Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO IICAPÍTULO IVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO


En 1819, hacia el comienzo de la velada, en mitad del mes de noviembre, la Gran Nanón encendió fuego por primera vez. El otoño había sido hermoso. Aquel día era un día de fiesta muy conocido por los cruchotinistas y los grassinistas. Así es que los seis adversarios se preparaban a acudir, armados de todas las armas, para encontrarse en la sala y luchar en demostraciones de amistad. Por la mañana, todo Saumur había visto a la señora y a la señorita Grandet, acompañadas por Nanón dirigiéndose a la iglesia parroquial, para oír misa, y todos recordaron que aquel día era el aniversario del nacimiento de la señorita Eugenia. Así, pues, calculando la hora en que concluiría la comida, el notario Cruchot, el abate Cruchot y el señor C. de Bonfons se apresuraban a presentarse antes que los Des Grassins, para festejar a la señorita Grandet. Los tres llevaban enormes ramilletes recogidos en sus pequeños invernáculos. El cabo de las flores que el presidente iba a presentar estaba ingeniosamente envuelto en una cinta de seda blanca orlada de franjas de oro.

Aquella mañana, el señor Grandet, según su costumbre en los días memorables de nacimiento y del santo de Eugenia, había ido a sorprenderla en la cama y le había ofrecido solemnemente su regalo paternal, consistente, hacía trece años, en una curiosa moneda de oro.

La señora Grandet daba ordinariamente a su hija un vestido de invierno o de verano, según la circunstancia. Aquellos dos vestidos, las monedas de oro que le regalaban el día de año nuevo y del santo de su padre, le componían una pequeña renta de cien escudos más o menos, que Grandet gustaba de ver amontonar. ¿No era pasar su dinero de una caja a otra y fomentar la avaricia de su heredera, a quien pedía a veces cuenta de su tesoro, engrosado en otro tiempo por los de la Bertelliere, diciéndole: Eso será tu duzain de matrimonio?

El duzain» es una antigua usanza, todavía en vigor y santamente conservada en algunas comarcas del centro de Francia. En Berry, en Anjou, cuando una joven se casa, su familia o la del esposo debe darle una bolsa en que se encuentren, según las fortunas, doce monedas o doce docenas de monedas, o mil doscientas piezas de oro o de plata. La más pobre de las pastoras no se casa sin su duzain, aunque sólo esté compuesto de sueldos. Todavía se habla en Issoudun de no sé qué duzain ofrecido a una rica heredera y que contenía ciento cuarenta y cuatro portuguesas de oro. El Papa Clemente VII, tío de Catalina de Médicis, le regaló, al casarla con Enrique II, una docena de antiguas medallas de oro del valor más grande.

Durante la comida, el padre, contentísimo de ver a su Eugenia muy hermosa con su vestido nuevo, había exclamado:

- ¡Ya que hoy es el cumpleaños de Eugenia, hagamos fuego! ¡Eso será de buen agüero!

- La señorita se casará dentro del año, de seguro -dijo la Gran Nanón, llevándose los restos de un ganso, el faisán de los toneleros.

- No veo partidos para ella en Saumur -contestó la señora Grandet mirando a su marido con aire tímido que, dada su edad, anunciaba la entera esclavitud conyugal en que gemía la pobre mujer.

Grandet contempló a su hija y exclamó alegremente:

- Hoy cumple veintitrés años la niña; pronto será necesario ocuparse de ella.

Eugenia y su madre cambiaron silenciosamente una mirada de inteligencia.

