Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO VCAPÍTULO VIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEXTO


En la pura y monótona vida de las jóvenes llega una hora deliciosa en que el sol derrama sus rayos en su alma, en que la flor les expresa pensamientos, en que las palpitaciones del corazón comunican al cerebro su cálida fecundidad y funden las ideas en un vago deseo; ¡día de inocente melancolía y de suaves regocijos!

Cuando los niños comienzan a ver, sonríen; cuando una joven entrevé el sentimiento en la Naturaleza, sonríe como cuando sonreía siendo niña. Si la luz es el primer amor de la vida, ¿no es el amor la luz del corazón?

Para Eugenia había llegado la hora de ver claro en las cosas de la tierra. Madrugadora como todas las muchachas de provincia, levantóse temprano, hizo sus oraciones y comenzó la obra de su tocado, ocupación que de allí en adelante iba a tener significado para ella. Alisó primero sus cabellos castaños, arrolló sus gruesas matas en lo alto de la cabeza con el mayor cuidado, evitando que los cabellos escapasen de sus trenzas, e introdujo en su tocado una simetría que realzó el tímido candor de su semblante, armonizando la sencillez de los adornos con la ingenuidad de las líneas.

Mientras se lavaba varias veces las manos en el agua pura que le endurecía y enrojecía la piel, miró sus hermosos brazos redondos, y se preguntó lo que haría su primo para tener las manos tan suavemente blancas y las uñas tan bien recortadas. Se puso medias nuevas y sus más lindos zapatos. Se ciñó el corsé sin saltar ningún ojal. En fin, deseando por primera vez de su vida, aparecer con ventaja, conoció la dicha de tener un vestido nuevo bien hecho, y que le añadía atractivos.

Cuando acabó de vestirse oyó sonar el reloj de la parroquia, y se sorprendió de que no fueran más que las siete. El deseo de tener todo el tiempo necesario para arreglarse bien la había hecho levantar más temprano. Ignorando el arte de preparar diez veces el mismo rizo de cabellos, y de estudiar su efecto, Eugenia se cruzó buenamente de brazos, se sentó a su ventana, contempló el patio, el jardín estrecho y las altas murallas que lo dominaban; vista melancólica, limitada, pero no desprovista de las misteriosas bellezas peculiares a los sitios solitarios o a la Naturaleza inculta.

Cerca de la cocina se encontraba un pozo, con brocal y polea sostenida por una rama de hierro encorvado, a la que se abrazaba una vid de pámpanos marchitos, enrojecidos, quemados por la estación. Desde allí el tortuoso sarmiento ganaba la pared, se asía a ella, corría a lo largo de la casa, y acababa en una leñera en que la leña estaba arreglada con tanta exactitud cuanta puedan tenerla los libros en la biblioteca de un bibliófilo.

El pavimento del patio presentaba esas tintas negruzcas producidas por el tiempo, por los musgos, por las hierbas, por la falta de movimiento. Las gruesas paredes presentaban su camisa verde rayada por largos hilos oscuros. Por fin, los ocho peldaños que se levantaban al fondo del patio y conducían a la puerta del jardín, estaban dislocados y sepultados bajo altas matas, como la tumba de un caballero enterrado por su viuda en tiempo de las cruzadas.

Encima de una base de piedras desgastadas, se veía una verja de madera podrida, medio derrumbada de vetustez, pero en la que se enredaban a su alrededor varias plantas trepadoras.

A cada lado de la puerta avanzaban las retorcidas ramas de dos manzanos raquíticos. Tres alamedas paralelas y separadas por canteros cuadrados, cuya tierra estaba sostenida por un borde de boj, componían aquel jardín que terminaba en un grupo de tilos. En un extremo había frambuesos, en el otro un intenso nogal que inclinaba sus ramas hasta el gabinete del tonelero.

