Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XXCAPÍTULO XXIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO


Grandet comenzaba a tener sus setenta y seis años. Hacía dos años que su avaricia iba creciendo, como se acrecientan todas las pasiones persistentes del hombre. Según observación hecha sobre los avaros, los ambiciosos y todos los individuos cuya vida ha estado consagrada a un pensamiento dominante, su sentimiento se había aficionado con más particularidad a un símbolo de su pasión. La vista del oro, la posesión, el goce del oro se había convertido en su monomanía. Su espíritu despótico había aumentado en proporción de su avaricia, y hacer abandono de la dirección de una ínfima parte de sus bienes a la muerte de su mujer, le parecía algo contra la Naturaleza. ¡Dar a conocer su fortuna a su hija, inventariar la universalidad de sus bienes muebles e inmuebles para licitarlos...!

- Eso equivaldría a cortarse la cabeza -dijo en alta voz, en medio de un cercado, al examinar unas cepas.

Tomó una resolución, regresó a Saumur a la hora de la cena, resuelto a doblegarse ante Eugenia, engatusarla, propiciársela, a fin de morir regiamente manejando hasta su postrer suspiro la rienda de sus millones.

En el momento en que el ex tonelero, que por casualidad llevaba su llavín, subía las escaleras sigilosamente para reunirse con su mujer, Eugenia había llevado a la cama de la señora Grandet la hermosa caja de tocador.

Ambas, en ausencia de Grandet, se daban el placer de contemplar el retrato de Carlos al examinar el de la madre.

- ¡Es su misma frente y su boca! -decía Eugenia en momentos en que el vinatero abría la puerta.

Al ver la mirada que su marido lanzó al oro, la señora Grandet exclamó:

- ¡Dios mío, ten piedad de nosotras!

El viejo se abalanzó sobre la caja como un tigre que se arroja sobre un niño dormido.

- ¿Qué es esto? -dijo llevándose el tesoro hacia la ventana-. ¡Oro bueno! ¡Oro! -exclamó-. ¡Mucho oro! Esto pesa dos libras. ¡Ah, ah! ¿Carlos te ha dado esto en cambio de tus lindas monedas? ¡Eh! ¿Por qué no habérmelo dicho? ¡Es un buen negocio, hijita! ¡Eres mi hija, te reconozco!

Todo el cuerpo de Eugenia se estremecía.

- ¿No es esto de Carlos? -repuso el vinatero.

- Sí, padre; esto no me pertenece. Este objeto es un depósito sagrado.

- ¡Ta, ta, ta, tal Ha tomado tu fortuna, tiene que restablecer tu pequeño tesoro.

- ¡Padre mío...!

El viejo, al ir a tomar su navaja para hacer saltar una chapa de oro, se vio en la necesidad de colocar el tocador encima de una silla. Eugenia se lanzó a recobrarlo; pero el tonelero, que simultáneamente tenía puesta la mirada en su hija y en la caja, la rechazó con tanta violencia, extendiendo el brazo, que la joven fue a rodar sobre el lecho de la madre.

- ¡Grandet, Grandet! -gritó ésta incorporándose.

Grandet había sacado su navaja y se preparaba a raspar el oro.

- ¡Padre mío! -gritó Eugenia arrojándose de rodillas y aproximándose de este modo al tonelero, con las manos levantadas hacia él-, padre mío, en nombre de todos los santos y de la Virgen, en nombre de Jesucristo, que murió crucificado, en nombre de su eterna salvación, ¡padre mío, en nombre de mi vida, no toque usted eso! Esta alhaja no es ni suya ni mía; pertenece a un pariente desgraciado que me la ha dado en custodia, y debo devolvérsela intacta.

- ¿Por qué la examinabas, si es un depósito? Mirar es peor que tocar.

- ¡Padre, no la destruya usted o me deshonra! Padre, ¿me oye usted?

- ¡Grandet, por favor! -exclamó la madre.

- ¡Padre! -gritó Eugenia con voz tan retumbante, que Nanón subió asustada.

La joven saltó sobre un cuchillo que estaba a su alcance y se armó con él.

- ¿Qué es eso? -dijo fríamente Grandet, tratando de sonreír.

- ¡Grandet, me estás asesinando! -dijo la madre.

- ¡Padre, si su cuchillo corta una sola panícula de ese oro, me atravieso con éste! Ya ha puesto usted mortalmente enferma a mi madre; ahora quiere matar a su hija. Siga, siga usted; ¡herida por herida!

Grandet detuvo la navaja, y miró a su hija vacilando.

- ¿Eres capaz, Eugenia? -dijo.

- Sí, es capaz -dijo la pobre madre.

- ¡Lo haría como lo dice! -gritó Nanón-. Sea usted razonable, señor, una vez en su vida.

El tonelero miró el oro, después a su hija, durante un momento. La señora Grandet se desmayó.

- ¡Ya ve usted, mi querido señor, la señora se muere! -gritó Nanón.

