Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XVIICAPÍTULO XIXBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO OCTAVO


En cualquier situación en que se hallen, las mujeres tienen más causa de dolor que el hombre en análogas circunstancias, y sufren más que él. El hombre tiene su fuerza y el ejercicio de su poder; obra, anda, se ocupa, piensa, abarca el porvenir y encuentra consuelo en él. Así hacía Carlos. Pero la mujer se queda: permanece frente a frente con el pesar de que nada la distrae, baja hasta el fondo del abismo que ella misma ha abierto, lo mide y a menudo lo colma con sus votos y sus lágrimas. Así hacía Eugenia. Se iniciaba en su destino. Sentir, amar, sufrir, sacrificarse, será siempre el texto de la vida de las mujeres. Eugenia debía ser toda la mujer, menos lo que la consuela. Su felicidad, aglomerada como los clavos diseminados en la pared, según la expresión de Bossuet, no debía llenarle un día el hueco de la mano. Los pesares no se hacen esperar nunca, y para ella llegaron muy pronto.

Al día siguiente de la partida de Carlos, la casa Grandet recobró su fisonomía para todo el mundo, excepto para Eugenia, que la halló de repente muy vacía. Sin que su padre lo supiera, resolvió que el cuarto de Carlos quedase en el mismo estado en que lo dejara. La señora Grandet y Nanón se hicieron gustosas cómplices de aquel statu quo.

- ¡Quién sabe si no vuelve antes de lo que creemos! -dijo Eugenia.

- ¡Ah! Yo quisiera verlo aquí -contestó Nanón-. ¡Ya me iba acostumbrando a él! ¡Era un buen, un excelente señor, y tan guapo mozo! ¡Crespo como una muchacha...!

Eugenia miró a Nanón.

- ¡Virgen Santa, hija! ¡Qué ojos de perdición de su alma! ¡No mire de ese modo a la gente!

Desde aquel día la belleza de la señorita Grandet tomó nuevo carácter. Los graves pensamientos de amor que invadían lentamente su alma, la dignidad de la mujer amada, dieron a sus rasgos el resplandor que los pintores simbolizan con la aureola. Al llegar su primo, Eugenia podía ser comparada a la Virgen antes de la concepción; cuando partió, se parecía a la Virgen ya madre: había concebido el amor.

Esas dos Marías, tan diferentes y tan bien representadas por algunos pintores españoles, constituyen una de las más brillantes figuras entre las que abundan en el cristianismo.

Eugenia, al salir de misa, que fue a oír al día siguiente de la partida de Carlos, y que había hecho voto de oír todos los días, compró en casa del librero un mapamundi que clavó en su cuarto, cerca del espejo, para seguir a su primo en su viaje a las Indias y poder suponerse por un momento, tarde y mañana, en el navío que lo transportaba, ver a Carlos, dirigirle mil preguntas, decirle:

- ¿No sufres? ¿Piensas mucho en mí, mirando esa estrella cuyas bellezas y cuyo uso me has enseñado?

Luego, en la mañana, permanecía pensativa bajo el nogal, sentada en el banco de madera roído por la polilla y tapizado de musgos grises, en que se habían dicho tantas cosas buenas, tantas tonterías, en que habían edificado los castillos en el aire de su grato hogar. Pensaba en el porvenir, mirando al cielo por el pequeño espacio que las paredes le permitían abarcar; luego, el viejo lienzo de la pared y el techo que cubría el cuarto de Carlos. En suma, aquel fue el amor solitario, el amor verdadero que persiste, que se infiltra en todos los pensamientos y que se convierte en la sustancia, o, como hubieran dicho nuestros padres, en la trama de la vida.

Cuando los pretendidos amigos de Grandet iban a jugar la partida de la noche, Eugenia se mostraba alegre, disimulaba; pero durante la mañana entera hablaba de Carlos con su madre y Nanón.

Nanón había comprendido que podía simpatizar con los sufrimientos de su joven ama, sin faltar a sus deberes hacia el viejo patrón, y decía a Eugenia:

- Si yo hubiera tenido un hombre mío, lo hubiera... seguido hasta el infierno... Lo hubiera... ¡qué...! En fin, hubiera querido exterminarme por él; pero... nada. Me moriré sin saber lo que es la vida. Pero... ¿creerá usted, señorita, que ese viejo de Cornoiller, que es un buen hombre sin embargo, anda dando vueltas alrededor de mis faldas, asunto de mis rentas, lo mismo que vienen aquí a olfatear el dinero del señor, haciéndole a usted la corte? ¡Yo lo comprendo, porque todavía no me falta sutileza aunque esté gorda como una torre; pues bien, señorita, me da gusto, aunque eso no sea amor!

