Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO IXCAPÍTULO XIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO


En efecto, poco dormilón, Grandet empleaba la mitad de sus noches en los cálculos preliminares que daban a sus juicios, a sus observaciones, a sus planes, su sorprendente exactitud, y los aseguraba el constante éxito de que se maravillaban los habitantes de Saumur. Todo poder humano es un compuesto de paciencia y de tiempo. La gente poderosa quiere y vela. La vida del avaro es un continuo ejercicio del poder humano, puesto al servicio de la individualidad. No se apoya sino en dos sentimientos: el amor propio y el interés; pero como el interés es en cierto modo el amor propio sólido y bien entendido, la demostración continua de una superioridad, real, el amor propio y el interés son dos partes de un mismo todo: el egoísmo.

De ahí procede quizá la prodigiosa curiosidad que excitan los avaros hábilmente puestos en escena. Cada cual se liga por un hilo a esos personajes que se miden con todos los sentimientos humanos y los resumen todos. ¿Dónde está el hombre sin deseos, y qué deseo social puede resolverse sin dinero?

Grandet tenía realmente algo, según la expresión de su esposa. Existía en él, como en todos los avaros, una persistente necesidad de jugar una partida con los demás hombres y de ganarles legalmente sus escudos. Embaucar al prójimo, ¿ no es hacer acto de poder, darse perpetuamente el derecho de despreciar a los que, demasiado débiles, se dejan devorar en este mundo? ¡Oh! ¿Quién ha comprendido bien al cordero apaciblemente acostado a los pies del Señor, el emblema más conmovedor de todas las víctimas terrenales, el de su porvenir, el del sufrimiento y la debilidad glorificados, en fin? El avaro deja engordar al cordero, lo acorrala, lo mata, lo cuece, se lo come y lo desprecia. El alimento de los avaros se compone de dinero y de desdén.

Durante la noche, las ideas del viejo habían tomado otro rumbo; de ahí su clemencia. Había urdido una trama para burlarse de los parisienses, para retorcerlos, envolverlos, amasarlos, hacerlos ir, venir, sudar, esperar, palidecer; para divertirse a costa suya, él, ex tonelero, en el fondo de su sala gris o subiendo la carcomida escalera de su casa de Saumur.

Su sobrino lo había ocupado. Quería salvar el honor de su hermano muerto, sin que ello costara un sueldo ni a su sobrino ni a él. Sus fondos iban a ser colocados por tres años, y él no tendría más que dirigir sus bienes: era, pues, necesario un alimento para su actividad maliciosa, y lo había encontrado en la quiebra de su hermano. No teniendo nada que exprimir entre sus manos, quería triturar a los parisienses en provecho de Carlos y mostrarse excelente hermano sin costo alguno.

El honor de la familia figuraba en tan mínima parte en su proyecto, que su buena voluntad debe compararse a la necesidad que sienten los jugadores, de ver jugar una partida, aun cuando no les vaya nada en ello. Y había menester de los Cruchot, e iba en busca suya: estaba resuelto a hacerlos llegar a su casa y comenzar aquella misma noche la comedia cuyo plan acababa de concebir, para ser al día siguiente, sin que le costara nada, objeto de la admiración de su ciudad.

En ausencia de su padre, Eugenia tuvo la satisfacción de poder ocuparse abiertamente de su amado primo, derramar sobre él, sin temor, los tesoros de su piedad, una de las sublimes superioridades de la mujer, la única que desea hacer sentir, la única que perdona al hombre que éste le permita quitarle.

Eugenia fue tres o cuatro veces a escuchar la respiración de su primo; a saber si dormía, si se despertaba; luego, cuando se levantó, la crema, el café, los huevos, las frutas, los platos, el vaso, todo lo que formaba parte del desayuno, fue para ella objeto de grandes cuidados. Subió ágilmente por la vieja escalera, para escuchar el ruido que hacía su primo. ¿Se vestía? ¿Lloraba aún? Y llegó hasta la puerta.

- ¡Primo!

- ¡Prima!

- ¿Quiere usted desayunarse en la sala o en su habitación?

- Donde usted quiera.

- ¿Cómo se encuentra usted?

- Querida prima, me avergüenzo de tener apetito.

Esta conversación a través de la puerta era para Eugenia todo un episodio novelesco.

- Bien. Entonces le traeremos el desayuno a su cuarto, para no contrariar a mi padre.

