Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO VICAPÍTULO VIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SÉPTIMO


- ¿Adónde va tan de mañana? -preguntó el notario Cruchot que se encontró con Grandet.

- Tengo que ver una cosa -dijo el viejo, sin engañarse a propósito del matutino paseo de su amigo.

Cuando el tío Grandet iba a ver alguna cosa, el notario sabía por experiencia que siempre había algo que ganar con él. De modo que lo acompañó.

- Venga usted, Cruchot -dijo Grandet al notario-. Usted es uno de mis amigos; voy a demostrarle que es una locura plantar álamos en tierras buenas ...

- ¿Echa usted en saco roto los sesenta mil francos que ha embolsado por los que estaban en sus prados del Loira? -dijo maese Cruchot, abriendo los ojos bobalicones-. ¡Qué suerte ha tenido! ... ¡Cortar sus árboles en el momento en que faltaba madera blanca en Nantes, y venderlos a treinta francos!

Eugenia escuchaba sin saber que se aproximaba el momento más solemne de su vida, y que el notario iba a hacer pronunciar sobre ella una sentencia paterna y soberana.

Grandet había llegado a las magníficas praderas que poseía a orillas del Loira, y en las que treinta peones se ocupaban en terraplenar, llenar y nivelar el sitio en otro tiempo ocupado por los álamos.

- Señor Cruchot, mire usted cuánto terreno toma un álamo -dijo al notario-. Juan -gritó a uno de los peones-, mi ... mi... mide con tu toesa en to... to... todos sentidos.

- Cuatro veces ocho pies -dijo el obrero cuando terminó de medir.

- Treinta y dos pies de pérdida -dijo Grandet a Cruchot-. Tenía en esta línea trescientos álamos, ¿no es verdad? Ahora bien, tre... tre... trescientas veces tre... tre... treinta y dos pi... pies, me co... co... comían qui... nientos de heno; agregue usted dos veces otro tanto en los dos lados, mil quinientos; las filas del medio otro tanto. Entonces di... di... digamos mil haces de heno.

- ¡Y bien! -dijo Cruchot, para ayudar a su amigo-, mil haces de heno valen alrededor de seiscientos francos.

- Di... diga usted mil dos... doscientos, con la reventa. Pues bien, cal... cal... calcule lo que son mil dos... dos... doscientos francos al año du... du... durante cuarenta años, que dan a interés com... com... compuesto lo que... que... que usted sabe.

- Serán unos sesenta mil francos.

- ¡Bueno! Su... su... supongamos que sean sesenta mil francos. Pues bien -agregó el vinatero, ya sin tartamudear-, dos mil álamos de cuarenta años no me darían cincuenta mil francos. Entonces hay pérdida. ¡Yo he dado con ello!

Y Grandet se irguió sobre sus talones.

- Juan -agregó en seguida-, llena los agujeros, excepto del lado del Loira, donde plantarás los álamos que he comprado. Poniéndolos sobre el río los alimentaré a costa del gobierno -añadió volviéndose hacia Cruchot e imprimiendo a su lobanillo un movimiento equivalente a la más irónica sonrisa.

- ¡Es claro! Los álamos no deben plantarse sino en tierras pobres -dijo Cruchot estupefacto ante los cálculos de Grandet.

- ¡Sí... sí, señor! -contestó sarcásticamente el tonelero.

Eugenia, que miraba el sublime paisaje del Loira sin escuchar los cálculos de su padre, prestó bien pronto oído a las palabras de Cruchot, oyendo que decía a Grandet:

- ¡Vaya, pues! Conque ha hecho usted venir un yerno de París! En todo Saumur no se habla más que de su sobrino. Pronto tendré, según parece, que redactar un contrato de bodas...

