Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo Capítulo decimoterceroBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO DUODÉCIMO

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VIAJE A VERACRUZ

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Arturo corrió casi loco por algunas calles, sin saber ni a dónde dirigirse, ni qué hacer, le parecía que le seguía, como su propia sombra, el cadáver del capitán Manuel, y cada embozado que encontraba se le figuraba un agente de la policía encargado de prenderlo y de conducirlo a esa sucia e inmunda cárcel, donde están aglomerados los criminales más depravados y asquerosos. Vagó como caín en medio de las sombras de la noche, con un peso en la conciencia, con un dolor en el alma, que no puede ser explicado. pasó por una taberna en donde agrupados a una mesa cubierta de sucios manteles, cenaban cinco o seis hombres de fisonomías torvas, de cabellos y barbas erizados, pálidos, sin corbata, con las levitas cubiertas de polvo; acercóse Arturo al mostrador, pidió un vaso de vino, se lo echó a pechos y salió sin mirar siquiera los concurrentes. Algo confortado con el licor, pudo dar más orden a sus pensamientos, y decidió marcharse a Europa, puesto que El paquete inglés estaba próximo a salir. Rodeando por calles excusadas, entró a su casa, recogió algún dinero, arregló un baúl de ropa, y ordenó a un criado que lo llevase inmediatamente a la Casa de Diligencias; en seguida se puso un grueso abrigo, un sombrero al estilo del país, y unos anteojos verdes de cuatro vidrios, y salió a la calle algo más tranquilo, persuadido de que no sería reconocido tan fácilmente. Dirigióse a la Casa de Diligencias, en donde encontró a su criado que lo aguardaba con su equipaje, y tomó el único asiento que había quedado libre, bajo el nombre de Eusebio García, que fue el primero que le ocurrió. Después fingió que salía, y a excusas volvió a entrar, y subiendo a un terrado lleno de naranjos y de flores, se acostó en un sofá, y procuró dormir mientras llegaba la hora de la partida del coche. Eran las once de la noche; Arturo dormitó, pero pesadillas y sueños horribles lo hicieron estremecerse muchas veces.

A las tres y media de la mañana bajó y se metió en el coche; a poco fueron llegando los demás pasajeros, hasta llenar los nueve asientos. Arturo se colocó en el asiento de enmedio; en la cabecera, junto a él, había de un lado un hombre envuelto en un jorongo, y del otro una señora arrebujada en un chal de lama; como era de noche, y la señora tenía perfectamente cubierta la cara, nuestro joven no la pudo conocer.

La diligencia partió, y cuando pasaron por la garita, y las ruedas hacían poco ruido, Arturo oyó sollozar a la compañera de viaje; los demás pasajeros dormían.

Arturo permanecía sumergido en profundas cavilaciones. ¡Abandonar el suelo natal como un prófugo, sin abrazar a su madre, sin despedirse de Celeste, sin tener una postrera explicación con Aurora, sin saber la suerte de la infelíz Teresa! Todo esto lo tenía casi sin juicio, y de cuando en cuando el corazón le latía fuertemente, y las lágrimas asomaban a sus ojos; pero al instante procuraba desechar tan tristes ideas, y se ponía a tararear algún trozo de ópera.

La desconocida continuaba gimiendo, y cada vez que Arturo lo notaba, sentía que un impulso secreto e irresistible lo arrastraba a entablar conversación con la viajera; acercóse más a ella, y con su calor experimentó una sensación de dulzura y de consuelo inexplicable; mas la viajera arregló sus ropas, y se acomodó en el rincón del coche.

Arturo dijo entre sí:

- Vamos, esta mujer tiene algún pesar profundo, y necesita consuelo.

- Señorita, -continuó dirigiéndose a la desconocida, y hablándole en voz muy baja, -he escuchado las quejas de usted; ¿está usted enferma?, ¿molesto a usted? ¿Va usted cómoda?

Arturo no recibio ninguna contestación; pero el pié de la viajera oprimió suavemente el de nuestro joven, quien se olvidó de sus desgracias y de sus amoríos, y acomodando su mano debajo del capotón, buscó con maña y tiento la mano de la viajera, y en voz siempre baja, le dijo:

- Creo que el movimiento del coche habrá hecho a usted mal; pero en la primera posta tendré el gusto de ofrecer a usted alguna cosa para que se desayune. ¿Viene usted sola? ¿Va usted a Veracruz?

