Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XIVCAPÍTULO XVIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO QUINTO


A la mañana siguiente, la señora Grandet encontró a su hija paseándose, antes del desayuno, en compañía de Carlos. El joven era aún presa de la tristeza, como un desgraciado que ha bajado, por decirlo así, al fondo de sus penas, y que al medir la profundidad del abismo donde cayera siente todo el peso de su vida futura.

- Mi padre no vendrá hasta la hora de comer -dijo Eugenia, al ver la inquietud pintada en el rostro de su madre.

Fácil era ver, en los modales y en el rostro de Eugenia y en la singular dulzura de que se impregnaba su voz, una conformidad de pensamiento entre ella y su primo. Sus almas se habían desposado con ardor, tal vez antes de aquilatar la intensidad de los sentimientos que las unieron ...

Carlos permaneció en el salón, y su melancolía fue respetada. Las tres mujeres se entregaron a sus quehaceres. Como Grandet se hubiera olvidado de sus negocios, llegó a la casa un número bastante crecido de personas: el techador, el plomero, el albañil, los terrapleneros, el carpintero, los cercadores, los granjeros, unos para cerrar tratos relativos a composturas, otros para pagar sus arriendos o recibir dinero.

La señora Grandet y Eugenia se vieron, por tanto, en la obligación de ir y venir, de escuchar los interminables discursos de los obreros y de la gente de campo. Nanón recibía los arriendos en la cocina, atenta siempre a las órdenes de su amo, a fin de saber lo que debía reservarse para la casa o ser vendido en el mercado.

El viejo tenía, como gran número de hidalgos campesinos, el hábito de beber su vino y de comer sus frutas echadas a perder.

Hacia las cinco de la tarde, Grandet regresó de Angers con los francos que consiguiera por su oro, llevando en su cartera bonos reales que le devengaban interés hasta que tuviera que abonar sus rentas. Había dejado a Cornoiller en Angers, para atender los caballos a medio reventar, y volverlos lentamente, después del descanso inevitable.

- Vuelvo de Angers, mujer -dijo-; tengo hambre.

- ¿Acaso no ha comido usted nada desde ayer? -gritóle Nanón sin salir de la cocina.

- Nada -contestó el viejo.

Nanón llevó la sopa.

Des Grassins se presentó a recibir las órdenes de su cliente cuando la familia se hallaba comiendo. El tío Grandet ni siquiera había visto a su sobrino.

- Coma usted tranquilo, Grandet -dijo el banquero-. Conversaremos mientras tanto. ¿Sabe usted cómo se cotiza el oro en Angers, donde se han recibido pedidos de Nantes? Voy a hacer una remesa.

- No la haga usted -contestó el ex tonelero-, pues ya tienen lo suficiente. Somos demasiado buenos amigos para que no le ahorre una pérdida de tiempo.

- Pero el oro vale allí trece francos con cincuenta centésimos.

- Dira usted, valía.

- ¿De dónde demonios les habrá llegado?

- Anoche me fui a Angers -le contestó Grandet en voz baja.

El banquero se estremeció de sorpresa. Luego se entabló una conversación entre ellos, de oído a oído, durante la cual Des Grassins y Grandet miraban a Carlos con insistencia. En el momento, sin duda, en que el vinatero dijo al banquero que le comprara cien mil libras de renta, Des Grassins dejó escapar un ademán de asombro.

- Señor Grandet -dijo a Carlos-, me marcho a París; si tiene usted algo que mandarme ...

- Nada, señor. Muchas gracias -contestó Carlos.

- Manifiéstale de mejor manera tu agradecimiento, sobrino. El señor Des Grassins va con el objeto de arreglar los asuntos de la casa Guillermo Grandet.

- ¿De modo que aún queda alguna esperanza? -preguntó Carlos.

- Pero -exclamó el tonelero con orgullo bien disimulado-, ¿no es usted sobrino mío? Su honor es el mío. ¿No lleva usted el apellido de los Grandet?

Carlos se levantó, asió al tío Grandet y lo besó; palideció y salió de la sala. Eugenia contemplaba a su padre con admiración.

- ¡Vamos, adiós, mi buen amigo Des Grassins; todo suyo y embauque bien a esas gentes!

Los dos diplomáticos se dieron un apretón de manos; el ex tonelero acompañó al banquero hasta la puerta; luego, después de cerrarla, volvió y dijo a su criada hundiéndose en su sillón:

- ¡Dame casis!

