Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XXICAPÍTULO XXIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO


Después de su muerte, Eugenia halló mayores motivos de apegarse aún a aquella casa en que había nacido, en que tanto había sufrido, en que su madre acababa de expirar.

Eugenia no podía mirar la ventana de la sala y el sillón de su madre sin derramar lágrimas. Creyó no haber comprendido ni apreciado el alma de su viejo padre, al verse objeto de los más tiernos cuidados; Grandet iba a darle el brazo para que bajara a desayunarse; la miraba con ojos casi bondadosos durante horas enteras; la mimaba, en fin, como si fuese de oro.

El ex tonelero se parecía tan poco a sí mismo, temblaba de tal manera ante su hija, que Nanón y los cruchotines, testigos de su debilidad, la atribuyeron a su edad avanzada, y temieron también la pérdida de sus facultades; pero el día en que la familia vistió luto, después de la comida, a la que fue invitado el notario Cruchot, el único que conocía el secreto de su cliente, la conducta del viejo quedó explicada.

- Mi querida hija -dijo a Eugenia cuando se quitaron los manteles y las puertas quedaron cuidadosamente cerradas-, eres heredera de tu madre, y tenemos algunos asuntillos que arreglar entre los dos. ¿No es así, Cruchot?

- .

- ¿Es imprescindible que nos ocupemos hoy mismo de eso, padre mío?

- Sí, hijita. Yo no podría seguir viviendo en la incertidumbre en que me hallo. No creo que quieras hacerme sufrir.

- ¡Oh, padre...!

- ¡Pues bien! Hay que dejarlo todo arreglado esta misma noche...

- ¿Qué quiere usted que haga?

- Pero, hijita, ésas no son cosas mías. Pregúntaselo a Cruchot.

- Señorita, su padre de usted desearía no dividir ni vender sus bienes, ni pagar derechos enormes por el dinero que puede poseer. Así, pues, para conseguirlo, habría que dejar de hacer el inventario de toda la fortuna que hoy se halla indivisa entre usted y su señor padre...

- Cruchot, ¿está usted lo bastante seguro de eso, para decirlo delante de una niña?

- Déjeme usted hablar, Grandet.

- Sí, sí, amigo mío; ni usted ni mi hija desearán despojarme... ¿No es verdad, hijita?

- Pero, señor Cruchot, ¿qué es lo que tengo que hacer? -preguntó Eugenia, impacientada.

- Pues bien -dijo el notario-, habría que firmar este documento, por el cual renuncia usted a la herencia de su señora madre, dejando a su padre de usted el usufructo de todos los bienes indivisos entre ustedes, cuya nuda propiedad le asegura a usted el señor Grandet.

- No comprendo una palabra de cuanto usted me dice -contestó Eugenia-; deme usted el documento, y dígame dónde debo firmarlo.

El tío Grandet miraba alternativamente al documento y a su hija, a su hija y al documento, sintiendo tan violentas emociones, que tuvo que enjugarse algunas gotas de sudor que brotaron de su frente.

- Hijita -dijo-, en vez de firmar este documento, que costará mucho para hacer registrar, sería mejor que renunciaras pura y simplemente a la herencia de tu madre, y que confiaras en mí para el porvenir: yo lo preferiría. De ese modo, te pasaría todos los meses una buena rentita de cien francos. Ya ves: podrías pagar cuantas misas quisieras por todos los que amas... ¿Eh? ¿Cien francos por mes... en libras?

- Haré lo que usted quiera, padre.

- Señorita -dijo el notario-, es deber mío decirle que usted se despoja...

- ¡Oh, Dios mío! -exclamó Eugenia-, ¿y qué me importa?

- ¡Calla, Cruchot! ¡Está dicho, está dicho! -exclamó Grandet tomando la mano de su hija y golpeándola con la suya-. Eugenia, ¿no te desdecirás, hijita querida, eh?

- ¡Oh padre...!

La besó con efusión y la estrechó entre sus brazos como si fuera a ahogarla.

- ¡Vaya, hija mía, le das la vida a tu padre! Pero le devuelves lo que él te ha dado: estamos en paz. Así es como deben hacerse los negocios. La vida es un negocio. Yo te bendigo. ¡Eres una hija virtuosa que quiere a su padre! Ahora, haz lo que quieras. Hasta mañana, pues, Cruchot -dijo al notario espantado-. Ocúpese usted de preparar el documento de la renuncia.

Al día siguiente a mediodía se firmó la declaración con que Eugenia se expoliaba voluntariamente. Sin embargo, y a pesar de su palabra, al finalizar el primer año, el ex tonelero no había dado todavía a su hija ni un sueldo de los cien francos mensuales tan solemnemente prometidos. De modo que cuando Eugenia le habló de ello en tono de broma, no pudo dejar de turbarse: subió rápidamente a su gabinete, del que volvió presentándole más o menos la tercera parte de las alhajas que había tomado a su sobrino.

- Toma, niña -le dijo con acento lleno de ironía-, ¿quieres esto en cambio de tus mil doscientos francos?

