Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XXIIICAPÍTULO XXVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO CUARTO


A bordo del buque iba también un gentilhombre ordinario de S. M. el rey Carlos X, el señor D' Aubrion, buen anciano que había cometido la locura de casarse con una mujer a la moda, y cuya fortuna estaba en las islas. Para reparar las prodigalidades de la señora D' Aubrion, volvía de realizar sus propiedades.

El señor y la señora D' Aubrion, de la casa de Aubrion de Buch, cuyo último caudillo murió antes de 1789, reducidos a unos veinte mil francos de renta, tenían una hija bastante fea que la madre quería casar sin dote, pues su fortuna le bastaba apenas para vivir en París. Era una empresa cuyo éxito hubiera parecido problemático a todo el mundo, a pesar de la habilidad que se atribuye a las mujeres a la moda. Así, pues, la misma señora D' Aubrion desesperaba casi, al ver a su hija, de endosarla a quienquiera que fuese, aunque se tratara de hombre loco por ser noble.

La señorita D' Aubrion era una muchacha larga como un insecto, flaca, delgaducha, de boca desdeñosa, sobre la que bajaba una nariz demasiado larga, gruesa en la punta, rojiza en estado normal, pero completamente roja después de comer, especie de fenómeno vegetal más desagradable en medio de un rostro pálido y aburrido que en cualquier otro. En fin, era tal como pudiera desearla una madre de treinta y ocho años que, bella todavía, tenía aún sus pretensiones.

Pero, para compensar tales desventajas, la señora D' Aubrion había dado a su hija un aire muy distinguido: la había sometido a una higiene que le mantenía la nariz provisionalmente en un tono razonable de carne, la había enseñado el arte de vestirse con gusto, la había dotado de lindas maneras, le había legado esas miradas melancólicas que interesan a un hombre y le hacen creer que va a encontrar el ángel vanamente soñado hasta entonces; la había adiestrado en las maniobras del pie, para adelantarlo oportunamente y hacer admirar su pequeñez, en el momento en que su nariz comenzaba a enrojecer; en fin, había sacado de su hija un partido bastante satisfactorio.

Por medio de mangas largas, de corsés mentirosos, de vestidos esponjados y cuidadosamente guarnecidos, había obtenido un producto femenino tan curioso que hubiera debido exponer todos aquellos aparatos en un museo, para instrucción de las madres.

Carlos estrechó relaciones con la señora D' Aubrion, que parecía precisamente ligarse con él. Hasta hay quien pretende que, durante la travesía, la bella señora D' Aubrion no desperdició medio alguno de captar a un yerno tan rico.

Al desembarcar en Burdeos, en el mes de junio de 1827, el señor, la señora y la señorita D' Aubrion se alojaron, al propio tiempo que Carlos, en el mismo hotel, y salieron después juntos para París. El hotel D' Aubrion estaba acribillado de hipotecas: Carlos debía liberarlo. La madre había hablado ya del gusto que tendría en ceder el piso bajo a su hija y a su yerno. No compartiendo las preocupaciones del señor D' Aubrion respecto de la nobleza, había prometido a Carlos Grandet obtener del buen Carlos X una ordenanza real que le autorizaría a llevar el nombre de Aubrion y a usar las armas de la casa, mediante la constitución de un mayorazgo de treinta y seis mil libras de renta en Aubrion. Reuniendo sus fortunas, viviendo en buena inteligencia, y mediante alguna sinecura, podrían reunirse ciento y tantas mil libras de renta en el hotel D' Aubrion.

- Y cuando se tienen cien mil libras de renta, un nombre, una familia, cuando se frecuenta la corte, porque lo haré nombrar a usted gentilhombre de cámara -decía la señora D' Aubrion-, se llega a todo lo que se quiere. Así, será usted, a su elección, relator en el Consejo de Estado, prefecto, secretario de embajada, embajador... Carlos X quiere mucho a los D' Aubrion y conoce a mi marido desde que ambos eran niños.

Embriagado de ambición por aquella mujer, Carlos había acariciado durante la travesía todas las esperanzas que le fueron presentadas con muchísima habilidad, y bajo la forma de confidencias íntimas.

