Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XXIVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO QUINTO


- Señor presidente -dijo Eugenia con voz conmovida, cuando estuvieron solos-, sé lo que le agrada a usted en mí. Júreme usted dejarme libre durante toda mi vida, no recordarme ninguno de los derechos que da el matrimonio, y mi mano es suya. ¡Oh! -agregó al verlo ponerse de rodillas-, todavía no lo he dicho todo. No debo engañarle a usted, señor. Llevo en el corazón un sentimiento inextinguible. La amistad es lo único que, por tanto, puedo conceder a mi marido. No quiero ni ofenderle ni contravenir a las leyes de mi corazón. Pero no poseerá usted mi mano y mi fortuna sino a costa de un inmenso servicio.

- Estoy dispuesto a todo -dijo el presidente.

- Aquí tiene usted un millón quinientos mil francos -dijo Eugenia sacando del seno un título de cien acciones del Banco de Francia-. Vaya usted a París, no mañana, no esta noche, sino inmediatamente. Vea usted al señor Des Grassins, sepa por él el nombre de todos los acreedores de mi tío, reúnalos, pague usted todo lo que la testamentaría puede deber, capital e intereses de cinco por ciento desde el día de la deuda hasta el reembolso, y por último, cuide usted de obtener un recibo general y ante notario, bien en forma. Es usted magistrado y confío en usted en este asunto.

Y después de una pausa añadió:

- Es usted un hombre leal, un caballero; me fiaré en la fe de su palabra para atravesar los peligros de la vida al abrigo de su nombre. Tendremos mutua indulgencia el uno para el otro. ¡Nos conocemos desde hace tanto tiempo! ¡Somos casi parientes! Sin duda, no querrá usted hacerme desgraciada.

El presidente cayó a los pies de la rica heredera, palpitando de júbilo y de angustia.

- Seré su esclavo -le dijo.

- En cuanto tenga usted el recibo -dijo Eugenia, dirigiéndole una fría mirada-, llévelo usted con todos sus títulos a mi primo Grandet y entréguele usted esta carta. Cuando vuelva usted, cumpliré mi palabra.

El presidente comprendió que esto se debía a un despecho amoroso; así es que se apresuró a ejecutar sus órdenes con la mayor rapidez, para que no ocurriera reconciliación alguna entre los amantes.

Cuando el señor de Bonfons se hubo marchado, Eugenia dejóse caer en una silla y rompió a llorar. ¡Todo estaba consumado ...!

El presidente tomó la posta, y a la tarde siguiente se hallaba en París.

En la mañana del día que siguió a su llegada fue a casa de Des Grassins. El magistrado convocó a los acreedores en el estudio del notario en cuyas manos estaban depositados los títulos, y ninguno faltó a la cita. Aunque fuesen acreedores hay que hacerles la justicia de decir que fueron puntuales ...

Allí, el presidente de Bonfons, en nombre de la señorita Grandet, les pagó el capital y los intereses adeudados. El pago de intereses fue para el comercio parisiense uno de los acontecimientos más sorprendentes de la época.

Cuando se registró la carta de pago, y Des Grassins vio retribuidos sus servicios con una suma de cincuenta mil francos que le había destinado Eugenia, el presidente se dirigió al hotel D' Aubrion, y encontró a Carlos en el momento en que se retiraba a sus habitaciones, abrumado por su suegro. El viejo marqués acababa de declararle que su hija no le pertenecería mientras no estuvieran pagados todos los acreedores de Guillermo Grandet.

De Bonfons comenzó por entregarle la carta siguiente:

Primo mío:

El señor presidente de Bonfons se ha encargado de entregarle a usted la carta de pago de todas las sumas debidas por mi tío, y el recibo en que reconozco que usted me las ha reembolsado. Se me ha hablado de quiebra: he pensado que el hijo de un fallido no podría, quizá, casarse con la señorita D' Aubrion. Sí, primo, ha juzgado usted perfectamente mi espíritu y mis maneras: no tengo mundo, sin duda alguna, no conozco ni sus cálculos ni sus costumbres y no podría procurarle a usted los placeres que piensa encontrar en él.

Sea usted feliz según las conveniencias sociales a que sacrifica nuestros primeros amores. Para que su felicidad sea completa, no puedo ofrecerle a usted más que el honor de su padre.