Arturo no recibió ninguna respuesta; pero inesperadamente la mano de la viajera oprimió la suya.

Eran cerca de las cinco de la mañana; las estrellas palidecían, el horizonte se teñía ligeramente de color de rosa; algunas nieblas leves y blanquecinas, como copos de nieve, se levantaban de las praderas; la atmósfera era fresca y embalsamada, y algunas aves comenzaban a dar al aire sus cantos; todo era poético, hasta el silencio. Al sentir Arturo el contacto de la mano de la viajera, y divisar por la portezuela el cuadro de la naturaleza que se presentaba ante sus ojos, bendijo a Dios en lo íntimo de su corazón, pensando que el amor es lo único decididamente eficaz que hay en la vida, para disipar las más amargas penas del corazón.

La viajera no retiró su mano de la de Arturo, y éste, enajenado, soñaba viajar con ella, cuidarla, aliviarla de su infortunio, sanar con sus atenciones hsta las heridas amorosas que acaso tuviera su corazón. No la conocía; no sabía quién era, pero reflexionaba que el instinto secreto y vivo que lo arrastraba hacia esta mujer, no podía engañarlo; figurábase ya tener una compañera para toda la vida. ¡Ilusiones! Pero esta es la juventud, este el hombre; cuando el amor y la ternura rebosan en el corazón, y éste se encuentra huérfano y aislado, necesita dar y comunicar ese sentimiento sublime que no cabe en él.

El día fue aclarando, las nieblas acabaron de disiparse, y los rayos del sol iluminaron la blanca soberbia frente de los volcanes. La viajera retiró su mano; cubrió su rostro con la capota, y suspirando dolorosamente, se reclinó en el antepecho del coche.

Arturo se entristeció; pero su interés y curiosidad aumentaron considerablemente.

La diligencia cambió de caballos varias veces en las postas, pero la viajera, a pesar de las instancias del joven, rehusó bajarse de la diligencia para desayunarse. A las doce el coche paró en Río Frío, y habiéndose apeado todos los pasajeros, Arturo y la desconocida se quedaron solos.

- En esta ocasión, señorita, no permitiré que deje usted de tomar alimento; se morirá usted en el camino de debilidad, o se expondría a interrumpir su viaje, si es que va a Veracruz.

La viajera por toda respuesta sacó su blanca mano, y la tendió al joven; éste la aceptó con emoción, pero cada vez más sorprendido de estas señales mudas de interés o de amor.

- Si algo pueden los ruegos de un hombre, que, aunque desconocido, -le dijo el joven con voz suplicante,- se interesa vivamente por usted, le ruego que baje del carruaje; un corto paseo, el aire y algún alimento le harán mucho bien. Vamos, señorita, no tenga usted desconfianza de mí, pues aunque mi traje, por causa del camino y de la precipitación con que he salido de México, es ordinario, mis maneras le harán conocer a usted, que soy un hombre decente.

La viajera levantó penosamente su cabeza, y descubrió parte de su rostro; Arturo vió una frente pálida y tersa, y dos ojos negros llenos de lágrimas, sombreados por luengas y rizadas pestañas, donde como diamantes, brillaban algunas lágrimas.

Arturo creyó que soñaba, que era presa de un vértigo o de una pesadilla; aquella frente de alabastro, aquellos ojos melancólicos y negros, los había visto en alguna parte; pero no recordaba si había sido en medio de la algazara y del calor de un baile, o en una estancia pavorosa y oscura, donde se cometiera un crimen en medio del silencio y del misterio; Arturo soltó la mano de la viajera, se limpió los ojos, y con voz temblorosa, le dijo:

- Por Dios, señora, dígame usted su nombre, dígamelo usted, o yo me vuelvo loco.

La viajera puso un dedo en su boca en signo de silencio; hizo seña a Arturo de que bajara del carruaje, y ella misma descendió penosamente por la portezuela opuesta a aquella por la que lo había hecho el joven; en seguida se cubrió tanto como pudo el rostro, le dió el brazo, y echó a andar en dirección al bosque.

