Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO VIIICAPÍTULO XBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO NOVENO


La imaginación de aquellos dos seres sumergidos en la calma y la soledad nunca se había visto herida por un acontecimiento tan grave, por un espectáculo tan dramático.

- Mamá -dijo Eugenia-, tenemos que llevar luto por mi tío.

- Tu padre lo resolverá -contestó la señora Grandet.

Y de nuevo se quedaron silenciosas. Eugenia daba las puntadas con una regularidad de movimientos que hubiera revelado a un observador los fecundos pensamientos de su meditación. El primer deseo de aquella adorable joven era compartir el duelo de su primo.

A eso de las cuatro, un aldabonazo brusco resonó en el corazón de la señora Grandet.

- ¿Qué tendrá tu padre? -exclamó dirigiéndose a su hija.

El vinatero entró regocijado. Después de quitarse los guantes, se frotó las manos hasta arrancarse la piel, si su epidermis no hubiese estado tan curtida como el cuero de Rusia, salvo el perfume del alerce y del incienso. Se paseaba y miraba al propio tiempo. Por último, se le scapó su secreto.

- Mujer -dijo-, me los he pescado a todos. ¡Nuestro vino está vendido! Los holandeses y los belgas se marchaban esta mañana; me puse a pasear por la plaza, frente a la posada, con aire de andar tonteando. Fulano, uno a quien tú conoces, se acercó a mí. Los propietarios de los buenos viñedos se guardan su cosecha y quieren esperar: yo no se lo he impedido. Nuestro belga estaba desesperado. Lo comprendí en seguida. Negocio hecho: toma nuestra cosecha a doscientos francos, la mitad al contado. Me pagan en oro. Los pagarés están firmados. Aquí tienes seis luises para ti. Dentro de tres meses bajarán los vinos ...

Pronunció estas palabras con un tono tranquilo, pero tan profundamente irónico, que los vecinos de Saumur, agrupados en aquel momento en la plaza y anonadados por la noticia de la venta que acababa de realizar Grandet, se hubieran estremecido al oírlas. Un terror pánico hubiera hecho bajar los vinos el cincuenta por ciento ...

- ¿Este año tiene usted mil toneles, padre? -dijo Eugenia.

- Sí, hijita.

Esta palabra hijita era la expresión superlativa de su alegría.

- Lo que importa doscientas mil monedas de veinte sueldos.

- Sí, señorita Grandet.

- Pues entonces, padre mío, puede usted fácilmente socorrer a Carlos.

El asombro, la cólera, la estupefacción de Baltasar al ver el Mane Thecel Phares, no podría compararse a la fría irritación de Grandet, que, ya sin pensar para nada en su sobrino, le encontraba de repente instalado en el corazón y los cálculos de su hija.

- ¡Hola, hola! Desde que ese pisaverde ha entrado en mi casa, todo anda en ella al revés. Os dais el lujo de comprar confites, de hacer banquetes y festines. Pues yo no quiero nada de esas cosas. ¡A los años que tengo, sé cómo manejarme, supongo! Además, no tengo lecciones que recibir, ni de mi hija, ni de nadie! Haré por mi sobrino lo que sea conveniente hacer, y nadie tiene que meter las narices en ello. En cuanto a ti, Eugenia -agregó volviéndose hacia ella-, no me vuelvas a hablar de él, si no quieres que te mande a la abadía de los Nogales con la Nanón, a ver si estoy allí. Y mañana mismo, si te descuidas. Pero, ¿dónde está ese muchacho? ¿Ha bajado?

- No, amigo mío -contestó la señora Grandet.

- ¿Pero qué diablos hace?

- Está llorando a su padre -dijo Eugenia.

Grandet miró a su hija sin hallar palabra que decirle. Era algo padre también. Después de dar una o dos vueltas por la sala, subió rápidamente a su gabinete para pensar en alguna remuneradora colocación de los fondos que acababa de recibir.

Sus dos mil fanegas de bosque cortadas de raíz le habían dado seiscientos mil francos: agregando esta suma al dinero de sus álamos, a sus rentas del año último y del corriente, además de los doscientos mil francos del negocio que acababa de realizar, podía formar una suma de novecientos mil francos.

El veinte por ciento que podía ganar en poco tiempo con los títulos de renta lo tentaba. Hizo cálculos de su especulación sobre el mismo periódico en que se anunciaba la muerte de su hermano, oyendo, sin escucharlos, los gemidos de su sobrino.

Nanón fue a golpearle la pared para invitarle a que bajara: la comida estaba en la mesa. Bajó al zaguán, y, en el último peldaño de la escalera, Grándet decía para sí:

- Ya que se ganan intereses de ocho por ciento, haré ese negocio. En dos años tendré un millón quinientos mil francos que retiraré en oro.

Luego, interpelando a Nanón, agregó en voz alta:

- Y ¿dónde está mi sobrino?

- Dice que no quiere comer -contestó Nanón-. Eso no es sano.

- Más economía -le replicó su amo.

- ¡Oh, sí! -afirmó ella.

- ¡Bah! No ha de seguir llorando siempre. El hambre echa al lobo del bosque.

