Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO VIICAPÍTULO IXBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO OCTAVO


El señor Grandet entró, dirigió una mirada clara a la mesa y a Carlos; lo vio todo.

- ¡Hola, hola! Festejáis a mi sobrino; está bien, muy bien, perfectamente bien -dijo sin tartamudear-. Cuando el gato corre por los tejados, los ratones bailan en el comedor.

- ¿Festejos? -se dijo Carlos, incapaz de sospechar el régimen y las costUmbres de aquella casa.

- Dame mi vaso, Nanón -dijo el tonelero.

Eugenia llevó el vaso. Grandet sacó del bolsillo del chaleco una navaja de cuerno, de gruesa hoja, cortó una rebanada de pan, tomó un poco de manteca, la extendió cuidadosamente, y se puso a comer de pie.

En aquel momento, Carlos estaba poniendo el azúcar a su café. El tío Grandet vio los terrones, escrutó a su mujer, que se puso pálida, y dio tres pasos; inclinó se al oído de la pobre vieja y le preguntó:

- ¿De dónde habéis sacado todo ese azúcar?

- Nanón fue a buscarlo a casa de Fessard; no había más.

Es imposible imaginar el profundo interés que aquella escena ofrecía a las tres mujeres; Nanón había abandonado su cocina y miraba a la sala para ver cómo marchaban las cosas. Carlos probó el café, lo encontró demasiado amargo, y buscó el azúcar que Grandet había guardado ya.

- ¿Qué desea usted, sobrino? -preguntó el viejo.

- Más azúcar.

- Ponga usted leche -contestó el dueño de la casa-, el café se endulza con la leche.

Eugenia volvió a tomar el platillo del azúcar que Grandet había guardado y lo puso sobre la mesa, mirando a su padre con aire tranquilo.

De veras que la parisiense que, para facilitar la fuga de su amante, sostiene con sus débiles brazos una escala de seda, no demuestra más valor que el que desplegaba Eugenia al volver a poner el azúcar sobre la mesa.

El amante recompensará a su parisiense, que le hará ver con orgullo su hermoso brazo amoratado, cada una de cuyas venas será bañada en lágrimas, cubierta de besos y curada por el placer. Mientras que Carlos no debía estar nunca en el secreto de las profundas agitaciones que desgarraban el corazón de su prima, fulminada entonces por los ojos del viejo tonelero.

- ¿Tú no comes, mujer?

La pobre ilota se acercó, cortó lastimosamente un pedazo de pan y tomó una pera. Eugenia ofreció audazmente a su padre un poco de pasas, diciéndole:

- Prueba mi conserva, papá. Usted también comerá, primo, ¿no es cierto ? Yo misma he ido a buscar estos lindos racimos para usted.

- ¡Oh, si uno no las detiene, son capaces de saquear Saumur por usted, sobrino! Bueno, cuando haya usted concluido, iremos al jardín; he de decirle algo que no tiene nada de dulce.

Eugenia y su madre dirigieron a Carlos una mirada sobre cuya expresión no pudo equivocarse el joven.

- ¿Qué quiere usted decir con estas palabras, tío? Desde la muerte de mi pobre madre ... -y al decir esto, su voz se enterneció- ya no hay desgracia posible para mí.

- ¡Oh sobrino! ¿Quién puede conocer las aflicciones con que Dios quiere ponemos a prueba? -dijo la tía.

- ¡Ta, ta, ta, ta! Ya comienzan las tonterías. Veo con pena, sobrino mío, sus lindas manos blancas.

Grandet mostró las gruesas paletas de carnero que Dios le había puesto en las extremidades de los brazos.

- ¡Aquí tiene usted manos hechas como para recoger escudos! Usted está acostumbrado a poner los pies en el cuero con que se fabrican las carteras en que guardamos los pagarés de comercio. ¡Malo, malo!

- ¿Qué quiere usted decir, tío? Que me maten si le entiendo una palabra.

- Venga usted -dijo Grandet.

El avaro hizo sonar la navaja al cerrarla, bebió el vino blanco que le quedaba y abrió la puerta.

- ¡Primo ... valor! ...

El acento de la joven había helado a Carlos, que siguió a su terrible pariente presa de mortales inquietudes.

Eugenia, su madre y Nanón fueron a la cocina, excitadas por invencible curiosidad, a espiar a los dos actores de la escena que iba a desarrollarse en el pequeño jardín húmedo, en que el tío caminó silenciosamente un rato con su sobrino.