Arturo silencioso, temblando, y conteniendo el aliento, obedeció, y ambos se dirigieron a la orilla del bosque. Luego que hubieron interpuesto algunos árboles entre las casas y ellos, y que la viajera se cercioró de que nadie la observaba, echó atrás la capucha de su capota, y descubrió su rostro.

- ¡¡¡Teresa!!! -exclamó Arturo, retrocediendo espantado.

La joven no pudo decir nada, sino que, tomó la mano de Arturo, se reclinó en su seno, inclinó la cabeza y dió rienda suelta a su llanto.

- Me moría ya, -dijo Teresa levantando su pálido rostro y mirando a Arturo,- me moría, y necesitaba llorar: perdóneme usted, pero lo elegí para mi amigo, desde que lo conocí en el baile; y ahora le he acreditado que fiaba en su generosidad y en su honor para llorar en su seno mis pesares.

- ¡Oh, Teresa, Teresa!, ya que he tenido la fortuna de que haga usted de mí esta confianza, -dijo Arturo conmovido, y tomándole las manos,- necesito que me perdone usted. ¡Perdón, Teresa!

- ¡Perdón! ... ¿y de qué? -dijo Teresa.

- De haber presenciado la agonía y el suplicio de usted, Teresa; de haber visto a su infame seductor apoyar el cañón de una pistola sobre esa frente de ángel ... y de haber sido tan cobarde que no salvé a la querida de mi amigo el capitán.

- ¿Es usted amigo del capitán? -dijo Teresa con precipitación, interrumpiendo a Arturo.

- Sí, Teresa ... Pero cuénteme usted cómo se ha librado de ese asesino.

Teresa se quedó pensativa con un dedo apoyado en la boca, y al cabo de un momento dijo pausadamente:

- ¿Con que usted presenció lo que sufri? Es muy extraño ... ¿Y sabe usted cómo me he salvado?

- Cuando el miserable viejo apoyó el cañón de la pistola sobre la hermosa frente de usted, me ví arrebatado por ... pero es en vano, Teresa; nada puedo explicar a usted ahora, nada; la cabeza se me pierde en un mar de pensamientos encontrados, y ...

- ¿Y Manuel? -preguntó Teresa tímidamente y bajando los ojos.

Arturo se puso pálido, y tuvo que fingir que tosía, pero Teresa lo notó, y con además supliante y voz ahogada continuó:

- ¿Y Manuel? Si tiene usted una querida, por el amor de ella, por su memoria, dígame usted dónde está Manuel.

- ¡Pobre joven! Sois muy desgraciada, -contestó Arturo.

- No me oculte usted nada: si Manuel ha muerto, yo no quiero vivir; su amor y la esperanza de volverlo a ver, aunque sea de aquí a muchos años, es lo único que sostiene mi vida.

- ¡Pobre criatura! -dijo Arturo para sí, y luego, disimulando cuanto le fue posible su emoción le dijo: - ¡Qué idea, Teresa! Manuel no ha muerto; pero será muy desgraciado sin usted. ¿A dónde va usted, llena de lágrimas y de desgracias? Dígame lo que desea, que yo daré, si es necesario, mi existencia, por la querida de mi amigo.

- Gracias, gracias; pero usted nada puede hacer para aliviar mi corazón, sino entregar a Manuel este relicario que contiene mi retrato, y un rizo de mi pelo.

Arturo, temblando, tomó el relicario que Teresa se quitó del cuello.

- Dígale usted, que mis lágrimas han caído sobre este relicario, y que él estaba sobre mi corazón en los momentos de mi más cruel agonía.

Esta conversación sin orden, sin regularidad, fue interrumpida por el postillón, que les gritó, que estando ya los caballos puestos, se quedarían sin almorzar si no lo hacían breve. Arturo tomó del brazo a Teresa, y la colocó en la diligencia, donde a fuerza de mil súplicas le hizo tomar un trozo de gallina y una copa de vino. Por su parte acudió a la mesa; tomó con precipitación lo que le fue posible, y se metió en el carruaje, en donde estaban ya instalados los pasajeros. Sonó el látigo, y los caballos partieron con la velocidad del rayo: a las cinco de la tarde llegó el coche a Puebla.