La comida fue extrañamente silenciosa.

- Amigo mío -dijo la señora Grandet cuando se quitaron los manteles- tenemos que ponernos luto.

- ¡Caramba! No sabes qué cosa inventar para gastar dinero. El luto se lleva en el corazón y no en la ropa.

- Pero el luto de un hermano es indispensable, y la Iglesia nos ordena que ...

- Compra luto con tus seis luises. Me darás un crespón, y con eso bastará.

Eugenia alzó los ojos al cielo, sin decir palabra. Por primera vez en su vida, sus generosas inclinaciones, adormecidas, comprimidas, pero repentinamente despiertas, se sentían ajadas a cada momento.

Aquella velada fue, en apariencia, semejante a mil otras veladas de su existencia monótona, pero seguramente la más horrible.

Eugenia trabajó sin levantar la cabeza, y no se sirvió de la caja de labores que Carlos había desdeñado la víspera. La señora Grandet siguió tejiendo los manguitos. Grandet hizo girar sus pulgares durante cuatro horas, abismado en cálculos cuyos resultados debían, al día siguiente, asombrar a todo Saumur.

Nadie fue aquella noche a visitar a la familia. En aquel momento la ciudad entera resonaba con los ecos de la proeza de Grandet, de la quiebra de su hermano y de la llegada de su sobrino. Para obedecer a la necesidad de charlar sobre sus intereses comunes, todos los propietarios de viñedos de la alta y media sociedad de Saumur se hallaban en casa del señor Des Grassins, donde fulminaban terribles imprecaciones sobre el ex alcalde.

Nanón hilaba, y el ruido de la rueca era el único rumor que se sentía en la sala.

- Lo que es esta noche no gastamos la lengua -dijo enseñando los dientes blancos y gruesos como almendras peladas.

- No debe gastarse nada -contestó Grandet, despertando de sus meditaciones.

Veía la perspectiva de ganarse ocho millones en tres años, y navegaba sobre aquel inmenso lago de oro.

- Vamos a acostarnos -agregó-. Yo iré a dar las buenas noches a mi sobrino en nombre de todos, y a ver si quiere tomar alguna cosa.

La señora Grandet se quedó en el descansillo del primer piso a escuchar la conversación que iba a trabarse entre Carlos y el viejo tonelero. Eugenia, más atrevida que su madre, subió dos escalones.

- Bueno, sobrino, sufre usted. Sí, llore, es natural. Un padre es un padre. Pero hay que tomar nuestros males con paciencia. Yo me ocupo de sus asuntos mientras usted llora. Soy un buen pariente, ¿ sabe usted? ¡Vaya, valor! ¿Quiere usted tomar un vasito de vino?

El vino no cuesta nada en Saumur, donde se ofrece una copa de vino como en las Indias una taza de té.

- Pero -dijo Grandet continuando-, ¿está usted sin luz? ¡Malo, malo! Hay que ver lo que se hace.

Grandet se dirigió a la chimenea.

- ¡Toma! -exclamó-. ¡Bujía tenemos! ¿De dónde diablos han sacado esta bujía? ¡Las pícaras serían capaces de arrancar el piso de mi casa, para cocerle un par de huevos a este muchacho ...!

Al oír estas palabras, madre e hija se metieron en sus respectivos cuartos e inmediatamente después en sus lechos, con la celeridad de los ratoncillos que huyen espantados a sus cuevas.

- ¿Conque tienes un tesoro? -dijo el viejo a su esposa, entrando en la habitación de ésta.

- Amigo mío, estoy haciendo mis oraciones; aguarda un poco -respondió la pobre madre con voz alterada.

- ¡Que el diablo se lleve a tu Dios! -replicó Grandet refunfuñando.

La mayoría de los avaros no creen en una vida futura: el presente lo es todo para ellos. Esta reflexión lanza una claridad horrible sobre la época actual, donde, más que en cualquier otro tiempo, el dinero domina las leyes, la política y las costumbres. Instituciones, libros, hombres y doctrinas, todo conspira por minar la creencia en una vida futura, creencia sobre la que descansa, hace diecinueve siglos, el edificio social. Ahora, el féretro es una transición poco temida. El porvenir que nos aguardaba más allá del requiem, ha sido transportado al presente. Llegar por fas o por nefas al paraíso terrestre del lujo y de los goces vanidosos, petrificarse el corazón y macerarse el cuerpo en procura de las posesiones pasajeras, como antiguamente se sufría el martirio de la vida en procura de los bienes eternos, ésa es la preocupación general; preocupación escrita en todas partes, hasta en las mismas leyes que preguntan al legislador:

- ¿Cuánto pagas?

En lugar de preguntarle:

- ¿Cómo piensas?

Y cuando esta doctrina haya pasado de la burguesía al pueblo, ¿qué será de nuestro país? ...

- ¿Has terminado? -preguntó al cabo de un rato el tonelero.

- Estoy rezando por ti, amigo mío.

- ¡Muy bien! Buenas noches. Hablaremos mañana temprano.

