Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacPresentación de Chantal López y Omar CortésCAPÍTULO IIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO


Hállanse, en ciertas ciudades de provincia, casas cuya vista inspira una melancolía igual a la que provocan los claustros más sombríos, las landas más descoloridas, las ruinas más tristes.

Quizá haya a la vez en esas casas el silencio del claustro, la aridez de las landas y la osamenta de las ruinas: la vida y el movimiento son en ellas tranquilos, que un extraño las creería deshabitadas, si no tropezase de pronto con la mirada pálida y fría de una persona inmóvil cuya cara semimonástica se asoma a la baranda del balcón, al rumor de un paso desconocido.

Estos principios de melancolía existen en la fisonomía de una morada situada en Saumur, al extremo de la montuosa calle que conduce al castillo por la parte alta de la ciudad.

Esa calle, poco frecuentada, cálida en verano, fría en invierno, oscura en algunos sitios, es notable por la sonoridad de su pavimento de guijarros, siempre limpio y seco, por la estrechez de su vía tortuosa, por la paz de sus casas, que pertenecen a la ciudad vieja y dominan las fortificaciones.

Edificios tres veces seculares muéstranse en ella sólidos todavía, aunque estén construidos de madera, y sus diversos aspectos contribuyen a la originalidad que recomienda esa parte de Saumur a la atención de los anticuarios y de los artistas.

Es difícil pasar por delante de esas casas sin admirar sus enormes vigas en cuyos extremos se han esculpido extravagantes figuras, y que coronan con un bajorrelieve negro el piso bajo de la mayoría de ellas.

Aquí, pedazos de madera transversales, están cubiertos de pizarra, y dibujan líneas azules sobre las delgadas paredes de una habitación terminada por un techo en forma de palomar que los años han hecho ceder, y cuyas podridas tejas de tabla se han torcido con la acción alternativa de la lluvia y el sol. Allí se presentan barandas de ventana, ennegrecidas, cuyas delicadas esculturas se ven apenas, y que parecen demasiado ligeras para la maceta de arcilla morena en que brotan los claveles o los rosales de alguna pobre obrera.

Más lejos vense guarnecidas de clavos enormes, en las que el genio de nuestros antepasados trazó jeroglíficos domésticos, cuyo sentido no se volverá a descubrir jamás. Ora un protestante ha afirmado en ellas su fe, ora un miembro de la Liga ha maldecido a Enrique IV. Algún burgués ha grabado en ellas las insignias de su nobleza de campanas, la gloria de su regiduría olvidada ya. La historia de Francia está allí por entero. Al lado de la vacilante casa de tabiques de cascote, en que el artesano ha endosado sus herramientas, se levanta la casa de un gentilhombre, en que, sobre la bóveda de piedra del portal, se ven aún algunos vestigios de sus armas, hechas pedazos por las diversas revoluciones que, desde 1789, han agitado al país.

En esa calle, las casas de comercio no son ni tiendas ni almacenes; los amigos de la Edad Media hallarían en ella la sala de labor de nuestros padres en toda su ingenua sencillez. Esas salas bajas, que no tienen ni escaparate, ni muestra, ni cristales, son profundas, oscuras, y sin adornos internos ni externos. Su puerta se abre en dos hojas macizas, groseramente herradas, cuya superior se repliega interiormente, y cuya parte inferior, provista de una campanilla de resorte, va y viene constantemente. El aire y la luz llegan a esa especie de antro húmedo, ya por lo alto de la puerta, ya por el espacio que se encuentra entre la bóveda, el piso y la pared baja en que se empotran los sólidos postigos retirados por la mañana, vueltos a poner y mantenidos a la tarde por fuertes barras de hierro. Dicha pared sirve para exhibir las mercancías del comerciante. Allí no hay ni asomos de charlatanismo. Según la naturaleza del comercio, las muestras consisten en dos o tres tinas llenas de sal y de bacalao, en algunos paquetes de lona para velas, cuerdas, latón colgado de las vigas, aros a lo largo de las paredes, o algunas piezas de paño en los estantes. Entrad. Una muchacha aseada, rozagante de juventud, de pañoleta blanca y brazos rojos, abandona su tejido, llama al padre o a la madre que acude y os vende lo que deseáis, flemática, complaciente, arrogante, según su carácter, sea dos sueldos, sea mil francos de mercancías. Veréis un mercader de duelas para toneles sentado a la puerta, haciendo girar los pulgares mientras conversa con el vecino: no posee en apariencia más que algunas malas tablas para barricas y dos o tres paquetes de latas; pero, en el puerto, su repleto barracón provee a todos los toneleros del Anjou; sabe, tabla más o menos, cuántos toneles puede vender si la cosecha es buena; un rayo de sollo enriquece, una temporada de lluvias lo arruina: en una sola mañana las cuarterolas valen once francos o bajan a seis libras.

