Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XXIICAPÍTULO XXIVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO TERCERO


A los treinta años, Eugenia no conocía aún las felicidades de la vida. Su pálida y triste infancia se había deslizado junto a su madre, cuyo corazón desconocido y lastimado había sufrido siempre: Al abandonar con alegría la existencia, la madre compadecía a su hija de que tuviera que vivir, y la dejó en el alma ligeros remordimientos y eterna melancolía.

El primero, el único amor de Eugenia, era para ella un principio de pena. Después de haber entrevisto a su amante durante algunos días le había dado su corazón entre dos besos furtivamente aceptados y recibidos; luego se había marchado, poniendo un mundo entre ella y él. Aquel amor, maldecido por su padre, había costado casi la vida de su madre, y no le causaba sino dolores mezclados con débiles esperanzas. Así, hasta entonces, se había lanzado hacia la felicidad, perdiendo sus fuerzas sin cambiarlas.

En la vida moral, tanto como en la vida física, existe una aspiración y una expiración: el alma necesita absorber los sentimientos de otra alma, asimilárselos para devolverlos más ricos. Sin este hermoso fenómeno humano, no hay vida en el corazón, el aire le falta; entonces sufre y se agosta.

Eugenia comenzaba a sufrir. La fortuna no era para ella ni un poder ni un consuelo; no podía existir sino por el amor, por la religión, por su fe en el porvenir. El amor le explicaba la eternidad. Su corazón y el Evangelio le señalaban dos mundos que debía esperar. Sumergíase día y noche en el seno de dos pensamientos infinitos, que quizá para ella no formaran sino uno solo. Encerrábase dentro de sí misma, amando y creyéndose amada. Desde hacía siete años, su amor lo había invadido todo. Sus tesoros no eran los millones cuyos intereses iban acumulándose, sino el cofrecillo de Carlos, sino los dos retratos colgados sobre su lecho, sino las joyas rescatadas de su padre, colocadas orgullosamente sobre un fondo de algodón en uno de los cajones de su cómoda, sino el dedal de su tía, del que se había servido su madre, y que todos los días tomaba religiosamente para trabajar en un bordado, obra de Penélope, emprendida únicamente para ponerse en el dedo aquel pedacito de oro tan lleno de recuerdos.

No parecía verosímil que la señorita Grandet pensara casarse durante su luto. Su piedad verdadera era conocida. De modo que la familia Cruchot, cuya política era sabiamente dirigida por el viejo abate, se contentó con sitiar a la heredera, rodeándola de los más afectuosos cuidados. En casa de ésta, todas las noches llenábase la sala de una sociedad compuesta por los más calurosos y abnegados cruchotines, que se esforzaban por cantar en todos los tonos las alabanzas de la dueña de la casa.

Eugenia tenía su médico ordinario de cámara, su gran limosnero, su chambelán, su primera dama, su primer ministro, su canciller especialmente, un canciller que quería decírselo todo.

Si la heredera hubiese deseado un caudatario, lo hubiese encontrado fácilmente. Era una reina, y la más hábilmente adulada de todas las reinas.

La adulación no emana nunca de las grandes almas: es privativa de los espíritus pequeños, que logran empequeñecerse más aún, para entrar mejor en la esfera vital de la persona a cuyo alrededor gravitan. La adulación sobrentiende un interés.

De manera que las personas que iban noche a noche a adornar el salón de Eugenia Grandet, llamada por ellos la señorita de Froidfond, lograban maravillosamente abrumarla bajo sus alabanzas. Aquel concierto de elogios, nuevo para Eugenia, comenzó por hacerla ruborizar; pero insensiblemente y por groseros que fueran aquellos cumplimientos, su oído se acostumbró tanto a oír alabar su belleza, que si un recién llegado la hubiese encontrado fea, aquel reproche le hubiera sido mucho más sensible entonces que ocho años atrás. Luego acabó por amar las palabras dulces que ponía secretamente a los pies de su ídolo. Acostumbróse, pues, gradualmente, a dejarse tratar como soberana, y a verse en plena corte todas las noches.

El señor presidente de Bonfons era el héroe de aquel pequeño círculo en que eran continuamente alabados su talento, su persona, su instrucción, su amabilidad. Uno podía observar que, desde hacía siete años, había aumentado mucho su fortuna; que Bonfons valía por lo menos diez mil francos de renta, y que se encontraba rodeado, como todos los bienes de los Cruchot, por los vastos dominios de la heredera.

- ¿Sabe usted, señorita -decía un visitante-, que los Cruchot tienen sus cuarenta mil libras de renta?

- Y sus economías -agregaba una vieja cruchotista, la señorita de Gribeaucout-. Un caballero de París vino últimamente a ofrecer al señor Cruchot doscientos mil francos por su estudio. Y lo venderá, si puede hacerse nombrar juez de paz.

- Quiere suceder al señor de Bonfons en la presidencia del tribunal, y toma sus precauciones -contestó la señora D'Orsonval-, porque el señor presidente ascenderá a consejero, luego a presidente de corte... Tiene demasiados medios para no alcanzar éxito.

- Sí, es un hombre distinguido -decía otra-, ¿no cree usted, señorita?

El señor presidente había tratado de ponerse en armonía con el papel que quería representar. A pesar de sus cuarenta años, a pesar de su rostro moreno y barbudo, ajado como casi todos los rostros curialescos, se vestía como un joven, jugueteaba con un junco, no tomaba rapé en casa de la señorita de Froidfond, presentábase siempre en ella con corbata blanca y camisa escarolada, cuya pechera le daba cierto aire de familia con los individuos del género pavo. Hablaba con familiaridad a la hermosa heredera, y le decía:

- ¡Ah, ésta nuestra querida Eugenia...!