- ¿Ha sa... sa... salido usted tan te... te... temprano para decirme eso? -exclamó Grandet acompañando estas palabras con un movimiento del lobanillo de la nariz-. Pues bien, viejo caamarada, seré fra... franco con usted, y le diré lo que qui... qui... quiere saber. Preferiría, ¿sa... sa... sabe usted?, e... e... echar al río a mi hija... antes que da... da... darla a su primo; pu... pu... puede re... re... repetirlo... ¡Pero, no! Dé... ... déjelos usted que hablen.

Esta confesión causó mareos a Eugenia. Las lejanas esperanzas que para ella comenzaban a despuntar en su corazón, florecieron de repente, se realizaron y formaron un haz de flores que vio cortadas y yaciendo en el suelo.

Desde la víspera iba ligándose a Carlos con todos los lazos de felicidad que unen a las almas; de allí en adelante, el sufrimiento iba, pues, a estrecharlos aún más. ¿No entra en el noble destino de la mujer sentirse más conmovida por las tristezas de la miseria que por los esplendores de la fortuna? ¿Cómo había podido apagarse el sentimiento paterno en el fondo del corazón de su padre? ¿De qué crimen era culpable Carlos? ¡Cuestiones misteriosas! Ya su amor naciente, misterio tan profundo por sí solo, se envolvía en otros misterios. Volvió con las piernas tréOlUlas, y al llegar a la vieja calle sombría, tan alegre antes para ella, la halló de un aspecto triste, respiró allí la melancolía que los tiempos y las cosas habían impreso en ella. Ya no le faltaba una sola de las enseñanzas del amor. A pocos pasos de la casa se adelantó a su padre, y lo aguardó a la puerta.

Grandet, que veía en la mano del notario un periódico todavía cerrado, le preguntó:

- ¿A cómo están los fondos?

- No quiere usted escucharme, Grandet -le contestó Cruchot. Compre pronto: todavía hay un veinte por ciento que ganar en dos años, además de los intereses bastante crecidos; cinco mil libras de renta por ochenta mil francos cincuenta céntimos.

- Ya veremos -dijo Grandet, restregándose la barba.

- ¡Dios mío! -exclamó el notario que acababa de abrir el periódico.

- ¿Qué pasa? -exclamó Grandet, a tiempo que Cruchot le metía el diario por los ojos, diciéndole:

- Lea usted esta noticia.

El señor Grandet, uno de los negociantes más estimados de París, se ha suicidado ayer después de su acostumbrada visita a la Bolsa.

Había enviado su renuncia al presidente de la cámara de diputados, y también había renunciado a sus funciones de juez en el tribunal de comercio.

Las quiebras de los señores Roguin y Souchet, su agente de cambio y su notario, lo han arruinado.

La consideración de que gozaba el señor Grandet era, sin embargo, tal, que seguramente hubiera hallado ayuda en la plaza de París.

Es de lamentar que este hombre tan honorable haya obedecido a un primer movimiento de desesperación ... etc.

- Ya lo sabía -dijo el viejo vinatero a su notario, Esta frase dejó helado a Cruchot, que, a pesar de su impasibilidad de notario, sintió un calofrío en la espalda al pensar que el Grandet de París habría implorado, sin duda, vanamente a los millones del Grandet de Saumur.

- Y su hijo, tan alegre ayer ...

- Todavía no sabe nada -contestó Grandet con la misma tranquilidad.

- Adiós, señor Grandet -dijo Cruchot comprendiendo por qué el tonelero no daría la hija a su sobrino, y deseoso de tranquilizar al presidente de Bonfons.

Grandet encontró el desayuno pronto. La señora Grandet, a cuyo cuello saltó Eugenia para besarla con la viva efusión del alma que provoca en nosotros una pena secreta, estaba ya en su alta silla, tejiéndose unos manguitos para el invierno.

- Pueden comer -dijo Nanón, que bajaba las escaleras de cuatro en cuatro-; el joven duerme como un querubín. ¡Qué guapo está con los ojos cerrados! ¡Entré, le llamé ... nada!

- Déjale que duerma -dijo Grandet-; siempre se despertará demasiado temprano para saber malas noticias.

