Índice de Fausto de J. W. GoetheSegunda parte de la PRIMERA PARTECuarta parte de la PRIMERA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha

FAUSTO

Tercera parte de la
PRIMERA PARTE


UNA CALLE
FAUSTO Y MARGARITA PASEANDO.

FAUSTO.- Hermosa señorita, ¿me atreveré a ofrecerle mi compañía y mi brazo?

MARGARITA.- Yo no soy ni señorita ni hermosa, y no necesito que nadie me acompañe para regresar a casa.

(Se separa y huye)

FAUSTO.- En verdad es una hermosa joven; no había visto en mi vida cosa igual; es al mismo tiempo modesta, graciosa y tiene algo de fascinante que arrebata. ¡Nunca podré olvidar ni la tersura de sus mejillas, ni el carmín de sus labios! Inclinaba la vista de un modo que no se borrará nunca del corazón.

(Entra Mefistófeles)

FAUSTO.- Escucha, necesito que me proporciones a esa joven.

MEFISTÓFELES.- ¿Cuál?

FAUSTO.- La que recién ha pasado.

MEFISTÓFELES.- Aquélla, muy bien; venía de ver a su confesor, que la ha absuelto de todas sus culpas. Me he situado detrás de ella y puedo asegurarte que es la misma inocencia; ha ido a echarse a los pies del confesor, sin tener pecado del cual arrepentirse; ningún poder tengo sobre ella.

FAUSTO.- Y con todo, tiene más de 14 años.

MEFISTÓFELES.- Hablas como Hans Liederlich, que quiere para sí la más hermosa de las flores, y que cree que no hay honor ni gracia que no merezca; pero no es así siempre.

FAUSTO.- Basta, señor maestro, déjeme en paz y actúe en consecuencia de los que voy a decirle: si esta noche no tengo en mis brazos a aquella encantadora joven, nos separaremos hoy mismo para siempre.

MEFISTÓFELES.- Piensa ante todo en lo mucho que antes se debe hacer; pues necesito a lo menos 15 días para buscar la ocasión.

FAUSTO.- Y si yo pudiera disponer de siete horas, no necesitaría de tu auxilio para seducir a semejante criatura.

MEFISTÓFELES.- Ya casi hablas como francés, pero te suplico que no lo tomes con tanto afán. ¿De qué sirve anticipar tanto el goce? Su encanto es mucho menor cuando de antemano no has echado mano de todos los medios posibles para coger en la red a tu niña, conforme nos lo enseñan ciertos cuentos italianos.

FAUSTO.- ¿Qué me importa a mí eso si no necesito ninguno de aquellos alicientes?

MEFISTÓFELES.- Pues ahora formal te digo, de una vez y para siempre, que no puedes ir tan rápido con aquella hermosa niña. Ya que la fuerza no nos serviría de nada, usemos la astucia.

FAUSTO.- Es tanto el dominio que sobre mí ejerce aquel ángel, que te pido me acompañes al sitio donde vive para ver al menos un pañuelo que haya cubierto su rostro, una cinta con que haya intentado en valor realzar su belleza.

MEFISTÓFELES.- Para que te convenzas de si quiero o no mitigar tu pena te diré que no perdamos tiempo; porque quiero conducirte hoy mismo a su cuarto.

FAUSTO.- ¿Y podré verla y abrazarla contra mi pecho?

MEFISTÓFELES.- No; porque estará en casa de una vecina. Pero podrás embriagarte con libertad de la atmósfera que ella ha respirado y mecerte en las halagüeñas esperanzas de una próxima cita.

FAUSTO.- ¿Ya nos podemos ir?

MEFISTÓFELES.- Aún es temprano.

FAUSTO.- Ve a buscarme en lo que busco un regalo para ella.

(Se va)

MEFISTÓFELES.- ¿Presentes ya? ¡Bueno! He aquí al mejor. Ya que conozco yo parajes adecuados y antiguas joyas enterradas, voy a limpiar el polvo que las cubre.


LA NOCHE, UN CUARTO PEQUEÑO Y LIMPIO

MARGARITA, haciéndose una trenza.- Daría lo que fuera por saber quién era el caballero de esta mañana: su rostro y su porte mostraban sin duda la nobleza de su estirpe. ¿Cómo, si no fuera así, habría podido tener tanta tranquilidad?

MEFISTÓFELES y FAUSTO

MEFISTÓFELES.- Entra, pero despacio; entra.

FAUSTO, después de una pausa.- Te suplico que me dejes solo.

MEFISTÓFELES, registrándolo todo.- No todas las jóvenes tienen su cuarto en tan perfecto orden.

(Sale)

FAUSTO, mirando a su alrededor.- Salud, dulce crepúsculo que reinas en este santuario; embarga mi corazón, grata melancolía de amor que el perfume de la esperanza anima. ¡Cómo todo respira aquí paz, orden y sosiego! ¡Qué abundancia en esta pobreza, cuánta dicha en esta celda!

(Se sienta en un sillón de cuero que hay junto a la cama)

FAUSTO.- ¡Recíbeme, oh tú, que has tenido los brazos siempre abiertos para recibir a las generaciones anteriores, tanto en su dolor como en su dicha! ¡Cuántas veces los niños en tropel se habrán suspendido en torno de este trono patriarcal! Acaso también mi amada habrá venido aquí más de una vez cuando era niña de mejillas frescas y rosadas a besar la delgada mano del abuelo, no sin dirigir antes una mirada de inocencia y de candor a ese divino Cristo. Siento vagar en torno a esto, ¡oh, hermosa niña!, ese espíritu de economía y de orden que te enseña cada día como una tierna madre que te inspira la manera de extender el mantel sobre la mesa y te muestra hasta los átomos del polvo que en tu habitación se agita. ¡Oh, dulce mano tan similar a la mano de los dioses! Tú conviertes este humilde recinto en morada celestial y ahí ...