A Grandet no le costaba nada informar a Carlos de la muerte de su padre, pero sentía una especie de compasión al saberlo sin un sueldo, y buscaba fórmulas para dulcificar la expresión de esa cruel verdad.

Decirle: Ha perdido usted a su padre, no era nada. Los padres mueren antes que los hijos. Pero comunicarle ¡No le queda a usted el menor resto de fortuna!, era lo arduo, porque en esas palabras iban encerradas todas las desgracias de la tierra.

Y el viejo dio una tercera vuelta a la alameda del medio, cuya arena crujía bajo sus pasos.

En las grandes circunstancias de la vida, nuestra alma se aferra fuertemente a los lugares en que las satisfacciones o los pesares caen sobre nosotros. Así es que Carlos examinaba con especial atención el boj del jardinillo, las descoloridas hojas que caían, los desconchados de las paredes, los caprichos de los árboles frutales, detalles pintorescos que debían permanecer grabados en su memoria, mezclados eternamente, a aquella hora suprema, por una mnemotecnia peculiar a las pasiones.

- Hace bastante calor y hace muy buen día -dijo Grandet, respirando con fuerza.

- Sí, tío; pero, ¿por qué ...?

- Pues bien, hijo mío -interrumpió el viejo-; tengo que comunicarte malas noticias. Tu padre está muy mal ...

- ¿Y cómo estoy yo aquí? -exclamó Carlos-. ¡Nanón! -gritó en seguida-. Caballos de posta. Ya encontraré un carruaje ... -agregó volviéndose a su tío, que permanecía inmóvil.

- El carruaje y los caballos son inútiles -contestó Grandet, mirando a Carlos, que se quedó mudo y cuyos ojos se pusieron fijos-. Sí, hijo mío, has adivinado ... Ha muerto. Pero eso no es nada. Hay algo más grave: se ha suicidado ...

- ¡Mi padre...!

- Sí, pero eso no es nada. Los diarios lo comentan, como si tuvieran derecho. Toma y lee.

Grandet, que se había quedado con el diario de Cruchot, puso el artículo fatal ante la vista de Carlos. En aquel momento, el pobre joven, todavía niño, aún en la edad en que los sentimientos se exteriorizan con ingenuidad, rompió en amargo llanto.

- ¡Vaya, gracias a Dios! -se dijo Grandet-. Sus ojos me asustaban. Llora, y está salvado.

Y Grandet agregó en voz alta, sin saber si Carlos lo escuchaba o no:

- Eso no es nada, mi pobre sobrino, no es nada ... Ya te consolarás. Pero ...

- ¡Nunca, nunca! ¡Padre, padre mío!

- Te ha arruinado, te deja sin dinero ...

- ¡Y qué importa ...! ¿Dónde está mi padre? ¡Mi padre ...!

El llanto y los sollozos repercutían en las paredes de una manera horrible, y los ecos los repetían. Las tres mujeres, llenas de compasión, lloraban también: las lágrimas son tan contagiosas como la misma risa.

Carlos, sin escuchar a su tío, escapó al patio, halló la escalera, subió a su cuarto y se echó en la cama, poniendo la cara contra las sábanas para llorar libremente, lejos de los demás.

- Hay que dejar que pase el primer chaparrón -dijo Grandet, entrando a la sala en que Eugenia y su madre habían vuelto bruscamente a ocupar sus asientos, y trabajaban con mano trémula, después de haberse enjugado los ojos-. Pero ese muchacho no sirve para nada: se ocupa más de los muertos que del dinero ...

Eugenia se estremeció al oírle expresarse así sobre el más santo de los dolores. Desde aquel momento comenzó a juzgar a su padre.

Aunque sofocados, los sollozos de Carlos resonaban en toda la vieja casa, y su queja profunda, que parecía salir de debajo de tierra, no cesó sino al acercarse la noche, después de haber ido debilitándose gradualmente.

- ¡Pobre joven! -dijo la señora Grandet.

¡Fatal exclamación! El tío Grandet miró a su mujer, a Eugenia y al azucarero: recordó el desayuno extraordinario preparado para el infeliz pariente, y se plantó en medio de la sala.

- ¡Ah, caramba! -dijo a su mujer con su calma habitual-. Espero que no continuarás en tus prodigalidades. Yo no doy mi dinero para cebar con azúcar a ese joven perillán.