Creyendo que los asuntos de su padre habían sido arreglados por su tío, ya se veía anclado en el barrio de Saint-Germain, donde todo el mundo quería entrar, y donde, a la sombra de la nariz roja de la señorita Matilde, reaparecería como conde D' Aubrion, lo mismo que los Dreux reaparecieron un día como de Brézé.

Deslumbrado por la prosperidad de la restauración que había dejado fácilmente, admirado del brillo de las ideas aristocráticas, la embriaguez iniciada a bordo se mantuvo en París, donde resolvió hacer cuanto fuera posible por llegar a la elevada posición que su egoísta suegra le hacía entrever.

Su prima no era ya para él más que un punto en el espacio de aquella brillante perspectiva.

Volvió a ver a Anita. Como mujer de mundo, Anita aconsejó vivamente a su antiguo amigo que contrajera aquella alianza y le prometió su apoyo en todas las empresas ambiciosas. Anita estaba encantada de hacer que Carlos, a quien había embellecido su permanencia en las Indias, se casara con una muchacha fea y fastidiosa. La tez de Carlos se había tostado, sus maneras se habían hecho resueltas, atrevidas, como las de los hombres acostumbrados a dominar, a triunfar.

Carlos respiró más a sus anchas en París, al ver que allí podía representar un papel. Des Grassins, al saber su regreso, su casamiento próximo, su fortuna, fue a verlo para hablarle de los trescientos mil francos con que podía solventar las deudas de su padre. Encontró a Carlos conferenciando con su joyero, al que había encargado varias alhajas para la canastilla de la señorita D' Aubrion, y que le estaba enseñando los dibujos. A pesar de los magníficos diamantes que Carlos llevara de las Indias, la mano de obra, la platería, la joyería sólida del joven matrimonio alcanzaba a más de doscientos mil francos.

Carlos recibió a Des Grassins, a quien no reconoció, con la impertinencia de un joven a la moda que, en las Indias, había muerto a cuatro hombres en diferentes duelos. El señor Des Grassins había ido ya a buscarlo tres veces; Carlos lo escuchó con frialdad, en seguida le contestó, sin haberle entendido bien:

- Los negocios de mi padre no son los míos. Le agradezco a usted los cuidados que ha tenido a bien tomarse. No he reunido el capital que poseo con el sudor de mi frente para ir a tirarlo a la cara de los acreedores de mi padre.

- ¿Y si su padre de usted, dentro de pocos días, fuera declarado en quiebra?

- Dentro de pocos días, señor, me llamaré el conde D'Aubrion. Ya ve usted que eso me será completamente indiferente. Por otra parte, usted sabe mejor que yo que cuando un hombre tiene cien mil libras de renta, su padre no ha quebrado nunca -agregó empujando cortésmente al señor Des Grassins hacia la puerta.

A principios del mes de agosto de aquel año, Eugenia estaba sentada en el banquito de madera en que su primo la había jurado amor eterno, y al que iba a desayunarse cuando el tiempo era hermoso. La pobre soltera se complacía en aquel momento gozando de la más fresca, de la más jubilosa mañana, en repasar en la memoria los grandes y los pequeños acontecimientos de su amor, y las catástrofes que los habían seguido. El sol iluminaba el bello lienzo de pared resquebrajado, casi en ruinas, al que era prohibido tocar por orden de la caprichosa heredera, aunque Cornoiller repitiera a menudo a su mujer que el día menos pensado se les iba a caer encima. En aquel instante, el cartero llamó a la puerta y entregó una carta a la señora Cornoiller, que entró al jardín gritando:

- ¡Señorita, una carta!

Y la entregó a su ama, añadiendo:

- ¿Será ésta la que espera?

Estas palabras resonaron tan profundamente en el corazón de Eugenia, como en las paredes del patio y jardín cuyos ecos despertaron.

- ¡París...! ¡Es suya...! ¡Está de vuelta...!

Eugenia palideció y retuvo la carta sin abrirla durante unos minutos. Su corazón latía con demasiada violencia para que pudiese abrirla y leerla.

La gran Nanón permaneció de pie, con los brazos puestos en jarras, y la alegría parecía brotar de ella como si fuera humo que escapara por las quebrajas de su moreno rostro.

- ¡Lea usted, pues, señorita!