(Alza una colgadura del lecho)

FAUSTO.- ¡Qué delirio se apodera de mí! Ahí pasaría yo la eternidad sin reparar en el tiempo; ahí fue, ¡oh naturaleza!, donde en dulces sueños completaste a aquel ángel, donde reposa aquella niña, cuyo tierno corazón late de calor y vida; ahí donde en una pura y santa actividad se desarrolló la imagen de los dioses. Y a ti, ¿quién te ha traído aquí? ¡Qué profunda es esta emoción! ¿Por qué se oprime así mi corazón? ¡Miserable Fausto, te desconozco! Me encuentro envuelto en una encantadora atmósfera. ¡Con avidez buscaba los deleites y ahora me pierdo en sueños de amor! ¿Si seremos juguete de cada ráfaga que sople? Y si llegara ella a entrar en este momento, ¡qué cara pagarías tu astucia! ¡Qué pequeño sería y cómo desaparecería ante ella el gran hombre!

MEFISTÓFELES.- Date prisa porque pronto ha de llegar.

FAUSTO.- Vayamos, no quiero volver de nuevo a este lugar.

MEFISTÓFELES.- Ahí hay una cajita que pesa regularmente y que recogí en cierto lugar: métela en el armario y te juro que la hará perder la razón. He puesto en ella varias frioleras para alcanzar una sola cosa. Bien lo sabes, el niño siempre es niño y un juego siempre es un juego.

FAUSTO.- No se si debo ...

MEFISTÓFELES.- ¿A qué viene esa pregunta? ¿Acaso deseas quedarte con ese tesoro? En este caso aconsejo que tu avaricia no malgaste mi tiempo. Espero que no seas avaro; pero en caso de que no sea así, me rasco la cabeza y me lavo las manos.

(Pone la cajita en el armario y la cierra)

MEFISTÓFELES.- Alerta y vayámonos de prisa, para que la tierna niña voltee hacia ti y siga los impulsos de su corazón. Estás plantado como si se tratara de dar una lección, como si tuvieras frente a ti en carne y hueso a la física y metafísica encanecidas. Partamos.

(Salen)

MARGARITA, con una lámpara.- ¡Qué encerrado está aquí el ambiente! Y sin embargo, afuera no hace mucho calor. Estoy no sé cómo; quisiera que hubiera llegado mi madre. Todo mi ser se estremece ... ¡Qué locura la mía de ausentarme sin razón alguna!

(Empieza a quitarse la ropa mientras canta)

MARGARITA.- Había un rey en Thule que fue fiel hasta la muerte y al que legó su querida una copa de oro cincelada. Nada había de tanto valor como aquel vaso querido que no podía nunca vaciar sin que se llenaran los ojos de lágrimas. Cuando vio su muerte cerca llamó a su hijo para entregarle todo lo que tenía a excepción de aquella copa que por tanto tiempo había sido consuelo y tristeza. Poco después invitó a comer a todos los nobles y ordenó que se preparara la mesa en una antigua sala que daba al mar, y tras brindar por el feliz reinado de su sucesor, arrojó la copa, que no tardó en desvanecerse en las olas, desapareció él ese mismo día entre los hombres.

(Abre el armario para guardar sus ropas y ve la caja que contiene las alhajas)

MARGARITA.- ¿Cómo pudo llegar aquí esta hermosa caja si el armario estaba perfectamente cerrado? En verdad es sorprendente, ¿qué contendrá? Quizá la habrá dejado alguien en prenda por un préstamo de mi madre. Aquí está la llave que cuelga de una cinta. ¡Si me atreviera a abrirla! ¿Qué es esto, Dios mío? No he visto en vida nada igual: un adorno capaz de satisfacer el deseo de la dama más exigente. Desearía saber cómo me va este collar de perlas. ¿De quién será tal riqueza?

(Se pone las joyas, se acerca al espejo)

MARGARITA.- ¡Feliz sería con estos anillos! ¡Así está una desconocida! ¿De qué te sirven, juventud, tu belleza y tus encantos? Todos convienen en que son estos dones los más preciosos, pero nadie piensa en la joven que no es rica y sólo por piedad nos dirigen una mirada o un piropo. Todo va en busca del oro, todo depende del oro. ¡Ah! ¡Qué infelices somos!


UN PASEO

FAUSTO paseando pensativo y MEFISTÓFELES dirigiéndose hacia él.

MEFISTÓFELES.- Maldito sea el amor rechazado, malditos los elementos infernales y quisiera saber algo peor que poder maldecir.

FAUSTO.- ¿Qué te exalta y agita de esa manera? No he visto en mi vida cara tan horrible.

MEFISTÓFELES.- Gustoso me daría ahora mismo a todos los diablos si no fuera porque soy uno de ellos.

FAUSTO.- ¿Qué es lo que te ha trastornado el juicio? ¡Si vieras lo bien que te sienta jurar de este modo!

MEFISTÓFELES.- Sabe que el adorno que me había procurado para Margarita ha ido a parar a manos de un clérigo. Cuando la madre vio el aderezo se quedó asombrada; y como la buena mujer tiene excelente olfato por estar siempre con la nariz pegada a los muebles para saber si son santos o profanos, de aquí el que no le hayan parecido ser de la mejor procedencia nuestras joyas. Por eso ha exclamado: Hija mía, los bienes mal habidos turban el alma y consumen la sangre; consagremos esto a la Madre de Dios y descenderá sobre nosotros la bendición del cielo. Margarita no parece haber quedado muy satisfecha ni menos convencida de lo que acababa de decir a su madre; es un regalo, se decía, y veo que puede muy bien admitirse sin sospecha, y con franqueza, no puede ser un impío el que con tanta galantería ha traído aquí estas joyas. La madre, no obstante, hizo llamar a un clérigo que al saber del caso, opinó como la anciana: esto es, que debía renunciarse a aquel tesoro de procedencia dudosa; y añadió que sólo él podía encargarse de un bien adquirido sin justicia.

FAUSTO.- Ésa es la costumbre, pues también algunos reyes actúan así.

MEFISTÓFELES.- Así es que se apoderó de todas las alhajas sin agradecerles siquiera, como si se tratara de lo más insignificante, y les prometió en cambio todas las glorias del cielo, lo que dejó a ambas muy convencidas.

FAUSTO.- ¿Y Margarita?