La señora Grandet era mujer seca y flaca, amarilla como un membrillo, torpe, lenta; una de esas mujeres que parecen hechas para ser tiranizadas. Tenía gruesos huesos, gruesa nariz, gran frente, grandes ojos, y presentaba a primera vista un vago parecido con esos frutos algodonosos que no tienen sabor ni jugo. Sus dientes eran negros y cuadrados, su boca estaba arrugada, su barba afectaba la forma llamada de zueco. Era una buena mujer, una verdadera La Bertelliere. El abate Cruchot hallaba oportunidades de decirle que había sido bonita, y ella lo creía. Una dulzura angelical, una resignación de insecto atormentado por niños, una rara piedad, una inalterable igualdad de alma, su buen corazón, hacían que universalmente la compadecieran y respetaran. Su marido no le daba nunca más de seis francos a la vez para sus gastos menudos. Aunque ridícula en apariencia, aquella mujer que, con su dote y sus herencias, había aportado al tío Grandet más de trescientos mil francos, se había sentido siempre tan profundamente humillada por una dependencia y un ilotismo contra el cual le impedía rebelarse la dulzura de su alma, que jamás había pedido un sueldo ni hecho la menor observación al notario Cruchot, acerca de los documentos que éste le llevaba para firmar. Aquella altivez tonta y secreta, aquella nobleza de alma constante desconocida y herida por Grandet, dominaba la conducta de su mujer. La señora Grandet usaba constantemente un vestido de levantina verdosa, que acostumbraba hacer durar cerca de un año; se ponía una gran pañoleta de cotonada blanca, un sombrero de paja cosida, y llevaba casi siempre un delantal de tafetán negro. Como poco salía de casa, pocos zapatos gastaba. En fin, nunca quería nada para sí. También Grandet, asaltado a veces por un remordimiento, y recordando el largo tiempo transcurrido desde el día en que había dado los seis francos a su mujer, estipulaba siempre que se le dieran alfileres para ella al vender sus cosechas del año. Los cuatro o cinco luises ofrecidos por el holandés o el belga comprador de la cosecha Grandet, formaban la mayor parte de las rentas anuales de la señora Grandet. Pero, cuando había recibido sus cinco luises, el marido le decía a menudo, como si su bolsa hubiera sido común.

- ¿Tienes algunos sueldos que me prestes?

Y la pobre mujer, satisfecha de poder hacer algo por un hombre a quien su confesor le presentaba como su señor y amo, le devolvía en el curso del invierno algunos escudos de su dinero para alfileres ... Cuando Grandet sacaba del bolsillo la moneda de cien sueldos destinada por mes para gastos menudos, el hilo, las agujas y el adorno de su hija, nunca dejaba, después de abrochar el bolsillo, de decir a su mujer:

- Y tú, madre, ¿quieres algo?

- Amigo mío -decía la señora Grandet, animada por un sentimiento de dignidad maternal-, ya veremos.

¡Sublimidad perdida! Grandet se creía muy generoso con su mujer. Los filósofos que encuentran Nanones, señoras Grandet y Eugenias, ¿no están en su derecho de hallar que la ironía constituye el fondo del carácter de la Providencia?

Después de aquella comida en que, por primera vez, se habló del casamiento de Eugenia, Nanón fue a buscar una botella de casis al cuarto del señor Grandet, y estuvo a punto de caerse al bajar.

- ¡Animal! -le dijo el amo-. ¿Ahora te vas a dejar caer como cualquier tonta?

- Señor, es un peldaño de la escalera que no está bien.

- Tiene razón -dijo la señora Grandet-. Hubieras debido hacerla componer hace mucho. Eugenia hubo de lastimarse un pie ayer mismo.

- ¡Vaya! -dijo Grandet a Nanón, viéndola muy pálida-, ya sé que hoy es el cumpleaños de Eugenia, y puesto que has estado a punto de caer, toma una copita de casis para reanimarte.

- ¡A fe que la he ganado bien! -dijo Nanón-. En mi lugar muchos habrían hecho añicos la botella, pero yo antes hubiese roto el codo para sostenerla en el aire.

- ¡Esta pobre Nanón! -dijo Grandet, sirviéndole el casis.

- ¿Te has hecho daño? -le preguntó Eugenia, mirándola con interés.

- No, porque me sostuve, afirmando las piernas.

- ¡Pues bien! Ya que es el cumpleaños de Eugenia -agregó Grandet-, voy a componer el peldaño. Vosotras no sabéis poner el pie en el rincón, donde todavía está fuerte.

Grandet tomó la vela, dejó a su mujer, su hija y su criada sin otra luz que la de la chimenea que lanzaba vivas llamas, y fue al desván a buscar tablas, clavos y herramientas.

- ¿Hay que ir a ayudarle? -gritó Nanón, oyéndolo martillear en la escalera.

- ¡No, no! Yo sé lo que hago -contestó el ex tonelero.

En el momento en que el viejo Grandet componía su escalera carcomida y silbaba a todo trapo recordando sus años juveniles, los tres Cruchot llamaron a la puerta.