- ¿Qué ocurre? -preguntó Eugenia, poniendo en el café dos terrones de azúcar de no se sabe cuántos gramos de peso que el anciano se entretenía en cortar con sus propias manos en sus ratos perdidos.

La señora Grandet, que no se había atrevido a hacer la misma pregunta, miró a su esposo.

- El padre se ha levantado la tapa de los sesos.

- ¡Mi tío...! -exclamó Eugenia.

- ¡Pobre joven! -exclamó la señora Grandet.

- Sí, muy pobre -replicó Grandet-, no le queda un sueldo.

- Pues duerme como si fuese uno de los reyes de la tierra -dijo Nanón con acento dulce.

Eugenia dejó de comer. Oprimiósele el corazón, como se oprime cuando, por primera vez, la compasión excitada por la desgracia de la persona amada desborda del cuerpo entero de una mujer.

La pobre joven lloró.

- No conoces a tu tío, ¿por qué lloras? -dijo el padre dirigiéndole una de las miradas de tigre hambriento que sin duda lanzaba a sus montones de oro.

- Pero, señor -dijo la criada-, ¿quién no sentiría compasión por ese pobre joven que duerme como un tronco, sin saber su suerte?

- No hablo contigo, Nanón; envaina esa lengua.

Eugenia supo en aquel momento que la mujer que ama debe disimular siempre sus sentimientos. Y no contestó.

- Espero que hasta mi vuelta no le dirán una palabra, eh, señora Grandet -dijo continuando el viejo-. Necesito ir a hacer poner en línea las zanjas de mis prados del camino. A mediodía estaré de vuelta para el almuerzo, y hablaré de sus asuntos a mi sobrino. En cuanto a ti, señorita Eugenia, si lloras por ese pisaverde, basta de llanto, hija. Saldrá sin perder un minuto para las Indias. No lo volverás a ver ...

El padre tomó los guantes del ala del sombrero, se los puso con su calma habitual, se los sujetó embutiendo los dedos unos en los otros y salió.

- ¡Ah, mamá! ¡Me ahogo! -exclamó Eugenia en cuanto estuvo sola con su madre-. Nunca he sufrido tanto.

La señora Grandet, viendo que su hija palidecía, abrió la ventana y la hizo respirar el aire libre.

- Estoy mejor -dijo Eugenia un momento después.

Aquella emoción nerviosa en una naturaleza hasta entonces en apariencia tranquila y fría, hizo reaccionar a la señora Grandet, que miró a su hija con la intuición simpática de que están dotadas las madres para con el objeto de su ternura, y todo lo adivinó.

Pero, a decir verdad, la vida de las hermanas húngaras, unidas una a otra por un error de la Naturaleza, no fue más íntima de lo que era la de Eugenia y su madre, siempre juntas en el alféizar de una ventana: juntas en la iglesia, hasta durmiendo juntas en la misma atmósfera.

- ¡Pobre hija mía! -dijo la señora Grandet tomando la cabeza de Eugenia para apoyarla en su seno.

A estas palabras la joven levantó su frente, interrogó a su madre con una mirada, escrutó sus secretos pensamientos y le dijo:

- ¿Por qué enviado a las Indias? Si es desgraciado, ¿ no debe quedarse aquí? ¿No es nuestro pariente más cercano?

- Sí, hija mía, eso sería muy natural; pero tu padre tendrá sus razones, y debemos respetarlas ...

Madre e hija se sentaron en silencio, la una en la silla alta, la otra en el silloncito y ambas volvieron a sus labores.

Llena de agradecimiento por la admirable comprensión de su alma que le había demostrado la madre, Eugenia le besó la mano, diciéndole:

- ¡Qué buena eres, querida mamá!

Estas palabras hicieron resplandecer el viejo rostro materno, marchitado por largos dolores.

- ¿Y a ti, te gusta? -preguntó Eugenia.