Un día puro y el buen sol peculiares a los otoños de las riberas del Loira comenzaban a disipar la veladura impresa por la noche a los pintorescos objetos, a las paredes, a las plantas que vestían el jardín y el patio. Eugenia halló encantos completamente nuevos en el aspecto de aquellas cosas, antes tan vulgares para ella. Mil pensamientos confusos nacían en su alma, y se entrecruzaban en ella, a medida que afuera aumentaban los rayos del sol. Tuvo, por fin, el movimiento de placer vago, inexplicable que envuelve el ser moral, como puede una nube envolver el ser físico. Sus reflexiones se armonizaban con los detalles de aquel singular paisaje, y las armonías de su corazón se aliaban con las armonías de la Naturaleza. Cuando el sol llegó a un lienzo de pared del que colgaban cabellos de Venus, con hojas gruesas de colores cambiantes como el pecho de las palomas, celestes rayos de esperanza iluminaron el porvenir para Eugenia, que desde entonces se complació en contemplar aquel lienzo de pared, sus flores pálidas, sus campanillas azules y sus hierbas agostadas, a los que se mezcló un recuerdo gracioso con los de la infancia: el ruido que cada hoja producía en aquel patio sonoro al desprenderse de su rama, contestaba a las secretas interrogaciones de la niña, que se hubiera quedado allí el día entero, sin notar la fuga de las horas. Luego se produjeron en ella tumultuosos movimientos del alma. Se levantó frecuentemente, se puso ante el espejo y se miró, como un autor de buena fe contempla su obra para criticarse y decirse injurias a sí mismo.

- ¡No soy bastante bella para él!

Tal era el pensamiento de Eugenia, pensamiento humilde y fértil en amarguras.

La pobre joven no se hacía justicia, pero la modestia o, mejor dicho, el temor de desagradar es una de las primeras virtudes del amor.

Eugenia pertenecía a ese tipo de jóvenes fuertemente constituidas, como es la mayoría en la pequeña burguesía, y cuya belleza parece vulgar; pero si no se parecía a la Venus de Milo, sus formas estaban ennoblecidas por la suavidad del sentimiento cristiano, que purifica a la mujer y le da una distinción desconocida para los escultores antiguos, Tenía una cabeza enorme, la frente masculina pero delicada del Júpiter de Fidias, y ojos grises en que, reflejándose entera su casta vida, brillaba una luz resplandeciente. Los rasgos de su rostro redondo, en otro tiempo fresco y sonrosado, habían sido engrosados por una viruela bastante benigna para no dejarle huellas, pero que había destruido el aterciopelado de su tez, tan suave y fina todavía, sin embargo, que el beso de la madre dejaba en ella pasajeramente una ligera señal roja.

Su nariz era algo grande pero armonizaba con una boca de un rojo de minio, cuyos labios de mil rayitas estaban llenos de amor y de bondad. El cuello tenía una redondez perfecta. El pecho, redondeado, cuidadosamente velado, atraía las miradas y hacía soñar: le faltaba sin duda un poco de gracia, a causa de sus vestidos; pero la no flexibilidad de aquel alto talle decía ser un encanto más para los conocedores.

Eugenia, alta y fuerte, no tenía, pues, nada de lo bonito que gusta a las masas; pero era bella, con esa belleza tan fácil de reconocer y que prenda sólo a los artistas. El pintor que busca en esta tierra un tipo para interpretar la celestial pureza de María, que pide a la naturaleza femenina entera los ojos modestamente orgullosos adivinados por Rafael, las líneas virginales debidas a menudo al azar de la concepción, pero que sólo una vida cristiana y púdica puede conservar o hacer adquirir, ese pintor enamorado de tan raro modelo, hubiese hallado en el rostro de Eugenia la nobleza innata que se ignora a sí misma; hubiese visto bajo una frente tranquila un mundo de amor, y en el corte de los ojos, en el hábito de los párpados, un no sé qué de divino.

Sus rasgos, los contornos de su cabeza, que la expresión del placer no había alterado ni fatigado nunca, se parecían a las líneas del horizonte tan suavemente determinadas en las lejanías de los lagos espectaculares.

Aquella fisonomía tranquila, coloreada, rodeada de un fulgor, como una linda flor abierta, daba descanso al alma, comunicaba el encanto de la conciencia que se reflejaba en ella, mandaba que se la mirara. Eugenia estaba aún en la orilla de la vida donde florecen las ilusiones infantiles, donde se recogen margaritas con delicias desconocidas más tarde. Así es que se dijo, sin saber aún lo que era el amor:

- Soy demasiado fea; nunca se ocupará de mí.