Adiós. Siempre tendrá usted una fiel amiga en su prima

EUGENIA.

El presidente sonrió al oír la exclamación que no pudo reprimir aquel ambicioso en el momento en que recibió la carta de pago auténtica.

- Nos anunciaremos recíprocamente nuestros casamientos -le dijo.

- ¡Ah! ¿Se casa usted con Eugenia? Pues me alegro mucho: es una buena muchacha. Pero -agregó sorprendido de pronto por una reflexión luminosa-, ¿es rica?

- Tenía -contestó el presidente con aire fisgón- cerca de diecinueve millones, hace cuatro días; pero hoy no tiene más que diecisiete.

Carlos miró al presidente con aire atontado.

- ¡Diecisiete millo...!

- Diecisiete millones; sí, señor. La señorita Grandet y yo reuniremos setecientas cincuenta mil libras de renta, al casarnos.

- Mi querido primo -dijo Carlos recobrando un tanto la tranquilidad-, podremos empujamos el uno al otro.

- De acuerdo -dijo el presidente-. He aquí, además, una caja que debo entregarle -agregó poniendo sobre la mesa la caja de útiles de tocador.

- Pues bien, querido amigo -dijo entrando la señora marquesa D' Aubrion, sin ver a Cruchot-, no se preocupe usted de lo que acaba de decirle mi pobre marido, a quien ha trastornado la duquesa de Chalieu... Le repito a usted que nada impedirá el casamiento...

- Bien, señora -contestó Carlos-. Los tres millones que en otro tiempo debía mi padre, han sido pagados ayer.

- ¿En dinero? -preguntó la dama.

- Integramente, capital e intereses, y voy a hacer rehabilitar su memoria.

- ¡Qué tontería! -exclamó la suegra.

Y luego, reparando en Cruchot, preguntó al oído a su yerno:

- ¿Quién es ese caballero?

- Es mi hombre de negocios -contestó Carlos en voz baja.

La marquesa saludó desdeñosamente al señor de Bonfons.

- ¡Ya nos vamos empujando! -dijo el presidente tomando su sombrero-. ¡Adiós, primo!

- ¡Y se burla de mí el papagayo de Saumur! ¡Ganas me dan de meterle seis pulgadas de hierro en la barriga!

Tres días después, el señor de Bonfons, de vuelta en Saumur, publicaba su casamiento con Eugenia Grandet. Seis meses más tarde era nombrado consejero en la corte real de Angers.

Antes de marcharse de Saumur, Eugenia hizo fundir el oro de las joyas y las consagró, junto con los ocho mil francos de su primo, a una custodia de oro que regaló a la parroquia en que tanto había rogado a Dios por él.

Después repartió su tiempo entre Angers y Saumur. Su marido, que se mostró abnegado en cierta circunstancia política, llegó a presidente de cámara y, por último, a primer presidente, al cabo de algunos años. Aguardó con impaciencia la reelección general, pensando en obtener un asiento en la cámara; ya aspiraba a ser par, y entonces ...

- Entonces el rey será primo suyo -decía Nanón, la gran Nanón, la señora Cornoiller, burguesa de Saumur, a quien su ama anunciaba las grandezas a que estaba llamada.

Sin embargo, el señor presidente de Bonfons (había abolido, por fin, el nombre patronímico de Cruchot), no llegó a realizar ninguna de sus ideas ambiciosas. Murió ocho días después de que se le nombrara diputado por Saumur. Dios, que todo lo ve y que nunca da golpe en vano, lo castigaba sin duda por sus cálculos y por la habilidad jurídica con que había redactado, accurante Cruchot, su contrato de casamiento, en que los dos futuros esposos se daban el uno al otro, en caso de no tener hijos, la universalidad de sus bienes, muebles e inmuebles, sin exceptuar ni reservar nada, en completa propiedad, dispensándose hasta de la formalidad del inventario, sin que la omisión del susodicho inventario pueda ser opuesta a sus herederos, etcétera.

Esta cláusula puede explicar el profundo respeto que el señor de Bonfons tuvo siempre hacia la voluntad, hacia la soledad de la señora de Bonfons.

Las mujeres citaban al señor primer presidente como uno de los hombres más delicados, le compadecían y llegaban hasta acusar el dolor, la pasión de Eugenia, pero como las mujeres saben acusar a una mujer, con miramientos crueles ...

