Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO ICAPÍTULO IIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEGUNDO


Sólo seis habitantes tenían derecho a entrar en aquella casa. El más importante de los tres era el sobrino del señor Cruchot. Desde su nombramiento de presidente del tribunal de primera instancia de Saumur, dicho joven había agregado al nombre de Cruchot el de Bonfons, y trabajaba por hacer prevalecer Bonfons sobre Cruchot. Ya firmaba C. de Bonfons. El litigante bastante incauto para llamarle señor Cruchot advertía muy pronto su tontería en la audiencia. El magistrado protegía a los que le llamaban señor presidente, pero favorecía con su sonrisa más graciosa a los aduladores que le decían señor Bonfons.

El señor presidente tenía treinta y tres años, poseía el dominio de Bonfons (Boni Fontis), que importaba siete mil libras de renta; esperaba la herencia de su tío el notario y la de su tío el abate Cruchot, dignatario de capítulo de Saint-Martin de Tours, tenidos ambos por bastante ricos. Aquellos tres Cruchot, sostenidos por el gran número de primos, aliados a veinte casas de la ciudad, formaban un partido, como en otro tiempo el de los Médicis de Florencia, y, como los Médicis, los Cruchot tenían sus Pazzi.

La señora Des Grassins, madre de un hijo de veintitrés años, iba muy asiduamente a acompañar a la señora Grandet, esperando casar a su querido Adolfo con la señorita Eugenia. El señor Des Grassins, el banquero, favorecía vigorosamente las maniobras de su mujer, con constantes servicios prestados secretamente al viejo avaro, y siempre llegaba a tiempo al campo de batalla. Aquellos tres Grassins tenían también sus adherentes, sus primos, sus aliados fieles.

Por el lado de los Cruchot, el abate, el Talleyrand de la familia, bien apoyado por su hermano el notario, disputaba vivamente el terreno al financiero, y trataba de reservar la rica herencia para su sobrino el presidente.

Aquel combate secreto entre los Cruchot y los Des Grassins, cuyo galardón era la mano de Eugenia Grandet, ocupaba apasionadamente a las diversas sociedades de Saumur. ¿Se casará la señorita Grandet con el señor presidente o con el señor Adolfo Des Grassins? A este problema los unos contestaban que el señor Grandet no daría su hija ni al uno ni al otro. El ex tonelero, devorado por la ambición, decían, buscaba para yerno a algún par de Francia, al que trescientas mil libras de renta harían aceptar todos los toneles pasados, presentes y futuros de Grandet. Otros replicaban que el señor y la señora Des Grassins eran nobles, poderosamente ricos, que Adolfo era gentilísimo caballero y que, a menos de tener en la manga un sobrino del Papa, aquella alianza tan conveniente debía satisfacer a gente de baja estofa, a un hombre a quien todo Saumur había visto azuela en mano, y que, por otra parte, había usado gorro colorado. Los más sensatos hacían observar que el señor Cruchot de Bonfons entraba en casa de Grandet a cualquier hora del día, mientras que su rival sólo era recibido los domingos. Éstos sostenían que la señora Des Grassins, más vinculada con las mujeres de la casa Grandet que los Cruchot, podía inculcarles ideas que tarde o temprano la harían triunfar. Aquéllos replicaban que el abate Cruchot era el hombre más insinuante del mundo, y que en una lucha de fraile contra mujer, la partida era igual.

- Están codo con codo -decía un hombre agudo de Saumur.

Más instruidos, los antiguos del país pretendían que los Grandet eran demasiado astutos para dejar salir los bienes de su familia, y que la señorita Eugenia Grandet de Saumur se casaría con el hijo del señor Grandet de París, rico comerciante en vinos al por mayor. Los cruchotinistas y los grassinistas contestaban a esto:

- En primer lugar, los dos hermanos no se han visto dos veces en treinta años. Además, el señor Grandet de París tiene altas pretensiones para su hijo. Es alcalde de un distrito, diputado, coronel de la guardia nacional, juez del tribunal de comercio; repudia a los Grandet de Saumur, y pretende aliarse con alguna familia ducal por la gracia de Napoleón.

¿Qué no se diría de una heredera de la que se hablaba a veinte leguas a la redonda, y hasta en las diligencias que iban de Angers a Blois, inclusive?

