperación aumentaba, pues pasaban los días y Elena no volvía a salir. Resuelto a aclarar este punto, le dijo a su padre que estaba decidido a casarse; y éste, complaciente y bueno, se encaminó un día a la casa de Da. Beatriz y pidió para su hijo la mano de Elena. La madre llamó a Elena, le manifestó las buenas cualidades de Joaquín, la animó a que se resolviera, y con una ternura que hasta entonces no había conocido, le pintó la situación felíz que Dios preparaba a una muchacha que se casaba con un hombre amante y honrado. Elena, pálida, temblando y con la voz cortada, respondió: Es imposible, yo no puedo ser felíz, y se retiró a su recámara, dejando a la madre y al novio presa de las más crueles dudas, pues no sabían a qué atribuir semejante conducta. Se convino por los padres en que se dejaría pasar algún tiempo, y en que se permitiera a Joaquín el frecuente trato de la muchacha, pensando que nadie mejor que el amante mismo conoce el medio de ganar el corazón de una mujer. Joaquín, en sus conversaciones con Elena, lleno de fuego y de amor, le instaba a que le dijera el verdadero motivo de su negativa, pero no obtenía más respuesta que las lágrimas. Elena, por fin, un día que el joven le suplicaba que le revelara su secreto, haciendo un esfuerzo sobrenatural, le contó el acontecimiento horrible del día de campo.

- Ahora, -le dijo,- ya sabes mi secreto, Joaquín, es imposible que yo pueda ser tu esposa, y que me ames como antes.

Joaquín salió de la casa loco, como si todas las furias del infierno se hubiesen metido dentro de su corazón; era el primer amor, fogoso, profundo, indeleble, como lo son todas las primeras impresiones que se graban en un corazón virgen; se había figurado a Elena como un ángel de pureza y de candor, y esta confesión rompió el prisma de sus ilusiones, desvaneciendo todas sus esperanzas y convirtiendo en horrible realidad todos sus ensueños de ventura.

A los tres días fue a ver a Elena, y le dijo:

- En efecto, Elena, después de algún tiempo de casado, yo podría aborrecerte; no podemos ser felices; es menester separarnos y vivir muy lejos el uno del otro. Yo parto para Milán; allí encontraré acaso al maestro de música, y después de la venganza, puede volver el amor.

- ¡Oh! dijo Elena sollozando,- ¡te vas, te vas, Joaquín! ... muy bien hecho; pero los hombres no tienen piedad ninguna de las mujeres. Si yo hubiera sido una mujer falsa e hipócrita, me habrías amado; pero fuí sincera, y este es mi principal delito. Yo te aborrezco, porque no has sido generoso ni noble; te aborresco, y ni por todo el oro del mundo me casaría contigo.

El corazón humano es incomprensible; en el mismo momento en que Joaquín vió que se le cerraba completamente la puerta a la esperanza, se consideró el hombre más desgraciado, echándose a los pies de Elena, le dijo:

- He sido injusto y bárbaro contigo, Elena; tienes razón, pero te pido perdón; olvida lo que te he dicho, como yo te juro olvidar tu desgracia y sus sufrimientos, y seamos felices, viviendo el uno para el otro y echando un velo sobre lo pasado. Decídete, Elena; aquí me tienes a tus pies, pidiéndote la dicha, el consuelo, la vida.

- Después de algún tiempo de casados, -le contestó Elena,- y cuando hayan pasado las primeras ilusiones, recordarás mi funesta aventura ... No, no tiene remedio, Joaquín; dejemos esta posición ridícula, y busca otra mujer más digna que yo de tu mano.

Acabando de decir estas palabras, se levantó del rico diván en que estaba sentada, y lentamente se retiró a su cuarto, cerrando tras sí la puerta, y dejando al amante postrado en tierra. Joaquín, inmóvil, la vió alejarse, sin poder aun detenerla; y cuando la puerta se cerró, y la estancia, aunque sola, quedó impregnada con el aliento, con los perfumes de Elena, se levantó, tomó su sombrero y salió también lentamente de la casa.

- Soy muy desgraciado: Elena jamás podrá ser mía.

A los tres días tomó la diligencia para Veracruz, y allí se embarcó para Inglaterra con la intención de dirigirse a Milán, donde suponía encontrar a Migueletti, y vengarse de alguna manera.