MEFISTÓFELES.- Está agitada e intranquila, no sabe lo que quiere ni lo que debe hacer; sólo piensa en las alhajas y, ante todo, en el que se las ha entregado.

FAUSTO.- El dolor de mi amada me inquieta mucho; consigue otro cofrecito, ya que con tanta facilidad obtuviste el primero; además, no me pareció muy suntuoso.

MEFISTÓFELES.- ¡Ah! ¡Sí; para este caballero todo es cosa de niños!

FAUSTO.- Sigue un consejo que voy a darte; únete con la vecina, actúa como un verdadero diablo y entrégame otro adorno.

MEFISTÓFELES.- Sí, todo lo haré gustoso por mi gracioso amo.

(Sale Fausto)

MEFISTÓFELES.- Este loco enamorado sería capaz de pedir el sol, la luna y las estrellas por cumplir un capricho de su amada.

(Sale)


CASA DE LA VECINA MARTA
MARTA, después MARGARITA, luego MEFISTÓFELES.

MARTA, sola.- Mi querido esposo (Dios lo perdone) no se portó muy bien conmigo; se fue a viajar y me dejó sola en desgracia. Y a pesar de eso, Dios sabe que lejos de darle disgusto lo amaba con ternura. (Llora). Tal vez haya muerto. ¡Si al menos tuviera su partida de defunción!

(Entra Margarita)

MARGARITA.- ¿Señora Marta?

MARTA.- ¿Qué necesitas, querida?

MARGARITA.- Apenas puedo estar en pie, pues acabo de encontrar en mi armario otro cofrecito, es de ébano y contiene joyas mucho más finas y hermosas que la primera vez.

MARTA.- No vayas ahora a decir]e a tu madre, si no quieres que también las entregue a su confesor.

MARGARITA.- ¡Ah! ¡Mira lo hermoso que es esto!

MARTA, poniéndose las joyas.- ¡Dichosa criatura!

MARGARITA.- ¡Qué lástima no poder mostrarme asi en la calle ni en la iglesia!

MARTA.- Ven a verme a menudo y podrás aquí adornarte en secreto y estar una hora en el espejo, lo que no deja de ser siempre una satisfacción, y luego se presentará una oportunidad o alguna fiesta, en la que podrás poco a poco presentarte en público. Primero con una cadena, luego los aretes, y sin que tu madre lo note, hasta que se lo hagan observar los demás.

MARGARITA.- ¿Quién ha podido traer aquí las dos cajas? En verdad parece un sueño, un cuento de hadas.

(Tocan la puerta)

MARGARITA.- ¡Dios mío! ¡Y si es mi madre!

MARTA, mirando por la cortina.- Es un desconocido. ¡Adelante!

(Entra Mefistófeles)

MEFISTÓFELES.- Espero, señoras, me perdonen la libertad que me tomo al visitarlas.

(Saluda con respeto a Margarita)

MEFISTÓFELES.- Desearía hablar con la señora Marta Schwedrtlein.

MARTA.- Soy yo. ¿Qué tienes que decirme?

MEFISTÓFELES, en voz baja a Marta.- Ahora yo la conozco y me basta. Veo que tiene una visita, disculpe la interrupción; volveré más tarde.

MARTA, en voz alta.- Figúrate, hija mía, que el señor te toma por una señorita de gran tono.

MARGARITA.- Pues soy una pobre; ese caballero me hace mucho favor; sepa que estos adornos no son míos.

MEFISTÓFELES.- No consiste todo en los adornos, pues tiene modales y mirada tan penetrante, que no me dejan duda alguna. ¡Cuánto me alegro poder quedarme y hablarles!

MARTA.- ¿Qué noticias me tiene? No crea que quiero ...

MEFISTÓFELES.- Quisiera portar las más agradables noticias, pero espero no tome a mal lo que vengo a decirle. Su esposo ha muerto y le envía un saludo.

MARTA.- ¡Ha muerto! ¡Dios mío! ¡Mi pobre esposo ha muerto! ¡Ah! ¡Yo también muero!

MARGARITA.- Mi querida señora, no desespere de tal modo.

MEFISTÓFELES.- Escuche el triste suceso.

MARGARITA.- Por esto sentiría amar en la vida, porque semejante pérdida sería un golpe fatal para mí.

MEFISTÓFELES.- Preciso es que el placer tengas sus penas y el dolor sus placeres.

MARTA.- Cuénteme su trágico final.

MEFISTÓFELES.- Yace en Padua, junto a San Antonio; es sagrada la tierra en que duerme su sueño mortal.

MARTA.- ¿No me trae nada de su parte?

MEFISTÓFELES.- Sí, por cierto, una súplica importante y grave que consiste en que haga celebrar en su nombre 300 misas. De mis bolsillos puedo asegurar que están vacíos.

MARTA.- ¡Cómo, ni una medalla, ni prenda alguna! ¿Ni lo que un artesano, por miserable que sea su vida, ahorra y guarda con cuidado como un recuerdo, aunque muera de hambre o tenga que mendigar?

MEFISTÓFELES.- Aún tengo, señora, el corazón hecho pedazos, y en verdad que no tiraba su dinero, pero ha sido muy desdichado; sin embargo, puede tener el consuelo de que se ha arrepentido antes de morir.

MARGARITA.- ¡Ah! ¡Que sean los hombres tan desgraciados! No olvidaré rezar por él más de una oración.

MEFISTÓFELES.- Es una joven bondadosa y encantadora, y por tanto digna de contraer nupcias muy pronto.

MARGARITA.- De ninguna manera lo deseo por ahora.

MEFISTÓFELES.- Si no un esposo, debería por lomenos tener un amante, pues nada hay tan dulce como las horas junto al objeto de nuestro amor.

MARGARITA.- Eso no se acostumbra en esta ciudad.

MEFISTÓFELES.- Costumbre o no, puede hacerse.

MARTA.- Cuénteme, pues ...