- ¡Ah, Nanón! ¿Por qué vuelve por París, cuando se marchó por Saumur?

- Lea, lea usted y lo sabrá.

Eugenia abrió la carta temblando. De ella cayó una letra de cambio contra la casa Señora Des Grassins y Corret, de Saumur. Nanón la recogió.

Mi querida prima:

- Ya no soy Eugenia -pensó la joven, sintiendo que se le oprimía el pecho.

Conocerá usted...

- ¡Al marcharse me hablaba de tú...!

Se cruzó de brazos, no se atrevió a continuar leyendo la carta, y gruesas lágrimas inundaron sus ojos.

- ¿Ha... ha muerto? -preguntó Nanón.

- No me escribiría -contestó Eugenia. Y leyó por entero la siguiente carta:

Mi querida prima:

Conocerá usted, creo que con satisfacción, el éxito de mi empresa.

Me ha dado usted suerte; vuelvo rico, y he seguido los consejos de mi tío, cuyo fallecimiento, así como el de mi tía, acabo de saber por el señor Des GrasSlns.

La muerte de nuestros padres es cosa establecida en la Naturaleza, y los hijos debemos sucederles. Espero, pues, que ya estará usted consolada. Nada resiste al tiempo, y yo lo compruebo. Sí, querida prima, desgraciadamente para mí, el momento de las ilusiones ha pasado ya. ¿Qué quiere usted? Viajando a través de diversos países, he reflexionado respecto de la vida. De niño que era a la partida, soy un hombre al regresar. Hoy pienso en muchas cosas que antes no me ocupaban siquiera.

Usted, prima, está aún libre, y yo soy libre también; nada impide, en apariencia, la realización de nuestros proyectos; pero mi carácter es demasiado leal para ocultarle la marcha de mis asuntos. No he olvidado que no me pertenecía; siempre recordé en mis largas travesías el banquillo de madera.

Eugenia se levantó como si hubiera estado sentada sobre brasas, y fue a sentarse en uno de los peldaños de la escalinata del patio.

... el banquillo de madera en que nos juramos amarnos siempre, el pasadizo, la sala gris, mi cuarto abuhardillado, y la noche en que, con delicadísima bondad, me facilitó usted el porvenir.

Sí, esos recuerdos me han sostenido el valor, y me he dicho que pensaba usted siempre en mí, como yo lo hacía a menudo, a la hora que habíamos convenido.

¿Ha mirado usted las nubes a las nueve? Sí, ¿no es cierto?

Por lo mismo no quiero hacer traición a una amistad sagrada para mí; no, no debo engañarla a usted.

En estos momentos se trata de realizar una alianza que satisface todas las ideas que me he formado respecto del matrimonio. El amor en el matrimonio es una quimera. Mi experiencia me dice hoy que hay que obedecer a todas las leyes sociales, y reunir todas las conveniencias que el mundo exige al que se casa.

Ahora bien, ya existe entre nosotros una diferencia de edad que quizá influyera más sobre su porvenir de usted, mi querida prima, que sobre el mío. No le hablaré a usted ni de sus costumbres, ni de sus hábitos, que no están en manera alguna en relación con la vida de París, y que indudablemente no cuadrarían a mis proyectos ulteriores. Figura entre mis planes el de tener una gran casa, recibir en ella mucha gente, y creo recordar que a usted le agrada una vida dulce y tranquila.

No; seré más franco aún, y quiero hacerla a usted árbitro de mi situación; le toca a usted conocerla y tiene el derecho de juzgarla.

Hoy poseo ochenta mil libras de renta. Esta fortuna me permite unirme a la familia D' Aubrion, cuya heredera joven, de diecinueve años, me aporta al matrimonio su nombre, un título, el puesto de gentilhombre honorario de la cámara de Su Majestad y una posición de las más brillantes.

Le confesaré a usted, mi querida prima, que no siento el menor amor hacia la señorita D' Aubrion; pero, por medio de su alianza, aseguro a mis hijos una posición social cuyas ventajas serán un día incalculables: las ideas monárquicas van ganando más terreno cada vez. De modo que, dentro de algunos años, mi hijo, marqués D' Aubrion, con un mayorazgo de cuarenta mil libras de renta, podrá ocupar en el Estado el puesto que tenga a bien elegir. Nos debemos a nuestros hijos ...

