Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XVCAPÍTULO XVIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO SEXTO


Cuando los dos amantes estuvieron solos en el jardín, Carlos dijo a Eugenia, llevándola al viejo banco en que ambos se sentaron a la sombra del nogal:

- He hecho bien en confiar en Alfonso; se ha portado a las mil maravillas. Acaba de realizar todos mis negocios con prudencia y lealtad. No debo nada en París; todos mis muebles han sido vendidos, y Alfonso me anuncia que, siguiendo los consejos de un capitán de alto bordo, ha empleado tres mil francos que le quedaban en formarme un cargamento compuesto de curiosidades europeas, de las que se saca excelente partido en las Indias. Ha dirigido mis cajones a Nantes, donde se halla un buque cargando para Java. Dentro de cinco días, Eugenia, tendremos que decirnos adiós, quizá para siempre, y en todo caso por mucho tiempo. Mi cargamento y diez mil francos que me envían dos de mis amigos son un pobre punto de partida. No puedo pensar en volver antes de varios años. Mi querida prima, no ponga usted en la balanza su vida y la mía: puedo morirme; quizá se presente para usted algún buen partido ...

- ¿Me quiere usted? -pregunto Eugenia.

- ¡Oh, sí, mucho! -contestó Carlos, con un acento profundo que parecía revelar igual profundidad de sentimientos.

- Aguardaré, Carlos. ¡Dios mío, mi padre está a la ventana! -exclamó en seguida, rechazando a su primo, que se aproximaba para darla un beso.

Y escapó al zaguán, adonde Carlos la siguió. Al verle, Eugenia se retiró al pie de la escalera y abrió la puerta; luego, sin saber adónde iba, se encontró al Iado del zaquizamí de Nanón, el sitio más oscuro del pasadizo. Allí Carlos la tomó de la mano, la atrajo a su pecho, la ciñó por la cintura y la estrechó suavemente. Eugenia no siguió resistiendo: recibió y devolvió el más puro, el más suave, pero también el más completo de los besos.

- ¡Querida Eugenia, un primo vale más que un hermano, porque puede casarse contigo! -le dijo Carlos.

- ¡Amén! -gritó Nanón, abriendo la puerta de su cuchitril.

Los amantes, espantados, escaparon a la sala, donde Eugenia volvió a su labor y Carlos se puso a leer las letanías de la Virgen en el libro de misa de la señora Grandet.

- ¡Vaya! -exclamó Nanón al verlo-, ¿estamos rezando?

En cuanto Carlos anunció su viaje, Grandet se puso en movimiento para hacer creer que se interesaba mucho por él; se mostró liberal con todo lo que no costaba nada, se ocupó de buscarle un embalador, y pretendió luego que aquel individuo quería vender sus cajones demasiado caros; quiso, entonces, a toda fuerza, hacerlos él mismo, y empleó para ello algunas tablas viejas; se levantó de madrugada para cepillar, ajustar, recortar, clavar aquellas tablas, y confeccionar con ellas hermosos cajones en que puso todos los efectos de su sobrino; se encargó de hacer bajar aquellos cajones hasta Nantes, en las barcas del Loira, de asegurarlos y hacerlos cargar en Nantes en el momento oportuno.

Después del beso dado en el pasadizo, las horas huyeron para Eugenia con una rapidez espantosa. A veces sentía irresistibles deseos de seguir a su primo.

El que conozca la más preocupadora de las pasiones, aquella cuya duración se ve abreviada cada día, cada hora, por la edad, por el tiempo, por una enfermedad mortal, ése, y sólo ése: comprenderá los tormentos de Eugenia.

Muchas veces lloraba paseándose por aquel jardín, ya demasiado estrecho para ella, lo mismo que el patio, la casa, la ciudad; lanzábase por adelantado a la vasta extensión de los mares.

Por fin, la víspera de la partida llegó. Aquella mañana, en ausencia de Grandet y de Nanón, el precioso cofrecillo en que se hallaban los dos retratos fue solemnemente instalado en el único cajón del armario que se cerraba con llave, y en el que estaba la bolsa, vacía ya. El depósito de aquel tesoro no pasó sin buen número de besos y de lágrimas. Cuando Eugenia se puso la llave en el seno, no tuvo valor de impedir que Carlos besara aquel sitio.

- ¡De aquí no saldrá, amigo mío! -le dijo.

- Y mi corazón estará siempre ahí, también.

- ¡Ah, Carlos, eso no está bien! -exclamó Eugenia con acento grave.

- ¿No estamos casados? -contestó Carlos-; tengo tu palabra, toma la mía.

- Tuyo, tuya -dijeron dos voces una y otro.

Ninguna promesa fue nunca más pura sobre esta tierra. El candor de Eugenia había santificado momentaneamente el amor de Carlos.

Al día siguiente el desayuno fue triste. A pesar de la bata de oro y de una cruz que le dio Carlos, la misma Nanón, libre de expresar sus sentimientos, sintió lágrimas en los ojos.

- ¡Pobre niño, señor, que se marcha a la mar! ¡Que Dios le ayude!

A las diez y media la familia se puso en camino para acompañar a Catlos hasta la diligencia de Nantes.

Nanón había soltado el perro y cerrado la puerta, y se empeñó en llevar la maleta de Carlos. Todos los comerciantes de la vieja calle estaban en el umbral de sus puertas para ver pasar aquel cortejo, al que se unió en la plaza el señor Cruchot.

- No hay que llorar, Eugenia -dijo la madre.

- Sobrino -dijo Grandet, ya a la puerta de la posada, besando a Carlos en ambas mejillas-, te vas pobre: vuelve rico y encontrarás el honor de tu padre a salvo. Yo respondo de ello; porque entonces sólo dependerá de ...

- ¡Oh tío! ¡Cómo endulza usted la hora de la partida! -exclamó Carlos-. ¿No es ése el más hermoso obsequio que pueda usted hacerme?

No comprendiendo las palabras del ex tonelero, a quien había interrumpido, Carlos derramó sobre el curtido rostro de su tío ardientes lágrimas de agradecimiento, mientras Eugenia estrechaba con todas sus fuerzas la mano de su primo y la de su padre.

Sólo el notario se sonreía, admirando la viveza de Grandet, porque sólo él había comprendido bien al viejo.

Los cuatro hijos de Saumur, rodeados por varias personas, se quedaron delante de la diligencia hasta que ésta se puso en marcha; luego, cuando desapareció en el puente, y ya no se escuchó el ruido que hacía, el vinatero exclamó:

- ¡Viento fresco!

Felizmente, Cruchot fue el único que oyó esta exclamación.

Eugenia y su madre habían ido a colocarse en un sitio desde donde aún podían ver la diligencia, y agitaban sus pañuelos blancos, señal a que contestó Carlos tremolando el suyo.

- ¡Mamá, quisiera tener por un instante el poder de Dios! -dijo Eugenia apenas dejó de ver el pañuelo de Carlos.

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