Presentación de Omar CortésCapítulo décimo Capítulo duodécimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO UNDÉCIMO

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EL JUEZ DE PAZ

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Las consecuencias de la visita de Arturo fueron fatales para el sosiego de Celeste; su alma, era tan noble y tan elevada, cuanto profunda su miseria y abatimiento, no había podido concebir ningún sentimiento tierno más que por sus padres. No le habían faltado, como debe creerse, hombres que en sus salidas a la calle la siguieran, le hicieran señas y aún se atreviesen a hacerle insinuaciones; pero esto, lejos de agradar a la muchacha, no hacía más que fastidiarla sobremanera.

En cuanto al amor, ella formaba sus teorías en sus largos ratos de soledad, y se figuraba al hombre que la amara, joven, apuesto, de esmerada educación, elegante, de corazón generoso, de acciones nobles; un ser fantástico, como todas las muchachas se lo figuran, en cuanto despierta en ellas el instinto que las obliga a buscar el cariño y el apoyo del otro sexo. Pero ella deseaba encontrar ese ser fantástico, siquiera para verlo, para adorarlo en secreto, para tener el consuelo de decir en su interior, que existía en efecto, en la vida, un ser que pudiera derramar sobre ella la felicidad, la alegría, la vida. Cuando salía de estas dudosas cavilaciones, de estos éxtasis, que la sacaban fuera de sí, sonreía amargamente, y decía:

- Tan pobre, tan desgraciada, tan oscura como soy, ¿quién me ha de querer?

Envidiaba entonces la vida espléndida de Aurora, y se entristecía; después, pensando que la religión le prohibía envidiar, ambicionar y desear, enderezaba su pensamiento a Dios, volvía la cabeza para mirar tiernamente a sus padres, y alegre y resignada, seguía en su penosa tarea de sufrir y trabajar.

Así pensaba Celeste, cuando Arturo la visitó; el semblante del joven estaba algo pálido con la orgía; sus ojos cansados y soñolientos, le daban un interés indefinible; su vestido era elegante, su corazón noble y grande como el de un rey, sus acciones llenas de delicadeza y de caballerosidad. Celeste vió, precisamente en Arturo, el joven con quien había soñado tantas veces, el ser que silencioso le había acompañado en las horas altas de la noche, en que permanecía sentada delante de una temblorosa y vacilante bujía, trabajando para mantener a sus padres.

Celeste, luego que se fue Arturo, registró su rebozo, y viendo prendido en él un hermoso fistol de brillantes, se llenó de sorpresa, más que por el valor de la alhaja (que no tenía motivo para conocer), por el hecho tan generoso de regalar una prenda tan hermosa, para socorrer la desgracia y el infortunio. Celeste comparaba los pequeños y repetidos pleitos de las vecinas por el agua, por la sal, por una torta de pan, con la generosidad de Arturo, y naturalmente las primeras gentes le parecían unos miserables insectos, y su protector un rey. A poco el padre y ella encontraron el dinero; el viejo se puso taciturno, desconfiando siempre de las acciones humanas, y pensando que Arturo podía ser un seductor, mientras la muchacha, anegados sus ojos en lágrimas, se deshacía en elogios y alabanzas.

Se acostó tranquila al parecer, pero su sueño fue interrumpido varias veces; su corazón, sereno hasta entonces, latía con más violencia. Durmióse, y soñó con Arturo; lo veía enlazado del brazo de una joven hermosa, llena de perlas y diamantes, con rico vestido y con hermoso calzado de seda.

Al día siguiente se levantó Celeste triste; le daban ganas de llorar, sin saber por qué, y cada ruido de pasos la estremecía; a cada momento se le figuraba que Arturo abría la puerta, y que con su sonrisa de bondad, la consolaba y la tendía la mano; desempeñó por primera vez penosamente sus quehaceres y lo más del tiempo estuvo pensativa y cabizbaja. En la tarde le vino una idea; salió a la calle, y compró una bonita musolina, unos zapatos de seda, algunas otras cosas más, y por la noche se puso con ahinco a trabajar. A los tres días, Celeste, estaba encantadora, pues con un arte sin igual había arreglado su traje, había peinado sus cabellos, había vuelto a calzar sus pequeños pies con zapatos de seda; esperaba a Arturo ese día, y su esperanza salió vana; estaba decidida a ir a su casa, y a devolverle el prendedor de brillantes. Todo esto era lo más inocente, lo más legal que pudiera imaginarse; pero veamos el juicio que formaron las vecinas, y lo que siguió a estos momentos de felicidad.