La pobre mujer se durmió como el colegial que, no habiendo aprendido sus lecciones, teme encontrarse al despertar con el rostro irritado del maestro. En momentos en que, de temor, se revolcaba en las sábanas para no oír nada, Eugenia se acercó a ella en camisa y descalza, y fue a besarla en la frente, diciéndole muy quedo:

- ¡Oh mamá! Mañana le diré que he sido yo.

- No, porque te mandaría a los Nogales. Déjame hacer. No ha de comerme.

- ¿Oyes, mamá?

- ¿Qué?

- Cómo llora ...

- Ve a acostarte, hija mía. Se te van a helar los pies; el piso está muy húmedo.

Así transcurrió el día solemne que debía pesar toda la vida sobre la rica y pobre heredera, cuyo sueño no fue tan completo ni tan puro como lo había sido hasta entonces.

Muy a menudo, ciertas acciones de la vida humana parecen, literalmente hablando, inverosímiles aunque sean verdaderas. Pero, ¿no será porque se olvida casi siempre de esparcir, sobre nuestras determinaciones espontáneas, una especie de luz psicológica, no explicando las razones misteriosamente concebidas que las han hecho necesarias?

Puede que la profunda pasión de Eugenia debiera ser analizada hasta en sus fibras más delicadas; porque, como dirían los burlones, se convirtió en enfermedad e influyó en toda su vida.

Muchos prefieren negar las abnegaciones a medir la fuerza de los vínculos, de los lazos que unen secretamente un hecho a otro en el orden moral. Aquí, pues, el pasado de Eugenia servirá, para los observadores de la naturaleza humana, de garantía a la ingenuidad de su irreflexión y a la instantaneidad de las efusiones de su alma. Cuanto más tranquila había sido su vida, tanto más vivamente se desarrolló en su alma la piedad femenina, el más ingenuo de los sentimientos. Así es que, turbada por los acontecimientos de aquel día, despertóse varias veces para escuchar a su primo, creyendo haber oído los suspiros que desde la víspera resonaban en su corazón. Ora le veía expirando de pesar, ora soñaba que se moría de hambre. A la madrugada oyó, sin la menor duda, una terrible exclamación.

Vistióse al punto y acudió con pie ligero a la luz del amanecer, junto a su primo, que había dejado la puerta abierta. La bujía había ardido hasta la arandela del candelero. Carlos, vencido por la Naturaleza, dormía vestido, sentado en un silla, con la cabeza sepultada en el lecho; soñaba como sueñan las personas que tienen el estómago vacío.

Eugenia pudo llorar a sus anchas; pudo admirar aquel joven y hermoso rostro, surcado por el dolor, aquellos ojos hinchados por las lágrimas, y que, dormidos y todo, aún parecían continuar vertiendo llanto.

Carlos adivinó por simpatía la presencia de Eugenia, abrió los ojos y la vio enternecida.

- Discúlpeme usted, prima -dijo, evidentemente sin saber qué horas eran ni el sitio en que se encontraba.

- Aquí hay dos corazones que lo escuchan, primo, y hemos creído oír que necesitaba usted algo. Debería usted acostarse; se fatiga demasiado quedándose así.

- Es verdad.

- Pues bien, adiós.

Y escapó, avergonzada y feliz por haber ido. Sólo la inocencia se atreve a semejantes audacias. Instruida, la virtud calcula lo mismo que el vicio. Eugenia, que junto a su primo no había temblado, pudo apenas sostenerse en pie cuando llegó a su cuarto. Su vida ignorante había cesado de pronto; raciocinó, se hizo mil reproches:

- ¿Qué idea va a tener de mí? Creerá que lo amo.

Era lo que más deseaba que creyera. El amor franco tiene su presciencia, y sabe que el amor provoca el amor.

¡Que acontecimiento para aquella joven solitaria el haber entrado furtivamente en la habitación de un mozo! ¿No hay pensamientos, acciones, que en amor equivalen para ciertas almas a sagrados esponsales?

Una hora más tarde entró en el dormitorio de su madre, y la vistió como de costumbre. Luego, ambas fueron a sentarse en sus sitios junto a la ventana, y aguardaron a Grandet con esa ansiedad que hiela los corazones o los calienta, los oprime o los dilata, según los caracteres, cuando se aguarda una escena penosa o un castigo. Sentimiento tan natural, por otra parte, que los mismos animales domésticos lo experimentan hasta el punto de gritar por una ligera corrección, mientras callan cuando se lastiman por inadvertencia.

El viejo bajó, por fin, pero habló con aire distraído a su mujer, dio un beso a Eugenia y se sentó a la mesa, sin dar indicios de que pensara en sus amenazas de la víspera.

- ¿Qué es de mi sobrino? Poco incomoda el muchacho ...

- Duerme, señor -contestó Nanón.

- Mejor. Así no necesitará bujía -dijo Grandet con tono zumbón.

Esta clemencia insólita, esta amarga alegría sorprendieron a la señora Grandet, que miró muy atentamente a su marido. El viejo tomó su sombrero, sus guantes, y dijo:

- Me voy a pasear por la plaza a ver si encuentro a los Cruchot.

- Eugenia, tu padre tiene indudablemente algo -dijo la señora Grandet apenas salió el viejo.

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