Luego abrió la puerta de su cuarto que daba a la escalera, y tendió el cuello para escuchar los rumores de la casa.

- Todavía no se levanta -pensó oyendo las toses matutinas de Nanón, que iba y venía barriendo la sala, encendiendo el fuego, atando el perro y hablando a los animales en el establo.

Eugenia bajó en seguida y corrió a reunirse con Nanón, que estaba ordeñando la vaca.

- Nanón, mi buena Nanón, haz un poco de crema para el café de mi primo.

- Pero, señorita, hubiera sido preciso hacerla ayer -dijo Nanón lanzando una carcajada-. Su primo es guapo, guapo, guapo de veras. Usted no lo ha visto con sus entorchados de seda y oro. Pero yo sí. Usa ropa blanca, tan fina como la sobrepelliz del señor cura.

- Nanón, haznos un poco de bizcocho.

- ¿Y quién va a dar la leña para el horno, y la harina, y la manteca? -dijo Nanón, que, en su calidad de primer ministro de Grandet, asumía a veces enorme importancia a los ojos de Eugenia y de su madre-. ¿Hemos de robar al patrón para obsequiar a su primo? Pídale usted manteca, harina, leña; es su padre y puede dárselo. Vaya, ahí viene, para arreglar las provisiones del día.

Eugenia escapó al jardín, espantada al oír temblar la escalera bajo los pasos de su padre. Ya experimentaba los efectos de ese profundo pudor y de esa conciencia particular de nuestra dicha que nos hace creer, quizá no sin razón, que llevamos nuestros pensamientos grabados en la frente y que saltan a la vista de los demás.

Al darse cuenta, al fin, de la desnudez de la casa paterna, la pobre muchacha sentía una especie de despecho al no poder ponerla en armonía con la elegancia de su primo. Experimentó la apasionada necesidad de hacer algo por él. ¿Qué? Eso no lo sabía.

Ingenua y veraz, dejábase llevar por su angelical naturaleza, sin desconfiar ni de sus impresiones ni de sus sentimientos. El solo aspecto de su primo había despertado en ella las inclinaciones naturales de la mujer, y éstas debieron desarrollarse tanto más vivamente, cuanto que, habiendo llegado a los veintitrés años, se hallaba en la plenitud de su inteligencia y de sus deseos. Por primera vez sintió en el corazón terror a la vista de su padre, vio en él al dueño de su suerte, y se creyó culpable de una falta al callar alguno de sus sentimientos.

Púsose a caminar con paso precipitado, sorprendiéndose de respirar un aire más puro, sentir más vivificantes los rayos del sol y sacar de ellos un calor moral, una vida nueva. Mientras buscaba un ardid para obtener los bizcochos, producíase entre la Gran Nanón y Grandet una de esas disputas tan raras entre ellos como una golondrina en pleno invierno. Provisto de sus llaves, el viejo había ido a disponer los víveres necesarios para el consumo del día.

- ¿Queda pan de ayer? -preguntó a Nanón.

- Ni una migaja, señor.

Grandet tomó un inmenso pan redondo, bien amasado, moldeado en una de esas canastas circulares y chatas que usan los panaderos del Anjou, e iba a cortarlo cuando Nanón le dijo:

- Hoy somos cinco, señor.

- Es verdad -contestó Grandet-; pero este pan pesa seis libras, y sobrará. Por otra parte, ya verás cómo estos jóvenes de París no saben comer pan.

- Entonces será porque comen frippe -dijo Nanón.

En Anjou, la frippe, palabra del léxico popular, significaba el pan con acompañamiento, desde la manteca untada en la rebanada, frippe vulgar, hasta la rebanada con manteca y dulce de albérchigo, la más distinguida de todas, y cuantos, en su infancia, han lamido la frippe y dejado el pan, comprenderán el alcance de esta locución.

- No -contestó Grandet-, esos no comen frippe ni pan. Son más o menos así como las muchachas casaderas.

En fin, después de haber ordenado con toda parsimonia la comida cotidiana, el viejo iba a dirigirse al depósito de frutas, cerrando antes los armarios de su despensa, cuando Nanón lo detuvo para decirle:

- Señor, deme también un poco de harina y de manteca; voy a hacer bizcocho para los muchachos.