El día en que vieron entrar a Arturo en pos de Celeste, tuvieron una amplia materia para la conversación; las unas decían, que por fin se había echado por la calle de enmedio, y salía en busca de amantes; otras, apoyaban esta suposición, disculpándola por su pobreza y aislamiento, y otras, añadían, que demasiado tiempo se había cuidado la pobre muchacha. Almas caritativas, que no faltan, tenían por malos juicios, tales hablillas, y decían que Arturo sería uno de tantos libertinos atrevidos que seguían a las muchachas sin que ellas tuviesen la culpa.

Cuando las vecinas vieron a Celeste con su traje nuevo, las sospechas se confirmaron; y todas, aun las que al principio la defendían, proclamaron a una voz, que Celeste había abandonado el camino de la virtud y del honor.

No obstante, como notaron que su posición había cambiado, y pensaban que podrían sacar partido, pidiéndole prestado, en congreso pleno, resolvieron que una de ellas iría a visitarla. resultó electa para esta comisión exploradora una Doña Venturita, mujer de un músico de regimiento, de más de cuarenta años de edad, pero relamida y bachillera. Vestía, los domingos, túnicos de macedonios, tápalos color de arco-iris, y sus piernas, flacas y mal hechas, las adornaba con medias de la patente color de carne, haciendo que las cáligas de su calzado dieran tantas vueltas, que le cubrían el pié y la pierna.

A la noche, Doña Ventura tocó la puerta de Celeste; ésta la recibió con amabilidad, pero con semblante serio, pues ya hemos dicho que no gustaba de tales amistades.

- ¡Jesús, niña, en qué encierro tan chocante vive usted! -le dijo la vecina abrazándola con llaneza.

Celeste, sin tener que responderle, le acercó el único asiento, que fue el que sirvió al joven Arturo, pues la muchacha no había adquirido otros muebles.

- ¡Vamos!, está usted ahora pintando en el ocho, -continuó la vecina,- ya se vé, como hay moro en campaña, es fuerza plantarse bien ... ¡Bonita muselina! ... ¿Y, dónde la compró usted? ... ¿A cómo le costo la vara? ¿En el cajón de Los tres navíos hay primores ... ? ¿O la trajo el querido ...? ¡Vamos, picarona, confiese usted la verdad, ya sabe usted que soy su amiga! ... y por otra parte, hace usted bien de meter el buen día en casa; a la fortuna la pintan calva, y si Dios te la dió, San Pedro te la bendiga ... Con que, vamos, ¿qué tal? guapo mozo, ¿no es cierto?

Celeste, apenas podía comprender esta algarabía, dicha con una rapidez y con una sonrisa de burla, que ofendía; pero sin saber por qué, se llenaba de rubor, y sus mejillas estaban encendidas.

- Quien calla otorga, -prosiguió Doña Venturita fumando un cigarro, y echando bocanadas de humo sobre el rostro de Celeste.- Vaya, mi alma, confiésela, y aunque no la pague. Al fin ... ¿qué había de hacer usted sola?, y que tarde o temprando ... la miseria obliga a mil cosas.

- Señora, -le constetó Celeste con dignidad,- no he entendido la mitad de lo que usted me ha dicho; pero si todas sus sospechas se refieren a ese caballero que estuvo el otro día en esta casa, ni lo conozco, ni sé cómo se llama, ni me ha dicho palabras que puedan interpretarse malamente.

- Bribona, -le interrumpió la vecina con tono chancero,- ¿y ese túnico, y esos zapatos de seda, y esos platillos de China? ... eso se compra con dinero, y días pasados no tenía usted qué comer.