- Mi madre no tiene la culpa -dijo Eugenia-. Yo fui la que ...

- ¿Acaso eres mayor de edad -dijo Grandet interrumpiendo a su hija-, para tratar de contrariarme? Piensa, Eugenia ...

- Padre, el hijo de su hermano de usted no debía carecer en su casa de ...

- ¡Ta, ta, ta, ta! -exclamó el tonelero en cuatro tonos cromáticos-. El hijo de mi hermano por aquí, mi sobrino por allí. Carlos no es nada para nosotros: no tiene un sueldo miserable, el padre ha quebrado, y cuando ese pisaverde haya llorado hasta la saciedad, desalojará esta casa; no quiero que introduzca en ella una revolución.

- ¿Qué es eso de quebrar, padre? -preguntó Eugenia.

- Quebrar -contestó Grandet- es cometer la acción más deshonrosa de cuantas pueden deshonrar a un hombre.

- Debe ser un gran pecado -dijo la señora Grandet- y nuestro hermano estará en el infierno.

- ¡Vamos, ya empiezan las letanías! -dijo Grandet a su mujer, encogiéndose de hombros-. Quebrar, Eugenia -agregó-, es un robo que la ley toma desgraciadamente bajo su protección. Unas personas han dado sus mercaderías a Guillermo Grandet sobre su reputación de honor y de probidad; éste, en seguida, lo ha tomado todo, no dejándoles más que ojos para llorar. El ladrón de los caminos es preferible al quebrado: aquél nos ataca y podemos defendemos; además, se juega la cabeza; pero el otro ... En conclusión: Carlos está deshonrado.

Estas palabras resonaron en e! corazón de la joven y pesaron en él con todo su peso. Honesta y delicada como una flor nacida en el fondo de un bosque, no conocía ni las máximas del mundo, ni sus raciocinios capciosos, ni sus sofismas; aceptó, pues, la atroz explicación que su padre le daba de propósito sobre la quiebra, sin hacerle comprender la diferencia que existe entre una quiebra involuntaria y una quiebra calculada.

- ¿De modo, padre, que usted ha podido impedir esa desgracia?

- Mi hermano no me ha consultado. Además, debe cuatro millones.

- ¿Qué es, entonces, un millón, padre? -preguntó con la candidez de un niño que cree poder encontrar fácil y rápidamente lo que desea.

- ¿Un millón? Pues son doscientas mil monedas de cinco francos, y para formar cinco francos se necesitan cinco monedas de veinte sueldos.

- ¡Dios mío, Dios mío! -exclamó Eugenia-. ¿Cómo puede mi tío haber tenido cuatro millones suyos? ¿Hay algún otro en Francia que pueda tener tantos millones?

El tío Grandet sonreía, se acariciaba la barba, y su lobanillo parecía dilatarse.

- Pero, ¿qué va a ser de mi primo Carlos?

- Va a salir para las Grandes Indias, donde, según la última voluntad de su padre, tratará de hacer fortuna.

- Pero, ¿tiene dinero para ir hasta allá?

- Yo lo pagaré el viaje ... hasta ... sí, hasta Nantes.

Eugenia saltó al cuello de Grandet.

- ¡Ah, padre mío, qué bueno es usted!

Y lo abrazó de una manera que casi avergonzó a Grandet, cuya conciencia le remordía un tanto.

- ¿Se necesita mucho tiempo para reunir un millón? -preguntó Eugenia.

- ¡Caramba! -exclamó el tonelero-. ¿Sabes lo que es un napoleón? Pues se necesitan cincuenta mil para tener un millón.

- Mamá, haremos hacer novenas por él.

- En eso estaba pensando -contestó la madre.

- ¡Eso es, gastar dinero siempre! -exclamó el padre-. ¡Vaya! ¿Creéis que yo tengo el dinero a paladas aquí?

En aquel momento, una queja sorda, más lúgubre que todas las demás, resonó en los desvanes, helando la sangre de Eugenia y de su madre.

- Nanón -dijo Grandet-. Ve arriba, no sea que se mate ...

Y viendo que su mujer y su hija se habían puesto pálidas al oírlo, exclamó:

- ¡Vamos, vamos! ¡Nada de tonterías! Os dejo. Voy a dar una vuelta alrededor de nuestros holandeses, que se marchan hoy. Luego iré a ver a Cruchot y a hablar con él de todo esto.