A principios de 1811 los cruchotistas alcanzaron una señalada ventaja sobre los grassinistas. La tierra de Froidfond, notable por su parque, su admirable estillo, sus cortijos, arroyos, estanques, bosques, y que valía tres millones, fue puesta en venta por el marqués de Froidfond, obligado a realizar sus capitales. El notario Cruchot, el presidente Cruchot, el abate Cruchot, ayudados por sus adherentes, lograron impedir la venta en pequeños lotes. El notario realizó con el joven un negocio de oro, convenciéndole de que tendría que hacer innumerables demandas antes de cobrar el precio de los lotes a los compradores: mucho mejor era vender al señor Grandet, hombre solvente y capaz de pagar la tierra al contado. El hermoso marquesado de Froidfond fue, pues, conducido hacia el esófago del señor Grandet, que, con gran asombro de Saumur, lo pagó, con descuento, después de llenadas las formalidades. Este negocio hizo ruido en Nantes y en Orleáns. El señor Grandet fue a visitar su castillo, aprovechando una carreta que regresaba de vacío. Después de haber paseado por la propiedad la mirada del amo, volvióse a Saumur, seguro de haber colocado sus fondos al cinco por ciento, e invadido por la magnífica idea de redondear el marquesado de Froidfond, uniendo a él todos sus bienes. Después, para llenar de nuevo su tesoro casi vacío, resolvió cortar sus bosques de raíz y explotar los álamos de sus praderas.

Ahora ya es fácil comprender todo el valor de la frase la casa del señor Grandet, aquella casa descolorida, silenciosa, situada en lo más alto de la ciudad y abrigada por las ruinas de las fortificaciones. Los dos pilares y la bóveda que formaban el hueco de la puerta, habían sido, como la casa, construidos con una piedra blanca particular del litoral del Loira, y tan blanda que su duración media es apenas de doscientos años. Los agujeros desiguales y numerosos que las intemperies le habían practicado con extravagancia, daban al arco y a los pilares del portal el aspecto de las piezas vermiculadas de la arquitectura francesa, y cierto parecido con el pórtico de una cárcel. Encima del arco reinaba un largo bajorrelieve de piedra dura, esculpida, representando las cuatro estaciones con las figuras roídas ya y enteramente negras. Aquel bajorrelieve estaba dominado por un plinto saliente, sobre el que crecían varias de esas vegetaciones debidas al azar, parietarias amarillas, campanillas, convólvulos, llantén y pequeño cerezo, bastante alto ya. La puerta, de roble macizo, pardo, seco, rajado en todas las partes, débil en apariencia, estaba sólidamente mantenida por todo un sistema de barras y tuercas que figuraban dibujos simétricos. Una reja cuadrada, pequeña pero de barrotes apretados y rojos de herrumbre, ocupaba el medio de la puerta falsa y servía, por decirlo así, de motivo a una aldaba que se unía a ella por un anillo, y golpeaba sobre la cabeza gesticulante de un gran clavo. Esta aldaba, de forma oblonga y del estilo de la que los antiguos llamaban arnequín, parecía un grueso punto de admiración, y examinándola atentamente, un anticuario hubiera encontrado algunos indicios de la figura esencialmente bufa que representaba en otro tiempo, y que el largo uso había borrado. Por la rejilla destinada a reconocer a los amigos en tiempo de las guerras civiles, los curiosos podían distinguir, en el fondo de una bóveda oscura y verdosa, algunos peldaños carcomidos que conducían a un jardín pintorescamente limitado por espesos muros, húmedos, llenos de filtraciones y de matas de arbustos raquíticos. Aquellos muros eran los de las fortificaciones, sobre las que se elevan los jardines de algunas casas vecinas.

En el piso de la casa, la pieza más importante era una sala cuya entrada se hallaba bajo la bóveda de la puerta cochera. Pocas personas conocen la importancia de una sala en las pequeñas ciudades de Anjou, de Turena y del Berry. La sala es a la vez la antecámara, el salón, el gabinete, el aposento, el comedor; es el escenario de la vida doméstica, el hogar común; allí iba el peluquero del barrio, dos veces al año, a cortar el cabello al señor Grandet; allí entraban los cortijeros, el cura, el subprefecto, el mozo del molino. Aquella pieza, cuyas dos ventanas daban a la calle, tenía piso de madera; paneles grises de madera con molduras antiguas lo revestían de arriba abajo; el techo se componía de vigas visibles; igualmente pintadas de gris, con los entredoses rellenos de yeso que el tiempo había puesto amarillo. Un viejo reloj de cobre adornaba la campana de la chimenea, de piedra blanca, mal esculpida, sobre la que se veía un espejo verdoso, con los bordes cortados a bisel para mostrar su espesor, que reflejaban un hilo de luz a lo largo de un entrepaño gótico de acero damasquinado. Los dos candelabros de cobre dorado que adornaban los rincones de la chimenea, tenían dos aplicaciones: quitando las rosas que le servían de arandelas, y cuya rama principal se adaptaba al pedestal de mármol azulado con adornos de cobre viejo, el pedestal formaba un candelero para los días de recibo de confianza. Las sillas, de forma antigua, estaban cubiertas con tapicerías representando las fábulas de Lafontaine; pero era necesario saber para conocer sus asuntos, tan difícilmente se veían los colores desvanecidos y las figuras acribilladas de zurcidos. En los cuatro ángulos de la sala había rinconeras, especie de armarios terminados en mugrientos estantes. Una vieja mesa de juego con incrustaciones, cuya tabla formaba tablero de ajedrez, hallábase colocada en el entrepaño que separaba las dos ventanas. Sobre esa mesa había un barómetro, ovalado, de marco negro, adornado con cintas de madera dorada, en que las moscas habían jugueteado tan licenciosamente que el dorado era ya un mito. En la pared opuesta a la chimenea, dos retratos al pastel pasaban por representar al abuelo de la señora Grandet, el viejo señor de la Bertelliere, vestido de teniente de los guardias franceses, y a la difunta señora Gentillet en traje de pastora. En las dos ventanas colgaban cortinas de gro de Tours rojo, alzadas por cordones de seda con bellotas de iglesia. Aquella lujosa decoración, tan poco en armonía con los hábitos de Grandet, había entrado en la venta de la casa, lo mismo que el entrepaño gótico, el reloj, el mueble de tapicería y las rinconeras de palo de rosa.