En este país, como en Turena, las vicisitudes de la atmósfera dominan la vida comercial. Vinateros, propietarios, mercaderes de madera, posaderos, marineros, están en acecho de un rayo de sol; tiemblan, al acostarse, de saber, al día siguiente por la mañana, que ha helado durante la noche; temen la lluvia, el viento, la sequía, y quieren agua, calor, nubes a su capricho. Hay un duelo constante entre el cielo y los intereses terrenales. El barómetro entristece, alegra, regocija sucesivamente las fisonomías. De uno al otro extremo de aquella calle, que es la antigua calle Real de Saumur, las palabras ¡Hace tiempo de oro! se cotizan de puerta en puerta. También, cada uno contesta al vecino: ¡Están lloviendo luises!, pues sabe lo que le produce un rayo de sol, una lluvia oportuna.

El sábado, a eso de mediodía, en la buena estación, no conseguiréis un sueldo de mercancías en casa de esos buenos industriales. Todos están en las viñas, en sus huertas, y se van a pasar dos días en el campo. Como allí todo está previsto, la compra, la venta, la ganancia, los comerciantes pueden disponer de diez horas sobre doce para alegres partidas, observaciones, comentarios, espionajes continuos. Un ama de casa no puede comprar una perdiz sin que los vecinos pregunten al marido si resultó bien a punto. Una joven no asoma la cabeza a la ventana sin que la vean aquellos grupos desocupados.

Allí, pues, las conciencias están a la luz del día, lo mismo que no guardan misterio alguno aquellas casas negras y silenciosas, al parecer impenetrables.

La vida pasa casi toda al aire libre: cada matrimonio se sienta a su puerta, allí almuerza, allí come, allí riñe. Nadie pasa por la calle sin ser estudiado. Así, en otro tiempo, cuando un extraño llegaba a una ciudad de provincia, era nombrado de puerta en puerta. De allí los buenos cuentos, de aquí el sobrenombre de copiosos dado a los habitantes de Angers, que sobresalían en aquellas burlas urbanas.

Los antiguos hoteles de la vieja ciudad están situados en lo alto de esa calle, en otro tiempo habitada por los hidalgos de la comarca. La casa llena de melancolía en la que ocurrieron los sucesos de esta historia, era precisamente una de esas moradas, restos venerables de un siglo en que las cosas y los hombres tenían ese carácter de sencillez que las costumbres francesas van perdiendo día por día.

Después de seguir las revueltas de ese camino pintoresco, cuyos menores accidentes despiertan recuerdos, y cuyo efecto general tiende a sumergirnos en una especie de ensueño maquinal, veréis una entrada bastante sombría, en cuyo centro está oculta la puerta de la casa del señor Grandet. Es imposible comprender todo el valor de esta expresión provinciana, sin conocer la biografía del señor Grandet.