Se marchó.

Cuando Grandet hubo cerrado la puerta tras de sí, Eugenia y su madre respiraron. Antes de aquella mañana, Eugenia jamás se había sentido cohibida en presencia de su padre. Pero desde hacía algunas horas cambiaba a cada instante de sentimientos y de ideas.

- Mamá, ¿cuántos luises se sacan de un tonel de vino ...?

- Tu padre vende los suyos entre cien y ciento cincuenta francos, a veces doscientos, según le he oído decir.

- ¿Cuánto valen mil cuatrocientos barriles de vino?

- A fe, hija, que no sé cuánto importa eso; tu padre no me habla nunca de sus negocios.

- Pero a mí me parece, según eso, que ha de ser rico.

- Puede ser. Pero el señor Cruchot me ha dicho que había comprado Froidfond hace dos años. Eso le habrá traído dificultades.

Como no comprendía nada más acerca de la fortuna de su padre, Eugenia cesó aquí en sus cálculos.

- ¡Ni siquiera me ha visto el pobrecito! -dijo Nanón, volviendo. Está tendido como un ternero sobre la cama, y llora como una Magdalena, que da lástima. ¡Qué pena tiene el pobrecito joven!

- Vamos pronto a tratar de consolarlo, mamá, y si golpean a la puerta, bajaremos.

La señora Grandet no tuvo defensa contra las armonías de la voz de su hija. Eugenia estaba sublime: era mujer.

Ambas, con el corazón palpitante, subieron al cuarto de Carlos. La puerta estaba abierta. El joven no veía ni oía. Sumergido en sus lágrimas, lanzaba inarticuladas quejas.

- ¡Cómo quiere a su padre! -dijo Eugenia en voz baja.

Era imposible desconocer en el acento de estas palabras las esperanzas de un corazón apasionado sin saberlo. Así es que la señora Grandet dirigió a su hija una mirada llena de maternidad, y luego le dijo en voz baja, al oído:

- ¡Cuidado! Quizá estés a punto de amarlo.

- ¡Amarlo! -replicó Eugenia de la misma manera-. ¡Ah, si supieras lo que ha dicho mi padre! ...

Carlos se volvió y vio a su tía y a su prima.

- He perdido a mi padre, a mi pobre padre. Si me hubiera confiado el secreto de su desgracia, hubiéramos trabajado juntos para repararla. ¡Dios mío! ¡Mi buen padre! ¡Tan seguro estaba de volver a verlo, que casi no le abracé siquiera! ...

Los sollozos le cortaron la palabra.

- Rezaremos mucho por él -le dijo la señora Grandet-. ¡Resígnese usted a la voluntad de Dios!

- Primo -dijo Eugenia-. ¡Tenga usted valor! Su pérdida es irreparable: piense usted ahora en salvar el honor ...

Con el instinto, con la perspicacia de la mujer que tiene el pensamiento en todo, hasta mientras consuela, Eugenia queria engañar el dolor de su primo haciéndole ocuparse de sí mismo.

- ¿El honor? ... -gritó el joven, echando hacia atrás sus cabellos con un movimiento brusco.

Y se sentó en el borde de la cama, cruzándose de brazos.

- ¡Ah, es verdad! ¡Mi padre ha quebrado, según decía mi tío!

Lanzó un grito desgarrador y se cubrió la cara con las manos.

- ¡Déjeme usted, prima, déjeme! ¡Dios mío, Dios mío! Perdona a mi padre, ¡ha debido sufrir tanto! ...

Había algo horriblemente atrayente en el espectáculo de aquel dolor juvenil, verdadero, sin cálculo, sin segunda intención. Era un dolor púdico que los sencillos corazones de Eugenia y su madre comprendieron cuando Carlos hizo un ademán para decirles que lo dejaran entregado a su amargura.

Bajaron, volvieron a ocupar en silencio sus sitios junto a la ventana, y trabajaron cerca de una hora sin decirse palabra.

Eugenia había visto, en una mirada furtiva que lanzó al equipaje del primo, esa mirada de las jóvenes que todo lo ven en un abrir y cerrar de ojos, las lindas chucherías de su tocador, sus tijeras, sus navajas con adornos de oro. Aquel relámpago de lujo entrevisto a través del dolor de Carlos, se le hizo más interesante, indudablemente por contraste.

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