Ya ve usted, prima mía, con qué buena fe le expongo el estado de mi corazón, de mis esperanzas y de mi fortuna. Es muy posible que también usted, por su parte, haya olvidado nuestras niñerías, después de siete años de ausencia; pero yo no he olvidado ni su indulgencia ni mis palabras; las recuerdo todas, hasta las dadas con mayor ligereza, y a las que un joven menos concienzudo que yo, con el corazón menos sano y probo, no atribuiría la menor significación.

Al decirle a usted que pienso hacer un casamiento de conveniencia, y que todavía recuerdo nuestros amores de niños, ¿no me pongo enteramente a la discreción de usted? ¿No la hago dueña de mi suerte y no la digo que, si hay que renunciar a mis ambiciones sociales, sabré contentarme gustoso con la sencilla y pura felicidad de la que me ha ofrecido usted ya tan conmovedoras imágenes? ...

- ¡Tan, ta, tal ¡Tan, ta, ti! ¡Tin, ta, tal ¡Tum...!

Así había cantado Carlos, con la música de Non piu andrai, al firmar esta carta.

- ¡Trueno de Dios! -exclamó en seguida-. ¡Esto sí que es andarse con mlramientos...!

Y después de ir a comprar la letra de cambio, agregó la siguiente posdata:

P. S. - Adjunto una letra contra la casa Des Grassins, de ocho mil francos a su orden y pagadera en oro, comprendiendo el capital e interés de la suma que tuvo usted la bondad de prestarme. Estoy aguardando de Burdeos un cajón conteniendo algunos objetos que me permitirá usted ofrecerle como testimonio de mi eterno agradecimiento. Por la diligencia puede usted enviarme mi caja de tocador, al hotel D' Aubrion, calle Hillerin-Bertin.

- ¡Por la diligencia! -exclamó Eugenia-. Una cosa por la que hubiera yo dado mi vida...

¡Espantoso y completo desastre! El navío naufragaba sin dejar una cuerda ni una tabla en el vasto océano de las esperanzas.

Al verse abandonadas, ciertas mujeres van a arrancar a su amante de entre los brazos de una rival, la matan y huyen al fin del mundo, al cadalso o a la tumba. Eso es bello, sin duda; el móvil del crimen es una sublime pasión que impone hasta a la misma justicia humana.

Otras mujeres bajan la cabeza y sufren en silencio; siguen moribundas y resignadas, llorando y perdonando, orando y recordando hasta el último suspiro. Eso es amor, amor verdadero, el amor de los ángeles, el amor altivo que vive de su dolor y que muere de él.

Tal fue el sentimiento de Eugenia, después de leer la terrible carta. Dirigió los ojos al Cielo, pensando en las postreras palabras de su madre, que, como algunos moribundos, había proyectado sobre el porvenir una mirada penetrante, lúcida; luego, recordando aquella muerte y aquella vida proféticas, midió de una ojeada su destino entero. Ya sólo le restaba tender las alas, remontarse al cielo y vivir en la oración hasta el día de la libertad ...

- Mi madre tenía razón -se dijo llorando-. Sufrir y morir.

Fue con paso lento del jardín a la sala. Contra su costumbre, no pisó el pasadizo; pero volvió a encontrar el recuerdo de su primo en aquel viejo salón gris, sobre cuya chimenea estaba siempre cierto platillo de que Eugenia se servía todas las mañanas al desayuno, así como el azucarero de vieja porcelana de Sevres.

Aquella mañana debía ser solemne y llena de acontecimientos para ella. Nanón le anunció al cura de la parroquia. Este cura, pariente de los Cruchot, era partidario de los intereses del presidente de Bonfons.

Desde hacía algunos días, el viejo abate lo había determinado a que hablara con la señorita Grandet, en un sentido puramente religioso, de la obligación en que estaba de contraer matrimonio.

Al ver a su pastor, Eugenia creyó que iba en busca de los mil francos que daba mensualmente para los pobres, y dijo a Nanón que se los llevara; pero el cura sonrió.

- No, señorita; hoy vengo a hablarle a usted de una pobre joven por quien se interesa toda la ciudad de Saumur, y que, por falta de caridad hacia ella misma, no vive cristianamente.