Pero, demasiado conmovido para permanecer quieto, se levantó, miró el retrato del señor de la Bertelliere y se puso a cantar, haciendo lo que Nanón llamaba un paso de danza:

En la guardia francesa
yo tuve un buen papá.

Nanón, la señora Grandet y Eugenia se examinaron mutuamente en silencio. La alegría del vinatero las espantaba siempre en cuanto llegaba a su apogeo.

La velada terminó muy pronto. En primer lugar, el tío Grandet quiso acostarse temprano, y cuando se acostaba, en su casa todos debían dormir, como cuando Augusto bebía, la Polonia entera debía estar ebria. Además, Nanón, Carlos y Eugenia no estaban menos cansados que el amo. En cuanto a la señora Grandet, dormía, bebía, comía, andaba, de acuerdo con los deseos de su señor.

Sin embargo, durante las dos horas concedidas a la digestión, el tonelero, más bromista que nunca, dijo muchos de sus apotegmas especiales, uno solo de los cuales basta para que se comprenda el espíritu de todos.

Cuando se hubo sorbido su casis, miró la copa:

- ¡Apenas se pone un vaso en los labios, cuando ya está vacío! -dijo-. Así es nuestra historia. No se puede ser sin antes haber sido. ¡Los escudos no pueden circular y permanecer al mismo tiempo en el bolsillo; de otro modo, la vida sería demasiado hermosa!

Estuvo jovial y clemente. Cuando Nanón fue a la sala con su rueca, la interpeló, diciendo:

- Debes estar cansada. Deja el cáñamo.

- ¡Vaya... me aburriría! -contestó la criada.

- ¡Pobre Nanón! ¿Quieres un poco de casis?

- ¡Ah! En cuanto al casis, no digo que no; la señora lo hace mucho mejor que los boticarios. ¡El que venden es una droga!

- Ponen demasiado azúcar, y ya no tiene gusto a nada -observó el viejo.

Al día siguiente, la familia, reunida a las ocho de la mañana para desayunarse, presentó el cuadro de la primera escena de intimidad verdaderamente real.

La desgracia había vinculado a la señora Grandet, Eugenia y Carlos; Nanón misma simpatizaba con ellos sin saberlo. Los cuatro comenzaron a formar una sola familia. En cuanto al vinatero, la satisfacción de'su avaricia y la certidumbre de que el pisaverde se marcharía en seguida sin tener que pagarle otra cosa que su viaje hasta Nantes, lo hicieron casi indiferente a su presencia en el hogar.

Dejó a los niños, como llamaba a Carlos y Eugenia, en libertad de conducirse como les pareciera bien, bajo la vigilancia de la señora Grandet, en quien, por otra parte, tenía absoluta confianza en todo lo que concernía a la moral pública y religiosa.

La delineación de sus prados y de las zanjas sobre los caminos, sus plantaciones de álamos junto al Loira y sus trabajos de invierno en sus viñas y en Froidfond, lo ocuparon exclusivamente.

Entonces comenzó para Eugenia la primavera del amor. Desde la escena nocturna en que la prima dio su tesoro al primo, su corazón había seguido definitivamente a su tesoro. Cómplices ambos en el mismo secreto, se miraban y se expresaban en sus miradas una mutua inteligencia que profundizaba sus sentimientos y los hacía más comunes, más íntimos, colocándolós, por decirlo así, fuera de la vida ordinaria. ¿No autorizaba, acaso, el parentesco cierta dulzura en la voz, cierta ternura en las miradas?

Así, Eugenia se esforzó en adormecer los sufrimientos de su primo en las alegrías infantiles de un amor naciente. ¿No hay graciosas similitudes entre los comienzos del amor y los de la vida? ¿No se arrulla al niño con dulces cantos y gentiles miradas? ¿No se le cuentan maravillosas historias que le doran el porvenir? La esperanza ¿no despliega para él incesantemente sus radiosas alas? ¿No vierte sucesivamente lágrimas de alegría y de dolor? ¿No riñe por monadas, por guijarros con que trata de edificar un inestable palacio, por flores que no tardan más en ser cortadas que olvidadas? ¿No está ávido de sojuzgar al tiempo, de adelantar en la vida? El amor es nuestra segunda transformación. La infancia y el amor fueron la misma cosa entre Eugenia y Carlos: fue la pasión primera con todas sus niñerías, tanto más acariciadora para sus corazones, cuanto más envueltos estaban en melancolía.