Dos meses pasaron así. Aquella vida doméstica, antes tan monótona, se había animado con el inmenso interés del secreto que unía más íntimamente aún a las tres mujeres. Para ellas, bajo los techos grises de aquella casa, Carlos vivía, andaba aún. Tarde y mañana, Eugenia abría la caja y contemplaba el retrato de su tía. Un domingo fue sorprendida por su madre mientras se ocupaba en descubrir los rasgos de Carlos en los del retrato. La señora Grandet fue iniciada entonces en el terrible secreto del cambio hecho por el viajero contra el tesoro de Eugenia.

- ¡Se lo has dado todo! -dijo la madre, espantada-. ¿Qué le dirás a tu padre el día de año nuevo, cuando quiera ver tu oro?

Los ojos de Eugenia se pusieron fijos, y ambas mujeres permanecieron sumergidas en un susto mortal durante la mitad de la mañana. Su turbación fue tal que perdieron la misa mayor y tuvieron que asistir a la misa militar.

A los tres días iba a terminar el año 1819. A los tres días iba a comenzar una terrible acción, una tragedia burguesa sin veneno, ni puñal, ni derramamiento de sangre, pero, con respecto a sus protagonistas, más cruel que todos los dramas desarrollados en la ilustre familia de los Atridas.

- ¿Qué va a ser de nosotras? -dijo la señora Grandet a su hija, dejando el tejido sobre sus faldas.

La pobre mujer sufría tales turbaciones desde hacía dos meses, que los manguitos de lana que necesitaba para el invierno estaban todavía sin terminar. Aquel hecho doméstico, mínimo en apariencia, tuvo tristes resultados para ella. A falta de manguitos, el frío la asaltó de una manera peligrosa, cuando estaba sudando a raíz de una espantosa cólera de su marido.

- Pensaba, mi pobre hija, en que si me hubieras confiado tu secreto, hubiéramos tenido tiempo de escribir a París al señor Des Grassins. Él hubiera podido enviarnos monedas de oro semejantes a las tuyas, y aunque Grandet las conozca muy bien, quizá ...

- Pero, ¿de dónde hubiéramos sacado tanto dinero?

- Empeñando la parte de bienes que me corresponde. Por otra parte, el señor Des Grassins no hubiera tenido inconveniente en ...

- Ya no es tiempo -contestó Eugenia con voz sorda y alterada, interrumpiendo a su madre-, mañana por la mañana tenemos que ir a su cuarto a felicitarlo por el año nuevo ...

- Pero, hija, ¿por qué no he de ir a ver a los Cruchot, que...?

- No, no, sería entregarme a ellos y ponerme bajo su dependencia. Además, ya he tomado mi partido. He hecho bien y no me arrepiento. Dios me protegerá. ¡Que se cumpla su santa voluntad! ¡Ah, si hubieras leído su carta, no hubieras pensado sino en él, madre mía!

A la mañana del día siguiente, primero de enero de 1820, el profundo terror de que madre e hija eran presa, les sugirió la más natural de las disculpas para no ir solemnemente al cuarto de Grandet. El invierno de 1819 a 1820 fue uno de los más rigurosos de aquella época. La nieve se amontonaba sobre los tejados. Así es que, en cuanto lo sintió mOVerse en su habitación, la señora Grandet dijo a su marido:

- ¡Grandet! Haz que Nanón encienda fuego en mi cuarto; hace tanto frío que me hielo bajo las mantas. He llegado a la edad en que se necesitan cuidados. Además -agregó después de una ligera pausa-, Eugenia vendrá a vestirse aquí: la pobre podría enfermar si se vistiera en su cuarto con semejante tiempo. Después iremos a felicitarte por el año nuevo, junto a la chimenea de la sala.

- ¡Ta, ta, ta, ta, qué locura! ¡Cómo empiezas el año! Nunca has hablado tanto, y eso que no has comido sopas de pan con vino, me parece.

Hubo un instante de silencio.