El señor Grandet gozaba en Saumur de una reputación cuyas causas y efectos no serán completamente comprendidos por los que, poco o mucho, no hayan vivido en provincias. El señor Grandet, llamado aún por algunos el tío Grandet (pero el número de estos ancianos disminuía sensiblemente), era en 1789 un maestro tonelero de posición bastante holgada y que sabía leer, escribir y contar. Apenas la Revolución francesa puso en venta en el departamento de Saumur los bienes del clero, el tonelero, que entonces tenía cuarenta años, acababa de casarse con la hija de un rico mercader de tablas. Grandet, provisto de su fortuna líquida y de la dote, unos dos mil luises de oro, se fue al distrito donde, mediante doscientos dobles luises ofrecidos por su suegro al feroz republicano que vigilaba la venta de los dominios nacionales, tuvo por un pedazo de pan, legal, si no legítimamente, los más hermosos viñedos del departamento, una vieja abadía y algunos cortijos. Los habitantes de Saumur eran poco revolucionarios; el tío Grandet pasó por un hombre atrevido, un republicano, un patriota, un espíritu que se inclinaba hacia las nuevas ideas, mientras que el tonelero se inclinaba sencillamente a las viñas. Nombrósele miembro de la administración del distrito de Saumur, y su influencia pacífica se hizo sentir política y comercialmente allí. Políticamente protegió a los aristócratas e impidió con todo su poder la venta de los bienes de los emigrados; comercialmente proveyó a los ejércitos republicanos con uno o dos millares de barriles de vino blanco, y se hizo pagar en soberbios prados dependientes de una comunidad de mujeres, que se habían reservado como último lote. Bajo el Consulado, el bueno de Grandet llegó a alcalde, administró con cordura, vendimió aún mejor; bajo el Imperio, se convirtió en el señor Grandet. Napoleón no amaba a los republicanos: reemplazó al señor Grandet, que pasaba por haber llevado el gorro colorado, cón un gran propietario, un hombre de partícula nobiliaria, futuro barón del Imperio. El señor Grandet abandonó los honores municipales sin sentimiento alguno. Había hecho construir, en interés de la ciudad, excelentes caminos que conducían a sus propiedades. Su casa y sus bienes, muy ventajosamente catastrados, pagaban moderados impuestos. Desde la clasificación de sus diversas propiedades, sus viñedos, merced a sus constantes cuidados, se habían convertido en la cabeza del país, frase técnica usada para indicar las viñas que producían la mejor calidad de vino. Este acontecimiento se realizó en 1806.

El señor Grandet tenía entonces cincuenta y siete años, y su mujer alrededor de treinta y seis. Una hija única, fruto de sus legítimos amores, contaba entonces diez años.

El señor Grandet, a quien la Providencia quiso, sin duda, consolar de su desgracia administrativa, heredó sucesivamente aquel año de la señora de la Gaudiniere, Bertelliere por su padre, madre de la señora Grandet; luego del anciano señor de la Bertelliere, padre de la difunta, y, por fin, de la señora Gentillet, abuela materna: tres herencias cuya importancia no supo nadie.

La avaricia de aquellos tres viejos era tan apasionada, que desde hacía mucho tiempo acumulaban su dinero para poder contemplarlo secretamente. El viejo señor de la Bertelliere llamaba a una colocación una prodigalidad, hallando mayores intereses en el aspecto del oro que en los beneficios de la usura. La ciudad de Saumur calculó, pues, el monto de las economías por las rentas de los bienes raíces.

El señor Grandet obtuvo entonces el nuevo título de nobleza que nuestra manía de igualdad no borrará jamás: se convirtió en el mayor contribuyente del departamento. Explotaba cien fanegas de viñas, que, en los años abundantes, le daban setecientas u ochocientas bordelesas de vino. Poseía trece cortijos, una vieja abadía donde, por economía, había tapiado las ventanas, las ojivas, las vidrieras, por lo que las conservó, y ciento veintisiete fanegas de prado, en que crecían y engrosaban tres mil álamos plantados en 1793. Por último, la casa en que habitaba era suya.

Así se establecía su fortuna visible. En cuanto a sus capitales, sólo dos personas podían presumir vagamente su importancia: uno era el señor Cruchot, notario encargado de las inversiones usurarias del señor Grandet; el otro, el señor Des Grassins, el banquero más rico de Saumur, de cuyos beneficios participaba el vinatero a su conveniencia y discretamente.

Aunque el viejo Cruchot y el señor Des Grassins poseyesen la profunda discreción que engendran en provincias la discreción y la fortuna, demostraban públicamente al señor Grandet un respeto tan grande que los observadores podían calcular el monto de los capitales del exalcalde por el alcance de la obsequiosa consideración de que era objeto.

No había en Saumur nadie que no estuviese convencido de que el señor Grandet tenía un tesoro particular, un escondrijo lleno de luises, y de que, por las noches, se proporcionaba los inefables goces que procura la contemplación de una gran masa de oro. Los avaros estaban casi seguros de ello, al ver los ojos del viejo, cuyos matices parecían haberle sido transmitidos por el amarillo metal. Tenía la mirada de un hombre acostumbrado a sacar enorme interés de sus capitales, necesariamente contraída como la del voluptuoso, del jugador o del cortesano, y ciertas costumbres indefinibles, movimientos furtivos, ávidos, misteriosos, que no podían pasar inadvertidos para sus correligionarios. Ese lenguaje secreto forma en cierto modo la francmasonería de las pasiones.