- ¡Dios mío, señor cura! Me encuentra usted en un momento en que me es imposible pensar en el prójimo, pues estoy preocupada conmigo misma. Soy muy desgraciada; no tengo más refugio que la Iglesia; tiene el seno lo bastante amplio para contener todos nuestros dolores y sentimientos lo bastante profundos para que podamos utilizarlos sin temor de que se agoten.

- Pues bien, señorita, al ocuparnos de esa joven nos ocuparemos de usted. Escúcheme. Si quiere usted salvarse, no tiene sino dos caminos que seguir: abandonar el mundo o ajustarse a sus leyes; obedecer a su destino terrestre o a su destino celestial.

- ¡Ah! Me habla usted en un momento en que me era necesario escuchar una voz así. Sí, Dios lo ha conducido aquí, señor cura: quiero despedirme del mundo y vivir sólo para Dios, en el silencio y el retiro.

- Es necesario, hija mía, reflexionar largo tiempo antes de tomar tan violento partido. El matrimonio es una vida, el velo es una muerte.

- ¡Pues bien! ¡La muerte, la muerte, y pronto! -exclamó Eugenia con terrible vivacidad.

- ¡La muerte...! Pero usted tiene grandes obligaciones que llenar respecto de la sociedad, señorita. ¿No es usted la madre de los pobres a quienes da usted vestidos y leña en invierno, y trabajo en verano? Su gran fortuna es un préstamo que hay que devolver, y usted la ha aceptado santamente así. Enterrarse en un convento sería egoísmo; en cuanto a quedarse soltera, no debe usted hacerlo. En primer lugar, ¿puede usted manejar su inmensa fortuna? Quizá la perdiera. Pronto tendría usted mil pleitos, y se vería engolfada en inextricables dificultades. Crea usted a su pastor: un esposo es siempre útil; debe usted conservar lo que Dios le ha dado. Le hablo a usted como a una ovejita querida. Ama usted demasiado sinceramente a Dios para no salvarse en medio del mundo, uno de cuyos más hermosos ornamentos es, y al que debe usted dar santos ejemplos.

En aquel instante se hizo anunciar la señora Des Grassins. Era conducida por la venganza y por una gran desesperación.

- Señorita... -dijo-. ¡Ah! Estaba aquí el señor cura. Me callo: venía para hablarle a usted de negocios, y la encuentro en gran conferencia.

- Señora -dijo el cura-, le dejo a usted el campo libre.

- ¡Oh señor cura! -exclamó Eugenia-. Vuelva usted dentro de un instante: su apoyo me es muy necesario en este momento.

- ¡Sí, pobre hija mía! -dijo la señora Des Grassins.

- ¿Qué quiere usted decir? -preguntaron a un mismo tiempo la señorita Grandet y el cura.

- ¿Soy acaso tonta para no saber el regreso de su primo de usted y de su casamiento con la señorita D'Aubrion...?

Eugenia se ruborizó y se quedó silenciosa; pero tomó el partido de afectar para lo porvenir el impasible continente de su padre.

- Pues bien, señora -contestó con ironía-, yo debo ser algo tonta, porque no entiendo una palabra. Hable, hable usted delante del señor cura; ya sabe usted que es mi director de conciencia.

- Pues bien, señorita, aquí tiene usted lo que me escribe Des Grassins. Lea.

Eugenia leyó la siguiente carta:

Mi querida mujer:

Carlos Grandet ha llegado de las Indias y está en París desde hace un mes.

- ¡Un mes! -se dijo Eugenia, dejando caer la mano en que tenía la carta.

Después de una pausa, continuó:

... He tenido que hacer antesala dos veces antes de poder hablar al futuro conde d' Aubrion. Aunque todo París hable de su casamiento y hayan corrido ya todas las amonestaciones ...

- De modo que me escribía en el momento en que... -se dijo Eugenia. Pero no terminó; no exclamó, como una parisiense: ¡Canalla! Pero no por dejar de ser expreso, el desprecio fue menos profundo.