- Bueno -dijo, por fin, el viejo, a quien, sin duda, convenía el arreglo propuesto por su mujer-, haré lo que deseas. Eres realmente una buena mujer, y no quiero que te suceda nada en la vejez, aunque bien sé que, en general, los Benelliere son de sólida argamasa. ¡Eh! ¿No es cierto? -gritó después de una pausa-. En fin, los hemos heredado, y los perdono.

Y tosió.

- ¡Estás muy alegre esta mañana! -dijo gravemente la pobre mujer.

- ¿Yo? Yo siempre estoy alegre...

¡Siempre alegre, tonelero,
martilla tu tonel!

-agregó, entrando ya vestido en la habitación de su esposa.

Y una vez allí, continuó:

- ¡Sí, caramba! ¡Hace un frío de todos los diablos! Nos desayunaremos bien, mujer. Des Grassins me manda un paté de foie gras trufado! Voy a buscarlo a la diligencia. Me debe llegar también un doble napoleón para Eugenia -fue a decirle al oído el tonelero-. Ya no tengo oro, mujer. Verdad que tenía algunas viejas monedas, bien puedo decírtelo a ti; pero he tenido que soltarlas por los negocios.

Y para celebrar el primero de año, la besó en la frente.

En seguida se marchó, y apenas hubo desaparecido, la señora Grandet gritó a su hija, que aún no había salido del dormitorio:

- ¡Eugenia! No sé de qué lado habrá dormido tu padre; pero esta mañana parece muy bueno. ¡Vaya! Saldremos con bien del asunto!

- ¿Qué es lo que tiene nuestro amo? -preguntó Nanón, entrando en el cuarto de su señora para encender el fuego-. Primero me dijo: ¡Feliz año, feliz año, pedazo de animal!, y me quedé como una tonta cuando vi que me tendía la mano para darme un escudo de seis francos casi nada gastado... ¡Mire, mire usted, señora! ¡Oh, que buen señor! Es un digno hombre, de todos modos. Hay algunos que, cuanto más viejos, más duros se ponen; pero él se va poniendo tan suave como el casis que usted hace. Es un perfecto, un excelente señor.

El secreto de aquella alegría era el triunfo completo de la especulación de Grandet.

El señor Des Grassins, después de haber deducido las sumas que el tonelero le debía por el descuento de los ciento cincuenta mil francos de pagarés holandeses y por el suplemento que le había adelantado para la compra de las cien mil libras de renta, le enviaba por la diligencia treinta mil francos en escudos, restos del semestre de intereses, y le había anunciado el alza de los fondos públicos.

Éstos estaban entonces a 89; los más reputados capitalistas los compraban para fin de enero a 93. En dos meses, Grandet salía ganando el doce por ciento sobre sus capitales; había depurado sus cuentas y de allí en adelante recibiría cincuenta mil francos cada seis meses, sin tener que pagar ni impuestos ni reparaciones. Por fin, comprendía la renta, colocación hacia la que la gente de provincia tiene una repugnancia invencible, y se veía, antes de cinco años, a la cabeza de un capital de seis millones, siempre en aumento sin necesidad de grandes cuidados, y que, unido al valor territorial de sus propiedades, compondría una fortuna colosal.

Los seis francos regalados a Nanón eran quizá el pago de un inmenso servicio que la criada había prestado, sin saberlo, a su amo.

- ¡Oh, oh! ¿Adónde irá el tío Grandet, corriendo tan de mañana como si acudiese a un incendio? -se dijeron los comerciantes ocupados en abrir sus tiendas.

Luego, cuando lo vieron volver de la oficina seguido por un mandadero de las mensajerías, que llevaba una carretilla de sacos llenos, entablaron sus comentarios:

- ¡El agua va siempre al río; el viejo corría a buscar sus escudos! -decía uno.

- ¡Le llega dinero de París, de Froidfond, de Holanda! -decía otro.

- ¡Acabará por comprar todo Saumur! -exclamaba un tercero.

- Poco le importa el frío; siempre anda en sus negocios -decía en tono de reproche una mujer a su marido.

- ¡Eh, eh, señor Grandet! Si eso le estorba -le dijo un comerciante en paños, su vecino más próximo-, démelo a mí, que yo me encargaré de ello.

- ¡Bah, son cobres! -contestó el vinatero.