El señor Grandet inspiraba, pues, la estimación respetuosa a que tenía derecho un hombre que no debía nunca nada a nadie, que, extonelero, exviticultor, adivinaba con la exactitud de un astrónomo cuándo había que fabricar mil toneles o sólo quinientos para la cosecha; que no erraba una sola especulación, que siempre tenía toneles para vender cuando un tonel valía más caro que lo que iba a contener, que podía poner su cosecha en las cuevas y guardar el momento de entregar su bordelesa a doscientos francos, cuando los pequeños propietarios habían tenido que dar la suya a cinco luises. Su famosa cosecha de 1811, juiciosamente guardada, lentamente vendida, le había dado más de doscientas cuarenta mil libras.

Financieramente hablando, el señor Grandet tenía algo del tigre y de la boa: sabía acostarse, acurrucarse, espiar largo tiempo su presa, saltar sobre ella, luego abría las fauces de su bolsa, las hacía tragar un cargamento de escudos y volvía a acostarse tranquilamente, como la serpiente que digiere, impasible, frío, metódico. Nadie lo veía pasar sin experimentar un sentimiento de admiración, mezclado de respeto y de terror. ¿Acaso había uno en Saumur que no hubiese sentido el cortés rasguño de sus garras de acero? A éste, el notario Cruchot le había procurado el dinero necesario para la compra de un dominio, pero el once por ciento; a aquél, le había descontado letras el señor Des Grassins, pero con una espantosa carga de intereses y gastos. Pocos días pasaban sin que se pronunciara el nombre del señor Grandet, sea en el mercado, sea durante las veladas, en las conversaciones de la ciudad. Para algunos, la fortuna del señor Grandet era objeto de patriótico orgullo. Así, más de un comerciante, más de un posadero, decía con cierta satisfacción a los extraños:

- Sí, señor, aquí tenemos dos o tres casas millonarias; respecto al señor Grandet, ni él mismo conoce su fortuna.

En 1816, los más hábiles calculistas de Saumur estimaban los bienes territoriales del tío Grandet en cerca de cuatro millones de francos; pero, como había debido sacar por año, término medio, desde 1793 hasta 1817, cien mil francos de sus propiedades, era presumible que poseyera en dinero una suma casi igual a la que representaban sus bienes raíces. Así, cuando después de alguna partida de boston o de alguna conversación sobre las viñas se llegaba a hablar del señor Grandet, las gentes capaces decían:

- ¿El tío Grandet? El tío Grandet debe tener cinco o seis millones.

- Es usted más hábil que yo: nunca he podido saber el total -contestaba el señor Des Grassins o el notario Cruchot, si oían esas palabras.

Si algún parisiense hablaba de los Rothschild o del señor Laffite, los vecinos de Saumur le preguntaban si eran tan ricos como el señor Grandet. Si el parisiense les lanzaba sonriendo alguna desdeñosa afirmación, se miraban meneando la cabeza con aire de incredulidad. Aquella inmensa fortuna cubría como un manto de oro todas las acciones de aquel hombre. Si en principio algunas particularidades de su vida dieron pasto a la burla y al ridículo, uno y otra se habían gastado ya. Y en los menores actos, el señor Grandet tenía en su favor la autoridad de la cosa juzgada. Su palabra, su traje, sus ademanes, el guiñar de sus ojos, hacían ley en el país, donde cada cual, después de haberlo estudiado como estudia un naturalista los efectos del instinto en los animales, había podido reconocer la profunda y silenciosa cordura de sus más ligeros movimientos.

- El invierno va a ser crudo -se decía-; el tío Grandet se ha puesto los guantes forrados: hay que vendimiar.

- El tío Grandet compra muchos envases; este año abundará el vino.

El señor Grandet no compra nunca ni carne ni pan. Sus cortijeros le llevan todas las semanas una provisión suficiente de capones, pollos, huevos, manteca y trigo como diezmo. Poseía un molino, cuyo arrendatario, además del alquiler, debía molerle cierta cantidad de grano y llevarle la harina y el afrecho. La Gran Nanón, su única criada, aunque ya no fuese muy joven que digamos, amasaba todos los sábados el pan de la casa. El señor Grandet se había arreglado con los hortelanos, sus inquilinos, para que lo proveyeran de legumbres. En cuanto a las frutas, las recogía en tal cantidad, que hacía vender gran parte en el mercado. Su leña se cortaba en las cercas o se tomaba de las viejas truisses medio podridas que sacaba de las orillas de sus campos, y sus cortijeros se la acarreaban a la ciudad, cortada ya, la acomodaban por favor en la carbonera, y él les daba las gracias ... Sus únicos gastos conocidos eran el pan bendito, los trajes de su mujer, los de su hija, el pago de sus sillas en la iglesia, la luz, el salario de la Gran Nanón, el estaño de sus cacerolas, el pago de los impuestos, la compostura de sus edificios y los gastos de sus explotaciones. Tenía seiscientas fanegas de bosque recién compradas, que hacía vigilar por el guarda de un vecino, a quien prometía, sin dársela, una retribución. Las maneras de aquel hombre eran muy sencillas. Hablaba poco. Generalmente expresaba sus ideas con frases sentenciosas, dichas con voz dulce.

