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CAPÍTULO DÉCIMO NOVENO
Cuando se oyó cerrar la puerta de la calle, Eugenia salió del cuarto y se reunió a su madre.
- ¡Cuánto valor has demostrado por tu hija! -exclamó.
- ¿Ves, niña, hasta dónde conducen las cosas ilícitas...? Me has hecho decir una mentira.
-
- ¿Es verdad -preguntó Nanón, acudiendo azorada- que la señorita está a pan y agua para el resto de su vida?
- ¿Qué importa, Nanón? -dijo tranquilamente Eugenia.
- ¡Ah, caramba! No seré yo la que coma frippe, cuando la hija de la casa no come más que pan seco. ¡No, no, no!
- ¡Ni una palabra sobre esto, Nanón! -dijo Eugenia.
- Tengo la boca cosida; ¡pero ya verá usted!
Grandet comió solo por primera vez desde hacía veinticuatro años.
- ¿Conque está viudo, señor? -dijo Nanón-. ¡Qué desagradable es estar viudo con dos mujeres en la casa!
- ¡Yo no te hablo! Cállate la boca, o te despido. ¿Qué tienes en esa cacerola que hierve en el hornillo?
- Grasa que estoy derritiendo.
- Esta noche vendrá gente, enciende el fuego.
Los Cruchot, la señora Des Grassins y su hijo llegaron a las ocho, y se sorprendieron de no ver ni a la señora Grandet ni a su hija.
- Mi mujer se halla algo indispuesta: Eugenia está a su lado -contestó el vinatero, cuyo rostro no reveló emoción alguna.
Al cabo de una hora, empleada en conversaciones insignificantes, la señora Des Grassins, que había subido a saludar a la señora Grandet, bajó y todos le preguntaron:
- ¿Cómo sigue la señora Grandet?
- Nada bien, nada bien de veras -contestó la señora Des Grassins. El estado de su salud me parece realmente de cuidado. A su edad hay que tomar las mayores precauciones, señor Grandet.
- Allá veremos -respondió el viejo con aire distraído.
Todo el mundo se despidió. Cuando estuvieron en la calle, la señora Des Grassins dijo:
- Algo nuevo está pasando en casa de Grandet. La madre está muy mal, sin que ella misma lo sospeche. La hija tiene los ojos colorados, como si hubiera estado llorando mucho tiempo. ¿Tratarán de casarla contra su voluntad?
Cuando el vinatero se acostó, Nanón fue en chancletas y sigilosamente al cuarto de Eugenia, y le descubrió un pastel hecho a la cacerola.
- Tome usted, señorita -le dijo-; Cornoiller me ha dado una liebre. Come usted tan poco, que este pastel podrá durarle muy bien sus ochos días, y con estas heladas no hay miedo de que se eche a perder. Por lo menos, no estará usted a pan y agua. ¡Es que eso no es nada sano!
- ¡Pobre Nanón! -dijo Eugenia, estrechándole la mano.
- Lo he hecho muy bueno, muy delicado, y él no ha visto nada. Compré el tocino, el laurel, todo, con mis seis francos. Soy muy dueña de ellos.
Y la criada escapó creyendo oír a Grandet.
Durante algunos meses, el vinatero fue constantemente a ver a su mujer, a horas distintas, sin pronunciar el nombre de su hija, sin verla, sin hacer la menor alusión a ella.
La señora Grandet no salió de su cuarto, y fue empeorando de día en día.
Nada hizo ceder al ex tonelero. Seguía inquebrantable, áspero y frío como un pilar de granito. Continuó yendo y viniendo según costumbre; pero ya no tartamudeó, conversó menos, se mostró en los negocios más duro que nunca. A menudo se le escapaba algún error en las cifras.
- Algo ha pasado entre los Grandet -decían los cruchotistas y los grassinistas.
- ¿Qué ha sucedido en la casa Grandet? -fue una pregunta que llegó a ser usual en todas las veladas de Saumur.