La señora Grandet no contestó sino con una sonrisa; luego, después de un momento de silencio, dijo en voz baja:

- ¿Lo amas ya? Eso estaría muy mal hecho.

- ¿Mal hecho? -replicó Eugenia-. ¿Por qué? A ti te gusta, le gusta a Nanón, ¿por qué no habría de gustarme a mí también? Vamos, mamá, pongamos la mesa para su desayuno.

Y abandonó su labor. La madre hizo lo mismo, diciéndole:

- ¡Eres una loca!

Pero tuvo la complacencia de justificar la locura de su hija, compartiéndola. Eugenia llamó a Nanón.

- ¿Qué es lo que quiere usted ahora, señorita?

- Nanón, ¿tendrás crema para mediodía, no es cierto?

- ¡Ah! Para mediodía, sí -contestó la vieja criada.

- ¡Bueno! Sírvele el café muy cargado; le he oído decir al señor Des Grassins que el café se toma muy cargado en París. Pon mucho.

- ¿Y de dónde quiere que lo saque?

- Compra.

- ¿Y si me encuentra el señor?

- Está en sus prados.

- Entonces voy corriendo. Pero como ya me ha preguntado el señor Fessard si estaban en casa los tres reyes magos, cuando le compré la bujía ... toda la ciudad va a saber nuestros despilfarros.

- Si tu padre se da cuenta -dijo la señora Grandet-, sería capaz de pegarnos.

- Pues que nos pegue; recibiremos sus golpes de rodillas.

La señora Grandet, por toda respuesta, alzó los ojos al cielo. Nanón tomó su cofia y salió.

Eugenia puso en la mesa un mantel blanco, fue a buscar algunos racimos de pasas de los que se había entretenido en colgar de cuerdas en el granero; anduvo de puntillas en el pasadizo para no despertar a su primo, y no pudo resistir al deseo de escuchar a su puerta la respiración que se escapaba de sus labios a intervalos iguales.

- ¡La desgracia vela, mientras él duerme! -se dijo.

Tomó las hojas más verdes de la parra, arregló las pasas con tanta coquetería cuanta hubiera podido tener un viejo mayordomo, y las llevó triunfalmente a la mesa. Se apoderó de las peras que su padre había contado en la cocina, y las arregló en forma de pirámide entre las hojas. Iba, venía, corría, saltaba. Hubiera querido saquear toda la casa de su padre; pero éste tenía las llaves de todo.

Nanón volvió con un par de huevos frescos, y Eugenia sintió ganas de abrazarla.

- El cortijero de la Landa llevaba huevos en la canasta, le pedí algunos y me dio este par como un obsequio ...

Después de dos horas de cuidados, durante las cuales Eugenia dejó veinte veces su labor para ir a ver cómo hervía el café, para ir a escuchar el ruido que hacía su primo levantándose, logró, por fin, preparar un desayuno muy sencillo, poco costoso, pero que salía terriblemente de las inveteradas costumbres de la casa.

El almuerzo de mediodía se hacía de pie. Cada uno tomaba un pedazo de pan, una fruta o un poco de manteca, y un vaso de vino.

Al ver la mesa colocada junto al fuego, uno de los sillones puesto delante del cubierto de su primo, los dos platos de frutas, la huevera, la botella de vino blanco, el pan y el azúcar amontonado en un platillo, Eugenia tembló de pies a cabeza con sólo pensar en la mirada que le lanzaría su padre si llegara a entrar en aquel momento. Y miraba a menudo el reloj, pronta quizá a retirarlo todo si su primo no tuviera tiempo de desayunarse antes de la vuelta del viejo.

- Tranquilízate, Eugenia; si tu padre viene, yo cargaré con la responsabilidad de todo -dijo la señora Grandet.

Eugenia no pudo contener una lágrima.

- ¡Oh querida mamá! -exclamó-. ¡Nunca te he querido bastante!