Luchando al nacer entre los crespones del luto, aquel amor venía a estar por eso mismo más en armonía con la sencillez provinciana de aquella casa en ruinas. Cambiando algunas palabras con su prima, junto al brocal del pozo, en aquel patio mudo; quedándose en el jardincillo, en algún banco cubierto de musgo hasta la hora en que el sol se ponía, ocupados en decirse pequeñeces llenas de importancia, o invadidos por la calma reinante entre las fortificaciones y la casa, en un recogimiento análogo al que se experimentaba bajo el pórtico de un templo, Carlos comprendió toda la santidad del amor: porque su gran dama, su querida Anita, no le había dado a conocer más que sus borrascas.

Abandonaba en aquel momento la pasión parisiense, coqueta, vanidosa, brillante, por el amor puro y verdadero. Amaba aquella casa, cuyas costumbres no le parecían tan ridículas ya.

Bajaba muy de mañana para poder conversar con Eugenia algunos minutos, antes de que Grandet fuera a dar las provisiones, y cuando los pasos del viejo resonaban en la escalera escapaba al jardín.

La pequeña criminalidad de aquella cita matutina, secreta hasta para la madre de Eugenia, y que Nanón fingía no notar, imprimía a aquel amor, el más inocente del mundo, la vivacidad de los placeres prohibidos.

Luego, cuando, después del desayuno, Grandet se había marchado para ir a ver sus propiedades y sus explotaciones, Carlos se quedaba entre la madre y la hija, sintiendo desconocidas delicias en prestarles las manos para devanar hilo, en verlas trabajar, en oírlas charlar. La sencillez de aquella vida casi monástica, que le reveló las bellezas de aquellas almas para quienes el mundo era desconocido, le conmovió vivamente.

Hasta entonces había creído que esas costumbres eran imposibles en Francia, y no había admitido su existencia sino en Alemania, y aun eso fabulosamente, y en las novelas de Augusto Lafontaine.

Eugenia fue para él muy pronto el ideal de la Margarita de Goethe, menos la falta.

En fin, de dia en día, sus palabras, sus miradas, hechizaron aún más a la joven, que se entregó con delicia a la corriente del amor; se asía a su felicidad como un nadador a la madera de sauce que lo ayuda a salir del río para descansar a la orilla.

Pero los pesares de una próxima ausencia, ¿no entristecían ya las horas más alegres de aquellos fugaces días?

A cada instante, algún pequeño acontecimiento iba a recordarles la' inmediata separación.

Así, por ejemplo, tres días después de la partida de Des Grassins, Carlos fue conducido por Grandet al tribunal de primera instancia, con la solemnidad que la gente de provincia da a esa clase de actos, para que firmara allí la renuncia a la herencia de su padre. ¡Renuncia terrible! Especie de apostasía doméstica. Fue a la oficina de Cruchot a otorgar dos poderes: uno para Des Grassins, otro para el amigo encargado de vender su mueblaje. Luego fue necesario llenar las formalidades requeridas para obtener un pasaporte para el extranjero.

En fin, cuando le llegaron de París los sencillos vestidos de luto que había encargado, llamó a un sastre de Saumur y le vendió todo su inútil guardarropa. Este acto agradó singularmente al tío Grandet.

- ¡Ah! Está usted como un hombre que va a embarcarse y que quiere hacer fortuna -le dijo al verlo vestido con un redingote de grueso paño negro-. ¡Bien, muy bien!

- Le pido que crea, tío, que sabré ponerme a la altura de mi posición.

- ¿Qué es eso? -exclamó el viejo, cuyos ojos se animaron al ver un puñado de oro que le mostró Carlos.

- He reunido, tío, mis botones, mis anillos, todas las superfluidad es que poseo y que pueden tener algún valor; pero como no conozco a nadie en Saumur, quisiera pedirle a usted que ...

- ¿Que le comprara esto? -dijo Grandet interrumpiéndolo.

- No, no, tío, que me indicara usted un hombre honrado que ...

- Deme usted, sobrino; voy a evaluar todo eso, y volveré a decirle lo que vale, con céntimos de diferencia solamente. Oro de alhaja -dijo examinando una larga cadena-, dieciocho a diecinueve quilates ...

El viejo abrió la ancha mano, y se llevó en ella el montón de oro.

- Prima -dijo entonces Carlos-, permita usted que le ofrezca este par de botones, que podrán servirle para sujetar una cinta en las muñecas. Es un brazalete muy de moda en estos momentos.