- Cobres de plata -dijo el mandadero en voz baja.

- Si quieres que me acuerde de ti, ponte un candado en la boca -dijo el viejo al mandadero abriendo la puerta de su casa.

- ¡Ah, viejo zorro, y yo que lo creía sordo! -pensó el mandadero-; parece que cuando hace frío oye hasta las moscas.

- ¡Aquí tienes veinte sueldos de aguinaldo, y chitón! -le dijo Grandet-. Nanón te llevará la carretilla. ¡Nanón! ¿Están en misa los chorlitos?

- Sí, señor.

- ¡Entonces, manos a la obra! -gritó cargando los sacos.

Los escudos fueron transportados en un momento a su cuarto, donde se encerró.

- Cuando esté listo el desayuno, golpeame la pared, Nanón. ¡Ah! Lleva la carretilla a las mensajerías.

La familia no se desayunó hasta las diez de la mañana.

- Tu padre no pedirá que le muestres el oro -dijo la señora Grandet a Eugenia cuando volvieron de misa-. Después, finge que sientes mucho frío... Tendremos tiempo de rehacer tu tesoro para tu cumpleaños.

Grandet bajó la escalera pensando en metamorfosear sus escudos parisienses en buen oro, y en su admirable especulación de las rentas del Estado. Estaba resuelto a colocar de ese modo sus rentas, hasta que los títulos llegaran a valer cien francos. Meditación funesta para Eugenia. Apenas entró Grandet, las dos mujeres le desearon un feliz año nuevo: su hija saltándole al cuello y acariciándolo, la señora Grandet gravemente y con dignidad.

- ¡Ah, ah, hija mía! -dijo el tonelero besando a su hija en las mejillas-. Ya ves, trabajo para ti; lo que quiero es tu felicidad. ¡Se necesita dinero para ser feliz, canastos! Vaya, aquí tienes un napoleón completamente nuevo, nuevo en hoja, que he hecho que me mandaran de París. ¡Caramba! Aquí no hay un solo gramo de oro. Nadie tiene oro más que tú. ¡Vamos, muéstrame tu oro, hijita!

- ¡Bah! Hace demasiado frío; desayunémonos -le contestó Eugenia.

- Bueno, pero después, ¿eh? Eso ayudará la digestión. El gordo Des Grassins nos ha enviado ese pastel -agregó-; conque... coman, hijas mías, que esto no cuesta nada. Ese Des Grassins marcha bien y estoy contento de él. El tonto está sirviendo a Carlos, y gratis todavía. Arregla perfectamente, hasta ahora, los asuntos del pobre Grandet, que en paz descanse.

Y se puso a comer.

- ¡Oh, oh, oh! ¡Qué rico es esto! -exclamó después de una pausa y con la boca llena-. ¡Come, mujer! ¡Esto alimenta lo menos para tres días!

- No tengo ganas; ya sabes que no estoy bien.

- ¡Vaya! Puedes atracarte sin miedo de reventar. Eres una Bertelliere, una mujer robusta. Estás un poco amarilla, pero a mí me gusta lo amarillo ...

La expectativa de una muerte ignominiosa y pública es menos horrible quizá para un condenado de lo que era para la señora Grandet y su hija la expectativa de los acontecimientos que iban a terminar aquel desayuno de familia Cuanto más alegremente hablaba y comía el viejo vinatero, más se oprimía el corazón de ambas mujeres. Pero, en esta coyuntura, la hija tenía, sin embargo, un apoyo; sacaba fuerzas de su amor.

- Por él, por él -se decía-, sería capaz de sufrir mil muertes.

Y ante esta idea, dirigía a su madre miradas resplandecientes de valor.

- Quita todo esto -dijo Grandet a Nanón, cuando, a eso de las once, terminaron el desayuno-; pero déjanos la mesa. Estaremos con más comodidad para ver tu tesoro -agregó, dirigiéndose a Eugenia.

Y luego, corrigiéndose, agregó:

- ¿Tesoro...? ¡No tanto! ¡Caramba! Posees, en valor intrínseco, cinco mil novecientos cincuenta y nueve francos, y cuarenta de esta mañana, son seis mil francos, menos uno... ¡Pues bien! Yo te daré ese franco para completar la suma redonda, porque, ya ves, hijita... ¡Vamos! ¿Por qué nos estás escuchando? Márchate de aquí, Nanón, y ve a lo que tienes que hacer.