Los ojos y el rostro de Celeste se encendieron y lanzó a la vecina una mirada terrible, obligándola a que bajara los ojos, y a que con tono hipócrita dijera:

- Yo no digo eso, niña, más que por una chanza: si usted se incomoda, entonces la dejaré en paz; cabalmente, a mí, no me gusta meterme en las vidas ajenas; que a cada uno se lo lleve el diablo, si es de su gusto; que el que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe; y ... pero yo nada más que por cariño he venido a visitarla, y a pedirle que me preste su túnico para cortar otro igual, pues ya dije a mi marido Cipriano que me había de comprar uno igual, o el diablo se lo llevaba, porque, ¿para qué se casó conmigo?, que el que no quiere ver visiones, que no ande de noche ... Esta es la verdad.

Celeste, sin hacer caso de las últimas palabras de la vecina, dijo:

- Señora: pues es preciso dar cuenta a toda la vecindad, hasta de las más insignificantes acciones, sepa usted que ese túnico lo he comprado con el dinero de ese caballero; pero ese caballero, a quien no conozco, lo dejó bajo la almohada de mi padre, sin que yo lo supiera: así, lo más que se puede decir es, que este traje me lo han dado de limosna.

- Ja, ja, ja, -exclamó la vecina, soltando una estrepitosa carcajada ... -¡A otro perro con ese hueso! ¡Caramba, mi alma!, y qué buena saldrá usted en creciendo, si ya tan joven sabe engañar tanto. ¡Un galán de estos tiempos, dar limosna de mucho dinero sin sacar partido! ... Vaya niña, usted de a tiro quiere hacerse de la media almendra: ya me salieron los colmillos ...

Celeste, indignada, y notando que despertaba su padre, le dijo a la vecina:

_ Señora: no creo haber dado motivo para que usted me insulte, y le ruego que se vaya, y me deje en paz: si paso miserias, en nada molesto a ustedes, y si tengo un vestido nuevo, tampoco las ofendo con eso.

- ¡Jesús! -exclamó la vecina escandalizada, -y lo que puede la vanidad: en cuanto tuvo un querido esta muchacha, se le ha subido ... Tal humildita que parecía ... Me voy, niña; pero quiera Dios, -continuó dirigiéndose a ella, -que no le den unas viruelas, o le suceda otra cosa peor.

Doña Venturita salió, y Celeste se echó a llorar: comenzaba a experimentar cuánta es la perversidad y el veneno de un corazón dañado, y cuán repugnantes son las gentes de mala educación.

El viejo, que día por día iba agravándose, le preguntó con una voz confusa:

- ¿Qué tienes, hija mia?

- Nada, -le contestó la muchacha disimulando y limpiándose los ojos; -una vecina ha venido a informarse de la salud de usted, y se chanceaba conmigo.

En cuanto a la Doña Venturita, salió rabiosa y jurando vengarse de la muchacha, pues había concebido una envidia atroz a causa de su hermosura y de la fortuna a que se presumía sería elevada por el supuesto amante.

Muchas de las vecinas, reunidas en su casa, la esperaban para saber el resultado de la visita.

- ¿Qué hay?, ¿qué dice la remilgada? -exclamaron luego que la vieron venir.

- Anden, niñas, -les contestó con voz sofocada: -es una orgullosa, es una malvada, que me ha despedido de su casa, porque le hablé al alma; y me ha dado una cólera, que vengo temblando: agua ... un vaso de agua ...

- Pícara.

- Bribona.

- Infame.

- ¿Por qué no la arañó usted? -dijeron todas a una voz, presentando dos vasos de agua a un tiempo a la heroina de la casa. 

- ¡Qué! ... vale más echarla de la casa, porque nosotras somos muy honradas, y ella es una escandalosa.

- Sí, echarla, echarla, y que vaya a otra parte con sus vicios enfermos y su querido.

- Avisarle al padre Don Gregorio para que la excomulgue, -decía una.

- Y a Don Pedrito el casero para que la eche.

- Y a Don Caralimpio el alcalde para que la mande a la cárcel.

- Pero, niñas, no hagan juicios temerarios, -dijo una de las vecinas.

- ¡Jesús!, mi alma, -interrumpió Doña Venturita, sentándose en el suelo con desenfado, -y que buena alma tiene usted. Oigan lo que me pasó.

Todas las vecinas, unas comiendo una media torta de pan con chile, otras mascando caña, o pelando naranjas, se sentaron alrededor de la heroina, y ésta les refirió su entrevista con Celeste, pintándola con los colores más negros.