- ¿Es usted, señor Cruchot? -preguntó Nanón, mirando por el ventanillo.

- -contestó el presidente.

Nanón abrió la puerta, y la luz de la chimenea, reflejada en el zaguán, permitió a los tres Cruchot distinguir la entrada de la sala.

- ¡Ah, vienen ustedes a festejar! -les dijo Nanón olfateando las flores.

- Disculpen, señores -gritó Grandet al reconocer la voz de sus amigos-, en seguida estoy con ustedes. No soy orgulloso: yo mismo estoy remendando un peldaño de mi escalera.

- Siga, siga usted, señor Grandet; el carbonero es rey de su casa -dijo sentenciosamente el presidente, riéndose solo de su alusión, que nadie comprendió.

La señora y la señorita Grandet se levantaron. El presidente, aprovechándose de la oscuridad, dijo entonces a Eugenia:

- ¿Me permite usted, señorita, que le desee hoy, día de su santo, una serie de años felices y la continuación de la salud que ahora goza?

Ofreció un gran ramillete de flores raras en Saumur; luego, oprimiendo a la heredera por los codos, la besó a ambos lados del cuello, con una complacencia que avergonzó a Eugenia. El presidente, que parecía un gran clavo herrumbroso, creía hacerle la corte de aquella manera.

- ¡Siga usted, siga! -dijo Grandet volviendo-. ¡Qué impulsos tiene usted los días de fiesta, señor presidente!

El abate besó la mano de Eugenia. En cuanto al notario Cruchot, besó sencillamente a la niña en ambas mejillas, y dijo:

- ¡Cómo nos deja esto atrás! ¡Cada año doce meses!

Volviendo a poner la luz delante del reloj, Grandet, que no abandonaba nunca una broma, y la repetía hasta la saciedad cuando le parecía graciosa, dijo:

- Ya que es el cumpleaños de Eugenia, encendamos los candelabros.

Quitó cuidadosamente las ramas de los candelabros, puso la arandela en cada pedestal, tomó de N anón una vela nueva, envuelta en un pedazo de papel, la metió en el agujero, la aseguró, la encendió y fue a sentarse alIado de su mujer, mirando alternativamente a sus amigos, a su hija y a las dos velas. El abate Cruchot, hombrecillo cuadrado, regordete, de peluca roja y chata, cara de vieja juguetona, dijo estirando los pies bien calzados con hebillas de plata:

- ¿No han venido los Des Grassins?

- Todavía no -dijo Grandet.

- Pero, ¿van a venir? -preguntó el viejo notario, haciendo gesticular su rostro agujereado como una espumadera.

- Creo que sí -contestó la señora Grandet.

- ¿Han terminado sus vendimias? -preguntó el presidente de Bonfons a Grandet.

- ¡En todas partes! -le dijo el viejo vinatero levantándose para pasearse a lo largo de la sala e hinchando el tórax con un movimiento tan lleno de orgullo como dicho: ¡En todas partes! Por la puerta del pasadizo que conducía a la cocina, vio entonces a la Gran Nanón, sentada junto al fuego, con una luz y preparándose a hilar allí, para no mezclarse a la fiesta.

- Nanón -dijo avanzando por el pasadizo-, ¿quieres apagar el fuego y la vela y venir con nosotros? La sala es bastante grande para todos, ¡pardiez!

- Pero, señor, va usted a tener buenas visitas.

- ¿No vales tú lo que ellas? Son de la costilla de Adán, lo mismo que tú.

Grandet volvió junto al presidente y le preguntó:

- ¿Ha vendido usted su cosecha?

- No, a fe mía; la guardo. Si el vino es bueno ahora, dentro de dos años será mejor. Ya sabe usted que los propietarios han jurado mantener los precios convenidos, y este año los belgas no podrán más que nosotros. Si se marchan ... ya volverán.

- Sí, pero no aflojemos -dijo Grandet con un tono que hizo estremecer al presidente.

- ¿Estará en tratos? -pensó Cruchot.

En aquel momento un aldabonazo anunció a la familia Des Grassins, y su llegada interrumpió una conversación iniciada entre la señora Grandet y el abate.