MEFISTÓFELES.- Estaba junto a su lecho de muerte, que era poco menos que de estiércol, porque estaba la paja de su jergón podrida; pero de tal modo murió como un cristiano, que no dejaba de repetir que estaba mucho mejor de lo que merecía. ¡Ah!, exclamaba; ¡cuánto debe reprenderme el haber abandonado mi oficio y mi esposa! ¡Ah! ¡Este recuerdo me mata! ¡Si se dignara a perdonarme!

MARTA, llorando.- ¡Pobre y digno esposo mío! ¡Hace ya tiempo que te he perdonado!

MEFISTÓFELES.- Pero, añadía, Dios lo sabe, pues ella tuvo más culpa que yo.

MARTA.- En eso mintió a pesar de verse al borde de la tumba.

MEFISTÓFELES.- No es extraño, si se considera que si mal no recuerdo chocheaba en sus últimos instantes. Nunca tuve a su lado, decía, ni un momento de calma, porque no sólo me era preciso cargar con todo el peso de la pareja y dar a mis hijos el pan necesario, sino que no podía tampoco comer en paz la pequeña parte que de él me correspondía.

MARTA.- ¡Cómo! ¿Será posible que llegara así a olvidar mis esfuerzos y mi atención tierna y continua?

MEFISTÓFELES.- Al contrario, creo que los tenía grabados en el fondo del alma. Cuando partí de Malta, decía, oré con fervor por mi esposa y mis hijos, y debo decir que el cielo se mostró piadoso de mí, pues nuestro embarcación apresó una nave turca cargada de tesoros del sultán. Tuvo el valor su recompensa; y a mí como era natural me tocó buena parte.

MARTA.- ¿Cómo? ¿Dónde fue esto? ¿Habrá enterrado alguna vez tal tesoro?

MEFISTÓFELES.- ¿Quién sabe adónde lo habrán llevado los cuatro vientos? Una hermosa joven se enamoró de él mientras recorría la ciudad de Nápoles y llegó a amarle al grado que ni en su última hora pudo olvidarla.

MARTA.- ¡Pícaro! ¡Ladrón de hijos! ¡Luego ni la desgracia ni la miseria pudieron hacerle renunciar a su vida de infamia y depravación!

MEFISTÓFELES.- Ya ve cómo ha muerto. Si fuera usted me limitaría al año de luto riguroso, según la Costumbre, y luego buscaría nuevo esposo.

MARTA.- ¡Dios mío! Sería difícil encontrar a otro en el mundo que tuviera las cualidades del primero, que sí era Un loco, pero un loco de corazón; no tenía más defecto que el de la afición desmesurada a los viajes, a las mujeres, al vino extranjero y a ese maldito juego de los dados.

MEFISTÓFELES.- Así podrá enfrentarlo más fácil, en caso de que le sucediera lo mismo. Le aseguro que bajo esta condición, de buena gana cambiaría con usted el anillo.

MARTA.- ¡Ah! ¡Qué aficionado es usted de las bromas!

MEFISTÓFELES, aparte.- Debo retirarme, porque es mujer y podría tomar al diablo por la palabra. (A Margarita). ¿Cómo está el corazón?

MARGARITA.- ¿Qué quiere decir con eso?

MEFISTÓFELES, aparte.- ¡Criatura buena y sin malicia! (En voz alta). Señora, tengo el honor de saludarlas.

MARGARITA.- Adiós.

MARTA.- Por piedad, dígame antes de marcharse, cómo, cuándo y dónde cayó enfermo, murió y fue enterrado mi buen esposo; porque siempre en todo me ha gustado el orden. Me gustaría además que se anunciara su muerte públicamente.

MEFISTÓFELES.- Nada más fácil, señora, porque en todos los países basta la declaración de dos testigos para probar la verdad y viene conmigo un apuesto joven, íntimo amigo de un servidor, que haré comparecer ante el juez. Voy a buscarle.

MARTA.- Se lo agradezco mucho.

MEFISTÓFELES.- Haga que esa joven esté también aquí presente. Es un excelente muchacho que ha viajado mucho y que es, sobre todo, muy galante y cortés con las señoritas.

MARGARITA.- Voy a avergonzarme delante de ese caballero.

MEFISTÓFELES.- No, ni siquiera ante monarca alguno de la tierra.

MARTA.- Ahí en mi jardín esperaremos esta noche a esos caballeros.


UNA CALLE
FAUSTO y MEFISTÓFELES

FAUSTO.- ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está el asunto? ¿Se avanza mucho?

MEFISTÓFELES.- Bien, bien: así te quiero ver siempre, tan animado. En poco tiempo Margarita será tuya por completo. Esta noche la verás en casa de Marta, su vecina, la mujer idónea para llevar el papel de tercera.

FAUSTO.- ¡Cuánto me alegro!

MEFISTÓFELES.- Hemos de declarar ante el juez que los restos mortales del esposo de Marta yacen en Padua y que se sepultaron en una tierra santa.

FAUSTO.- Esto sí que es gracioso, ahora tendremos que viajar a Padua.

MEFISTÓFELES.- ¡Sancta simplicitas! No se trata de eso y sí de tan sólo justificar ese hecho sin más datos.

FAUSTO.- Si en eso consiste todo, desde ahora te digo que nuestro plan no tendrá éxito.

MEFISTÓFELES.- Serías en realidad un santo varón si actuaras en este asunto como has dicho antes. ¿Es acaso esta la primera vez que afirmas tu vida en algo que ignoras por completo? ¿No te has atrevido por imperturbable calma a definir a Dios, al mundo, a todo cuanto en él sucede y hasta todos los planes que pueden concebir la mente y el corazón humanos? Y, a pesar de eso, si desciendes al fondo de tu conciencia, me confesarás que no sabes de todo eso más de lo que conoces hasta ahora sobre la muerte de Schwedrtlein.

FAUSTO.- Eres y serás siempre un trapacero y un sofista.

MEFISTÓFELES.- Podré serlo, pero habrá otros que lo sean mucho más. Tú mismo, que eres un hombre de honor, ¿no irás mañana a seducir a esa pobre Margarita jurándole amor puro y sincero?

FAUSTO.- Sí, es verdad, y lejos de ser falsas mis palabras, saldrán del fondo de mi espíritu.