Nanón desapareció.

- Escucha, Eugenia... Tienes que darme tu oro. No se lo negarás a tu papaíto, hijita, ¿eh?

Las dos mujeres estaban mudas.

- Yo no tengo más oro. Tenía, pero ya no tengo. Te devolveré seis mil francos en libras y los colocarás como te voy a decir. No hay ya que pensar en el duzain. Cuado te cases, que será pronto, te encontraré un novio que pueda ofrecerte el más hermoso duzain de que se haya hablado nunca en la provincia. Escucha, pues, hija, se presenta una excelete ocasión: puedes poner tus seis mil francos en manos del gobierno, y cada seis meses tendrás cerca de doscientos de interés, sin impuestos, ni reparaciones, ni granizo, ni heladas, ni inundaciones, ni nada de lo que persigue a las rentas. ¿No quieres separarte de tu oro, hijita? Tráemelo, sin embargo. Yo te juntaré monedas de oro, holandesas, portuguesas, rupias del Mogol, genovinas, y con las que te daré en tus fiestas, en tres años habrás restablecido la mitad de tu tesoro en oro. ¿Qué dices a esto, hijita? Levanta la cara. ¡Vaya! Ve a buscarlo, querida. Debías cubrirme de besos al ver que te revelo así secretos y misterios de vida y muerte para los escudos. Y, a la verdad, los escudos viven y andan como si fueran hombres: van, vienen, sudan, producen...

Eugenia se levantó; pero, después de dar algunos pasos hacia la puerta, se volvió de pronto, miró frente a frente a su padre, y le dijo:

- Ya no tengo mi oro.

- ¡Que ya no tienes tu oro! -exclamó Grandet irguiéndose sobre sus piernas, como un caballo que oye un disparo de cañón a diez pasos de distancia.

- No, ya no lo tengo.

- Debes equivocarte, Eugenia...

- No.

- ¡Por la azuela de mi padre!

Cuando el tonelero juraba de ese modo los techos temblaban.

- ¡Dios santo! -exclamó Nanón, que acababa de entrar-. ¡Qué pálida se ha puesto la señora...!

- ¡Grandet, tu cólera me va a matar! -dijo la pobre mujer.

- ¡Ta, ta, tal ¡Ni tú, ni ninguno de tu familia se mueren nunca...! Eugenia, ¿qué has hecho de tus monedas? -gritó lanzándose sobre la niña.

- Señor -dijo Eugenia, arrodillada a los pies de la señora Grandet. Mi madre sufre mucho, mire usted, y no la mate...

Grandet se asustó de la palidez del rostro de su esposa poco antes tan amarillo.

- Nanón, ven a ayudarme a acostar -dijo la madre con voz débil-. Me muero...

Nanón dio al punto el brazo a su señora; lo mismo hizo Eugenia, y no sin infinito trabajo pudieron hacerla subir hasta su habitación, porque se caía de desfallecimiento de peldaño en peldaño. Grandet se quedó solo. Sin embargo, pocos momentos después, subió seis o siete escalones y gritó:

- ¡Eugenia! Cuando tu madre esté acostada, baja inmediatamente a la sala.

- Sí, padre.

No tardó en presentarse allí, después de haber tranquilizado a su madre.

- Hija mía -le dijo Grandet-, vas a decirme dónde está tu tesoro.

- Padre, si me hace usted regalos de los que no soy completamente dueña, vuelva usted a tomarlos -contestó fríamente Eugenia, buscando el napoleón que había puesto sobre la chimenea y presentándoselo.

Grandet tomó vivamente el napoleón y lo deslizó en el bolsillo del chaleco.

- ¡Ya lo creo que no he de darte nada! ¡Ni esto! -dijo, haciendo crujir la uña del pulgar en uno de sus dientes-. Desprecias a tu padre, no tienes ya confianza en él... ¿Quiere decir que no sabes lo que es un padre...? Si no lo es todo para ti, no es nada. ¿ Dónde está tu oro?

- Padre, lo amo y lo respeto a usted, a pesar de su cólera; pero le haré observar con toda humildad que tengo veintidós años. Me ha dicho usted demasiadas veces que ya soy mayor de edad, para que todavía lo ignore. He hecho con mi dinero lo que me ha parecido bien, y puede usted estar seguro de que está bien colocado...