La señora Des Grassins era una de esas mujercitas vivas, regordetas, blancas y rosadas que, gracias al régimen claustral de las provincias y a las costumbres de una vida vinuosa, se conservan aún jóvenes a los cuarenta años. Son como las últimas rosas del fin de estación, cuya vista causa placer, pero cuyos pétalos tienen no sé qué frialdad, y cuyo perfume es débil. Se arreglaba bastante bien, encargaba sus trajes a París, daba el tono a la ciudad de Saumur y tenía sus tertulias. Su marido, ex cuartelmaestre en la guardia imperial, gravemente herido en Austerlitz y retirado, conservaba, a pesar de su consideración hacia Grandet, la aparente franqueza de los militares.

- Buenas noches, Grandet -dijo al vinatero.Y le tendió la mano, afectando una especie de superioridad, bajo la que aplastaba siempre a los Cruchot.

- Señorita -dijo a Eugenia, después de haber saludado a la señora Grandet-, es usted siempre bella y juiciosa, y no sé, a la verdad, qué desearle.

Luego presentó un cajoncito que llevaba su criado, y que contenía un brezo del Cabo, flor recientemente introducida en Europa, y todavía muy rara.

La señora Des Grassins besó muy afectuosamente a Eugenia, le estrechó la mano y dijo:

- Adolfo se ha encargado de presentarle mi pequeño recuerdo.

Un joven rubio, pálido y delgado, de bastante buenas maneras, tímido en apariencia, pero que acababa de gastar en París, donde había ido a estudiar derecho, ocho o diez mil francos fuera de su pensión, se acercó a Eugenia, la besó en ambas mejillas, y le ofreció una caja de labor cuyos utensilios eran todos de plata sobredorada, verdadera mercancía de pacotilla, a pesar del escudo en que se veían bastante bien grabadas una E y una G gótica, y que podía hacer creer en una factura muy cuidada. Al abrir, Eugenia tuvo una de esas alegrías inesperadas y completas que hacen enrojecer, estremecerse, temblar de satisfacción a las niñas. Volvió los ojos hacia su padre, como para saber si le era permitido aceptar, y el señor Grandet dijo un:

- ¡Tómalo, hija mía! -cuyo acento hubiera ilustrado a un actor.

Los tres Cruchot se quedaron estupefactos al ver la mirada dichosa y animada dirigida a Adolfo Des Grassins por la heredera, a quienes semejantes riquezas parecieron inauditas.

El señor Des Grassins ofreció a Grandet un polvo de rapé, tomó uno por su parte, sacudió los granitos caídos sobre la cinta de la Legión de Honor atada al ojal de su casaca azul, y luego miró a los Cruchot como si les dijera:

- ¡Defiéndanse ustedes de esta estocada!

La señora Des Grassins dirigió la vista hacia los floreros azules en que estaban los ramilletes de los Cruchot, buscando sus regalos con la fingida buena fe de una mujer burlona. En aquella delicada coyuntura, el abate Cruchot dejó que los visitantes se sentaran formando círculo ante el fuego, y fue a pasearse por el fondo de la sala con Grandet. Cuando ambos ancianos se hallaron en el hueco de la ventana más alejada de los Des Grassins, el sacerdote dijo al oído del avaro:

- Esta gente tira el dinero por la ventana.

- ¿Y qué importa, si entra en casa? -replicó el viejo viticultor.

- Si usted quisiera regalar unas tijeras de oro a su hija, podría hacerlo sin sacrificio -dijo el abate.

- Le regalo algo mejor que tijeras -contestó Grandet.

- Mi sobrino es un alma de cántaro -pensó el abate mirando al presidente, cuyos cabellos alborotados aumentaban la poca gracia de su fisonomía morena-. ¿No podía inventar alguna tontería que tuviese valor?

- Vamos a formar su partida, señora Grandet -dijo la señora Des Grassins.

- Pero estamos todos reunidos ... pondremos dos mesas ...

- Puesto que hoy es el cumpleaños de Eugenia, hagan ustedes una lotería general -dijo el tío Grandet-, estos dos jugarán también.

El ex tonelero, que no jugaba nunca a juego alguno, señaló a su hija y a Adolfo.

- Vamos, Nanón, arregla las mesas.

- Nosotros la ayudaremos, Nanón -dijo alegremente la señora Des Grassins, regocijada por el júbilo que había proporcionado a Eugenia.

- En mi vida he estado más contenta -le dijo la heredera-. Nunca he visto nada más lindo en ninguna parte.