MEFISTÓFELES.- ¡Fantástico! Y luego le hablaras de la constancia eterna, del amor insofocable, de la inclinación irresistible y única, ¿y todas esas palabras te saldrán del fondo del espíritu?

FAUSTO.- Dejemos eso. Cuando animado por mis sentimientos y por mi delirio busco en vano palabras que digan mis ideas, y exhausto me precipito al torbellino usando las palabras más sublimes al punto de dar al fuego en que me quemo los nombres de infinito y eterno, no negaré que hago quizá una acción diabólica.

MEFISTÓFELES.- Ya ves que tengo razón.

FAUSTO.- Pon mucha atención y no olvides lo que voy a decirte. El que quiere tener razón y habla solo seguro logrará el objetivo que tiene en mente; así es que como yo estoy fatigado de tanto charlar, la tendrás de sobra por poco que sigas hablando.


UN JARDÍN
MARGARITA del brazo de FAUSTO, MARTA Y MEFISTÓFELES paseando.

MARGARITA.- No se me oculta, caballero, que sólo para aturdirme desciende hasta mí, actuando como acostumbran todos los viajeros. Porque no es posible que mi conversación pueda interesar a un hombre de su sabiduría.

FAUSTO.- Una mirada o una palabra tuya dice más que toda la ciencia del mundo.

(Besa su mano)

MARGARITA.- ¿Qué hace? ¿Cómo puede besar tan rústica mano? Es mi madre tan exigente, que me fuerza a todos los trabajos domésticos.

(Pasan)

MARTA.- ¿Entonces viaja con frecuencia?

MEFISTÓFELES.- ¡Cómo ha de ser! El deber, los negocios, todo nos lleva a ello. ¡Si viera con cuánto dolor dejamos ciertos lugares! Y sin embargo, sabemos muy bien que no podemos establecernos ahí.

MARTA.- Comprendo que en la juventud ha de tener muchos encantos esa vida errante y variada; pero llega una edad en que el tener que marchar solo hacia el sepulcro en el celibato ha de ser muy triste.

MEFISTÓFELES.- Ya empiezo a verla con espanto.

MARTA.- Por esto debe pensarlo con tiempo.

(Pasan)

MARGARITA.- Y una vez que se vayan no recordará más de mí. Es muy cortés y yo muy sencilla, y además tiene muchos amigos que pronto le harán olvidar todas sus promesas.

FAUSTO.- Créeme, alma mía; todo eso que el mundo llama cortesanía y ciencia es tan sólo vanidad y orgullo.

MARGARITA.- ¿Cómo?

FAUSTO.- ¡No conocerán nunca lo mucho que valen la modestia y la inocencia! La humildad y la modestia, que son los más hermosos dones que en su amor ha otorgado el cielo a los seres privilegiados, quedan siempre sin recompensa en la tierra.

MARGARITA.- Piense en mí un momento, ya que no me faltará tiempo a mí para pensar en usted.

FAUSTO.- ¿Acostumbras estar sola?

MARGARITA.- Sí; nuestro hogar, aunque pequeño, requiere cuidados. No tenemos criada y tengo que cocinar, hacer calceta, coser y salir a todas horas. ¡Es mi madre tan cuidadosa y puntual en todo! Y no es que su posición la fuerce a actuar así; al contrario, podría muy bien no hacerlo por habernos dejado mi padre un patrimonio regular, una casita y una pequeña huerta fuera del pueblo. A pesar de esto, paso ahora días muy tranquilos; mi hermano es soldado y mi hermanita murió, ¡pobre niña!, no sin antes darme muy malos ratos y ¡ojalá pudiera dármelos todavía!

FAUSTO.- ¡Debe haber sido un ángel si en poco se parecía ti!

MARGARITA.- Yo hacía de madre y ella me amaba con ternura: nació después de morir mi padre. Mi madre estaba a la sazón tan enferma, que temía perderla también; pero al fin mejoró lenta y penosamente. Por su estado, le fue imposible criár a mi hermana, por lo que me encargué yo de alimentarla con leche y agua; viéndola desde entonces sonreír y crecer en mis brazos y sobre mis rodillas.

FAUSTO.- ¿No experimentas ahora la dicha más pura?

MARGARITA.- Sí, en efecto; pero también pasé horaS de tristeza. La cuna de la niña estaba de noche junto a mi cama y me despertaba cada movimiento de mi ángel; necesitaba entonces darle de beber, acostarla junto a mí y si no callaba, pasearla hasta el amanecer, tiritando de frío; y sin embargo, tenía al día siguiente que ir al lavadero, hacer las compras y cuidar la casa, sin que ni un solo día pudiera evitarlo. Entiende bien que no era la vida más propicia para estar siempre feliz, pero al menos comía bien y dormía mejor.

(Pasan)

MARTA.- Las pobres mujeres pierden con eso la cabeza. ¡Es tan difícil convertir a un solterón!

MEFISTÓFELES.- Sólo me falta una persona como usted para entrar en el buen camino.

MARTA.- Dígamelo con franqueza. ¿No ha hallado nada todavía? ¿No suspira su corazón por ningún objeto querido?

MEFISTÓFELES.- El proverbio reza la posesión de una casa y de una buena mujer es preferible al oro y las perlas.

MARTA.- Quiero decir si alguna vez lo han mirado con buenos ojos.

MEFISTÓFELES.- En todas partes he sido muy bien recibido.

MARTA.- ¿Pero no ha tenido su corazón hasta ahora algún ser favorito?

MEF1STÓFELES.- Nunca se debe bromear con las mujeres.

MARTA.- Veo que no me entiende.

MEFISTÓFELES.- Lo siento en el alma.

(Pasan)

FAUSTO.- ¿Luego me has conocido ya al entrar al jardín, ángel mío?

MARGARITA.- ¿No notó como inclinaba los ojos?

FAUSTO.- ¿Y me perdonas la libertad que tomé el otro día al salir de la iglesia?