En la ventana más cercana a la puerta veíase una silla de paja, cuyas patas habían sido alargadas para que la señora de Grandet pudiese ver los transeúntes. Una mesa de costura de cerezo descolorido llenaba el alféizar, y al lado estaba el silloncito de Eugenia Grandet. Desde hacía quince años, todos los días de la madre y de la hija habían transcurrido apaciblemente en aquel sitio, en constante trabajo, a contar del mes de abril hasta el de noviembre. El primero de éste podían ocupar su cuartel de invierno junto a la chimenea. Sólo aquel día permitía Grandet que se encendiese fuego en la sala, y lo hacía apagar el 31 de marzo, sin tener en cuenta los últimos fríos de la primavera ni los primeros del otoño. Un braserillo alimentado con brasas procedentes del fuego de la cocina, que la Gran Nanón les reservaba con habilidad, ayudaba a la señora y a la señorita Grandet a pasar las mañanas o las veladas más frescas de los meses de abril y octubre. La madre y la hija cuidaban de toda la ropa blanca de la casa, y empleaban tan concienzudamente sus días en aquel verdadero trabajo de obreras, que si Eugenia deseaba bordar un cuello a la madre, se veía obligada a quitarse horas de sueño, engañando al padre para tener luz. Desde hacía mucho, el avaro distribuía las velas a su hija y a la Gran Nanón, lo mismo que apartaba por la mañana el pan y los artículos necesarios para el diario consumo.

La Gran Nanón era quizá la única persona humana capaz de aceptar el despotismo de su amo. Toda la ciudad envidiaba al señor y la señora Grandet. La Gran Nanón, así llamada a causa de su alta estatUra de cinco pies y ocho pulgadas, pertenecía al señor Grandet desde hacía treinta y cinco años. Aunque no tUviera más que sesenta libras de salario, pasaba por una de las criadas más ricas de Saumur. Aquellas sesenta libras, acumuladas desde hacía treinta y cinco años, le habían permitido colocar recientemente cuatro mil libras en renta vitalicia en casa del notario Cruchot. Todas las criadas, al ver a la pobre mujer con un pedazo de pan para la vejez, estaban celosas de ella, sin acordarse de la dura servidumbre con que lo había adquirido. A la edad de veinte años, la pobre criada no había podido colocarse en casa alguna, tan repugnante parecía su figura; su cara hubiera sido muy admirada sobre los hombros de un granadero de la guardia; pero en todo se necesita el don de la oportunidad, según se dice.

