Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO IVCAPÍTULO VIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO QUINTO


El vinatero mantenía difícilmente la habitual tranquilidad de su fisonomía. Pero todos podrán darse cuenta de la actitud afectada por aquel hombre, leyendo la fatal carta que sigue:

Hermano mío:

Pronto van a hacer veintitrés años que no nos hemos visto. Mi casamiento fue el objeto de nuestra última entrevista, después de la cual ambos nos separamos satisfechos. Yo no podía prever, de veras, que un día serías el sostén de la familia cuya prosperidad festejaban entonces.

Cuando tengas en tus manos esta carta, habré dejado de existir. En la posición en que me hallaba no he querido sobrevivir a la vergüenza de una quiebra. Me he sostenido al borde del abismo hasta el último momento, con la esperanza de mantenerme a flote. Pero hay que caer. Las bancarrotas reunidas de mi agente de cambio y de Roguin, mi notario, me arrebatan los últimos recursos y no me dejan absolutamente nada. Tengo el dolor de deber cerca de cuatro millones, sin poder presentar más que un activo del veinticinco por ciento. Mis vinos almacenados experimentan en este momento una baja ruinosa, causada por la abundancia y la calidad de vuestras cosechas.

Dentro de tres días, París dirá: ¡El señor Grandet era un pillo! Me acostaré yo, probo, en una mortaja infamante. Arrebato a mi hijo su buen nombre, que mancho, y la fortuna de su madre. Nada sabe de esto ese desdichado a quien idolatro. Nos hemos despedido tiernamente. Ignoraba, por fortuna, que las últimas ondas de mi vida se volcaban en aquel adiós. ¿No me maldecirá algún día? ¡Hermano, hermano! La maldición de los hijos es espantosa: pueden apelar de la nuestra, pero la suya es irrevocable.

Grandet, eres mi hermano mayor, me debes tu protección: ¡haz que Carlos no lance palabra amarga alguna sobre mis cenizas! Hermano, si te escribiera con mi sangre y mis lágrimas esta carta, no tendría tantos dolores cuantos lleva: porque de ese modo lloraría, derramaría mi sangre, estaría muerto, no sufriría ya; pero sufro y miro la muerte con los ojos secos.

¡Ya eres, pues, el padre de Carlos! No tiene parientes por parte de madre, ya sabes por qué. ¿Cómo no obedecí a las preocupaciones sociales? ¿Cómo cedí al amor? ¿Por qué me casé con la hija natural de un gran señor? Carlos no tiene otra familia. ¡Oh mi desgraciado hijo, hijo mío!

Escucha, Grandet: no voy a suplicarte por mí; además, tus bienes no son lo bastante considerables para soportar una hipoteca de tres millones, ¡pero te suplico por mi hijo! Sábelo bien, hermano mío, mis manos implorantes se han unido pensando en ti. ¡Grandet, moribundo, te confío a Carlos! Y miro las pistolas sin dolor, al pensar que le servirás de padre. Carlos me quería mucho; yo era muy bondadoso con él, nunca lo contrariaba en nada; no me maldecirá. Además, ya has de verlo: es bueno, se parece a la madre, jamás te dará un disgusto. ¡Pobre hijo! Acostumbrado a los goces del lujo, no conoce ninguna de las privaciones a que a los dos nos condenó nuestra primitiva miseria ... Y ahí queda, arruinado, solo ... Sí, todos mis amigos huirán de él, y yo soy la causa única de sus humillaciones. ¡Ah! Quisiera tener el brazo lo bastante fuerte para lanzarlo de un solo golpe al Cielo, al lado de su madre ... ¡Qué locura!

Vuelvo a mi desgracia, a la de Carlos. Así, pues, te lo he enviado para que le des a conocer de un modo conveniente mi fallecimiento y su suerte futura. Sé un padre para él, pero un buen padre. No le arranques de repente a su vida ociosa, porque lo matarías.

Le pido de rodillas que renuncie a los créditos que, en su calidad de heredero de la madre, podría exigir contra mí. Pero ésta es una súplica superflua; es hombre de honor, y comprenderá que no debe unirse a mis acreedores. Hazle renunciar a mi herencia, en el momento oportuno. Revélale las duras condiciones de la vida que le dejo, y si me conserva cariño, dile en mi nombre que todo no está perdido para él. Sí, el trabajo que nos ha salvado a ambos puede devolverle la fortuna que le arrebato, y si quiere escuchar la palabra de su padre, que por él desearía poder salir un momento de su tumba, que parta, que se marche a las Indias ... Hermano, Carlos es un joven honrado y valiente: provéelo de algunas mercancías; moriría antes de dejar de devolverte los fondos con que lo proveas, ¡porque tú lo establecerás, Grandet! ¡Si no, vas a crearte un remordimiento!

¡Ah! Si mi hijo no hallara ni socorro ni ternura en ti, yo pediría eternamente a Dios venganza por tu dureza. Si hubiera podido salvar algunos valores, sobrado derecho tendría de entregarle alguna cantidad sobre la fortuna de su madre; pero los pagos de fin de mes habían absorbido todos mis recursos.

No hubiera querido morir en duda sobre la suerte de mi hijo; hubiera deseado sentir santas promesas en el calor de su mano, que me hubiera confortado; pero el tiempo me falta ... Mientras Carlos va de viaje, tengo que hacer mi balance. Trato de probar, por la buena fe que ha presidido a todos mis negocios, que mis desastres no se deben a errores ni a improbidad. ¿No es esto ocuparse de Carlos?

Que caigan sobre ti todas las bendiciones de Dios por la generosa tutela que te confío y que aceptas, estoy seguro.

Adiós, hermano mío. Una voz rogará sin descanso por ti en el mundo a que todos debemos ir un día, y en el que ya me encuentro.

VICTOR ÁNGEL GRANDET .,.

- ¿Están ustedes conversando? -dijo el tío Grandet mientras doblaba la carta exactamente por sus mismos pliegues, y se la metía en el bolsillo del chaleco.

Miró a su sobrino con aire humilde y temeroso, bajo el que ocultaba sus emociones y sus cálculos.

- ¿Se ha calentado usted ya? -le preguntó.

- Perfectamente, mi querido tío.

- Pero, ¿dónde andan nuestras mujeres? -dijo el tío, olvidando ya que su sobrino dormiría en su casa.

En ese mismo instante volvieron Eugenia y la señora Grandet.

- ¿Lo han arreglado todo allá arriba? -preguntó el viejo, recobrando su tranquilidad.

- Sí, padre.

- Pues, sobrino, si está usted cansado, Nanón lo conducirá a su aposento. ¡Caramba, no será un aposento de pisaverde, pero usted sabrá disculpar a estos pobres vinateros quo no tienen nunca un sueldo! Los impuestos so lo tragan todo.

- No queremos ser indiscretos, Grandet -dijo el banquero-. Quizá tenga usted que conversar con su sobrino. Así, pues, le damos las buenas noches. Hasta mañana,

A estas palabras la reunión se levantó, y cada cual hizo una reverencia de acuerdo con su carácter. El viejo notario fue a buscar su linterna bajo la puerta y volvió a encenderla, ofreciendo a los Des Grassins acompañarlos hasta su casa. La señora Des Grassins no había previsto el incidente que iba a poner prematuramente término a la velada, y su criado no había ido aún.

- ¿Quiere usted hacerme el honor de aceptar mi brazo, señora? dijo el abate Cruchot a la señora Des Grassins.

- Gracias, señor abate; tengo a mi hijo -contestó secamente.

- Las damas no pueden comprometerse conmigo -observó el abate.

- Da, pues, el brazo al señor Cruchot -le dijo su marido.

El abate condujo a la linda dama con bastante rapidez para que no tardaran en encontrarse delante de la caravana.

- Ese joven es todo un buen mozo, señora -le dijo estrechándola el brazo-. Pero ... fuerza es renunciar a las ilusiones. Hay que despedirse de la señorita Grandet; Eugenia será para el parisiense. Si el primo no se ha enamoricado de alguna parisiense, su hijo Adolfo va a encontrar en él un rival de los más ...

- Deje usted, señor abate. Ese joven no tardará en notar que Eugenia es una tontuela, una muchacha sin frescura. ¿La ha examinado usted? Esta noche estaba tan amarilla como un membrillo ...

- Sin duda, se lo habrá hecho usted observar al primo ...

- ¡Oh! No me ha costado mucho ...

- Póngase usted siempre al lado de Eugenia, señora, y no tendrá mucho que decirle al joven contra su prima: él mismo hará comparaciones que ...

- En primer lugar, me ha prometido almorzar en casa pasado mañana.

- ¡Ah! Si usted quisiera, señora ... -dijo el abate.

- ¿Y qué quiere usted que quiera, señor abate? ¿Pretende usted darme malos consejos? No he llegado a la edad de treinta y nueve años con una reputación sin tacha, a Dios gracias, para comprometerla ahora, aunque se tratase del imperio del Gran Mogol. Uno y otro estamos en una edad en que se sabe lo que significan las cosas. Para ser eclesiástico, hay que confesar que tiene usted ideas bastante incongruentes. ¡Puf! Eso es digno de Faublás.

- ¡Conque ha leído usted a Faublás!

- No, señor abate, quería decir las Relaciones Peligrosas.

- ¡Ah! Ese libro es infinitamente más moral -dijo riendo el abate-. Pero usted me hace pasar por tan perverso como un joven de hoy en día. Yo deseaba sencillamente ...

- ¿Se atreve usted a decirme que no pensaba en aconsejarme cosas feas? Pero, ¿no está claro? Si ese joven, que es todo un buen mozo, convenga en ello, me hiciese la corte, no pensaría en su prima. Ya sé que en París algunas buenas madres se sacrifican así por la felicidad y la fortuna de sus hijos; pero estamos en provincias, señor abate ...

- Sí, señora.

- Y no quisiera, ni el mismo Adolfo querría, cien millones comprados a ese precio.

- Señora, yo no he hablado de cien millones. La tentación hubiera estado probablemente por arriba de las fuerzas de uno y otro. Pero creo que una mujer honesta puede permitirse, sin faltar a sus deberes, algunas coqueterías sin consecuencia, de esas que forman parte de sus obligaciones sociales, y que ...

- ¿A usted le parece?

- ¿No debemos, señora, tratar de ser agradables los unos a los otros? ... Permita usted que busque el pañuelo ... Le aseguro a usted -agregó en seguida- que la miraba con un aire mucho más complacido que el que tenía cuando me miraba a mí; pero le perdono que honre de preferencia la hermosura a la edad ...

- Es claro -decía el presidente, con su gruesa voz- que el señor Grandet de París envía su hijo a Saumur con intenciones excesivamente matrimoniales.

- Pero, entonces, el primo no habría caído como una bomba -contestaba el notario.

- Eso no significaría nada -dijo el señor Des Grassins-, el bueno del viejo es amigo de tapujos.

Cuando llegaron a la puerta de la casa, la señora Des Grassins dijo a su marido:

- Amigo mío, he invitado a comer pasado mañana a ese joven. Tendrás que ir a invitar al señor y a la señora de Larsonniere, y a los de Hautoy, claro que con la linda señorita de Hautoy. ¡Con tal de que se arregle bien ese día! ¡La madre, por celos, la emperejila tan mal! Espero, señores, que nos harán ustedes el honor de venir -agregó, volviéndose hacia los dos Cruchot.

- Ya queda usted en su casa, señora -dijo el notario.

Después de saludar a los tres Des Grassins, los tres Cruchot se volvieron a su casa, sirviéndose del genio de análisis que poseen los provincianos para estudiar en todas sus fases el acontecimiento de aquella noche, que cambiaba las posiciones respectivas de los cruchotistas y los grassinistas.

El admirable buen sentido que dirigía las acciones de aquellos grandes calculistas, les hizo comprender, tanto a unos como a otros, la necesidad de una alianza momentánea contra el enemigo común. ¿No debían impedir de consuno que Eugenia amara a su primo y que Carlos pensara en su prima? ¿Podría el parisiense resistir a las insinuaciones pérfidas, a las calumnias azucaradas, a las maledicencias llenas de elogios, a las negociaciones cándidas que iban a girar constantemente en torno suyo para engañarlo?

Cuando los cuatro parientes se encontraron solos en la sala, el señor Grandet dijo a su sobrino:

- Hay que ir a acostarse. Es demasiado tarde para hablar de los asuntos que lo traen a usted aquí; mañana elegiremos un momento oportuno. Aquí nos desayunamos a las ocho. A mediodía comemos una fruta, un pedacito de pan, y tomamos un vaso de vino blanco; después comemos a las cinco, como los parisienses. Ése es el orden. Si desea usted ver la ciudad o los alrededores, es usted libre como el aire. Me disculpará, eso sí, si mis asuntos no me permiten acompañarlo siempre. Quizá oiga usted a todo el mundo diciendo por ahí que soy rico; ¡el señor Grandet arriba, el señor Grandet abajo! Yo los dejo que digan: sus charlas no perjudican mi crédito. Pero no tengo un sueldo y, a mi edad, trabajo como un mozo carpintero que no tiene más fortuna que su garlopa y sus buenos brazos. Quizá vea usted por sus propios ojos lo que cuesta un escudo cuando hay que sudarlo. ¡Vamos, Nanón, las luces!

- Espero, sobrino, que hallará usted en su cuarto todo cuanto pueda necesitar -dijo la señora Grandet; pero si le falta algo puede usted llamar a Nanón.

- Mi querida tía, me parece difícil, pues creo haber traído todo lo necesario. Permita usted que le desee las buenas noches, lo mismo que a mi joven prima.

Carlos tomó de manos de Nanón una bujía encendida, una bujía de Anjou, muy amarilla de tono, por su envejecimiento en la tienda, y tan semejante a una vela de sebo que el señor Grandet, incapaz de sospechar semejantes magnificencias en su casa, no la sospechó siquiera.

- Voy a mostrarle el camino -dijo el anciano.

En lugar de salir por la puerta de la sala que daba al zaguán, Grandet hizo la ceremonia de ir por el pasadizo que separaba la sala de la cocina. Una puerta provista de un gran vidrio oval cerraba dicho pasadizo del lado de la escalera, para atenuar el frío que reinaba en él. Pero, durante el invierno, el cierzo no dejaba por eso de silbar allí con todo rigor, y a pesar de los burletes colocados en las puertas de la sala, apenas si ésta se mantenía a una temperatura conveniente.

Nanón fue a echar el cerrojo a la puerta de la calle, cerró la sala y desató en la caballeriza un gran perro lobo con la voz cascada como si padeciera de laringitis.

Cuando Carlos vio las paredes amarillentas y ahumadas de la escalera, cuyos peldaños carcomidos temblaban bajo el pesado paso de su tío, su desencanto fue en aumento. Se creía en un gallinero. Su tía y su prima, hacia quienes se volvió para interrogar sus fisonomías, estaban tan acostumbradas a aquella escalera que, no adivinando la causa de su sorpresa, tomaron ésta por una expresión amistosa, y contestaron con una sonrisa agradable que lo desesperó.

- ¿A qué diablos me habrá mandado aquí mi padre? -se decía.

Cuando llegó al primer descansillo, vio tres puertas pintadas de rojo etrusco, y sin jambas, puertas perdidas en la pared polvorienta y guarnecidas con bandas de hierro remachadas visiblemente, terminadas a modo de llamas como los extremos de la larga bocallave. La puerta que se hallaba en lo alto de la escalera y que daba entrada a la habitación situada arriba de la cocina, estaba evidentemente tapiada. Sólo podía penetrarse a ella por el cuarto de Grandet, a quien servía de gabinete. La única ventana por donde le entraba luz estaba defendida del lado del patio por enormes barrotes de hierro. Nadie, ni la misma señora Grandet, tenía permiso para introducirse allí: el viejo quería estar solo como un alquimista en sus hornillos.

Allí habría, sin duda, algún escondrijo hábilmente practicado: allí se almacenaban los títulos de propiedad, allí colgaban las balanzas para pesar monedas de oro, allí se hacían, de noche y en secreto, las cuentas, los recibos, los cálculos, de manera que las gentes de negocios, viendo a Grandet siempre pronto a todo, podían creer que tenía a sus órdenes un hada o ún demonio.

Allí, sin duda, cuando Nanón roncaba haciendo retemblar el piso, cuando el perro lobo velaba y bostezaba en el patio, cuando la señora y la señorita Grandet estaban bien dormidas, iba el viejo tonelero a mimar, a a«ariciar, a contemplar, a arrullar su oro. Las paredes eran gruesas, los postigos discretos. Él sólo tenía la llave de aquel laboratorio donde, según decía, iba a consultar sus planos, en que estaban dibujados sus árboles frutales, y sobre los que calculaba sus productos con pasmosa exactitud.

La entrada al cuarto de Eugenia daba frente a la puerta tapiada. Luego, al extremo del descansillo, estaba el departamento de los esposos, que ocupaban todo el frente de la casa. La señora Grandet tenía un cuarto contiguo al de Eugenia, al que se entraba por una puerta vidriera. El dormitorio del amo estaba separado por un tabique del de su mujer, y por una gruesa pared del gabinete misterioso. El tío Grandet había alojado a su sobrino en el segundo piso, en la alta buhardilla situada encima de su cuarto, para poder oírlo si tenía el capricho de ir y venir.

Cuando Eugenia y su madre llegaron al centro del descansillo, diéronse el beso de la noche; luego, después de decir a Carlos algunas palabras de adiós, frías en los labios, pero seguramente calurosas en el corazón de la joven, ambas entraron en sus habitaciones.

- Aquí está usted en su casa, sobrino -dijo el tío Grandet a Carlos abriéndole la puerta-. Si necesita usted salir, llame a Nanón. ¡Caramba! Sin ella, el perro se lo comería sin decir agua va. Duerma usted bien. Buenas noches. ¡Ah, ah! Las mujeres le han hecho fuego -agregó.

En ese momento apareció la Gran Nanón, armada con un calentador para el lecho.

- ¡Esto sí que está bueno! -dijo el señor Grandet-. ¿Toman ustedes a mi sobrino por una mujer de parto? ¿Quieres llevarte eso, Nanón?

- Pero, señor, las sábanas están húmedas, y ese caballero es de veras tan delicado como una mujer.

- Vaya, haz lo que quieras, ya que se te ha puesto en la cabeza -dijo Grandet empujándola por los hombros-; pero cuidado con el fuego.

Y el avaro bajó refunfuñando vagas palabras.

Carlos se quedó estupefacto en medio de sus maletas. Después de pasear la mirada por las paredes del cuarto abuhardillado, empapelado con ese papel amarillo con ramilletes de flores que tapiza las tabernas; por la chimenea de piedra franca acanalada, cuyo sólo aspecto daba frío; por las sillas de madera amarilla, con esterilla barnizada de negro y que parecían tener más de cuatro ángulos; por una mesa de luz abierta en' que hubiera podido caber un sargento de caballería ligera; por la delgada alfombra de orillo puesta al pie del lecho con cortinas cuyas colgaduras temblaban como si fueran a caer, roídas por la polilla, miró seriamente a Nanón y le dijo:

- ¡Vamos, mi buena muchacha! ¿Estoy realmente en casa del señor Grandet, ex alcalde de Saumur, hermano del señor Grandet de París?

- Sí, señor, en casa de un señor muy amable, muy bueno, muy excelente. ¿Quiere que lo ayude a abrir las maletas?

- ¡A fe que sí, mi buen veterano! ¿No ha servido usted en los marinos de la guardia imperial?

- ¡Oh, oh, oh, oh! -exclamó Nanón-. ¿Qué es eso de marinos de la guardia? ¿Son salados? ¿Andan por el agua?

- Vamos, búsqueme usted la bata que está en esa maleta. Aquí tiene la llave.

Nanón se quedó maravillada al ver una bata verde con flores de oro y dibujos antiguos.

- ¿Se va a poner esto para acostarse?

- .

- ¡Virgen santa! ¡Qué hermoso adorno de altar sería éste para la parroquia! Mi respetable señor, dele esto a la iglesia para salvar su alma, porque con esto la va a perder. ¡Oh, qué bien queda así! Voy a llamar a la señorita para que lo vea.

- Vamos, Nanón, ya que Nanón le han puesto, ¿quiere usted callarse? Déjeme acostar, y mañana arreglaré mis cosas, y si mi bata le gusta tanto, salvará su alma. Soy demasiado buen cristiano para negársela cuando me vaya, y podrá hacer con ella lo que se le antoje.

Nanón se quedó pasmada, contemplando a Carlos, sin poder creer en sus palabras.

- ¡Darme esa preciosidad! -dijo al marcharse-. El señor está soñando ya. Buenas noches.

- Buenas noches, Nanón.

Y Carlos, al dormirse, pensaba:

- ¿Qué es lo que he venido a hacer aquí? Mi padre no es un tonto, y mi viaje debe tener algún objeto. ¡Bah! Queden para mañana los asuntos serios, decía no sé qué antigualla griega.

- ¡Virgen santa, y qué guapo mozo es mi primo! -se dijo Eugenia interrumpiendo sus oraciones, que aquella noche no concluyeron.

La señora Grandet no tuvo pensamiento alguno al acostarse. Oía, por la puerta de comunicación que se hallaba en mitad del tabique, que el avaro se paseaba de arriba abajo por su cuarto. Como todas las mujeres tímidas, había estudiado el carácter de su señor. Así como la gaviota prevé la tempestad, había presentido por imperceptibles señales, la tormenta interior que agitaba a Grandet, y para emplear la expresión de que ella se servía, hacíase la mortecina. Grandet miraba la puerta interiormente forrada en palastro que había hecho poner en su gabinete, y se decía:

- ¡Qué idea extravagante ha tenido mi hermano allegarme su hijo! ¡Bonita herencia! No tengo ni veinte escudos para dar. Pero, ¿qué haría con veinte escudos ese boquirrubio que miraba mi barómetro como si quisiera echado al fuego?

Y pensando en las consecuencias de aquel testamento de dolor, Grandet estaba quizá más agitado que su mismo hermano en el momento en que lo trazó.

- ¿Tendré ese vestido de oro? -se decía Nanón, que se durmió vestida con su adorno de altar, soñando con flores, tapices, damascos, por primera vez en su vida, como Eugenia soñó con el amor.

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