MARGARITA.- Mi turbación fue tal que en mi vida había experimentado cosa igual, a pesar de no haber cometido falta alguna. ¡Ah!, pensé, justamente ha de haber notado en mí modales poco finos, cuando se ha atrevido a proceder de ese modo. Sin embargo, confieso, sentí en mí algo que no me permitió odiarlo como quería.

FAUSTO.- ¡Niña adorada!

MARGARITA.- ¡Déjeme!

(Coge una margarita y la deshoja)

FAUSTO.- ¿Qué estás haciendo? ¿Un ramillete?

MARGARITA.- No, un juego.

FAUSTO.- ¿Cómo?

MARGARITA.- Vamos, ¿se reirá de mí?

(Deshoja la flor y murmura en voz baja)

FAUSTO.- ¿Qué murmuras?

MARGARITA, a media voz.- Me ama y no me ama.

FAUSTO.- ¡Querido ángel del cielo!

MARGARITA, continúa.- Me ama; no me ama, no.

(Arranca la última hoja con gran calma)

FAUSTO.- Sí, hija mía: deja que la voz de esa flor sea para ti el oráculo de los dioses. ¡Te ama! ¿Comprendes lo que dice? ¡Te amo!

(Toma sus manos)

MARGARITA.- ¡Tiemblo!

FAUSTO.- ¡Ah!, no tiembles; que sólo te digan esta mirada y este apretón de manos lo que no puede decirse. Entreguémonos sin reserva al deleite de una eterna dicha, pues su fin sería la desesperación; que entonces no tenga fin.

(Margarita estrecha su mano, se suelta y huye; Fausto se queda un momento pensando y entonces va a su alcance)

MARTA, al volver.- Nos ha tomado la noche.

MEFISTÓFELES.- Sí, debemos marcharnos.

MARTA.- De buena gana le suplicaría que se quedara; pero es la vecindad tan mala, que luego seríamos víctimas de su maledicencia. ¿Y nuestra joven pareja?

MEFISTÓFELES.- Están corriendo por aquellas calles de árboles como felices mariposas.

MARTA.- Parece que la ama.

MEFISTÓFELES.- Y ella le corresponde. Así va el mundo.

(Un pequeño pabellón del jardín. Margarita entra, se oculta tras la puerta y con el dedo en los labios, mira por una rendija)

MARGARITA.- Aquí estoy.

FAUSTO, al llegar.- ¡Ah! Bribona, ¿así te burlas de mí? Ya te alcancé.

(La besa)

MARGARITA, tomándolo y respondiendo el beso.- Querido mío, ¡te amo con toda mi vida!

(Mefistófeles empuja la puerta)

FAUSTO, furioso.- ¿Quién llama?

MEFISTÓFELES.- Un amigo.

FAUSTO.- ¡Un animal!

MEFISTÓFELES.- Es hora de irnos.

MARTA, acudiendo.- Sí, caballero, es tarde ya.

FAUSTO.- ¿Me permitirás acompañarte?

MARGARITA.- Mi madre me espera. Adiós.

FAUSTO.- Entonces, ¿es necesario separamos? ¡Adiós!

MARTA.- Buenas noches.

MARGARITA.- Hasta el próximo encuentro.

(Salen Fausto y Mefistófeles)

MARGARITA.- ¡Dios mío! ¿Qué ha de pensar ese hombre? Estoy siempre aturdida ante él y a todo contesto que si. Siendo como soy una joven inocente y pobre no veo qué pueda encontrar en mí que le agrade.


SELVA Y CAVERNA
FAUSTO, después MEFISTÓFELES.

FAUSTO, solo.- Espíritu sublime, que me has dado todo lo que pedía; no en vano volviste hacia mí tu rostro en la llama. Me has hecho soberano de esta naturaleza poderosa y sublime, dándome al mismo tiempo la fuerza de sentir y de gozar. No has tenido límites para concederme una admiración fría y estúpida, sino que me has enseñado sus secretos más profundos leyendo en ella como en el seno de un amigo. Tú has puesto ante mis ojos todos los seres vivientes y me has enseñado a conocer a mis hermanos en la callada selva, en el aire y en las aguas, y cuando la tempestad ruge en el monte y arranca de raíz los enormes pinos, cuyos troncos al chocar hacen temblar la comarca, me entregas un asilo seguro en las cavernas y me revelas toda clase de maravillas y hondos misterios de mi alma. Luego remonta a mi vista la luna callada y pura templándolo todo y del seno de las peñas y del de las húmedas plantas veo deslizarse las blancas sombras del pasado, suavizando la áspera voluptuosidad de la contemplación. ¡Ah! ¡Qué consciente estoy ahora de que no puede haber cosa perfecta para el hombre! Me has proporcionado un mar de delicias que cada vez más me acerca a los dioses, pero me diste a ese amigo del que soy ya inseparable por más que altivo y frío me humille ante mis ojos y de un soplido reduzca a nada tus deseos. Se complace en inflamarme el pecho para impulsarme a ir en busca de ese bello ángel, sólo por verme ebrio del deseo de placer, y en el placer, suspirar por el deseo.

(Se presenta Mefistófeles)

MEFISTÓFELES.- ¿Aún no te fatiga esa vida? ¿No terminarás al fin por dejarla? Bueno es probar todo una vez, pero luego el hombre debe ir en busca de otras sensaciones.

FAUSTO.- Quisiera que usaras el tiempo de una manera más útil que la de atormentarme en mis más hermosos días.

MEFISTÓFELES.- ¡Ah! ¡Ah! Quieres que no turbe tu descanso; seguro no hablas en serio. En verdad no sería una gran desgracia tener que separarse de un amigo tan fácilmente irritable, mal humorado y loco como tú. Después de esforzarse uno todo el día por complacerle, acaba siempre por fastidiarse como si llevara escrito en la frente lo que quiere y desea.

FAUSTO.- He aquí su eterna canción: me fastidia y quiere que le reconozca.

MEFISTÓFELES.- ¿Cuál sería tu vida sin mí, mísero hijo del polvo? Yo te curé de los delirios de tu imaginación y es indudable que de no ser yo, estarías ya muy lejos del mundo. ¿Por qué te escondes como búho en las grietas de las rocas, sin más alimento que el musgo y la humedad de las piedras? Gracioso pasatiempo es ése y noto que continúas teniendo al doctor en el cuerpo.