Carlos bajó, por fin, después de haber dado mil vueltas, tarareando en su habitación. Felizmente, todavía no eran más de las once.

¡Ah, parisiense! Había usado de tanta coquetería en su traje como si se hallara en el castillo de la noble dama que paseaba por Escocia. Entró con el aire afable y sonriente que tan bien sienta a la juventud, y que causó una triste alegría a Eugenia. Había tomado a broma el desastre de sus castillos en Anjou, los que atribuía a su tío, y se acercó alegremente a su tía.

- ¿Ha pasado usted buena noche, mi querida tía? ¿Y usted, prima?

- Bien; pero, ¿y usted?

- ¿Yo? Perfectamente.

- Debe usted estar con apetito, primo -dijo Eugenia-; siéntese usted a la mesa.

- Pero si yo nunca almuerzo antes de mediodía, la hora a que me levanto. Sin embargo, he comido tan mal durante el viaje, que haré lo que ustedes quieran. Por otra parte ...

Sacó el más delicioso reloj chato que haya hecho Breguet, y exclamó:

- ¡Bárbaro! Son las once. He madrugado.

- ¡Madrugado! ... -exclamó la señora Grandet.

- Sí, pero deseaba arreglar mis cosas. Pues bien, comeré con gusto un bocado, cualquier cosa, un poco de ave, una perdiz.

- ¡Virgen Santísima! -exclamó Nanón al oír estas palabras.

- ¡Una perdiz! -se decía Eugenia, que hubiera dado todo su peculio por una perdiz.

- Venga usted a sentarse -dijo la tía.

El dandy se dejó caer en el sillón, como una linda mujer que se tiende en su diván. Eugenia y su madre tomaron sillas y se sentaron cerca de él, delante del fuego.

- ¿Viven ustedes siempre aquí? -les dijo Carlos, encontrando que la sala era aún más fea de día que de noche con la luz artificial.

- Siempre -contestó Eugenia, mirándole-, excepto durante la vendimia. Entonces vamos a ayudar a Nanón, y nos alojamos en la abadía de los Nogales.

- ¿No se pasean ustedes nunca?

- A veces, los domingos, después de vísperas, cuando hace buen tiempo -dijo la señora Grandet-, vamos al puente, o a ver segar el heno.

- ¿Hay teatro?

- ¡Ir al teatro! -exclamó la señora Grandet-, ¡ver los cómicos! Pero, señor, ¿no sabe usted que eso es pecado mortal?

- Mire usted, señor -dijo Nanón llevando los huevos-, le daremos los pollos pasados por agua ...

- ¡Oh, huevos frescos! -exclamó Carlos, que, como la gente habituada al lujo, no pensaba ya en la perdiz-. Pero esto es delicioso; si me diera usted un poco de manteca ...

- ¡Ah, manteca! Entonces no podré hacer bizcocho ... -dijo la criada.

- ¡Ea, trae manteca, Nanón! -exclamó Eugenia.

La joven examinaba a su primo, que estaba cortando rebanaditas de pan para mojarlas en el huevo, y le gustaba tanto verlo practicar aquella operación, como a la más sensible griseta de París ver representar un melodrama en que triunfa la inocencia.

Verdad es que Carlos, educado por una madre graciosa, perfeccionado por una mujer a la moda, tenía movimientos coquetos, menudos, como los de una elegante.

La simpatía apiadada y la ternura de una joven posee una influencia realmente magnética. Así es que Carlos, al verse objeto de las atenciones de su prima y de su tía, no pudo sustraerse al influjo de los sentimientos que se dirigían a él, inundándolo, por decirlo así. Lanzó a Eugenia una mirada brillante de bondad y de caricias, una mirada que parecía sonreír. Notó, contemplando a Eugenia, la exquisita armonía de los rasgos de aquel rostro puro, su inocente actitud, la mágica claridad de sus ojos, en que chispeaban juveniles pensamientos de amor, y en que el deseo ignoraba aún el deleite.