Bajó a la cocina, con la ligereza de un pájaro.

- Nanón, ve a arreglarle el cuarto.

Aquella escalera tan a menudo subida y bajada y en que retumbaba el menor ruido, parecía haber perdido su carácter de vetustez a los ojos de Eugenia; la veía luminosa, la hablaba, era joven como ella, joven como su amor, al que servía.

En fin, su madre, su buena e indulgente madre, accedió a prestarse a los caprichos de su amor, y cuando estuvo arreglado el cuarto de Carlos, ambas fueron a acompañar al desdichado. ¿La caridad cristiana no ordenaba consolarlo, acaso?

Ambas sacaron de la religión numerosos y pequeños sofismas para justificar sus desarreglos. Carlos Grandet se vio, pues, objeto de los cuidados más afectuosos y más tiernos. Su dolorido corazón sintió vivamente la dulzura de aquella aterciopelada amistad, de la exquisita ternura que las dos almas aprisionadas supieron desplegar al encontrarse un instante libres en la región de los sufrimientos, su esfera natural.

Autorizada por el parentesco, Eugenia se puso a arreglar su ropa blanca, los objetos de tocador que su primo había llevado, y pudo maravillarse a sus anchas ante cada lujosa bagatela, fruslerías de plata, de oro labrado, que le caían en las manos, y que retenía largo rato so pretexto de examinarlas.

Carlos no vio, sin profundo enternecimiento, el interés generoso que por él sentían su tía y su prima; conocía lo bastante la sociedad de París para saber que, en su posición, no hubiese encontrado sino corazones indiferentes o fríos. Eugenia se le apareció entonces en todo el esplendor de su belleza nupcial, y desde aquel punto admiró la inocencia de las costumbres de que se burlaba la víspera.

Así es que cuando Eugenia tomó de mano de Nanón el cacharro de loza lleno de café con crema para servirla a su primo con toda la ingenuidad del sentimiento, dirigiéndole una mirada bondadosa, los ojos del parisiense se humedecieron; Carlos le tomó la mano y se la besó.

- ¡Y bien! ¿Qué tiene usted ahora? -preguntó Eugenia.

- ¡Oh! Son lágrimas de agradecimiento -contestó el joven.

Eugenia se volvió bruscamente a la chimenea para tomar el candelero.

- Nanón, tome, llévese esto -dijo.

Cuando miró a su primo estaba muy colorada todavía, pero al menos sus miradas pudieron mentir y no pintar la alegría excesiva que le inundaba el corazón; pero los ojos de ambos expresaron un mismo sentimiento, así como sus almas se fundieron en una misma idea; el porvenir era suyo.

Esta dulce emoción fue tanto más preciosa para Carlos en medio de su inmenso pesar, cuanto más inesperada.

Un aldabonazo llamó a sus puestos a las dos mujeres. Afortunadamente, pudieron bajar lo bastante pronto para encontrarse entregadas a su labor cuando Grandet entró en la sala; si las hubiese encontrado en el zaguán, no hubiera sido necesario más para excitar sus sospechas.

Después del almuerzo, que el viejo hizo de pie, el guarda a quien no se le había dado aún la indemnización prometida, llegó de Froidfond, de donde llevaba una liebre, varias perdices cazadas en el parque, algunas anguilas y dos sollos debidos por los molineros.

- ¡Oh, oh, este pobre Cornoiller viene como pedrada en ojo de boticario! ¿Sirve eso para comer?

- Sí, mi querido y generoso señor; hace dos días que lo hemos cazado.

- ¡Hola, Nanón, moverse! -dijo el viejo-. Toma eso; será para la comida; he invitado a dos de los Cruchot.

Nanón abrió los atontados ojos y miró a todo el mundo.

- Bueno, bueno -murmuró-, pero, ¿de dónde sacaré tocino y especias?

- Mujer -dijo Grandet-, da seis francos a Nanón, y hazme acordar de que tengo que bajar a la bodega a buscar vino bueno.

- Ahora bien, señor Grandet -dijo el guarda, que había preparado su arenga para resolver la cuestión de sus salarios-; señor Grandet ...

- ¡Ta, ta, ta, ta! -dijo Grandet-. Ya sé lo que me quieres decir; eres un buen muchacho; mañana veremos eso; ahora estoy muy ocupado. Mujer, dale cinco francos -agregó dirigiéndose a la señora Grandet. Y escapó.