Volvamos a Margarita; he dicho que sus tormentos secretos que no podía contar, ni curar con ninguna medicina, la habían conducido a pensar en el suicidio. Terrible era la idea de arrancarse la vida en la flor de la juventud, pero el pensamiento de la deshonra y de la vergüenza, la hacía las más veces preferir la muerte. Ni las penitencias, ni los ayunos, ni los cilicios, bastaron para apartar de su cabeza este pensamiento infernal, y decidida a ejecutarlo, extrajo del botiquín de su madre un pomo de láudano; y uno de esos días tristes en que sopla un norte helado, y en que los nubarrones se apiñan casi sobre los techos de las casas, días fatales para los desgraciados, Margarita tomó el frasco y bebió la mitad de su contenido. Llamó después a Elena, con quien pocas palabras había atravesado después de los impensados y fatales acontecimientos del día de campo.

- Elena, hermana mía, -le dijo,- mucho te he ofendido, pero debes ser generosa ahora, y perdonarme.

- No me has ofendido en nada, -le dijo Elena con sequedad,- así no tengo de qué perdonarte.

- Oye, Elena, -le dijo Margarita, tomándole dulcemente de la mano,- te he aborrecido, desde que observé que Migueletti te amaba; pero de esto me arrepiento, te lo digo con todo mi corazón, y ahora te amo ya con la misma ternura que antes, y te arrepentirías mucho si ahora que imploro tu cariño me rechazaras.

- Migueletti no me amaba nunca, y tú bien lo sabes, -le replicó Elena con ironía ...- En cuanto a tu amor, me es indiferente.

- Elena, Elena, no seas cruel con tu hermana; es muy desgraciada, mucho, mucho más que tú. ¿Será posible que ni tú tengas piedad de mí?

Elena, algo conmovida, se acercó y le tomó una mano.

- ¡Oh!, -dijo Margarita, llevando a sus labios la mano de su hermana,- esta caricia tuya me llena de consuelo. También tú eres muy desgraciada, ¿no es verdad?

- Mucho, hermana, mucho.

- ¿Ya no te casarás con Joaquín?

- Jamás, -dijo Elena con la voz casi ahogada.

- ¿Y amabas a Migueletti?

- No, no lo amaba.

- ¡Bendito sea Dios! Era un malvado, sí, un malvado, Elena, que nos ha engañado.

- ¡Cómo! -dijo Elena alarmada,- ¿también a tí?

- Sí, -dijo Margarita soltando el llanto.

- Mira, hermana, -le dijo Elena acariciándola,- todo tiene remedio; no llores, no te aflijas así, consuélate.

- No, Elena, no; la muerte, la muerte es el único remedio, para evitar la vergüenza y la infamia; y muy pronto, muy pronto, no volverás a oir mi voz, ni mi madre podrá decirme una sola palabra.

- ¿Qué tienes, qué tienes, Margarita, que estás tan pálida, y que una sombra morada cubre tus párpados?

- Lo que tengo, hermana mía, es que he tomado láudano, que estoy sintiendo ya sus efectos mortales; que tengo muy pocos momentos de vida, y que te ruego, por lo que más amas, por lo que padeció la Virgen Santa, que corras, y que me mandes llamar un confesor. He cometido falta tras de falta, y crimen tras de crimen, y perderé mi alma. Elena, me condenaré sin remedio, y seré desgraciada eternamente, después de haber sido tan infeliz en este mundo. ¡Oh!, corre, corre, Elena, no abandones a tu pobre hermana.

Elena salió de la estancia gritando:

- ¡Mi hermana se muere!, ¡un médico!, ¡un confesor! ¡Madre, madre, que vayan todos a buscar médicos!

Al momento unos criados salieron en busca de facultativos y otros del confesor.

