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CAPÍTULO VIGÉSIMO


Al día siguiente, según acostumbraba Grandet desde el día de la reclusión de Eugenia, fuese a dar cierto número de vueltas en su pequeño jardín; había elegido, para llevar a cabo este paseo, la hora en que Eugenia se peinaba. Cuando el viejo se encontraba próximo al gran nogal, se ocultaba detrás del tronco, permanecía algunos instantes contemplando la luenga cabellera de su hija y fluctuaba, quizá, entre los pensamientos que le sugerían la tenacidad de su carácter y el deseo de abrazarla. Permanecía a menudo sentado en el banquillo de madera carcomida donde Carlos y Eugenia se habían jurado amor eterno, mientras ella también miraba de reojo a su padre. Si éste se levantaba y volvía a emprender su paseo, sentábase complacida ante la ventana y se entretenía en examinar el lienzo de pared de donde colgaban las flores más lindas, de donde salían, de entre las grietas, cabellos de Venus, campanillas y un sedum, planta muy abundante en las viñas de Saumur y en Tours.

El notario Cruchot llegó temprano y encontró al viejo vinatero sentado en el banquillo y con la espalda apoyada en la pared medianera, contemplando a su hija.

- ¿Qué se le ofrece a usted, señor Cruchot?

- Vengo a hablarle de negocios.

- ¡Ah, ah! ¿Viene usted a traerme oro por mis escudos?

- No, no, no se trata de dinero, sino de su hija Eugenia. Todo el mundo habla de ella y de usted.

- ¿En qué se meten? El carbonero es amo en su casa.

- Convenido; el carbonero es muy dueño de matarse también o, lo que es peor, de tirar su dinero por la ventana.

- ¿Cómo así?

- Como lo oye. Su mujer está muy enferma, amigo mío. Hasta debía usted consultar al doctor Bergerin: está en peligro de muerte. Si llegase a morir sin haber sido debidamente atendida, no podría usted estar tranquilo, así lo creo al menos.

- ¡Ta, ta, ta, tal ¿Sabe usted lo que tiene mi mujer? Esos médicos, una vez que han puesto el pie en la casa, vuelven cinco o seis veces por día...

- En fin, Grandet, haga usted como le parezca. Somos verdaderos amigos; no hay en todo Saumur un hombre que se tome tanto interés en lo que le concierne; es lo que me ha inducido a decirle esto. Ahora, suceda lo que sucediese, es usted mayor de edad, sabe usted manejarse, vaya. Éste no es el asunto que me trae. Se trata de algo más grave para usted, tal vez. Después de todo, no tiene usted intenciones de matar a su mujer; le es demasiado útil. Piense en la situación en que habría de encontrarse frente a frente de su hija, si la señora Grandet llegara a fallecer. Tendría usted que rendir cuentas a Eugenia, puesto que los bienes son comunes con su mujer. Su hija tendría derecho de exigir la partición de su fortuna, enajenar Froidfond. Por último, heredar de la madre, de quien usted no puede heredar.

Estas palabras hicieron al viejo Gfandet el efecto de un rayo, pues no era tan ducho en materia de legislación como pudiera serlo en el comercio. Jamás había pensado en una licitación.

- Así, pues, le aconsejo que la trate con dulzura -dijo Cruchot terminando.

- ¿Pero sabe usted lo que ha hecho, Cruchot?

- ¿Qué? -interrogó el notario, deseoso de recibir una confidencia del tío Grandet y conocer la causa del disgusto.

- ¡Ha dado su oro...!

- ¡Y qué! ¿Le pertenecía? -preguntó Cruchot.

- ¡Todos me dicen lo mismo! -exclamó el extonelero dejando caer sus brazos con ademán trágico.

- ¿Va usted, por una miseria -repuso Cruchot-, a poner trabas a las concesiones que ha de pedir usted que le otorgue cuando muera la madre?

- ¡Ah! ¡Opina usted que seis mil francos en oro es una miseria!

- ¡Bah! Mi viejo amigo, ¿sabe usted lo que le ha de costar el inventario y la partición de la sucesión de su mujer, si Eugenia lo exigiera...?

- ¿Qué?

- ¡Dos, tres, cuatrocientos mil francos tal vez! ¿No será menester licitar y vender para conocer el verdadero valor de las cosas? Mientras que entendiéndose ...

- ¡Por la azuela de mi padre! -exclamó el vinatero sentándose desfallecido-. Allá veremos, Cruchot.

Después de un momento de silencio o de agonía, el tío Grandet miró al notario, diciendo:

- ¡La vida es muy dura! ¡Hay muchos dolores! Cruchot, no tratará usted de engañarme; júreme por su honor que lo que dice está basado en derecho. Muéstreme el código, quiero ver el código.

- Mi pobre amigo -contestó el notario-, ¿no he de conocer mi profesión?

- ¿Y es verdad? ¡Tendré que ser despojado, traicionado, muerto, devorado por mi hija!

- Hereda de su madre.

- ¿Para qué sirven los hijos, entonces? ¡Ah! Amo a mi mujer. Felizmente es robusta: es una Bertellière.

- Sólo tiene un mes de vida.

El tonelero se golpeó la frente, anduvo, volvió y, lanzando una mirada espantosa a Cruchot:

- ¿Qué hacer? -le dijo.

- Eugenia podía renunciar pura y simplemente a la sucesión de su madre. ¿No la quiere usted desheredar, no es así? Pero, para alcanzar una solución de este género, no la trate usted con rigor. Esto que le digo a usted, amigo mío, va contra mis intereses. ¿Cuál es mi oficio...? Hacer liquidaciones, levantar inventarios, realizar ventas, particiones...

- Ya veremos, ya veremos; no hablemos más de eso. Me revuelve las entrañas. ¿Ha recibido usted oro?

- No, pero tengo algunos luises antiguos; se los daré. Amigo mío, haga las paces con Eugenia. Vea usted, todo el pueblo le arroja la piedra.

- ¡Bellacos!

- Vamos, las rentas están a 99. Alégrese una vez en la vida.

- ¿A 99, Cruchot?

- .

- ¡Eh, eh! -dijo el ex tonelero acompañando al viejo notario hasta la puerta de la calle.

Pero, demasiado agitado por lo que acababa de oír para permanecer en casa, subió al aposento de su mujer y le dijo:

- Ea, madrecita, puedes pasar el día con tu hija: me voy a Froidfond. Sean juiciosas las dos. Éste es el aniversario de nuestro casamiento, mi querida mujer; toma, ahí tienes diez escudos para un altar del día de Corpus. ¡Hace tanto tiempo que deseas levantar uno; date ese gusto! Diviértanse, alégrense, pásenlo bien. ¡Viva la alegría...!

Y arrojando diez escudos de seis francos sobre el lecho de su mujer, le tomó la cabeza para besarla en la frente.

- Mi buena mujer, te sientes mejor, ¿no es así?

- ¿Cómo puedes pensar en recibir en tu casa el Dios que perdona, manteniendo a tu hija desterrada de tu corazón? -dijo, conmovida, la señora Grandet.

- ¡Ta, ta, ta, tal -dijo el padre con cariñosa voz-, allá veremos.

- ¡Cielos santos! ¡Eugenia! -gritó la madre enrojeciendo de alegría-. ¡Ven a abrazar a tu padre, que te perdona!

Pero éste desapareció al instante. Huía a toda carrera hacia sus viñedos, tratando de poner orden en sus ideas trastornadas.

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