- Es una prostituida, -exclamaron a una voz.

- Mucho más, -interrumpió Doña Venturita,- pues lo mejor se me había olvidado contarles.

- Diga usted, diga usted.

- Pues, señoras, han de saber, que lo del túnico y los zapatos no es nada; pues sin que ella lo observara, le estuve notando que tenía en el pecho ... ¿a que no saben qué?

- Sería un retrato, -dijo una.

- Un rosario de oro.

- Una cadena de oro.

- Nada de eso, -dijo Doña Ventura; -un fistol de brillantes.

- ¡¡¡Un fistol!!! -exclamaron todas.

- Un fistol y que vale mucho, mucho dinero, pues brilla tanto que hasta deslumbra: parece un sol.

- ¡Jesús!, ¡y qué mujer tan infame, tener un fistol tan valioso en el pecho!

- Cabalito, -dijo Doña Ventura.

- ¿Y qué, se lo daría el querido? -preguntó otra.

- ¡Qué se lo había de dar! -interrumpió Doña Ventura; -serán tan atontados los hombres de hoy en día.

- ¿Pues entonces? ...

- Claro está, -continuó Venturita; -el pobre hombre estaría descuidado, y ella se lo quitó.

- Cabal, -exclamaron dos o tres voces.

- Y de ahí viene su túnico, y sus tazas de China, y todo lo que ha comprado, pues ella estaba en la miseria, hasta ahora que desplumó al pichón.

- Es una ladrona, -dijo una vieja, -el Señor de los Siete Velos la castigará, porque su Divina Majestad es muy justo.

- Eso es muy bien dicho; pero también es menester que hagamos algo de nuestra parte, pues ya usted ve, mi alma, que todas somos honradas, y no es justo que paguen justos por pecadores.

- Es verdad: ¿no ven ustedes, -dijo otra,- que si mañana la justicia lo sabe, a todas tal vez nos barrerán con una escoba, ¿y la casa perderá su crédito?

- Pues no hay más remedio sino avisarle al alcalde.

- Y si no es cierto que ella ha robado, sino que el querido le ha dado el fistol, ¿qué le sucede a la pobre muchacha? -dijo otra. 

- Entonces lo averiguará la justicia, -contestó doña Venturita; -pero mientras, nuestra conciencia se grava. Yo por mí, ni ato ni desato, ni quito ni pongo; no soy ni mono ni carta blanca, mialmas.

- Dice bien, -repuso la vieja;- la conciencia se grava, y es menester obrar como Dios manda, avisándole a Don Caralimpio el alcalde.

- Sí; se lo avisaremos, es una prostituida, una ladrona y una hipócrita.

Las vecinas decididas a ver a Don Caralimpio, se levantaron y se pusieron en camino.

Don Caralimpio, juez de paz del barrio, era tocinero, y tenía una mala y sucia tienda cerca de la casa de vecindad de que tratamos: era un hombre gordo, de baja estatura, tez morena, nariz refornida y encarnada, ojos saltones, y pobladas y cerdosas patillas: vestía una chaqueta larga de paño de Querétaro, unos pantalones de pana, y un sombrero jarano ordinario.

Este digno y respetable magistrado, detrás de sus jabones, de sus chorizos y de sus bateas de manteca, y rodeado de la atmósfera fétida, que se respira en esos inmundos establecimientos, administraba justicia de una manera fácil y pronta; es decir, dando bofetadas y palos a los que le faltaban al respeto; agasajando con ciertos requiebros, que no pueden escribirse, a las mujeres desavenidas con sus maridos; cerrando los ojos sobre ciertas materias, y enviando a la cárcel, a disposición de los jueces de turno, a los que no se conformaban con sus justas y enérgicas sentencias.

A este tremendo tribunal, situado en una tocinería, y delante de este digno juez, fueron las vecinas y depusieron su acusación. Don Caralimpio la oyó con atención, y con una voz de rey Don Pedro, dijo:

- Mañana procederé; por ahora váyanse, y vigilen a la criminal.

Luego que las mujeres salieron de la casa, el bravo juez de paz se puso a discurrir.