... está muy lejos de verificarse; el marques D' Aubrion no dará su hija al hijo de un quebrado. Fui a darle cuenta de las atenciones que su tío y yo hemos prestado a los asuntos de su padre, y de las hábiles maniobras mediante las cuales hemos logrado que los acreedores permanezcan tranquilos hasta hoy. Pero el impertinente tuvo la desvergüenza de decirme, a mí, que durante cinco años me he sacrificado día y noche por sus intereses y por su honor, que los negocios de su padre no eran los suyos.

Un procurador tendría derecho de exigirle treinta o cuarenta mil francos de honorarios, es decir, el uno por ciento del total de los créditos. Pero, ¡paciencia! Se deben bien y legítimamente un millón doscientos mil francos a los acreedores, y voy a hacer que el padre sea declarado en quiebra.

Me embarqué en este asunto sobre la palabra del viejo caimán de Grandet, y he hecho promesas en nombre de la familia. Si el señor vizconde D' Aubrion se preocupa poco de su honor, el mío me interesa mucho, en cambio. De modo que voy a explicar mi situación a los acreedores. Sin embargo, siento demasiado respeto hacia la señorita Eugenia, en cuya alianza habíamos pensado en tiempos más felices, para obrar antes que tú le hayas hablado de este asunto ...

Al llegar aquí, Eugenia devolvió fríamente la carta, sin acabar de leerla.

- Le doy a usted las gracias -dijo a la señora Des Grassins.

- En este momento tiene usted exactamente la misma voz de su difunto padre -dijo la señora Des Grassins.

- Señora, tiene usted que entregarme ocho mil cien francos en oro -le dijo Nanón.

- Es verdad, hágame usted el favor de venir conmigo, señora Cornoiller.

- Señor cura -dijo Eugenia con noble sangre fría, emanada del pensamiento que iba a expresar-, ¿sería pecado permanecer en estado de virginidad en el matrimonio?

- Ése es un caso de conciencia cuya solución no conozco. Si quiere usted saber lo que piensa al respecto en su Suma de Matrimonio el ilustre Sánchez, podré decírselo a usted mañana.

El cura se marchó. La señorita Grandet subió al gabinete de su padre, donde pasó el día entero, sin querer bajar a comer, a pesar de las instancias de Nanón. No apareció hasta la noche, a la hora que llegaban los acostumbrados visitantes.

El salón de los Grandet no había estado nunca tan lleno como en aquella velada. La noticia del regreso y de la tonta traición de Carlos se había divulgado por toda la ciudad. Pero, por atenta que estuviera la curiosidad de los visitantes, no pudieron satisfacerla. Eugenia, que se lo esperaba, no dejó asomar a su tranquilo rostro ninguna de las crueles emociones que la agitaban. Supo adoptar una fisonomía risueña para contestar a los que trataron de demostrarle interés por medio de miradas o palabras melancólicas. Cubrió, en fin, su desdicha con el velo de la cortesía. A eso de las nueve terminaron las partidas, y los jugadores se apartaban de las mesas, pagándose y discutiendo los últimos pases de whist, al reunirse al círculo de los conversadores.

En el momento en que la asamblea se levantó en masa para abandonar el salón, se produjo un golpe teatral que repercutió en Saumur entero, y de allí en todo el departamento y en las cuatro prefecturas circunvecinas.

- Quédese usted, señor presidente -dijo Eugenia al señor de Bonfons, al ver que éste tomaba su sombrero.

Al oír esta frase no hubo nadie en aquella numerosa asamblea que no se sintiese conmovido. El presidente palideció y tuvo que sentarse.

- Los millones son para el presidente -dijo la señorita de Gibreacourt.

- ¡Claro está! El presidente Bonfons se casa con la señorita Grandet -exclamó la señora D'Orsonval.

- Éste es el mejor golpe de la partida -dijo el abate.

- Es. un lindo chleem -dijo el notario.

Cada cual dijo su frase, cada cual hizo su chascarrillo, todos veían a la heredera subida sobre sus millones como sobre un pedestal.

El drama comenzado hacía nueve años llegaba al desenlace.

Decir, en presencia de Saumur entero, que se quedara el presidente, ¿no quería anunciar que quería hacerlo su marido?

En las ciudades pequeñas se observan tan severamente las conveniencias, que una infracción de ese género constitUye la más solemne de las promesas.

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