La madre, con ese amor sublime de las mujeres, saltó del lecho, donde hacía algunos días la tenía postrada una dolorosa enfermedad de nervios, y corrió al cuarto de Margarita, a la que encontró ya sin sentido. Daba lástima ver cómo aquella mujer tan severa, tan estricta, y que rarísimas veces hacía una caricia a sus hijas, quería infundirle con su aliento la vida, besaba su boca y su frente; acariciaba sus mejillas, y luego, echándose de rodillas, retorcía sus manos y pedía al cielo con lágrimas que le enviara un rayo antes de ver morir a su adorada hija. Elena, entre tanto, corría a la cocina y disponía sinapismos y otras medicinas caseras. Cuatro o cinco médicos vinieron y se encargaron de la enferma; Elena tuvo cuidado de instruirles de qué provenía su mal, y al cabo de una hora concibieron esperanzas y volvieron a la vida a ella y a la madre, que también se moría de pesar. Ocho días después del funesto acontecimiento, un coche de camino estaba listo en la puerta de la casa; y la familia, acomodando en él las cosas más necesarias para el viaje, se dirigió a la hacienda que, como he dicho, tenían en el Estado de Puebla, y de donde no volvieron hasta pasado un año.

Recordaréis, Arturo, que uno de los concurrentes al día de campo, fue un curial pobre, hermano de un clérigo, y el cual no había dejado de hacer sus visitas a doña Beatriz cuando permanecían en México, ni de escribirle cuando se fueron a la hacienda. Pues bien, tan luego como volvió la familia, volvió también el curial a visitar la casa, y entonces manifestó francamente que su intento era casarse con Margarita. La madre se sorprendió con semejante petición; pero como en el fondo de su corazón conocía que era lo único que convenía a Margarita, prometió pensar en ello y resolverse. Un domingo se resolvió, por fin, que el curial se casaría con Margarita, la cual llevaría un dote de sesenta mil pesos, comprometiéndose a hacer además Da. Beatriz en su testamento una donación de treinta mil pesos para las ánimas del purgatorio.

- ¿Y Margarita qué hizo? -preguntó Arturo.

- Margarita había perdido completamente el amor, la sensibilidad, la voluntad propia, por decirlo así, y accedió sin dificultad; tanto más, cuanto que Da. Beatriz exigió de ella este sacrificio, como una expiación y como condición precisa para darle a la hora de su muerte la bendición y la herencia materna.

- ¿Y el curial sabía lo acaecido en la aventura del día de campo?

- Perfectamente, -contestó Rugiero;- y tanto, que adoptó al hijo que murió a poco.

- ¿Y estaba enamorado de Margarita?

- Enamorado precisamente, no; pero le gustaba, como a nosotros nos gusta también.

- Yo la adoro, ese bigotillo negro que hace resaltar más lo encarnado de sus labios, me vuelve loco.

- Es probable, -prosiguió Rugiero,- que al curial le pareciese bien el bigotillo tentador de Margarita, pero todavía le pareció mejor la suma redonda de sesenta mil pesos, cerró los ojos, pasó por todo y se casó ante lo que ustedes llaman nuestra madre la Santa Iglesia, a la cual no me es dado pertenecer. Vos lo sabéis: entre San Miguel y yo, existe todavía una guerra sorda.

- En la que seréis vencido, -le contestó Arturo riendo,- ya os he visto anonadado y por tierra a los pies del valiente ángel, cuya sola espada os hace temblar.

- Y a qué hablar de estas cosas, -le interrumpió Rugiero vivamente contrariado,- la historia ha terminado ya y será preciso que os haga entender, que sea yo el diablo, o no, jamás cuento historias que no tengan un fondo de moral y de verdad. Da. Agustina, que empleó toda su vida y sus afanes en casar con un hombre muy rico a Florinda, la casó con un miserable que no tenía más que deudas, y Da. Beatriz, que educó a sus hijas con la mayor severidad, haciéndolas confesar y comulgar cada ocho días, fueron a la hora que ella menos lo pensaba, seducidas por el único hombre que frecuentaba la casa. Esto enseñará a las madres de familia que no se deben fiar, ni de los maestros de música, ni de los que gastan lujo y ostentan riquezas, porque no es oro todo lo que reluce. ¡Qué tal! El obispo Madrid, o el Padre Pinzón, no han predicado nunca mejores sermones que los míos, y así y todo siempre estaréis creyendo que soy el diablo. Tiempo es ya de que marchemos a descansar de esta fatigosa noche.

Los dos amigos llamaron al criado, pagaron generosamente el gasto que habían hecho y salieron del brazo, hasta la esquina de la calle del Coliseo, donde se despidieron dirigiéndose cada cual a su domicilio.
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