- El negocio gira entre una muchacha bonita y un fistol de brillantes, -se dijo ...- Muy bien: me quedaré, o con la muchacha, o con el fistol.

A la mañana siguiente, muy temprano, Don Caralimpio se presentó en casa de Celeste; llamó a la puerta, y con tono brusco le preguntó:

- ¿Usted se llama Celeste Fernández?

- Sí, señor, -respondió la muchacha.

- ¿Un hombre decente ha entrado aquí hace pocos días?

- Sí, señor, -le respondió con tono firme Celeste;- pero no sé quién es usted, ni por qué motivo me viene a hacer semejantes preguntas: tengo que hacer en mi casa, y dejo a usted ...

Celeste trató de entrar a su casa; pero el juez de paz la agarró del brazo, y con tono burlón le dijo:

- ¡Hola, perlita!, tiene usted el genio muy violento, y no me habían informado mal ... pero escuche usted: su carita es bonita, como un doblón de a cuatro, y todo se puede componer con tal de que usted quiera ...

El juez de paz al decir esto, miró amorosamente a Celeste, si es que su fisonomía y sus ojos saltones podían expresar amor.

Celeste tuvo miedo, y con voz cortada le dijo:

- Por Dios, señor, que me deje usted, o gritaré a las vecinas.

- Y de nada le servirá a usted, porque ha de saber usted pedazo de cielo, que yo soy el juez de paz, y que vengo a indagar el negocio de cierto fistol, y de cierto dinero, y de ciertas cosillas que merecen la cárcel.

- ¡La cárcel! -repitió Celeste maquinalmente.

- Sí, la cárcel, -volvió a decir el juez de paz,- porque unas prendas de gran valor, como las que usted tiene, no andan tan fácilmente en manos de los pobres. ¿Si a mí, que tengo mi comercio, siempre me faltan siete y medio para acabalar un peso ... a usted que no tiene ni qué comer ...

- Señor, -dijo Celeste aterrorizada, -ruego a usted que no se crea de lo que le hayan contado; yo juro a usted por la más sagrado ...

- Ya sé que me contará usted que se lo han regalado, y que ... Pero eso será negocio del juez ...

- ¡Del juez! -repitió Celeste atacada por un vértigo.

- Sí, del juez, mi vida, pues yo, cumpliendo con mi obligación, debo enviar a usted al juez de turno, y allá se aclararán estas cosas.

Celeste, con la mano que tenía libre, cubrió su rostro, y se apoyó contra el marco de la puerta para no caerse.

- Vamos, le dijo Don Caralimpio, -no hay que afligirse; usted es bonita, y para las bonitas y los ricos no hay leyes ni castigos. Prométame usted que escuchará lo que yo le diga, y que se dejará de andar con catrines, y yo lo compondré todo.

Celeste no acertaba a responder; pero al fin, saliendo de su estupor, repelió con cólera la mano del juez de paz; se metió a su casa y dió con la puerta en las narices a Don Caralimpio, el cual, furioso de tal desaire, prorrumpió en una maldición, y comenzó a dar voces, pidiendo auxilio para proceder a la aprehensión de la escandalosa y malhechora, que así ultrajaba a la justicia. Las vecinas, que tenían noticias de que el juez iba a proceder con toda integridad y justicia, salieron atropellándose de sus sucias pocilgas, y se agolparon a la puerta del cuarto de Celeste.

- ¿Qué ha sucedido, Don Caralimpio? -dijo Doña Ventura, que fue la que primero habló.

- ¿Qué ha de suceder?, sino que esta infame me ha faltado, dándome un portazo en la cara; pero esta canalla no entiende de buenas palabras, continuó dirigiéndose a tres o cuatro hombres envueltos en su frazada. ¡Hola! entren ustedes, y saquen a esa mujer por bien o por mal, y en seguida registraremos la casa para buscar las prendas que se ha robado.

Los léperos empujaron la puerta, y Celeste, cuya estupidez se había cambiado enfuror, tomo un cuchillo, y refugiándose en la cama de su padre, le dijo con voz apagada por la cólera:

- Padre, me acusan de ladrona, y me quieren llevar a la cárcel.