FAUSTO.- ¿No comprendes la nueva fuerza vital que ha de darme vida en estos montes? Si llegaras a saberlo serías bastante diablo para quitarme mi dicha.

MEFISTÓFELES.- ¡Una dicha! Cómo no ha de serlo el acostarse de noche en la montaña, abrazar con éxtasis cielo y tierra, envanecerse hasta el punto de creerse una divinidad, penetrar con la inquietud del presentimiento en los abismos de la tierra, sentir en su alma la obra entera de los seis días; gozar de algo desconocido con furor inefable; lanzarse con fervor en pos de todo; permitir al hijo del polvo que se hunda y terminar luego aquel éxtasis magnífico (haciendo un gesto) no me atrevo a decir cómo ...

FAUSTO.- Calla.

MEFISTÓFELES.- Ya sé que esto no puede complacerte y que quieres por eso que enmudezca; bien has dicho, pues, en pedir mi silencio. No se atreve uno a nombrar a castos oídos aquello a lo que no pueden renunciar castos corazones. En una palabra, te dejo con la satisfacción de engañarte a ti mismo, seguro de que no ha de perdurar. Aquí estás una vez más turbado y por poco que esto siga igual, hundido de nuevo en los mismos delirios, terrores y angustias. Pero basta; tu amada está en la ciudad y todo le pesa y mortifica; nunca se borra de su mente tu rostro y es su pasión mucho más grande que su fuerza. El torrente de tu amor desbordado cual arroyo cuya corriente aumenta la nieve derretida, ha ido a anegar su corazón dejando el tuyo seco por completo. En vez de reinar en las selvas, debería a mí ver el grande hombre corresponder a la pasión que ha inspirado a una joven pobre y sencilla. El tiempo le parece horriblemente prolongado y la verás asomada siempre a su ventana, viendo las nubes que van por encima de las antiguas paredes de la ciudad. ¡Que no tenga yo alas! Aquí está lo que canta todo el día y gran parte de la noche; por cada vez que alegre, está 100 veces triste, y tan pronto se deshace en lágrimas, como luce tranquila, pero se le ve apasionada en todo momento.

FAUSTO.- ¡Serpiente tentadora!

MEFISTÓFELES, aparte.- Con tal que pueda enlazarte.

FAUSTO.- Aparta, quítate de ahí y no pronuncies de nuevo el nombre de aquella criatura inocente; deja de ofrecer a mis sentidos ya casi perdidos la posesión de ese cuerpo adorable.

MEFISTÓFELES.- ¿Qué puede pasar? Cree que has huido de ella y creo que casi tiene razón.

FAUSTO.- No, estoy a su lado; pero aunque estuviera lejos, no podría nunca apartarla de mi mente; no podría perderla. Nunca deseó tanto el cuerpo del Señor como cuando sus labios le tocan.

MEFISTÓFELES.- También a mí más de una vez me has causado envidia, hermosa pareja recargada entre rosas.

FAUSTO.- Calla, espíritu perverso.

MEFISTÓFELES.- Vale más que me ría de tus injurias. El esfuerzo que ejerzo lo reconoció el mismo Dios al crear al hombre y a la mujer. Vamos, sígueme, que no trato de llevarte a la muerte y sí tan sólo a casa de tu amada.

FAUSTO.- ¿Qué me importa sentir en sus brazos los placeres del cielo? ¿Qué el embriagarme de amor en su cuerpo, si mis goces han de causar su infelicidad? ¿Acaso no seré después un miserable, un proscrito y un monstruo sin objeto ni reposo, que cual raudal despeñado rodará hacia el abismo en su violenta corriente? Ella, por otro lado, joven modesta y de puros ensueños, habría vivido dichosa con su cabaña y su huerto de los Alpes, y reducido todo a sus deberes domésticos en el limitado mundo que tenía a su alrededor. Pero ¡ah! ¡Cómo pesa sobre mí el anatema de un Dios enojado! ¡Era necesario que tras amontonar ruinas sobre ruinas terminara por sepultarla a ella también y a sus placeres puros! ¡Negro averno, deseabas aquella infeliz víctima! ¡Luzbel, date prisa; acorta mi agonía; que lo que ha de cumplirse se cumpla lo antes posible, que su destino se desplome sobre mí y que ruede conmigo al abismo!

MEFISTÓFELES.- ¡Siempre el mismo ardor y el mismo fuego! Pobre loco, ven y dale consuelo. Te imaginas que todo termina donde tu cabeza no halla salida. Y sin embargo, te he visto siempre dotado de actividad diabólica. Nada hay para mí tan incoherente en el mundo como ver a un diablo que pierde la paciencia.


LA HABITACIÓN DE GRETCHEN
MARGARITA, sola y sentada.

MARGARITA.- ¡Qué pronto han pasado los días tranquilos; no volveré a disfrutar la dulce paz del alma! Donde no esté él está mi sepulcro; sólo donde él asoma hay vida. Estoy trastornada, mi corazón está hecho pedazos y cada vez tengo menos fuerza. Ni siquiera me atrevo a recordar mis días de calma. Si asomo a la ventana es para verlo, si paso el umbral de mi puerta es para ir a su encuentro. Todo en él me seduce y fascina: su porte noble y majestuoso, su sonrisa afable, la expresión de sus ojos, la elocuencia de sus palabras, su mano acariciante siempre dispuesta a abrazarme y más que nada sus ardientes besos. ¡Adiós para siempre, dulcísima paz que perdí al momento de verlo por primera vez! Harto de quejarse en vano sólo por él mi corazón suspira. ¡Ah! ¡Que no pueda yo estrecharle en mis brazos y morir diciendo muchas veces te adoro!


JARDÍN DE MARTA
MARGARITA Y FAUSTO

MARGARITA.- Prométeme, Enrique ...

FAUSTO.- Todo lo que quieras.

MARGARITA.- Dime, pues, cuál es tu religión. Eres muy bueno y estás dotado de un buen corazón, pero no pareces muy religioso.