En la necesidad de abandonar un cortijo incendiado cuyas vacas cuidaba, fue a Saumur, donde trató de colocarse, animada por el robusto valor que a nada se niega. El tío Grandet pensaba entonces en casarse, y ya deseaba montar su casa. Advirtió a aquella muchacha, rechazada de puerta en puerta. Juez de la fuerza corporal en su calidad de tonelero, adivinó el partido que se podía sacar de una criatUra hembra, repartida como un Hércules, plantada sobre sus pies como un roble de sesenta años sobre sus raíces, fuerte de caderas, cuadrada de espaldas, con manos de carretero y una probidad tan rigurosa como lo era su intacta virtud. Ni las verrugas que adornaban aquel rostro marcial, ni su color de ladrillo, ni los brazos nervudos, ni los harapos de la Nanón espantaron al tonelero, que aún se hallaba en la edad en que el corazón palpita. Vistió entonces, calzó y alimentó a la pobre muchacha, le dio un salario y la empleó sin maltratarla demasiado. Al verse acogida de ese modo, la Gran Nanón lloró secretamente de alegría, y se encariñó sinceramente con el tonelero, que, por otra parte, la explotó como un señor feudal. Nanón lo hacía todo: cocinaba, hacía las coladas, iba a lavar la ropa al Loira y la llevaba sobre sus hombros; se levantaba al amanecer, se acostaba tarde; daba de comer a los vendirniadores durante las cosechas, vigilaba a los trabajadores; defendía como un perro fiel los bienes de su amo; por fin, llena de ciega confianza en él, obedecía sin murmurar sus caprichos más extravagantes. Cuando el famoso año 1811, cuya cosecha costó trabajos inauditos, y después de veinte años de servicios, Grandet resolvió dar su viejo reloj a Nanón, y ése era el único regalo que había recibido de él. Aunque le abandonara sus viejos zapatos (Nanón podía usarlos), era imposible considerar el provecho trimestral de los zapatos de Grandet como un regalo, tan gastados estaban. La necesidad hizo a la pobre muchacha tan avara, que Grandet acabó por quererla como se quiere a un perro, y Nanón se dejó poner al cuello un collar provisto de puntas cuyas picaduras no la incomodaban ya. Si Grandet cortaba el pan con demasiada parsimonia, Nanón no se quejaba; participaba alegremente del provecho higiénico que procuraba el régimen severo de la casa, en la que nunca estaba enfermo nadie ... Además, la Nanón formaba parte de la familia: reía cuando reía Grandet, se entristecía, se helaba, ardía, trabajaba con él. ¡Cuántas dulces compensaciones hallaba en aquella igualdad! El amo no había echado nunca en cara a la criada las frutas recogidas al pie del árbol ...

- ¡Vamos, regálate, Nanón! -le decía en los años en que las ramas se doblaban bajo el peso de las frutas que los cortijeros se veían obligados a dar a los cerdos.

Para una muchacha del campo que en su juventud sólo había cosechado malos tratamientos, para una pobre recogida por caridad, la risa equívoca del tío Grandet era un verdadero rayo de sol. Por otra parte, el corazón sencillo, el cerebro estrecho de Nanón no podía contener más que un sentimiento y una idea. Desde hacía treinta y cinco años, se veía siempre llegando frente al corralón del tío Grandet, descalza, andrajosa, y oía siempre al tonelero que le decía:

- ¿Qué quiere usted, hermosa?

Y su agradecimiento era siempre joven. A veces Grandet, pensando que aquella desdichada criatura no había oído nunca una palabra lisonjera, que ignoraba todos los dulces sentimientos que inspira la mujer, y que un día podía comparecer ante Dios, más casta que una virgen, invadido por la compasión decía mirándola:

- ¡Esta pobre Nanón!

Su exclamación era siempre seguida por una mirada indefinible que le dirigía la vieja criada. Esta frase, dicha de tiempo en tiempo, formaba hacía mucho una cadena de amistad no interrumpida, a la que cada exclamación agregaba un eslabón nuevo. Esa piedad colocada en el corazón de Grandet y tan agradecida por la vieja solterona, tenía no sé qué de horrible. Aquella atroz piedad de avaro, que despertaba mil placeres en el corazón del viejo tonelero, era para Nanón la suma de su felicidad. Quién no dirá también: ¡Pobre Nanón! Por las inflexiones de su voz y sus misteriosas añoranzas, Dios reconocerá a sus ángeles. Había en Saumur una cantidad de casas en que los sirvientes eran mejor tratados, pero cuyos amos no recibían por eso satisfacción alguna. De ahí esta frase:

- ¿Qué hacen los Grandet a su Gran Nanón, para que les sea tan apegada? ¡Se echaría al fuego por ellos!

Su cocina, cuyas ventanas enrejadas daban al patio, estaba siempre limpia, aseada, fría, como verdadera cocina de avaro en que nada debía desperdiciarse. Cuando Nanón había lavado la vajilla, guardado las sobras de la comida, apagado el fuego, salía de la cocina separada de la sala por un pasadizo, e iba a hilar cáñamo junto a sus amas. Una sola vela bastaba a la familia para la noche. La criada dormía en el fondo de aquel pasadizo, en un cuchitril alumbrado por un ventanillo. Su robusta salud le permitía habitar impunemente en aquella especie de agujero, desde donde podía oír el menor ruido, merced al silencio profundo que día y noche reinaba en la casa. Como un dogo encargado de la vigilancia, tenía que dormir con un solo oído, y descansar velando.

La descripción de las demás partes de la casa se hallará ligada a los acontecimientos de esta historia; pero, entre tanto, el croquis de la sala en que brillaba todo el lujo del hogar puede hacer sospechar de antemano la desnudez de los pisos superiores.

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