- ¡Singular posición la mía! -pensó Arturo al apearse en la Casa de Diligencias: - haber herido o matado a un amigo a quien yo amaba, y presenciar ahora la agonía de esta infelíz. ¿A dónde irá Teresa? ¿Cómo se habrá salvado? ¿Por qué Rugiero me impidió salvarla? ¡Dios mío! yo pierdo el juicio.

- Caballero, -dijo Teresa,- suplico a usted me dé el brazo, porque no puedo tenerme en pié.

- Perdone usted, Teresa, -dijo Arturo, dándole la mano para que bajara del carruaje;- pero estoy fuera de mí, y lo que ha pasado de cuatro días a esta parte, basta para perder el juicio. Vamos, pobre Teresa ... vamos ... así ... apóyese usted en el brazo de su amigo, que es también muy desgraciado al verse solo, y sin un corazón que lo ame ...

- Y mi amistad ¿no es nada? -contestó Teresa, esforzándose para sonreir.

- Es mucho, mucho, Teresa; y el deber que tengo por mi conciencia y por mi honor, de consolar y de auxiliar a usted en su infortunio, son sagrados.

Arturo colocó a Teresa en el mejor cuarto que se proporcionó; la hizo tomar algún alimento; le instó para que se recogiese, y procurando aparentar un aire de alegría, que estaba muy distante de tener, le dijo restregándose las manos:

- Vaya, Teresa, ahora que estamos más en calma, dígame usted cómo se libertó por fin, por qué viene en esta diligencia y a dónde va.

Las emociones y la desgracia habían debilitado a Teresa hasta un grado, que apenas podía hablar y moverse; pero esta misma causa daba a su fisonomía un atractivo indefinible: era el ángel de la desgracia próximo a volar del mundo.

- Teresa, es menester valor ... Vamos, ¿no soy su amigo de usted? ¿Teme usted que yo venda sus secretos?

- No, de ninguna suerte; el interés que a usted le he inspirado, es sincero, y tengo entera confianza en usted; pero me es imposible revelarle cómo me salvé: he jurado no decirlo.

- Pues bien, Teresa, ¿a dónde se dirige usted?

- Voy a embarcarme para la Habana: mi padre tenía allí algunas fincas y me voy a desterrar. Al decir esto, la voz se anudó en su garganta, y cubriéndose el rostro, comenzo a llorar.

- Bien, Teresa, acompañaré a usted: yo no tengo amor, ni apego a nada de la vida; cualquier parte del mundo es igual para mí.

- ¿Y Manuel? -le dijo Teresa tristemente, tendiéndole la mano.

Arturo inclinó la cabeza, y reflexionó.

- Si yo me voy con Teresa, -se decía interiormente, es seguro que la amaré ... He sido por una fatalidad un asesino, pero no debo ser un traidor y un infame ... ¿Y mi pobre madre? ... No iré.

Teresa con voz más suave, volvió a repetir:

- ¿Y Manuel?

- En verdad, Teresa, usted es una noble y santa mujer, que cuida primero de su amante que de su existencia ... Bien hecho; me quedaré, y yo procuraré darle noticias de Manuel.

- Gracias, usted me vuelve la mitad de la vida; quiera Dios que encuentre usted una mujer que le ame tanto como yo a Manuel. ¿Desearía usted más?

- Sólo la felicidad de usted, -contestó Arturo tristemente.

Arturo salió conmovido y encargando antes a Teresa que procurase descansar. Arturo no pudo pegar en toda la noche sus ojos, y tuvo fijo en la imaginación el semblante pálido de Teresa y el cadáver frío y ensangrentado del capitán Manuel. Teresa, aunque débil y enferma, pudo continuar el viaje, y a los tres días llegaron a Veracruz. El paquete inglés estaba listo para darse a la vela: Arturo acompañó a Teresa a bordo; y allí hubo nuevas lágrimas, nuevas recomendaciones, nuevos encargos de una y otra parte ... ¡Se separaron!

La pobre criatura se lanzó con su dolor, con su soledad, con los recuerdos de su infortunado amor, a ese infinito y triste desierto del mar, y Arturo con mucho trabajo pudo llegar al hotel y caer sin sentido en su cama atacado de la terrible enfermedad que se llama el vómito prieto.
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