- Toma, hija; no nos enfademos por una caja. ¡Toma! -exclamó vivamente el tonelero, tirando sobre la cama la caja de tocador-. Tú, Nanón, ve a buscar al doctor Bergerin. Vamos, madrecita -dijo, besando la mano de su mujer-, no es nada, vamos: hemos hecho las paces. ¿No es verdad, hijita? Nada de pan y agua; comerás lo que quieras. ¡Ah! Ya abre los ojos. ¡Pues bien, madre, madrecita, vaya! Mira, mira cómo beso a Eugenia. Quiere a su primo, y se casará con él si le parece, y le guardará la cajita... ¡Pero, vive mucho tiempo, mujer! ¡Vaya, muévete! Escucha: tendrás el más hermoso altar que haya en Saumur.

- ¡Dios mío! ¿Puedes tratar de semejante modo a tu mujer y a tu hijita? -dijo con voz débil la señora Grandet.

- No lo volveré a hacer más, nunca más -exclamó el tonelero.

Fue a su gabinete y volvió con un puñado de luises que esparció sobre la cama.

- Toma, Eugenia; toma, mujer. Esto es para vosotras -dijo manoseando los luises-. ¡Vaya! Alégrate, mujer; cúrate, no te faltará nada, ni a Eugenia tampoco. Aquí hay cien luis es para ella. Pero éstos no los darás, Eugenia, ¿verdad?

La señora Grandet y Eugenia se miraron asombradas.

- Tómelos usted, padre; nosotras no necesitamos más que su cariño.

- ¡Pues bien, eso es! -exclamó guardándose los luises-. Vivamos como buenos amigos. Bajemos todos a la sala a comer, a jugar a la lotería todas las noches, a dos sueldos. Divertíos. ¡Eh, mujer!

- ¡Ay! Mucho lo desearía, ya que eso es de tu agrado -dijo la moribunda-, pero no puedo levantarme.

- ¡Pobre madre! -dijo el tonelero-. No sabes cuánto te quiero. ¡Y a ti también, hijita!

La abrazó, la besó.

- ¡Oh! ¡Qué bueno es abrazar a su hija después de un enojo! ¡Hijita! Toma, ¿ves madrecita? Ahora no formamos más que uno solo.

Y señalando la caja, dijo en seguida:

- Ve, no temas nada; ¡no volveré a hablar de eso nunca, nunca más!

El doctor Bergerin, el médico más célebre de Saumur, no tardó en llegar.

Terminado el examen, el doctor aseguró categóricamente a Grandet que su mujer estaba muy mal, pero que una gran tranquilidad de espíritu, un régimen suave y cuidados minuciosos podrían retrasar la época de su muerte hasta fines de otoño.

- ¿Costará caro? -preguntó el viejo-. ¿Se necesitan drogas?

- Pocas drogas, pero muchos cuidados -contestó el médico, que no pudo contener una sonrisa.

- En fin, doctor Bergerin, usted es un hombre de honor, ¿no es verdad? Confío en usted; venga usted a ver a mi mujer todas las veces que lo crea necesario. Conserve usted a mi buena mujer. La quiero mucho, ¿sabe usted? Aunque no lo parezca, porque a mí todo me anda por dentro y me revuelve el alma. Tengo mucha pena. Los sufrimientos han entrado en casa desde la muene de mi hermano, por quien estoy gastando en París sumas enormes..., ¡los ojos de la cara!, y la cosa no acaba nunca. Adiós, doctor; si se puede salvar a mi mujer, sálvela usted, aunque hubiera de gastar cien o doscientos francos.

A pesar de los votos fervientes de Grandet por la salud de su mujer, cuya testamentaría abierta sería una primera muerte para él; a pesar de la complacencia que manifestaba en toda ocasión para realizar los menores deseos de su mujer y de su hija, asombradas; a pesar de los cuidados más tiernos, prodigados por Eugenia, la señora Grandet marchó rápidamente hacia la muerte.

Cada día se debilitaba y aniquilaba más. Estaba tan marchita como el follaje de los árboles en otoño. Los rayos del cielo la hacían resplandecer como esas hojas que el sol atraviesa y dora.

Su muerte fue digna de su vida; una muerte completamente cristiana. ¿No es eso decir sublime...? En el mes de octubre de 1822 brillaron especialmente sus virtudes, su paciencia de ángel y su amor a su hija; se extinguió sin haber dejado escapar la menor queja. Cordero sin mancilla, encaminábase al Cielo, y no dejaba con pena aquí abajo, sino a la dulce compañera de su helada existencia, a la que sus postreras miradas parecían predecir mil males. Temblaba ante la idea de dejar a aquella palomita, blanca como ella, en medio de un mundo egoísta que sólo quería arrancarle sus tesoros.

- ¡Hija mía -le dijo poco antes de expirar-, no hay felicidad sino en el Cielo! Ya lo sabrás un día ...

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