Desde la Revolución, época en que atrajo las miradas, el tío Grandet tartamudeaba de una manera fatigosa en cuanto tenía que hablar extensamente o que sostener alguna discusión. Aquel balbuceo, la incoherencia de sus palabras, el flujo de frases en que diluía su pensamiento, su falta aparente de lógica, atribuidos a un defecto de educación, eran afectados y se explicarán suficientemente con algunos acontecimientos de esta historia. Por otra parte, cuatro frases, tan exactas como fórmulas algebraicas, le servían habitualmente para abarcar, para resolver todas las dificultades de la vida y del comercio:

- No sé. No puedo. No quiero. Ya veremos.

Nunca decía sí ni no, y jamás escribía.

¿Le hablaban? Escuchaba fríamente, agarrándose la barba con la mano izquierda, y en cualquier asunto se formaba opiniones sobre las que no volvía ya. Meditaba largamente los menores negocios. Cuando, después de una hábil conversación, su adversario le había entregado el secreto de sus pretensiones, creyendo haberlo envuelto, el tío Grandet contestaba:

- No puedo resolver nada sin consultar antes a mi mujer.

Su mujer, a quien había reducido a un ilotismo completo, era su trinchera más cómoda en los negocios. Nunca iba a casa de nadie, ni daba ni aceptaba invitaciones a comer; jamás hacía ruido, y parecía economizarlo todo, hasta el movimiento. No desarreglaba nada en casa de los demás, por respeto constante hacia la propiedad. Sin embargo, a pesar de la dulzura de su voz, a pesar de su continente circunspecto, el lenguaje y las costumbres del tonelero asomaban, sobre todo, cuando se hallaba en su casa, donde se medía menos que en cualquier parte.

En cuanto al físico, Grandet era un hombre de cinco pies de alto, ancho de espaldas, cuadrado, con pantorrillas de cinco pulgadas de circunferencia, rótulas nudosas y gruesos hombros; su rostro era redondo, curtido, picado de viruelas; su barbilla recta, sus labios no presentaban sinuosidad alguna; tenía los dientes blancos; en sus ojos se leía la expresión tranquila y devoradora que el pueblo atribuye al basilisco; la frente, llena de arrugas transversales, no carecía de protuberancias significativas; sus cabellos, amarillos y encanecidos, eran plata y oro, decían algunos jóvenes que no conocía la gravedad de una broma hecha sobre el señor Grandet. Su nariz, gruesa en el extremo, sostenía un lobanillo que el vulgo decía, no sin razón, lleno de malicia. Esta cara anunciaba una viveza peligrosa, una probidad sin calor, el egoísmo del hombre acostumbrado a concentrar sus sentimientos en el goce de la avaricia, y en el único ser que para él significara algo, su hija Eugenia, su heredera universal. Actitud, maneras, continente, todo atestiguaba en él, por otra parte, la fe en sí mismo que trae la costumbre de triunfar siempre en las empresas. Así, aunque de costumbres fáciles y blandas en apariencia, el señor Grandet tenía carácter de bronce. Siempre vestido de la misma manera, quien le veía hoy le veía tal como era desde 1791. Sus gruesos zapatos iban atados con cordones de cuero; en toda la estación llevaba medias de lana, un calzón cono de grueso paño marrón con hebillas de plata, un chaleco de terciopelo a rayas alternativamente amarillas y negras, con botonadura cuadrada, una amplia casaca marrón de amplios faldones, corbata negra y sombrero de cuáquero. Sus guantes, tan fuertes como los de los gendarmes, le duraban veinte meses, y para mantenerlos limpios los ponía en el ala del sombrero, siempre en el mismo lugar, con ademán metódico. Saumur no sabía una palabra más sobre este personaje.

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