Apenas el anciano oyó esto, cuando recogiendo la ropa de su cama, tomó la lanza que estaba en el rincón, y acometió a los léperos que se acercaban, los cuales corrieron asustados; mas como uno de ellos no fue tan ligero, recibió una herida.

El anciano agotó su último esfuerzo, y la rabia de ver calumniada a su hija de una manera tan infame, acabó de quitarle el poco vigor que tenía; y aunque quiso hacer otro movimiento, cayó en el pavimento, dando con su frente en las vigas, y maldiciendo a los malvados que venían a arrebatarle, en los últimos momentos de su vida, a su único consuelo y esperanza.

La madre idiota, y sin movimiento, sólo sonreía.

Las vecinas y los muchachos gritaban; el juez de paz juraba, y el herido, aunque levemente, gritaba como si lo estuviesen matando.

En cuanto a Celeste, luego que vió caer a su padre, de nada se acordó, y corriendo adonde estaba, se postró ante él; tomó su cabeza entre sus manos, besó su frente, y limpió con sus cabellos su rostro; y fnalmente, derramó un torrente de lágrimas ... pero todo en vano, porque el anciano había dejado de existir.

Aquellas gentes malévolas y groseras, no pudieron menos que respetar el dolor y la situación de Celeste, y permanecieron silenciosas. Cuando Celeste se cercioró de que su padre no vivía, separó sus sedosos cabellos, que caían sobre su rostro; limpió sus ojos con sus manos; miró con indiferencia a todos los que la rodeaban; se levantó, imprimió un beso en la frente de la madre, que sonreía siempre, y se sentó en la orilla de la cama, con una apariencia de tranquilidad, que daba miedo.

- ¡Está loca! -dijeron algunas vecinas.

- Se finge, -dijo Doña Ventura.

- En la cárcel se le quitará la locura, -añadió el juez de paz.

- ¿Y las prendas robadas? -preguntaron los léperos.

- Las buscaremos, -dijo el juez.

Y entraron, y registrando cuanto era posible; encontraron algunas monedas de oro y plata, ropa nueva de Celeste, y en un pañuelo prendido el fistol, origen de este terrible drama.

- ¡Aquí está el fistol!, ¡aquí está! -exclamaron dos o tres voces a un tiempo.

- ¡Aquí está! -dijo el juez, y haciendo del ojo a uno de los léperos, que estaba junto a él, le preguntó:

- ¡Vaya, camarada!, usted que es platero, diga cuánto vale este fistol.

El bribón, que entendió perfectamente la seña, tomó el prendedor en la mano, lo volvió en todas direcciones, y después, aparentando un examen minucioso, la devolvió al juez, diciéndole con indiferencia:

- Es de piedras falsas, y valdrá veinte o treinta pesos.

El juez al disimulo estrechó la mano del platero, y dijo con gravedad:

- Valga lo que valiere, siempre es un robo, o al menos se sospecha que lo sea, y la justicia debe tener conocimiento de esto; además, aquí hay un muerto y un herido, y esta muchacha es causa de todo; voy a poner el parte, y que la lleven a la cárcel, a disposición del juez de turno.

Cuando mandaron a Celeste que se levantara, lo hizo, y siguió a dos corchetes, que en medio de la gente y de los muchachos que la seguían, la condujeron a la cárcel; el cadáver del padre fue llevado al cementerio de Santa María, y la madre al hospital de San Andrés.

En cuanto a Don Caralimpio, se dirigió a las tiendas, a comprar un fistol en treinta pesos, que en unión de las monedas, de la ropa y la lanza, presentó al juez de turno como cuerpo de delito, yéndose en seguida a su tocinería con la mayor tranquilidad del mundo.

Por la noche salió, como tenía costumbre, y ya cerca de las once se retiraba a su casa, cuando fue asaltado por un hombre que le dió siete puñaladas; Don Caralimpio, agonizando, reconoció al fingido platero.

- ¿Dónde está el fistol? -le dijo el platero, amagándolo de nuevo con el puñal.

Don Caralimpio, que ya no podía hablar, señaló la bolsa izquierda del chaleco.

El platero registró la bolsa indicada, y habiendo encontrado el fistol, hundió dos veces de nuevo el puñal en el corazón del juez de paz, y embozándose en su frazada, dió la vuelta y desapareció entre las sombras de la noche.
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