- ¿Vas a entregar mi casa al saqueo a causa de mi sobrino?

- No pensaba más en su sobrino que en el perro, ni más de lo que piensa usted. Y no me ha dado sino seis terrones de azúcar. Necesito ocho.

- ¡Hola, Nanón! ¡Nunca te había visto así! ¿Qué es lo que te está pasando por la cabeza? ¿Eres acaso la dueña? No te he de dar más que los seis terrones de azúcar.

- Y su sobrino, ¿qué le va a poner al café?

- Dos terrones. Yo me quedaré sin azúcar.

- ¡Que se va a quedar sin azúcar, a su edad! ... Preferiría comprarla de mi bolsillo ...

- Métete en lo que te importe.

A pesar de lo bajo de su precio, el azúcar seguía siendo, a los ojos del tonelero, la más preciosa de las mercancías coloniales; para él continuaba valiendo seis francos la libra. La obligación de economizarlo, impuesta en tiempo del Imperio, se había convertido en lo más indeleble de sus costumbres.

Pero todas las mujeres, hasta la más tonta, saben hallar ardides para llegar a su objeto; Nanón abandonó la cuestión del azúcar para volver al bizcocho.

- Señorita -gritó por la ventana-, ¿quiere usted bizcocho?

- No, no -contestó Eugenia.

- Vaya, Nanón -dijo Grandet, al oír la voz de su hija-, toma.

Abrió el arcón en que estaba la harina, le dio una medida y agregó unas onzas de manteca al pedazo que ya había cortado.

- Habrá que darme leña para calentar el horno -dijo la implacable Nanón.

- Pues toma la que necesites -contestó melancólicamente Grandet-, pero entonces haznos una torta con frutas, y cocina toda la comida en el horno. De ese modo no necesitarás dos fuegos.

- ¡Vaya, no necesitaba usted decírmelo! -exclamó Nanón.

Grandet dirigió a su fiel ministro una mirada casi paternal.

- Señorita -gritó la cocinera-, tendremos bizcocho.

El tío Grandet volvió cargado de sus frutas, y llenó con ellas un plato en la mesa de la cocina.

- ¡Mire, mire, señor -le dijo Nanón-, qué magníficas botas tiene su sobrino! ¡Qué cuero! ¡Y qué bien huele! ¿Con qué se limpiará esto? ¿Habrá que ponerle un poco de su betún de huevo?

- No, Nanón, creo que el huevo echaría a perder ese cuero. Pero ... dile que no sabes el modo de lustrar el marroquín; sí, es marroquín. Él mismo comprará en Saumur, y te traerá con qué limpiarle las botas. He oído decir que ponen azúcar en el betún para hacerla brillante.

- Será bueno para comer, entonces -dijo la criada acercándose las botas a la nariz-. Toma, toma, tienen el mismo olor del agua de Colonia de la señora. ¡Ah, qué curioso!

- ¡Curioso! -exclamó el amo-. ¿Te parece curioso gastar en botas más dinero que vale el mismo que las lleva?

- Señor -dijo al segundo viaje de su amo, que había cerrado el depósito de las frutas-, ¿no piensa usted ordenarme hacer puchero una o dos veces por semana a causa de su ...?

- .

- Tendré que ir a la carnicera ...

- De ningún modo. Nos harás caldo de ave: los hortelanos no te dejarán carecer. Pero, además, vaya decirle a Cornoiller que me mate cuervos. Esa caza da el caldo mejor del mundo.

- ¿Es cierto que comen muertos, señor?

- ¡Qué tonta eres, Nanón! Comen, como todo el mundo, lo que encuentran. ¿Acaso nosotros no vivimos de muertos? ¿Qué son las herencias, si no.

Como el tío Grandet no tenía más órdenes que dar, sacó el reloj y, viendo que todavía podía disponer de media hora antes del desayuno, tomó el sombrero, fue a dar un beso a su hija y le dijo:

- ¿Quieres pasearte por mis prados, a orillas del río? Tengo que hacer por allí.

Eugenia fue a ponerse su sombrero de paja cosida, forrado en tafetán de color de rosa, y padre e hija bajaron la tortuosa calle hasta la plaza.

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