Eugenia iba a misa acompañada por Nanón. Al salir de la iglesia, si la señora Des Grassins le dirigía la palabra, contestaba de una manera evasiva, y sin satisfacer su curiosidad. Sin embargo, al cabo de tres meses fue imposible ocultar a los Cruchot y a la señora Des Grassins el secreto de la reclusión de Eugenia. Llegó un momento en que faltaron los pretextos para justificar su perpetua ausencia. Luego, sin que fuera posible saber por quién, el secreto fue revelado, y toda la ciudad supo que desde el día de año nuevo, y por orden de su padre, la señorita Grandet estaba encerrada en su cuarto, a pan y agua y sin fuego: que Nanón le hacía golosinas y se las llevaba durante la noche, y hasta que la joven no podía cuidar y ver a su madre, sino mientras su padre se hallaba fuera de casa.
La conducta de Grandet fue entonces muy severamente juzgada. La ciudad entera lo puso fuera de la ley, por decirlo así; recordó sus traiciones y lo excomulgó. Cuando pasaba todos se lo mostraban cuchicheando. Pero cuando su hija bajaba por la tortuosa calle, yendo a misa o vísperas, acompañada por Nanón, todos los habitantes se ponían a las ventanas para examinar con curiosidad el continente de la rica heredera, y su rostro en que se pintaban una melancolía y una dulzura angelicales.
Su reclusión, el enojo de su padre, no eran nada, sin embargo para ella. ¿No veía el mapamundi, el banco, el jardín, el lienzo de pared, y no saboreaba aún en sus labios la miel que en ellos habían dejado los besos del amor?
Eugenia ignoró durante algún tiempo las conversaciones de que era objeto en la ciudad, tanto como las ignoraba su mismo padre. Religiosa y pura delante de Dios, su conciencia y el amor la ayudaban a soportar pacientemente la cólera y la venganza paternas.
Pero un dolor profundo hacía acallar los demás dolores. Su madre, dulce y tierna criatura que se embellecía con el resplandor irradiado de su alma al acercarse a la tumba, su madre iba decayendo día por día.
Eugenia se culpaba a menudo de ser la causa inocente de la cruel y lenta enfermedad que la devoraba. Estos remordimientos, aunque atenuados por la señora Grandet, la ligaban más estrechamente a su amor.
Todas las mañanas, tan pronto como su padre se iba, dirigíase a la cabecera de aquélla, y allí la criada le servía su desayuno. Pero la pobre Eugenia, triste y condolida de los sufrimientos de su madre, lloraba y no se atrevía a hablar de su primo. La señora Grandet era la que primero tenía que decir:
- ¿Dónde está? ¿Por qué no escribe?
- Pensemos en él, madre -contestaba Eugenia-; ¡no lo mencionemos! Usted sufre, olvidemos todo lo demás.
Todo era él
- Hijos míos -decía la señora Grandet-, no echo de menos la vida. Dios me ha protegido haciéndome mirar con júbilo el término de mis miserias.
Las palabras de aquella mujer eran constantemente santas y cristianas.
Cuando, a la hora del almuerzo, su marido iba a pasearse por su aposento, le hablaba siempre con dulzura angelical, pero con la firmeza de una mujer a quien el próximo fin daba el valor que le faltara toda la vida.
- Grandet, te agradezco debidamente el interés que te tomas por mi salud -contestábale cuando le hacía la más trivial de las preguntas-; pero si quieres endulzar mis últimos instantes y aliviar mis dolores, devuelve tu cariño a nuestra hija, muéstrate cristiano, esposo y padre.
Al oír estas palabras, Grandet se sentaba junto a la cama y procedía como un hombre que, al ver llegar un chubasco, se resguarda tranquilamente debajo de un pórtico; escuchaba en silencio a su mujer, y nada contestaba. Cuando las más conmovedoras, las más tiernas, las más religiosas súplicas habían llegado a sus oídos, decía:
- Hoy estás algo paliducha, mi pobre mujer.
El olvido más completo de su hija parecía haberse grabado sobre su frente áspera, sobre sus apretados labios. No se conmovía por las lágrimas, que sus vagas respuestas, cuyos términos variaban poco, hacían correr por el rostro demacrado de su mujer.