La pobre mujer se consideró muy feliz al adquirir un poco de paz mediante once francos; sabía que Grandet callaba durante quince días después de recuperar de aquel modo, moneda por moneda, el dinero que le había dado.

- Toma, Cornoiller -dijo deslizándole en la mano una moneda de diez francos-, algún día recompensaremos tus servicios.

Cornoiller no tuvo nada que decir. Se marchó.

- Señora -dijo Nanón, que se había puesto la cofia negra y tomado la canasta-, no necesito más que tres francos: guarde lo demás. ¡Vaya! Todo saldrá bien, sin embargo.

- Haz una buena comida, Nanón; mi primo bajará a comer -dijo Eugenia.

- Decididamente, está pasando algo extraordinario -dijo la señora Grandet-. Ésta es la tercera vez, desde que nos casamos, que tu padre invita a comer.

A eso de las cuatro, en momentos en que Eugenia y su madre habían acabado de poner la mesa para seis personas, y cuando el amo había subido algunas botellas de esos vinos exquisitos que los provincianos conservan con amor, Carlos entró en la sala. El joven estaba pálido. Sus ademanes, su continente, sus miradas y el sonido de su voz tenían una tristeza llena de gracia. No representaba el dolor, sufría realmente, y el velo tendido sobre su rostro por la pena le daba ese aire interesante que tanto agrada a las mujeres.

Eugenia lo quiso más al verlo así. Quizá también el dolor lo había acercado a ella. Carlos no era ya el rico y hermoso joven colocado en una esfera inaccesible para ella, sino un pariente sumido en la miseria más espantosa. La miseria engendra la igualdad.

La mujer tiene algo de común con los ángeles, y es que los seres que sufren les pertenecen. Carlos y Eugenia se comprendieron y se hablaron con los ojos solamente; porque el pobre dandy derrotado, el huérfano, se sentó en un rincón, donde permaneció mudo, tranquilo y altivo; pero, a cada momento, la mirada dulce y acariciadora de su prima iba a brillar sobre él, obligándolo a apartarse de sus tristes pensamientos, lanzarse con ella por los campos de la esperanza y el porvenir, en que tanto agradaba a Eugenia internarse con él.

En aquel momento la ciudad de Saumur estaba más agitada con la comida ofrecida por Grandet a los Cruchot, que la víspera con la venta de su cosecha, aunque aquel acto fuese un crimen de alta traición contra la vinicultura. Si el político vinatero hubiese dado esa comida con intención análoga a la que costó la cola al perro de Alcibíades, quizá hubiera sido un grande hombre; pero, demasiado superior a la ciudad de que sin cesar se burlaba, no hacía caso alguno de Saumur.

Los Des Grassins no tardaron en saber la muerte violenta y la quiebra probable del padre de Carlos; resolvieron ir aquella misma noche a casa de su cliente, para tomar parte en su sentimiento y hacerle demostraciones de amistad, informándose al propio tiempo de los motivos que podían haberlo determinado a invitar a comer a los Cruchot, en semejantes circunstancias.

A las cinco en punto, el presidente C. de Bonfons y su tío el notario llegaban endomingados hasta los dientes. Los convidados se pusieron a la mesa y comenzaron por comer notablemente bien. Grandet estaba grave, Carlos silencioso, Eugenia muda; la señora Grandet no habló más que de costumbre, de modo que aquella comida fue realmente una comida de condolencia.

Cuando terminaron, Carlos dijo a su tío y a su tía:

- Permítanme que me retire. Me veo obligado a ocuparme de una larga y triste correspondencia.

- Vaya usted, sobrino.

Retiróse Carlos, y cuando el viejo presumió que no podía oírle una palabra, entregado ya a sus papeles, miró astutamente a su mujer.

- Señora Grandet -le dijo-, lo que tenemos que hablar sería griego para usted; son las siete y media, y bien podrían ustedes irse a encerrar en su armario. Buenas noches, hija.

Besó a Eugenia y ambas mujeres salieron.

Aquí comenzó la escena en que, más que en cualquier otro momento de su vida, el tío Grandet utilizó la habilidad que había adquirido en el comercio de los hombres y que, cuando mordía con demasiada violencia la piel de alguien, le valía el sobrenombre de viejo perro.

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