- A fe, prima, que si estuviera usted en un palco, y en gran toilette en la Ópera, le aseguro que mi tía tendría razón, pues haría usted cometer muchos pecados de envidia a los hombres, y de celos a las mujeres.

Este cumplimiento oprimió el corazón de Eugenia y lo hizo palpitar de alegría, aunque no lo comprendiera bien.

- ¡Oh primo! ¡Usted trata de burlarse de una pobre provincianita!

- Si me conociera usted, prima, sabría que odio la burla; marchita el corazón y aja todos los sentimientos ...

Y tragó con mucho agrado su rebanada con manteca, después de mojarla en el huevo.

- No, seguramente no tengo bastante ingenio para burlarme de los demás, y ese defecto me hace mucho daño. En París se halla medio de asesinar a un hombre diciendo: Tiene buen corazón. Esa frase quiere decir: El pobre muchacho es tan bestia como un rinoceronte. Pero como soy rico y conocido como un tirador que derriba un muñeco al primer tiro a treinta pasos, con cualquier clase de pistola y en pleno campo, las burlas me respetan ...

- Lo que usted dice revela buen corazón, sobrino.

- Tiene usted un bonito anillo -dijo Eugenia-, ¿haré mal en pedírselo para verlo?

Carlos tendió la mano aflojando el anillo, y Eugenia se ruborizó al tocar con la punta de los dedos las uñas rosadas de su primo.

- Mire usted, madre mía, qué bello trabajo.

- ¡Oh, tiene mucho oro! -dijo Nanón, llevando el café.

- ¿Qué es esto? -preguntó Carlos, riendo.

Y señalaba un cacharro oblongo de tierra morena, barnizado, enlozado en el interior, adornado con una franja de ceniza, y a cuyo fondo caía el café para volver danzando a la superficie del líquido hirviente.

- Café hervido -dijo Nanón.

- ¡Ah, mi querida tía! Siquiera dejaré algún rastro benéfico de mi paso por aquí. Están ustedes muy atrasados. Ya les enseñaré yo a hacer buen café en una cafetera a la Chaptal.

Y trató de explicar el sistema de la cafetera a la Chaptal.

- ¡Ah, caramba! ¡Pues no tiene que digamos pocas zarandajas! -exclamó Nanón-. Sería cosa de pasarse la vida sólo en eso. Nunca haré café de esa manera. ¡ No faltaba más! ¿Y quién arrancaría el pasto para nuestra vaca, mientras yo hiciera el café?

- Yo lo haré -dijo Eugenia.

- ¡Muchacha! -dijo la señora Grandet mirando a su hija.

A estas palabras, que recordaban el dolor pronto a desplomarse sobre aquel desdichado joven, las tres mujeres callaron y lo contemplaron con un aire de compasión que le sorprendió.

- ¿Qué tiene usted, prima?

- ¡Chist! -dijo la señora Grandet a Eugenia, que iba a hablar-. Ya sabes, hija, que tu padre se ha encargado de hablar al señor ...

- Llámeme usted Carlos -dijo el joven Grandet.

- ¡Ah,se llama usted Carlos! ¡Qué bonito nombre! -exclamó Eugenia.

Las desgracias presentidas suceden casi siempre. Al llegar allí, Nanón, la señora Grandet y Eugenia, que no pensaban sin estremecerse en el regreso del viejo viticultor, oyeron un aldabonazo cuya vibración les era demasiado conocida.

- Ahí está papá -dijo Eugenia.

Quitó el platillo del azúcar, dejando algunos terrones sobre el mantel.

Nanón se llevó el plato de los huevos. La señora Grandet se levantó como una corza espantada. Aquello fue un terror pánico que Carlos vio sorprendido, pero sin poder explicárselo.

- Pero, ¿qué es lo que tienen? -preguntó.

- Pues que ahí está mi padre -dijo Eugenia.

- ¿Y qué hay con eso ...?

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