- Acepto sin vacilar, primo -dijo Eugenia, dirigiéndole una mirada de inteligencia.

- Tía, he aquí el dedal de mi madre: lo conservaba precisamente en mi valija de viaje -dijo Carlos presentando un lindo dedal de oro a la señora Grandet, que desde hacía diez años deseaba tener uno.

- No hay palabras con que agradecerlo, sobrino -dijo la anciana madre, cuyos ojos se humedecieron-. Tarde y mañana, en mis oraciones, diré la más ferviente por usted, rezando la de los viajeros. Si yo muriera, Eugenia le guardaría esta joya.

Grandet volvió en ese momento.

- Esto vale novecientos noventa y nueve francos setenta y cinco céntimos, sobrino -dijo apenas abrió la puerta-. Pero, para evitarle el trabajo de ir a venderlo, yo mismo le daré el dinero... en libras.

En libras, significa, en el litoral del Loira, que los escudos de seis libras deben ser aceptados como seis francos, sin deducción alguna, a pesar de su menor valor.

- No me atrevía a proponérselo a usted -contestó Carlos-, pero me repugnaba negociar mis joyas en la misma ciudad en que usted vive. Hay que lavar la ropa sucia en familia, decía Napoleón. Le doy las gracias por su amabilidad.

Grandet se rascó la oreja, y hubo un instante de silencio.

- Mi querido tío -agregó luego Carlos, mirándolo con aire inquieto, como si temiera herir su susceptibilidad-, mi tía y mi prima han tenido la bondad de aceptar un pequeño recuerdo mío; hágame usted, a su vez, el favor de recibir estos botones de manga, que ahora me resultarían inútiles; le recordarán a un pobre muchacho que, lejos de usted, pensará continuamente en los que, desde ahora, son toda su familia.

- Hijo, hijo, no hay que desnudarse de ese modo... ¿Qué tienes tú, mujer? -dijo volviéndose ávidamente hacia ella-. ¡Ah! un dedal de oro. ¿Y tú, hijita? ¡Vaya! Broches de diamantes. Entonces yo también tomaré tus botones, muchacho -agregó estrechando la mano de Carlos-. Pero, en cambio, me permitirás que... te pague... tu... ... tu pasaje a las Indias. Sí, quiero pagane el pasaje. Tanto más, ¿sabes, muchacho?, tanto más cuanto que, al evaluar tus alhajas, no he tenido en cuenta más que el oro en bruto; quizá haya algo que ganar en la hechura...

Y después de una pausa agregó:

- De modo que está dicho: te daré mil quinientos francos... en libras, que me prestará Cruchot, porque en casa no hay un cobre, a menos que Perrotet, que se ha retrasado en el arrendamiento, me pague... Y, a propósito; me voy a verlo...

Tomó su sombrero, púsose los guantes y salió.

- Conque se marcha usted -dijo Eugenia, dirigiendo a Carlos una mirada mezcla de tristeza y de admiración.

- Es preciso -contestó el joven bajando la cabeza.

De algunos días a esta parte, la actitud, las maneras y las palabras de Carlos se habían vuelto las de un hombre profundamente afligido, pero que, sintiendo pesar sobre él inmensas obligaciones, saca nuevo valor de sus mismas desgracias. Ya no suspiraba; se había hecho hombre.

Tampoco Eugenia presumió nunca tan bien el carácter de su primo como al verlo bajar con su ropa de grueso paño negro, que sentaba bien a su rostro empalidecido y a su sombrío continente.

Ambas mujeres se pusieron el luto aquel mismo día, y asistieron con Carlos a una misa de requiem celebrada en la parroquia por el alma del finado Guillermo Grandet.

A la hora del almuerzo, Carlos recibió cartas de París y las leyó.

- Y bien, primo, ¿está usted satisfecho de la marcha de sus asuntos? -preguntó Eugenia en voz baja.

- ¡No hagas nunca semejantes preguntas, hija! -exclamó Grandet-. ¡Qué diablo! Yo no te hablo nunca de mis asuntos, ¿por qué vas a meter las narices en los de tu primo? Déjalo en paz.

- ¡Oh, yo no tengo secretos! -dijo Carlos.

- ¡Ta, ta, ta, ta, sobrino! Ya sabrás que hay que guardarse la lengua en el bolsillo cuando se trabaja en el comercio.

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