- ¡Oh padre! ¿Me las da de veras?

- Y te daré otro tanto el año próximo -dijo Grandet, echándoselas en el delantal-. Así, en poco tiempo, tendrás todas sus baratijas -agregó restregándose las manos, contentísimo de poder especular con los sentimientos de su hija.

Sin embargo, el viejo, aunque todavía robusto, sintió la necesidad de iniciar a su hija en los secretos del manejo de la casa. Durante dos años la hizo ordenar las comidas y recibir los pagos en su presencia. Le enseñó lenta y sucesivamente los nombres y el contenido de sus viñedos, de sus cortijos. Al tercer año la había acostumbrado tan bien a todo su sistema de avaricia, lo había convertido de tal modo en costumbre en ella, que la dejó sin temor las llaves de la despensa y la instituyó en ama de casa.

Cinco años pasaron sin que se señalara acontecimiento alguno en la existencia monótona de Eugenia y de su padre. Realizáronse en ellos constantemente los mismos actos con la regularidad cronométrica de los movimientos del viejo reloj.

La profunda melancolía de la señorita Grandet no era un secreto para nadie; pero si cualquiera pudo sospechar su causa, jamás palabra alguna pronunciada por ella justificó las sospechas que toda la sociedad de Saumur tenía respecto al estado de alma de la rica heredera.

Su única compañía componíase de los tres Cruchot y de algunos de sus amigos, a quienes insensiblemente habían ido aquéllos introduciendo en la casa.

La enseñaron a jugar al whist, e iban todas las noches a hacer una partida.

El año 1827, su padre, sintiendo ya el peso de sus dolencias, se vio obligado a iniciarla también en los secretos de su fortuna territorial, y le decía que, en caso de dificultad, acudiera al notario Cruchot, cuya probidad le era conocida. Luego, a fines del mismo año, el viejo se vio, a la edad de ochenta y dos años, atacado por una parálisis que hizo rápidos progresos ...

Grandet fue condenado por el doctor Bergerin.

Pensando en que pronto iba a quedarse sola en el mundo, Eugenia se mantuvo, por decirlo así, aún más cerca de su padre, y estrechó fuertemente aquel postrer eslabón de afecto.

A su modo de ver, lo mismo que al de todas las mujeres amantes, el amor era el mundo entero, y Carlos no se hallaba a su lado. Fue sublime en sus cuidados y atenciones para con su anciano padre, cuyas facultades comenzaban a nublarse, pero cuya avaricia se mantenía instintivamente.

Así, la muerte de aquel hombre no contrastó con su vida ...

Desde por la mañana se hacía situar entre la chimenea de su cuarto y la puerta del gabinete, lleno sin duda de oro. Allí se quedaba sin movimiento; pero miraba con ansiedad a cuantos iban a verle, paseando sus miradas de ellos a la puerta forrada de hierro. Se hacía dar cuenta de los menores ruidos, y con gran asombro del notario, oía el bostezo del perro que estaba en el patio. Despertaba de su estupor aparente el día y a la hora en que debía recibir arrendamientos, hacer la cuenta de los viticultores o extender recibos. Agitaba entonces su sillón de ruedas hasta hacerlo llegar frente a la puerta de su gabinete. Hacía abrir éste por su hija, y cuidaba de que ella misma pusiera en secreto los sacos de dinero unos sobre otros, y de que cerrara cuidadosamente la puerta. Luego volvía en silencio a su sitio, apenas Eugenia le había devuelto la preciosa llave, que siempre llevaba en un bolsilo del chaleco, y que palpaba de cuando en cuando.

Entre tanto, su viejo amigo el notario, comprendiendo que la rica heredera se casaría necesariamente con su sobrino el presidente si no volvía Carlos Grandet, redobló sus cuidados y sus atenciones: iba todos los días a ponerse a las órdenes de Grandet, se trasladaba por su mandato a Froidfond, a las tierras, a los prados, a las viñas, vendía las cosechas, y lo trocaba todo en oro y plata que iba a reunirse secretamente con los sacos amontonados ya en el gabinete. Llegaron, en fin, los días de agonía, durante los que la fuerte constitución del viejo estuvo en lucha contra las fuerzas destructoras. Quiso permanecer sentado junto al fuego, frente a la puerta de hierro. Atraía hacia él y enrollaba todos los cobertores que se le ponían, y decía a Nanón:

- ¡Guarda, guarda esto, para que no me lo roben!

Cuando podía abrir los ojos, en los que se había refugiado todo lo que le restaba de vida, volvíase inmediatamente hacia la puerta del gabinete en que yacían sus tesoros, diciendo a su hija:

- ¿Están, están? -con un tono de voz que denotaba una especie de terror pánico-. ¡Cuida del oro...! ¡Pon un poco de oro delante de mí...!

Eugenia le ponía algunos luises en la mesa, y Grandet pasaba horas enteras con los ojos clavados en las monedas, como el niño que, en el momento en que comienza a ver, contempla estúpidamente un mismo objeto, y como a un niño se le escapaba una penosa sonrisa.