FAUSTO.- Dejemos eso, hija mía; bien sabes que te amo y que daría por ti sangre y vida; pero no quiero perturbar a nadie en sus sentimientos ni en su fe.

MARGARITA.- No es eso suficiente, sino que es necesario creer en Dios y en su iglesia.

FAUSTO.- ¿Es necesario?

MARGARITA.- ¡Ah! ¡Si tuviera algún control sobre ti! Tampoco respetas mucho los santos sacramentos.

FAUSTO.- Puedes creer que los venero.

MARGARITA.- Pero sin desearlos, pues hace mucho que no vas a misa ni a confesarte. ¿Crees en Dios?

FAUSTO.- Mi buena amiga, difícil me es contestarte pues no quiero responder sonriendo, como lo harían algunos pretendidos sabios y lo que tú no podrías menos que considerar una burla.

MARGARITA.- ¿Entonces no crees en Dios?

FAUSTO.- No malinterpretes mis palabras, ángel mío. ¿Quién se atrevería a nombrarlo y a hacer este acto de fe: creo en él? ¿Quién se atreverá a exclamar: no creo en él? Él que todo lo posee, que todo lo contiene, ¿no te sostiene a ti y a mí y a él mismo? ¿No ves redondearse en los cielos la bóveda celeste, extenderse aquí abajo la tierra y levantarse los astros eternos contemplándonos con amor? ¿No ven mis ojos los tuyos y no fluye toda nuestra vida al cerebro y al corazón? ¿Qué no está envuelto todo en un infinito misterio, visible a tu alrededor? Llena tu alma de él por honda que sea y cuando sobrenades en la plenitud del éxtasis, da a tu sentir el nombre que sea, llámale dicha, corazón, amor, Dios. Lo que es yo, no sé cómo debe decírsele. El sentimiento lo es todo, el nombre es sólo humo que nos cubre la celeste hoguera.

MARGARITA.- Todo eso es bello y bueno, y casi lo mismo nos dice el sacerdote, pero con otras palabras.

FAUSTO.- y en todas partes repiten lo mismo en su lengua los corazones que contemplan el brillo de los cielos. ¿Podría yo obrar de otra manera?

MARGARITA.- Por más que me parezca razonable todo lo que dices, veo en ti algo de oscuro que me atormenta, porque no crees en el cristianismo.

FAUSTO.- Hija mía.

MARGARITA.- No puedes figurarte el horror que me provoca el verte en compañía de ...

FAUSTO.- ¿De quién?

MARGARITA.- Odio a ese hombre que está siempre a tu lado; en mi vida había visto cara tan repugnante.

FAUSTO.- Nada temas, alma mía.

MARGARITA.- Su presencia me irrita y eso que soY benévola con los hombres. El deseo que siempre tengo de verte es igual al horror que me produce su aspecto y es por eso que le temo y que es a mi ver un malvado. Perdóname Dios si lo calumnio.

FAUSTO.- Es indispensable que haya esa especie de hombre.

MARGARITA.- Imposible me sería vivir con un ser así. Siempre le he visto del mismo modo; no conoce más que dos sentimientos, la burla y la ira; todo lo demás le es indistinto y lleva escrito en su rostro que amar le es imposible. Por feliz que sea a tu lado, se me oprime el corazón cuando él está presente.

FAUSTO.- Eres un ángel, pero no estás libre de presentimientos.

MARGARITA.- Es tanto el horror que siento, que cuando se nos acerca casi llego a sentir que no te amo. Cuando está con nosotros no puedo rezar y siento un mal interior que me lastima el alma; ¿te sucede lo mismo a ti, Enrique mío?

FAUSTO.- Todo es efecto de la falta de simpatía que sientes por él.

MARGARITA.- Tengo que irme.

FAUSTO.- ¡Ah! ¡Que nunca pueda pasar con tranquilidad una hora descansando en tu pecho, estrechar mi corazón con él y confundir mi latido con el tuyo!

MARGARITA.- Si al menos durmiera sola, dejaría hoy abiertos los cerrojos; pero mi madre tiene el sueño muy ligero y si llegara a sorprendernos, me quedaría muerta al instante.

FAUSTO.- ¡Ángel querido, no te preocupes por ello! Toma este frasco y bastarán tres gotas del líquido que lleva para dar a tu madre un sueño profundo.

MARGARITA.- ¿Qué no haré yo por ti? Espero que no Contenga nada que le haga daño.

FAUSTO.- ¿Puedes pensar, mi amor, que si así no fuera te lo hubiera dado?

MARGARITA.- Querido mío, no sé qué fuerza Superior me obliga cuando te veo a querer todo lo que deseas; he hecho tanto por ti que casi no queda nada más por hacer.

(Sale. Entra Mefistófeles)

MEFISTÓFELES.- ¿Se ha ido ya la mansa oveja?

FAUSTO.- ¿Nos has espiado como es tu costumbre?

MEFISTÓFELES.- No, pero he oído todo. Espero, doctor, que te aproveches de la lección que has recibido. Todas las jóvenes tienen interés en que uno sea creyente, sencillo y que practique las costumbres de antaño. Si se cede en esto, creen, no tardará en acceder a todos los caprichos.

FAUSTO.- Monstruo, ¿no ves lo mucho que sufre esa alma fiel y honesta, poseída de las creencias que crean su dicha, por el solo temor de perder al hombre que ama?

MEFISTÓFELES.- Loco, enamorado sensible, ¿cómo puedes consentir de este modo en ser juguete de una niña?

FAUSTO.- ¡Vil compuesto de lodo y fuego!

MEFISTÓFELES.- Conoce las fisonomías a la perfección: en mi presencia se agita, por revelarle sin duda mi aspecto un espíritu misterioso; de seguro, sabe ya que soy un genio y hasta quizá el mismo diablo. ¡Ah', ¡Ah! Esta noche ...

FAUSTO.- ¿Qué te importa?

MEFISTÓFELES.- También tendré en ello mi porción de gozo.

Índice de Fausto de J. W. GoetheSegunda parte de la PRIMERA PARTECuarta parte de la PRIMERA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha