Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO IIICAPÍTULO VBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO CUARTO


Apenas pudo el señor Des Grassins distinguir la figura de un joven acompañado por un empleado de las mensajerías, que llevaba dos baúles enormes y arrastraba varios sacos de noche. Grandet se volvió bruscamente hacia su mujer y le dijo:

- Ve a seguir con tU lotería. Déjame entenderme con este caballero.

En seguida cerró vivamente la puerta de la sala, en que los jugadores, agitados, volvieron a sus asientos, pero sin continuar el juego.

- ¿Es alguno de Saumur, señor Des Grassins?

- No, es un viajero.

- Sólo puede venir de París.

- En efecto -dijo el notario, sacando su viejo reloj de dos dedos de grueso, que parecía un buque holandés-, son las nueve. ¡Caramba, la diligencia de la Administración Central no se retrasa nunca!

- ¿Y ese caballero es joven? -preguntó el abate Cruchot.

- -contestó el señor Des Grassins-, trae una porción de paquetes que, por lo menos, deben pesar trescientos kilos.

- Nanón no vuelve -dijo Eugenia.

- No puede ser sino un pariente de ustedes -observó el presidente.

- Hagamos las apuestas -dijo suavemente la señora Grandet-. Por la voz de Grandet he comprendido que estaba contrariado; quizá le disgustaba ver que estamos hablando de sus asuntos.

- Señorita -dijo Adolfo a su vecina-, ha de ser sin duda su primo Grandet, todo un buen mozo, a quien vi en el baile del señor Nucingen.

Adolfo no continuó, pues la madre le pisó un pie; luego, pidiéndole en alta voz dos sueldos para su apuesta, le agregó al oído:

- ¡Quieres callarte, pedazo de tonto!

En aquel instante Grandet volvió sin la Gran Nanón, cuyo paso resonó en las escaleras junto al empleado de las mensajerías.

Lo seguía el viajero, que desde hacía un momento excitaba tanto la curiosidad y preocupaba tan vivamente las imaginaciones, y su llegada a aquella mansión y su caída en medio de aquella sociedad puede compararse a la de un caracol en una colmena, o a la introducción de un pavo real en algún oscuro gallinero de aldea.

- Siéntese usted junto al fuego -le dijo Grandet.

Antes de sentarse, el joven saludó con mucha gracia a la reunión. Los hombres se levantaron para contestar con una inclinación cortés, y las mujeres hicieron una ceremoniosa reverencia.

- Tendrá usted frío, tal vez, caballero -dijo la señora Grandet-; llega usted quizá de ...

- ¡Así son las mujeres! -dijo el viejo vinatero, interrumpiendo la lectUra de una carta que tenía en la mano-. Deja descansar a este caballero.

- Pero, padre, este señor puede necesitar alguna cosa -dijo Eugenia.

- Para eso tiene lengua -contestó severamente el vinatero.

El desconocido se sorprendió con aquella escena. Los demás estaban acostUmbrados a las maneras despóticas del viejo. Pero, cuando se cambiaron estas dos preguntas y estas dos respuestas, el desconocido se levantó, presentó la espalda al fuego, levantó uno de los pies para calentar la suela de la bota, y dijo a Eugenia:

- Prima mía, le doy las gracias: he comido en Tours. Y -agregó mirando a Grandet- no necesito nada, y ni siquiera estoy cansado.

- ¿Viene usted de la capital? -preguntó la señora Des Grassins.

Carlos, que así se llamaba el hijo del señor Grandet de París, al oírse interpelar, tomó un pequeño lente suspendido al cuello por una cadenita, lo aplicó al ojo derecho para examinar lo que había sobre la mesa de juego y las personas que estaban sentadas en torno de ella, miró con impertinencia a la señora Des Grassins, y después de verlo todo, la dijo:

- Sí,señora. Estaba usted jugando a la lotería, tía -agregó-, le suplico que continúe su juego: es demasiado entretenido para interrumpirlo.

- Estaba segura de que era el primo -pensaba la señora Des Grassins dirigiéndole miraditas.

- ¡Cuarenta y siete! -gritó el abate-. Apunte usted, pues, señora Des Grassins; ¿no tiene usted ese número?

El señor Des Grassins puso una ficha sobre el cartón de su mujer que, asaltada por tristes pensamientos, observaba alternativamente al primo de París y a Eugenia, sin pensar en la lotería. La joven heredera lanzaba de tiempo en tiempo miradas furtivas a su primo, y la mujer del banquero pudo descubrir fácilmente en ellas un crescendo de sorpresa y de curiosidad.

El señor Carlos Grandet, guapo mozo de veintidós años, producía en aquel momento singular contraste con los buenos provincianos, a quienes sus maneras aristócratas irritaban bastante y que lo estudiaban para burlarse de él. Esto merece una explicación.

A los veintidós años los jóvenes están aún lo bastante cercanos a la infancia para dejarse deslizar a muchas niñerías. Así, sobre cien de ellos, quizá, se encontrarían noventa y ocho o noventa y nueve que se hubieran conducido como se condujo Carlos Grandet.

Pocos días antes de aquella velada, su padre le había dicho que fuera a pasar algunos meses en casa de su hermano de Saumur. Puede que el señor Grandet de París pensara en Eugenia. Carlos, que caía en provincias por primera vez, tuvo la idea de aparecer allí con la superioridad de un joven a la moda, de desesperar al departamento entero con su lujo, de hacer época en él y de importar allí las invenciones de la vida parisiense. En fin, para decirlo todo en una palabra, quería pasar en Saumur mayor tiempo que en París limpiándose las uñas, afectar la excesiva meticulosidad en el vestir que algunos jóvenes suelen abandonar a veces para sustituirla con una negligencia que no carece de gracia.

Carlos llevó, pues, el mejor traje de caza, la mejor escopeta, el mejor cuchillo y la mejor vaina de París. Llevó su colección de chalecos más ingeniosos: grises, blancos, negros, color escarabajo, con reflejos de oro, con lentejuelas, chinescos, dobles, vueltos, con chorreras, abotonados hasta arriba, con botones de oro ... Llevó todas las variedades de cuellos de camisa y de corbatas a la moda en aquella época. Llevó dos levitas de Buisson y su ropa blanca más fina. Llevó su estuche de aseo de oro, regalo de su madre. Llevó sus zarandajas de dandy, sin olvidar un precioso tintero regalado por la más amable de las mujeres, para él por lo menos, por una gran dama a quien llamaba Anita y que viajaba maritalmente, fastidiosamente, por Escocia, víctima de algunas sospechas a las que había tenido que sacrificar momentáneamente su felicidad, y por último, lindísimo papel para escribir una carta cada quince días. En fin, aquello era un cargamento de fruslerías parisienses tan completo cuanto era posible, y en el que, desde la fusta que sirve para comenzar un duelo, hasta las hermosas pistolas cinceladas, que lo terminan, no faltaba ninguno de los instrumentos aratorios de que se sirve un joven ocioso para labrar la vida. Como su padre le había dicho que viajara solo y modestamente, había ido en el cupé de la diligencia, alquilado para él solo, contentísimo de no tener que echar a perder un delicioso carruaje de viaje, encargado para salir al encuentro de su Anita, la gran dama que ... etc., etc., con quien tenía que reunirse en el mes de junio próximo en las aguas de Baden. Carlos creía que iba a encontrarse con unas cien mil personas en casa de su tío, que cazaría a caballo en los bosques de su tío, que viviría en su casa, en fin, con la vida que se acostumbra en los castillos; no sabía que iba a hallarlo en Saumur, donde sólo había preguntado por él para adquirir el camino de Froidfond; pero, al saberlo en la ciudad, creyó encontrarlo en una gran residencia. Para estrenarse convenientemente en casa de su tío, sea en Saumur, sea en Froidfond, se había puesto el traje de viaje más coquetón, más sencillamente rebuscado, más adorable, para emplear la palabra que en aquel tiempo resumía las perfecciones especiales de una cosa o de un hombre. En Tours, un peluquero acababa de volverle a rizar sus hermosos cabellos castaños; allí había cambiado de ropa blanca, se había puesto una corbata de seda negra combinada con un cuello redondo, para encuadrar agradablemente su blanco y risueño rostro. Una levita de viaje, medio abotonada, le oprimía el talle, y dejaba ver un chaleco de cachemir, con chorrera, bajo el que se veía un segundo chaleco blanco. Su reloj, negligentemente abandonado al azar en un bolsillo, estaba ligado por medio de una corta cadena de oro a uno de los ojales. El pantalón gris se abrochaba a los costados y sus costuras estaban adornadas con bordados en seda negra. Manejaba con soltura un bastón cuyo puño de oro esculpido no alteraba en nada la frescura de sus guantes grises. Por último, su gorra era de un gusto excelente. Un parisiense, un parisiense de la esfera más elevada, era el único que podía arreglarse de aquel modo sin parecer ridículo, y el único que podía dar una armonía de fatuidad a todas aquellas fruslerías, sostenidas, por otra parte, por un aire resuelto, el aire de un joven que cuenta con excelentes pistolas, con puntería segura y con Anita ...

Ahora, si queréis comprender la sorpresa respectiva de los saumureses y del joven parisiense, ver claro el vivo resplandor que la elegancia del viajero lanzaba en medio de las sombras grises de la sala y de las figuras que componía aquel cuadro de familia, tratad de representaros a los Cruchot.

Los tres tomaban rapé, y no pensaban, hacía mucho, ni en las mosquitas ni en las manchas negras que salpicaban la pechera de sus camisas amarillentas. Sus corbatas blancas se enrollaban como cuerdas en cuanto se las ataban al cuello. La enorme cantidad de ropa blanca que les permitía no hacer la colada sino cada seis meses, y guardarla en el fondo de sus armarios, dejaba que el tiempo imprimiese en ellas tintas grises y viejas. Había en ellos un perfecto acuerdo de mal talante y senilidad. Sus rostros, tan marchitos como sus raídos trajes, tan arrugados como sus pantalones, parecían gastados, apergaminados, y gesticulaban. La negligencia general de los trajes, todos incompletos, sin frescura, como trajes de provincia, en donde se llega a no vestirse los unos para los otros, y a detenerse ante el precio de un par de guantes, armonizaba con el descuido de los Cruchot. El horror a la moda era el único punto en que coincidían perfectamente grassinistas y cruchotistas. En cuanto el parisiense tomaba su lente para examinar los singulares accesorios de la sala, las vigas del techo, el tono de los zócalos o los puntos que las moscas habían impreso en ellos, y cuyo número hubiera bastado para puntuar la Enciclopedia Metódica o el Monitor, los jugadores de lotería levantaban las narices y lo examinaban con tanta curiosidad cuanta hubieran manifestado por una jirafa.

El señor Des Grassins y su hijo, para quienes no era desconocido el aspecto de un hombre a la moda, se asociaron, sin embargo, al asombro de sus vecinos, sea porque experimentasen la indefinible influencia de un sentimiento general, sea porque lo aprobasen, diciendo a sus compañeros con miradas de ironía:

- Ahí tienen cómo son en París.

Por otra parte, todos podían examinar a Carlos a sus anchas, sin temor de incomodar al dueño de casa. Grandet estaba contraído a la larga carta que tenía, y para leerla había tomado la única luz de la mesa, sin ocuparse de sus huéspedes ni de su diversión.

Eugenia, a quien el tipo de semejante perfección, sea en cuanto a la indumentaria, sea en cuanto a la persona, le era completamente desconocido, creyó ver en su primo una criatura bajada de alguna región seráfica. Aspiraba con delicia los perfumes exhalados por aquella cabellera tan brillante, tan graciosamente rizada. Hubiera deseado tocar la piel gris de aquellos suaves y lindos guantes. Envidiaba las manos finas de Carlos, su cutis, la frescura y la delicadeza de sus rasgos. En fin, si esta imagen puede resumir las impresiones que el joven elegante produjo sobre la ignorante niña, siempre ocupada en hacer calceta y zurcir el guardarropa de su padre, y cuya vida había transcurrido bajo aquel techo sin ver la calle silenciosa más de un transeúnte por hora, la vista de su primo hizo brotar en su corazón las emociones de delicado deleite que causan a un joven las fantásticas figuras de mujeres dibujadas por Westall en los keepsakes ingleses, y grabadas por Finden con buril tan hábil, que uno teme, al respirar sobre el papel, hacer que se desvanezcan esas celestiales apariciones.

Carlos sacó del bolsillo un pañuelo bordado por la gran dama que viajaba por Escocia. Al ver aquel lindo trabajo, hecho con amor durante las horas perdidas para el amor, Eugenia miró a su primo para saber si iba realmente a servirse de él. Las maneras de Carlos, sus ademanes, su modo de coger el lente, su impertinencia afectada, su desprecio por el cofrecillo que acababa de causar tanto placer a la rica heredera, y que evidentemente juzgaba sin valor o ridículo, todo, en fin, lo que chocaba a los Cruchot y a los Des Grassins, agradaba tanto a Eugenia, que antes de dormirse debió soñar largo rato con aquel fénix de los primos.

Los números se sacaban muy lentamente, pero la lotería no tardó en ser interrumpida. La Gran Nanón entró y dijo en voz alta:

- Señora, tiene usted que darme las sábanas para hacer la cama de este caballero.

La señora Grandet siguió a Nanón. La señora Des Grassins dijo entonces en voz baja:

- Guardemos nuestros sueldos y dejémonos de lotería.

Cada cual recobró sus dos sueldos sacándolos del viejo platillo en que los habían puesto; luego la asamblea se movió en masa e hizo un cuano de conversión hacia el fuego.

- ¿Han acabado? -preguntó Grandet sin dejar la carta.

- Sí, sí -contestó la señora Des Grassins, yendo a sentarse cerca de Carlos.

Eugenia, impulsada por una de esas ideas que nacen en el corazón de las jóvenes cuando un sentimiento se aloja en él por vez primera, salió de la sala para ir a ayudar a su madre y a Nanón. Interrogada por un confesor hábil, hubiera confesado sin duda que no pensaba ni en su madre ni en Nanón, pero que se sentía trabajada por un intenso deseo de inspeccionar el cuarto del viajero para ocuparse de su primo, para preverlo todo, a fin de hacer que estuviera lo más elegante y aseado posible.

La joven se creía ya la única capaz de comprender los gustos y las ideas de su primo. Y, en efecto, llegó opurtunamente para probar a su madre y a Nanón, que ya se volvían creyendo haberlo hecho todo, que, por el contrario, todo estaba todavía por hacer.

Dio a Nanón la idea de calentar la cama; ella misma cubrió la gran mesa con un mantelito, y recomendó a Nanón que lo cambiara todos los días. Convenció a su madre de la necesidad de encender un buen fuego en la chimenea, y determinó a Nanón para que subiera, sin decir una palabra a su padre, un gran montón de leña.

Corrió a buscar en uno de los rincones de la sala una bandejita de vieja laca procedente de la herencia del señor de la Bertelliere, tomó también un vaso de cristal de seis caras, una cucharilla ya sin dorado, un antiguo frasco en que se veían grabados unos amores, y puso triunfalmente todo ello en un extremo de la chimenea. En un cuarto de hora le habían brotado más ideas que desde que viniera al mundo.

- Mamá -dijo Eugenia-, mi primo no podrá soportar el olor de las velas de sebo. ¿Qué le parece si compráramos bujías ...?

Y ligera como un pájaro, fue a sacar de su bolsa la moneda de cien sueldos que había recibido para sus gastos del mes.

- Toma, Nanón, y no tardes.

- ¡Pero qué va decir tu padre!

Esta objeción terrible fue formulada por la señora Grandet, al ver a su hija armada con un azucarero de vieja porcelana de Sevres, llevado por Grandet del castillo de Froidfond.

- ¿De dónde vas a sacar azúcar? ¿Estás loca?

- Nanón puede comprar azúcar lo mismo que bujías, mamá.

- Pero, ¿y tu padre?

- ¿Estaría bien que su sobrino no pudiese beber un vaso de agua azucarada? Además, ni lo advertirá siquiera.

- Tu padre lo ve todo -dijo la señora Grandet meneando la cabeza.

Nanón vacilaba, conociendo como conocía a su amo.

- ¡Anda, ve, Nanón, ya que hoy es mi cumpleaños!

Nanón dejó escapar una gran carcajada al oír la primera broma que su joven ama hubiera dicho hasta entonces, y la obedeció.

Mientras Eugenia y su madre se esforzaban por embellecer la habitación destinada a su sobrino por el señor Grandet, Carlos era objeto de las atenciones de la señora Des Grassins, que le estaba haciendo arrumacos.

- Tiene usted que ser muy valiente -le dijo-, para abandonar los placeres de la capital, en pleno invierno, y venirse a vivir a Saumur. Pero si no le damos demasiado miedo, ya verá que aquí también puede usted divertirse.

Le lanzó una verdadera mirada de provincia, donde las mujeres, por costumbre, ponen tanta reserva y tanta prudencia en los ojos, que les comunican la apetitosa concupiscencia propia de los eclesiásticos, para quienes todo placer parece un robo o una falta.

Carlos se hallaba tan desorientado en aquella sala, tan lejos del vasto castillo y de la fastuosa existencia que atribuía a su tío, que al mirar a la señora Des Grassins notó, por fin, en ella una imagen medio desvanecida de las figuras parisienses.

Contestó con gracia a la especie de invitación que se le dirigía, y trabóse naturalmente una conversación en que la señora Des Grassins fue bajando gradualmente la voz hasta ponerla en armonía con la naturaleza de sus confidencias.

En ella y en Carlos existía la misma necesidad de confianza. De modo que, después de un rato de charla coqueta y de bromas y en serio, la hábil provinciana pudo decirle, sin creerse oída por los demás, que hablaban de la venta de vinos, de que en aquellos momentos se ocupaba todo Saumur:

- Si usted quiere hacernos el honor de ir a visitamos, nos dará tanto gusto a mí como a mi marido. Nuestro salón es el único de la ciudad en que hallará usted reunidos al alto comercio y la nobleza: pertenecemos a ambas sociedades, que sólo quieren encontrarse allí, porque allí se entretienen. Mi marido, y lo digo con orgullo, es tan considerado por los unos como por los otros. Trataremos, pues, de distraer el tedio de su permanencia aquí. Si se quedase en casa del señor Grandet, ¡qué sería de usted, Dios mío! Su tío es un tacaño que sólo piensa en sus viñas, su tía es una devota quo no sabe hilvanar dos ideas, y su prima es una tontuela sin educación, vulgar, sin dotes, y quo se pasa la vida remendando trapos.

- Esta mujer está muy bien -se dijo Carlos Grandet, mientras contestaba a los dengues de la señora Des Grassins.

- Me parece, mujer, que tienes acaparado a ese caballero -dijo riendo el gordo señor Des Grassins.

Después de esta observación, el notario y el presidente dijeron frases más o menos maliciosas; pero el abate los miró con aire astuto, y resumió sus pensamientos, aspirando un polvo de rapé y ofreciendo la caja a la redonda:

- ¿Quién mejor que la señora -dijo- podría hacer a ese caballero los honores de Saumur?

- ¿Qué quiere usted significar con eso, señor abate? -preguntó el señor Des Grassins.

- Nada que no sea completamente favorable para usted, para la señora, para la ciudad de Saumur y para este caballero -agregó el astuto viejo volviéndose hacia Carlos.

Sin parecer prestarle la atención más mínima, el abate Cruchot había sabido adivinar la conversación de Carlos con la señora Des Grassins.

- Señor -dijo, por fin, Adolfo a Carlos con un aire que hubiera deseado lleno de soltura-, no sé si conserva usted algún recuerdo de mí: he tenido el gusto de hacer su pareja de contradanza en un baile dado por el señor barón de Nucingen, y ...

- Lo recuerdo perfectamente, caballero -contestó Carlos, sorprendido de verse objeto de las atenciones de todo el mundo.

- ¿Ese caballero es hijo de usted, señora? -preguntó Carlos a la señora Des Grassins.

El abate miró maliciosamente a la madre.

- Sí, señor -dijo ésta.

- ¿Entonces era usted muy joven cuando estaba en París? -agregó Carlos, dirigiéndose a Adolfo.

- ¡Qué quiere usted! -exclamó el abate-. ¡Los enviamos a Babilonia apenas los destetamos!

La señora Des Grassins interrogó al abate con una mirada de sorprendente profundidad.

- Hay que venir a provincias -dijo el último, continuando- para encontrar mujeres de treinta y más años, tan frescas como la señora, después de haber tenido hijos que pronto serán licenciados en derecho. Todavía me parece ayer cuando los jóvenes y las mismas damas se subían a las sillas para verla a usted bailar, señora -agregó el abate, volviéndose hacia su adversario hembra-. Aquellos triunfos me parecen todavía tan cercanos.

- ¡Oh viejo bandido! -se dijo la señora Des Grassins-. ¿Me habrá adivinado?

- Parece que voy a tener mucho éxito en Saumur -pensaba Carlos desabrochándose la levita, poniéndose la mano en el chaleco y perdiendo la mirada en los espacios, para imitar la actitud dada por Chantrey a su retrato de lord Byron.

La impasibilidad del tío Grandet o, mejor dicho, la preocupación en que le sumergía la lectura de su carta no escaparon ni al notario ni al presidente, que trataban de conjeturar su contenido por los imperceptibles movimientos del rostro del viejo, entonces fuertemente iluminado por la bujía.

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