- ¿Dónde?

- Es un secreto inviolable -contestó Eugenia-. ¿No tiene usted sus secretos?

- ¿No soy, acaso, el jefe de la familia? ¿No puedo tener mis negocios?

- Ése también es negocio mío.

- ¡Ese negocio tiene que ser malo, si no puedes decírselo a tu padre, señorita Grandet!

- Es excelente, por el contrario, y, sin embargo, no puedo decirselo a mi padre.

- Por lo menos, dime, ¿cuándo has dado tu oro?

Eugenia hizo un gesto negativo.

- ¿Lo tenías aún el día de tu cumpleaños, eh...?

Eugenia, que se había hecho tan astuta por el amor como su padre por la avaricia, reiteró el mismo ademán negativo.

- ¡Pero nunca se ha visto empecinamiento semejante, ni semejante robo! -dijo Grandet con una voz que fue in crescendo y que hizo retemblar la casa gradualmente-. ¡Cómo! ¡Aquí, en mi misma casa, ha habido alguien que te ha tomado tu oro, el único oro que había en ella, y yo no he de saber quién es! El oro es una cosa rara. Las muchachas más honestas pueden cometer faltas, dar yo no sé qué; eso se ve hasta entre los grandes señores y hasta entre los burgueses mismos; pero dar oro... Porque tú se lo has dado a alguien, ¿eh, Eugenia?

Eugenia se quedó impasible.

- ¿Soy o no tu padre...? Si lo has colocado, tienes que tener un recibo, un justificante...

- ¿Era yo dueña, sí o no, de hacer con él lo que me pareciera? ¿Era o no era mío?

- Eres una niña.

- Mayor de edad.

Trastornado por la lógica de su hija, Grandet palideció, pataleó, juró; luego, logrando hablar otra vez, gritó:

- ¡Maldita víbora! ¡Ah, mala semilla, sabes que te quiero y pretendes abusar! ¡Estás matando a tu padre! ¡Caramba! ¡Eres capaz de haber echado nuestra fortuna a los pies de ese mendigo con botas de marroquín! ¡Por la azuela de mi padre! No puedo desheredarte. ¡Rayos y truenos! ¡Pero te maldigo, a ti, a tu primo y a tus hijos! Nada bueno podrá salir de esto, ¿sabes? Si le hubieras dado a Carlos... Pero, no, ¡no es posible...! ¡Cómo! ¡Ese petimetre hubiera logrado desvalijarme...!

Miró a su hija, que estaba inmóvil y fría.

- ¡No se moverá, no pestañeará siquiera! ¡Es más Grandet que yo! ¿Al menos no has dado tu oro por nada? ¡Vamos, habla!

Eugenia miró a su padre, dirigiéndole una mirada irónica, que le ofendió.

- ¡Eugenia, estás en mi casa, en casa de tu padre! Para quedarte en ella tienes que someterte a sus órdenes. Los sacerdotes te ordenan que me obedezcas.

Eugenia bajó la cabeza.

- Me ofendes en lo más querido -repuso Grandet-; yo no quiero más que verte sumisa. Ve a tu cuarto. Allí te quedarás hasta que yo te permita salir. Nanón te llevará pan y agua. ¿Me has oído? ¡Pues, andando...!

Eugenia rompió en llanto y escapó al lado de su madre.

Después de dar varias vueltas por el jardín, en medio de la nieve, sin notar siquiera frío, Grandet sospechó que su hija debía hallarse con su mujer y, encantado de sorprenderla contraviniendo sus órdenes, subió la escalera con la agilidad de un gato, y apareció en la habitación de la señora Grandet en momentos en que ésta acariciaba los cabellos de Eugenia, que había sepultado el rostro en el seno materno.

- Consuélate, hija: tu padre se ablandará...

- ¡Ya no tiene padre! -gritó el tonelero-. ¿Somos realmente nosotros, usted y yo, señorá Grandet, los que hemos tenido esta hija tan desobediente? ¡Buena educacación, y religiosa sobre todo! ¡Cómo! ¿No está usted en su cuarto, señorita? ¡Vaya al encierro, al encierro...!

- ¿Quieres privarme de mi hija? -dijo la madre mostrando el rostro enrojecido por la fiebre.