En fin, fuera del número de los personajes, y reemplazando la lotería por el whist, y suprimiendo las figuras del señor y la señora Grandet, la escena que nos ocupa en este momento era la misma que la del comienzo de esta historia. La jauría continuaba persiguiendo a Eugenia y sus millones; pero la jauría más numerosa ladraba mejor y sitiaba a su presa.

Si Carlos hubiese llegado del fondo de las Indias, hubiera encontrado los mismos personajes y los mismos intereses. La señora Des Grassins, hacia quien Eugenia continuaba mostrándose perfecta de gracia y de bondad, persistía en importunar a los Cruchot. Pero, lo mismo que antes, la figura de Eugenia hubiera dominado el cuadro, y Carlos hubiera sido el soberano en él. Sin embargo, había progreso. El ramillete presentado en otro tiempo a Eugenia en sus festividades por el presidente, se había hecho periódico. Todas las noches llevaba a la rica heredera uno grande y magnífico que la señora Cornoiller colocaba ostensiblemente en un búcaro, y que luego tiraba secretamente a un rincón del patio, apenas se marchaban los visitantes.

Al comenzar la primavera, la señora Des Grassins trató de perturbar la felicidad de los cruchotines hablando a Eugenia del marqués de Froidfond, cuya casa arruinada podría volver a levantarse si la heredera consentía en devolverle la tierra mediante un contrato de bodas.

La señora Des Grassins hacía sonar el título de par y el de marqués, y tomando la sonrisa de desdén de Eugenia por una señal de aprobación, decía en todas partes que el casamiento del señor presidente Cruchot no estaba tan adelantado como se creía.

- Aunque el señor de Froidfond tenga cincuenta años -decía-, no parece tener más edad que el señor Cruchot; es viudo y tiene hijos, es verdad; pero es marqués, será par de Francia, y en los tiempos que corren no se encuentran partidos de esa importancia. Sé a ciencia cierta que el tío Grandet, al reunir todos sus bienes a la tierra de Froidfond, tenía la intención de injertarse en los Froidfond. Muchas veces me lo dijo. El viejo era astuto...

- ¿Cómo, Nanón -exclamó una noche Eugenia al acostarse-, no me escribirá ni una sola vez en siete años...?

Mientras esto ocurría en Saumur, Carlos hacía fortuna en las Indias.

Había comenzado por vender perfectamente su cargamento. Realizó rápidamente una suma de seis mil dólares. El bautismo de la línea le hizo perder muchas preocupaciones; advirtió que el medio mejor de llegar a la riqueza era, tanto en las regiones intertropicales como en la misma Europa, comprar y vender hombres. Se marchó, pues, a las costas de África e hizo la trata de negros, agregando a su comercio de hombres el de las mercancías más ventajosas para cambiarlas en los mercados a que lo conducían sus intereses. Estaba dominado por la idea de reaparecer en París con todo el brillo de una gran fortuna y conquistar una posición más elevada aún que la que había perdido.

A fuerza de rodar a través de los hombres y de los países, y de observar costumbres contrarias, sus ideas se modificaron, y se hizo escéptico.

Ya no tuvo nociones exactas sobre lo justo y lo injusto, viendo calificar de crimen en un país lo mismo que era virtud en otro. Al contacto de los intereses, su corazón se enfrió, se contrajo, se secó. La sangre de los Grandet no faltó a sus destinos; Carlos se hizo duro, ávido en el saqueo.

Vendió chinos, negros, nidos de golondrina, niños, artistas; practicó la usura en grande escala. La costumbre de defraudar los derechos de aduana lo hizo menos escrupuloso con los derechos del hombre.

En aquel tiempo iba a Santo Tomás a comprar a vil precio las mercancías robadas por los piratas, y las llevaba a los mercados en que se necesitaban. Si la noble y purísima figura de Eugenia le acompañó en el primer viaje, como la imagen de la Virgen que los españoles colocan en sus navíos, y si atribuyó sus primeros éxitos a la mágica influencia de los votos y las oraciones de aquella dulce niña, más tarde las negras, las mulatas, las blancas, las javanesas, las almeas, sus orgías de todos los colores y las aventuras que tuvo en diversos países, borraron completamente en él el recuerdo de su prima, de Saumur, de la casa, del banco, del beso tomado en el pasadizo oscuro. Recordaba solamente el jardincillo rodeado de viejos muros, porque allí había comenzado su azarosa existencia; pero negaba ya a su familia; su tío era un perro viejo que le había estafado sus alhajas; Eugenia no ocupaba ni su corazón ni sus pensamientos, sólo tenía un puesto en sus negocios, como acreedora por una suma de seis mil francos.

Esta conducta y estas ideas explican el silencio de Carlos Grandet. En las Indias, en Santo Tomás, en la costa de África, en Lisboa, en los Estados Unidos, el especulador había tomado, para no comprometer su nombre, el seudónimo de Sepherd. Carl Sepherd podía sin peligro mostrarse en todas partes infatigable, audaz, ávido, como hombre que, resuelto a hacer fortuna quibuscumque viis, se apresura a apurar la infamia para ser luego hombre honrado durante el resto de sus días.

Con ese sistema, su fortuna fue rápida y brillante. En 1827, pues, volvía a Burdeos a bordo del María Carolina, lindo bergantín perteneciente a una casa realista de comercio. Poseía un millón novecientos mil francos puestos en tres toneles de polvo de oro bien acondicionados, de los que pensaba sacar aún el siete u ocho por ciento haciéndolos acuñar en París.

Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XXIICAPÍTULO XXIVBiblioteca Virtual Antorcha