- Esto me reanima -decía a veces, dejando aparecer en su rostro una expresión beatífica-. ¡Esto me reanima...!

Cuando el cura de la parroquia fue a administrarle los sacramentos, sus ojos, muertos en apariencia desde hacía algunas horas, se animaron a la vista de la cruz, de los candeleros, de la pila de plata, que miró fijamente, y el lobanillo se le movió por última vez.

Cuado el sacerdote le acercó a los labios el crucifijo de plata dorada para hacerle besar el Cristo, hizo un espantoso ademán para cogerlo, y ese postrer esfuerzo le costó la vida. Llamó a Eugenia, a la que no veía aunque estuviera arrodillada delante de él, bañándole con lágrimas la mano helada ya.

- ¡Padre, padre! ¡Bendígame usted...! -exclamó la joven.

- Ten mucho cuidado con todo. Tendrás que darme cuentas allá arriba -dijo, probando con estas últimas palabras que el cristianismo debe ser la religión de los avaros.

Eugenia Grandet se encontró, pues, sola en aquella casa, sin tener otra persona que Nanón, a quien pudiera dirigir una mirada con la certidumbre de ser comprendida, a Nanón, el único ser que la amara por sí misma y con quien pudiera hablar de sus desdichas. La gran Nanón fue una providencia para Eugenia. También fue para ella, no una criada, sino una humilde amiga.

Después de la muerte de su padre, Eugenia supo, por el notario Cruchot, que poseía trescientas mil libras de renta en bienes raíces del departamento de Saumur, seis millones colocados al tres por ciento a sesenta francos, que entonces valían setenta y siete; además dos millones en oro y cien mil francos en escudos, sin contar los créditos por cobrar todavía. La estimación total de sus bienes alcanzaba a diecisiete millones.

- ¿Dónde estará mi primo? -se dijo Eugenia.

El día que el notario Cruchot entregó a su cliente el balance claro de la testamentaría, liquidada ya, Eugenia que quedó sola con Nanón, sentadas una y otra a ambos lados de la chimenea de la sala tan vacía, donde todo era recuerdo, desde el sillón en que se sentara la madre hasta una copa en que había bebido su primo.

- Nanón, estamos solas...

- Sí, señorita, y si yo supiera dónde está... ¡yo misma iría a buscarlo!

- Tenemos el mar entre nosotros -dijo Eugenia.

Mientas que la pobre heredera lloraba así en compañía de su vieja criada, en la fría y oscura casa, que cifraba para ella todo el universo, desde Nantes hasta Orleáns no se hablaba de otra cosa que de los diecisiete millones de la señorita Grandet. Uno de los primeros actos de ésta fue dar mil doscientos francos de renta vitalicia a Nanón, que, como ya poseía otros seiscientos francos, se convirtió en un excelente partido. Y en menos de un mes pasó del estado de soltera al de esposa, bajo la protección de Antonio Cornoiller, que fue nombrado guarda general de las tierras y propiedades de la señorita Grandet.

La señora Cornoiller tuvo sobre sus contemporáneas una ventaja inmensa. Aunque contara cincuenta y nueve años, no parecía tener más de cuarenta. Sus gruesos rasgos habían resistido a los ataques del tiempo. Gracias al régimen de su vida monástica, se burlaba de la vejez con su tez rubicunda y su salud de hierro. Quizá nunca hubiera parecido tan bien como el día de su casamiento. Tuvo los beneficios de la fealdad y apareció gruesa, gorda, fuerte, y mostrando en el rostro un aire de felicidad realmente envidiable.

- Es de color sufrido -decía un pañero.

- Todavía es capaz de tener hijos -dijo el mercader de sal-o. Se ha conservado como en salmuera, si no está mal el decirlo.

- Es rica, y el diablo de Cornoiller ha dado un buen golpe -decía otro vecino.

Al salir de la vieja casa, Nanón, que era querida por todo el vecindario, no recibió más que felicitaciones en toda la tortuosa calle, hasta llegar a la parroquia. Como regalo de bodas, Eugenia le dio tres docenas de cubiertos. Cornoiller, sorprendido de semejante magnificencia, hablaba de su ama con las lágrimas en los ojos; se hubiera dejado hacer pedazos por ella.

Convertida en la mujer de confianza de Eugenia, la señora Cornoiller gozó de allí en adelante de una felicidad igual para ella a la de tener marido; tuvo, por fin, una despensa que abrir y cerrar, provisiones que distribuir por las mañanas, como lo hacía su difunto amo. Además, dirigía dos criadas, una cocinera y una doncella encargada de componer la ropa blanca de la casa y hacer los vestidos de la señorita.

Cornoiller acumuló las funciones de guarda y de administrador. Inútil parece decir que la cocinera y la doncella elegidas por Nanón resultaron unas verdaderas perlas. La señorita Grandet tuvo de ese modo cuatro servidores con los que podía contar en todo. Los arrendatarios no notaron, pues, la muerte del viejo; tan severamente había establecido éste los usos y costumbres de su administración, que fueron cuidadosamente continuados por el señor y la señora Cornoiller.

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