- Adolfo lo trajo de París, y él mismo lo eligió -le dijo al oído la señora Des Grassins.

- ¡Sigue, sigue, maldita intrigante! -se decía el presidente-; pero si alguna vez tienes un pleito tú o tu marido, el asunto no te saldrá nunca bien ...

El notario, sentado en un rincón, miraba al abate con aire tranquilo, diciéndole:

- Por más que hagan los Des Grassins, mi fortuna, la de mi hermano y la de mi sobrino ascienden en total a un millón cien mil francos. Los Des Grassins poseen, cuando mucho, la mitad, y además tienen una hija; pueden regalar lo que quieran: heredera y regalos, todo será nuestro un día.

A las ocho y media de la noche estaban puestas dos mesas de juego.

La linda señora Des Grassins había conseguido colocar a Adolfo al lado de Eugenia. Los actores de esta escena llena de interés, aunque vulgar en apariencia, provistos de cartones abigarrados, llenos de cifras, y de fichas de vidrio azul, parecían escuchar los chascarrillos del viejo notario que no sacaba un número sin hacer alguna observación; pero todos pensaban en los millones del señor Grandet.

El ex tonelero comtemplaba vanidosamente las plumas rosadas, el traje nuevo de la señora Des Grassins, la cabeza marcial del banquero, la de Adolfo, el presidente, el abate, el notario, y se decía para su capote:

- Aquí están todos por mi dinero; vienen a aburrirse aquí por mi hija. ¡Je, je! Mi hija no será ni de los unos ni de los otros, y toda esta gente me sirve de arpón para pescar ...

Aquella alegría de familia en el viejo salón gris alumbrado por dos velas; aquellas risas acompañadas por el ruido de la rueca de la Gran Nanón, y que sólo eran sinceras en los labios de Eugenia y de su madre; aquella cortesía unida a tan grandes intereses; aquella joven que, semejante a esos pájaros, víccimas del alto precio que se les pone y ellos ignoran, se veía perseguida, estrechada por las pruebas de amistad que la engañaban, todo contribuía a hacer que aquella escena fuera tristemente cómica.

¿No era, también, una escena de todos los tiempos y todos los lugares, pero reducida a su más simple expresión? La figura de Grandet explotando la falsa amistad de las dos familias, sacando de ellas enormes provechos, dominaba aquel drama y lo iluminaba. ¿No era, acaso, el único dios moderno en quien se tenga fe, el dinero en todo su poderío, representado por una sola figura? Los dulces sentimientos de la vida sólo ocupaban allí un sitio secundario; animaba tres corazones puros, los de Nanón, Eugenia y su madre. Y, por otra parte, ¡cuánta ignorancia había en su ingenuidad! ...

Eugenia y su madre no sabían una palabra de la fortUna de Grandet, no juzgaban las cosas de la vida sino a la luz de sus pálidas ideas, y no apreciaban ni despreCiaban el dinero, acostumbradas como estaban a pasarse sin él. Sus sentimientos, ajados sin ellas saberlo, pero vivos, el secreto de su existencia, hacían de ellas excepciones curiosas en aquella reunión de personas cuya vida era puramente material. ¡Horrible condición del hombre! No hay una sola de sus felicidades que no provenga de una ignorancia cualquiera.

En momentos en que la señora Grandet estaba ganando dieciséis sueldos, la suma más considerable que se hubiera apostado en aquella sala, y en que Nanón se reía de gusto al ver que la señora guardaba en el bolsillo aquella importante suma, un aldabonazo retumbó en la puerta de la casa e hizo tanto estrépito que las mujeres saltaron en sus sillas.

- El que así golpea no puede ser de Saumur -dijo el notario.

- ¡Es posible llamar de semejante modo! -dijo Nanón-. ¿Tratan de hacemos pedazos la puerta? ...

- ¿Qué diablos es eso? -exclamó Grandet.

Nanón tomó una de las velas y fue a abrir, acompañada de Grandet.

- ¡Grandet, Grandet! -exclamó la esposa, que, impulsada por un vago sentimiento de temor, se lanzó hacia la puerta de la sala.

Todos los jugadores se miraron.

- ¿Y si fuéramos también nosotros? -dijo el señor Des Grassins-. Ese aldabonazo me da mala espina.

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