- Si quieres estar con ella, llévatela; desocupadme ambas la casa. ¡Trueno de Dios! ¿Dónde está el oro? ¿Qué se ha hecho del oro?

Eugenia se levantó, dirigió a su padre una mirada llena de orgullo y entró en su cuarto, que el viejo cerró con dos vueltas de llave.

- ¡Nanón! -gritó Grandet-. Apaga el fuego de la sala.

Y fue a sentarse en un sillón junto a la chimenea de su mujer, diciéndole:

- Sin duda, se lo habrá dado a ese miserable seductor de Carlos, que lo único que quería era nuestro dinero.

La señora Grandet halló en el peligro que amenazaba a su hija, y en sus sentimientos hacia ella, fuerzas suficientes para permanecer fría en apariencia, muda y sorda.

- Yo no sabía una palabra de todo eso -contestó volviéndose al otro lado de la cama, para no tener que soportar las chispeantes miradas de su marido-. Sufro tanto con tu violencia que, si creo en mis presentimientos, no saldré de aquí sino con los pies hacia adelante. Hubieras debido tenerme lástima en estos momentos, ya que nunca te he ocasionado una pesadumbre. Tu hija te quiere; la creo tan inocente como un niño recién nacido. No la hagas sufrir y revoca tu sentencia... Hace mucho frío; podrías causarle alguna grave enfermedad.

- No la veré ni la hablaré. Se quedará en su cuarto a pan y agua, hasta que haya hecho lo que su padre le manda. ¡Qué diablos! Un jefe de familia debe saber adónde va el oro de su casa. Eugenia poseía las únicas rupias que haya en Francia quizá, y además genovinas, ducados de Holanda...

- Eugenia es nuestra única hija, y aunque las hubiera tirado al agua...

- ¡Al agua! -gritó el viejo-. ¡Al agua! ¡Estás loca, mujer! Lo que he dicho, dicho está. Si quieres que haya paz en casa, confiesa a tU hija, sácala de mentira a verdad. Las mujeres se entienden mejor entre ellas para eso que nosotros. Haya hecho lo que haya hecho, no me la comeré. ¿Tienes miedo de mí? Aun cuando hubiese dorado a su primo de la cabeza a los pies, ya está en medio del mar, ¡eh!, y no podemos ir en pos de él...

- Pues, señor...

Excitada por la crisis nerviosa en que se hallaba, o por el amor a su hija que desarrollaba su ternura y su inteligencia, la perspicacia de la señora Grandet, que la hizo notar un movimiento terrible del lobanillo de su marido, en el momento en que contestaba, hizo también que cambiara de idea sin variar de tono:

- ¡Pues, señor! ¿Tengo yo más imperio que tú sobre ella? No me ha dicho una palabra; en eso se parece a ti.

- ¡Caramba, qué bien puesta tienes la lengua esta mañana! ¡Ta, ta, ta, ta! ¡Me parece que te estás burlando de mí! Seguro que te entiendes con ella...

Miró fijamente a su mujer.

- De veras, Grandet, que si quieres matarme, no tienes más que continuar así. Ya lo he dicho, y aunque tuviera que costarme la vida volvería a repetirlo: haces mal en conducirte así con tu hija; ella es aún más razonable que tú. Ese dinero le pertenecía, no ha podido hacer mal uso de él, ¡al contrario!, y sólo Dios debe conocer nuestras buenas acciones. Te suplico devuelvas tu cariño a la pobre Eugenia... De ese modo atenuarás el golpe que me ha dado tu cólera, y quizá me salve la vida. ¡Mi hija, Grandet! ¡Devuélveme mi hija!

- Me largo -dijo Grandet-. Ya no se puede estar en mi casa; la madre y la hija raciocinan como... ¡Brrr! ¡Puf! ¡Mal aguinaldo me has dado, Eugenia! -grito. ¡Sí, llora, llora! ¡Lo que has hecho te remorderá la conciencia! ¿Oyes? ¿De qué sirve estarse comiendo los santos, si das a escondidas el oro de tu padre a un haragán que te devorará el corazón, cuando no tengas ya otra cosa que prestarle? Ya verás lo que vale tu Carlos con sus botas de marroquín y su aire de santito. No tiene ni corazón ni alma, ya que se ha atrevido a llevarse el tesoro de una pobre muchacha sin el consentimiento de sus padres ...

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