- Menester es que la señora presidenta de Bonfons sea muy enferma, cuando así deja solo a su marido. ¡Pobre mujercita! ¿Qué es lo que tiene? ¿Gastritis? ¿Cáncer? ¿Por qué no se hace ver por los médicos? Desde hace algún tiempo se está poniendo amarilla; debería consultar las celebridades de París. ¿Cómo puede no desear tener familia? Dicen que quiere mucho a su marido; ¿cómo no le da un heredero, en su posición? ¿Sabe usted que es horrible, y si fuera cosa de capricho, sería muy condenable en verdad?

Dotada de ese fino tacto que el solitario ejercita en sus perpetuas meditaciones, Eugenia, acostumbrada por la desgracia y por su última educación a adivinarlo todo, sabía que el presidente deseaba su muerte para hallarse en posesión de aquella inmensa fortuna, aumentada aún con las herencias de sus tíos, el notario y el abate, que Dios tuvo el capricho de llamar a su seno.

La pobre reclusa tenía compasión del presidente. La Providencia la vengó de los cálculos y de la infame indiferencia de un esposo que respetaba, como la más segura de las garantías, la pasión sin ilusiones que alimentara Eugenia. Dar la vida a un niño, ¿no era matar las esperanzas del egoísmo, las alegrías de la ambición acariciadas por el primer presidente?

Dios lanzó, pues, masas de oro a su prisionera, para quien el oro era indiferente, y que aspiraba al Cielo, que vivía, piadosa y buena, en medio de tantos pensamientos, que socorría incesante y secretamente a los desgraciados. La señora de Bonfons quedó viuda a los treinta y seis años, con ochocientas mil libras de renta, hermosa todavía, pero con la belleza de la mujer a los cuarenta años. Su rostro era blanco, reposado, tranquilo. Tenía todas las noblezas del dolor, la santidad de una persona que no ha manchado su alma con el contacto del mundo, pero también la sequedad de la solterona y las costumbres mezquinas que da la estrecha existencia de provincia.

A pesar de sus ochocientas mil libras de renta, vive ahora como vivía la pobre Eugenia Grandet; no enciende fuego en su cuarto sino en los días en que su padre le permitía en otro tiempo encender la chimenea de la sala, y lo apaga conforme al programa en vigencia en sus años juveniles. Siempre va vestida de negro, como su madre.

La casa de Saumur, casa sin sol, sin calor, continuamente sombría, melancólica, es la imagen de su vida. Acumula cuidadosamente sus rentas y quizá pareciera tacaña, si no desmintiera la maledicencia con una noble inversión de su fortuna: piadosas y caritativas fundaciones, un hospicio para la vejez y escuelas cristianas para los niños, una biblioteca pública ricamente dotada, declaran cada año contra la avaricia que le echan en cara ciertas personas. Las iglesias de Saumur le deben algunos embellecimientos.

La señora de Bonfons, a quien por burla se llama señorita, inspira generalmente religioso respeto. Aquel noble corazón, que no latía sino para los sentimientos más tiernos, tenía, pues, que verse sometido a los cálculos del interés humano. El dinero debía comunicar sus fríos matices a aquella vida celestial, e infundir desconfianza hacia el alma de aquella mujer que era toda alma ...

- Nadie me quiere, sino tú -decía Eugenia a Nanón.

La mano de esta mujer cura las heridas secretas de todas las familias. Eugenia se encamina al Cielo rodeada por un cortejo de buenas acciones. La grandeza de su alma atenúa las pequeñeces de su educación y las costumbres de su vida primera.

Tal es la historia de Eugenia Grandet, que no es del mundo en medio del mundo; que, creada para ser gloriosamente esposa y madre, no tiene ni marido, ni hijos, ni familia.

Desde hace algunos días se habla de un nuevo casamiento para ella.

Y la gente de Saumur se ocupa de Eugenia y del marqués de Froidfond, cuya familia comienza a sitiar a la rica viuda, como antes lo hicieran los Cruchot.

Nanón y Cornoiller trabajan, según se dice, en favor del marqués; pero nada más falso.

Ni la Gran Nanón ni el mismo Cornoiller tienen bastante talento para comprender las corrupciones de la sociedad.

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