- ¡Dios te perdone -decía la señora Grandet-, así como yo te perdono! Algún día necesitarás de indulgencia.
Desde la enfermedad de su mujer, no se atrevía a hacer uso de su terrible: ta, ta, ta, ta. Pero su despotismo no se dejaba desarmar tampoco por aquel ángel de dulzura, cuya fealdad iba desapareciendo día a día, ahuyentada por la expresión de las cualidades morales que florecían sobre su faz.
Era toda alma. El genio de la plegaria parecía purificar, aminorar los rasgos más toscos de su cara, y la hacían resplandecer.
¿Quién no ha observado el fenómeno de esa transfiguración sobre rostros santos en que los hábitos del alma concluyen por triunfar de los rasgos más burdamente perfilados, imprimiéndole la animación particular debida a la nobleza y a la pureza de los pensamientos levantados?
El espectáculo de aquella transiormaci6n consumada por los sufrimientos que aniquilaban los últimos restos del ser humano en la pobre mujer, ejercían sobre el espíritu del viejo tonelero, aunque débilmente, alguna impresión. Pero Grandet se encastillaba en su carácter de bronce. Si su palabra dejó de ser desdeñosa, un imperturbable silencio, que salvaba su superioridad de padre, dominó su conducta.
Cuando la fiel Nanón se dejaba ver en el mercado, al instante algunas pullas, algunas quejas acerca de su amo silbábanle en los oídos; pero, a pesar de que la opinión pública condenase abiertamente al tío Grandet, la criada lo defendía por orgullo de la casa.
- Y qué -decía a los detractores del viejo-, ¿acaso no nos endurecemos todos al envejecer? ¿Por qué no quieren que ese hombre se encoja un poco? Callen sus embustes. La señorita está como una reina. Vive retraída, pero nadie tiene nada que ver con eso, porque es su gusto. Además, mis amos tienen sus razones...
Por último, una tarde, hacia las postrimerías de la primavera, la señora Grandet, minada por el pesar aún más que por la enfermedad, no habiendo conseguido reconciliar a Eugenia con el ex tonelero, a pesar de sus ruegos, comunicó sus pesares íntimos a los Cruchot.
- Poner a pan y agua a una joven de veintidós años... -exclamó el presidente de Bonfons-; ¡y sin motivo! ¡Pero si esto constituye sevicias contra derecho! Puede protestar contra ellos, y tanto en como sobre...
- Vamos, sobrino -dijo el notario-, deje usted su jerga curial. Tranquilícese, señora; haré terminar esa reclusión mañana mismo.
Al oír hablar de ella, Eugenia salió de su aposento.
- Señores -dijo, adelantándose con un movimiento lleno de altivez-, les ruego que no se tomen la molestia de ocuparse de este asunto. Mi padre es muy dueño en su casa. Mientras yo viva en ella, le debo obediencia, y su conducta no puede someterse a la aprobación o desaprobación ajenas; sólo a Dios debe dar cuenta de sus actos. Exijo de la amistad de ustedes el silencio más profundo a este respecto. Vituperar a mi padre sería atacar nuestra propia consideración. Les agradezco, señores, el interés que me demuestran; pero me favorecerían más todavía si quisieran hacer cesar los rumores ofensivos que circulan, y que han llegado a mi conocimiento por obra de la casualidad.
- Tiene razón -dijo la señora Grandet.
- Señorita, la mejor manera de impedir la crítica es devolverle a usted la libertad -le contestó respetuosamente el viejo notario, sorprendido por la hermosura que el retiro, la melancolía y el amor habían impreso en el rostro de Eugenia.
- ¡Pues bien, hija mía, deja al señor Cruchot el cuidado de arreglar este asunto, puesto que él responde del éxito! Conoce a tu padre y sabe cómo hay que tomarlo. Si quieres verme feliz durante el corto tiempo que me queda de vida, es menester que, de cualquier modo, tu padre y tú os reconciliéis.
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