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CAPÍTULO DÉCIMO CUARTO


Una vez en su cuarto, y no sin viva emoción de placer, Eugenia abrió el cajón de un viejo mueble de roble, una de las obras más bellas de la época del Renacimiento, y en el que aún se distinguía, medio borrada por el tiempo, la famosa salamandra real.

Sacó un grueso bolsillo de terciopelo rojo con bellotas de oro y bordados de canutillo gastados ya, procedente de la herencia de su abuela.

Luego sopesó con orgullo aquel bolsillo, y se complació en verificar la olvidada cuenta de su pequeña fortuna.

Separó primero veinte portuguesas todavía nuevas, acuñadas bajo el reinado de Juan V, en 1725, que valían realmente en el cambio cinco lisboninas, o sea ciento sesenta y ocho francos sesenta y cuatro céntimos, según le decía su padre, pero cuyo valor convencional era de ciento ochenta francos, a causa de la escasez y la belleza de dichas monedas, que brillaban como soles.

Ítem, cinco genovinas o monedas de cien libras de Génova, otra pieza rara y que valía ochenta y siete francos en el cambio, pero cien francos para los aficionados al oro. Se las había dado el señor de la Bertelliere.

Ítem, tres doblones de a cuatro de oro españoles de Felipe V, acuñados en 1729, dados por la señora Gentillet, que al ofrecérselos siempre le decía la misma frase:

- Este canarito, este amarillito, vale noventa y ocho libras. Guárdalo bien, queridita, pues será la flor de tu tesoro.

Ítem, lo que su padre estimaba más (el oro de esas seis piezas era de veintitrés quilates y una fracción), cien ducados de Holanda, fabricados el año 1756, y que valían cerca de trece francos cada uno.

Ítem, ¡una gran curiosidad...! Una especie de medalla preciosa para los avaros, tres rupias con el signo de la Balanza y cinco rupias con el signo de la Virgen, todas ellas en oro puro de veinticuatro quilates, la magnífica moneda del Gran Mogol, cada una de las cuales valía treinta y siete francos al peso, pero por lo menos cincuenta para los conocedores.

Ítem, el napoleón de cuarenta francos recibido la antevíspera, y que descuidadamente había puesto en su bolsa roja.

Aquel tesoro contenía piezas nuevas y vírgenes, verdaderos trozos de arte, acerca de los cuales solía informarse Grandet, y que quería volver a ver, para detallar a su hija sus virtudes intrínsecas, como la belleza de la grafila, la claridad del fondo, la riqueza de las letras cuyas aristas no estaban rayadas aún.

Pero Eugenia no pensaba ni en aquellas rarezas, ni en la manía de Grandet, ni en el peligro que entrañaba para ella desprenderse de un tesoro tan caro a su padre; no: pensaba en su primo, y después de muchos errores de cálculo llegó, por fin, a comprender que poseía alredededor de cinco mil ochocientos francos en valores reales que, convencionalmente, podían venderse a cerca de dos mil escudos.

A la vista de aquellas riquezas se puso a aplaudir, palmoteando como un niño obligado a gastar parte de su alegría rebosante por medio de ingenuos movimientos del cuerpo.

Así, pues, padre e hija habían contado cada uno su fortuna: él para ir a vender su oro, Eugenia para ir a arrojar el suyo en un océano de afecto. La niña volvió a poner las monedas en la vieja bolsa, la tomó y subió la escalera sin vacilar.

La miseria secreta de su primo hacía que olvidara la noche, las conveniencias; además, fortalecíala su conciencia, su abnegación, su felicidad.

En el instante en que se mostró en el umbral de la puerta, sosteniendo con una mano la bujía y con la otra el bolsillo de terciopelo, Carlos despertó, vio a su prima y se quedó mudo de sorpresa.

Eugenia se adelantó, puso la luz sobre una mesa, y dijo con voz conmovida:

- Primo mío, tengo que pedirle perdón por una falta grave que he cometido con usted; pero Dios me perdonará ese pecado, si usted quiere borrarlo.

- ¿De qué se trata, prima? -preguntó Carlos restregándose los ojos.

- He leído esas dos cartas ...

Carlos enrojeció.

- ¿Cómo ha sucedido? -agregó Eugenia-. ¿Por qué he subido aquí? A decir verdad, ya no lo sé. Pero siento tentaciones de no arrepentirme mucho de haber leído esas cartas, porque ellas me han dado a conocer su corazón, su alma, y ...

- ¿Y qué? -preguntó Carlos.

- Y sus proyectos, la necesidad en que se halla de poseer una cantidad de dinero ...

- Mi querida prima ...

- ¡Chis, chis, primo! No tan alto; no despertemos a nadie ...

Y abriendo el bolsillo añadió:

- He aquí las economías de una pobre muchacha que nada necesita. Acéptelas usted, Carlos. Hasta esta mañana ignoraba lo que era el dinero, y usted me lo ha enseñado; no es más que un medio: nada más. Un primo es casi un hermano; bien puede usted tomar prestado el bolsillo de su hermana ...

Eugenia, tan mujer como niña, no había previsto el rechazo, y su primo permanecía mudo.

- ¡Cómo! ¿Rehusaría usted? -preguntó Eugenia, mientras los latidos de su corazón resonaron en medio del profundo silencio.

La vacilación de su primo la humilló; pero la necesidad en que Carlos se hallaba se presentó más vivamente a su espíritu, y dobló la rodilla.

- ¡No me levantaré hasta que haya usted tomado este oro! -dijo-. ¡Primo mío, por favor, una respuesta...! Que yo sepa si me honra, si es usted generoso, si ...

Al oír este grito de una noble desesperación, Carlos dejó caer algunas lágrimas en las manos de su prima, que tomó para impedir que se arrodillara. Al sentir aquel llanto tibio, Eugenia saltó sobre la bolsa y la volcó en la mesa.

- Sí, ¿no es cierto? -dijo llorando de alegría-. No tema usted nada, primo; será usted rico. Este oro le traerá felicidad; un día me lo devolverá usted; por otra parte, nos asociaremos; en fin, aceptaré cuantas condiciones quiera imponerme. Pero no debiera usted dar tanta importancia a este préstamo ...

Carlos pudo expresar, por fin, sus sentimienos:

- Sí, Eugenia, sí; tendría el alma muy pequeña si no aceptara. Sin embargo, confianza por confianza ...

- ¿Qué quiere usted? - preguntó la joven, asustada ya.

- Escuche usted, querida prima. Tengo ahí ...

Se interrumpió para señalar sobre la cómoda una caja cuadrada, envuelta en una cubierta de cuero.

- Tengo ahí, vea usted, una cosa para mí tan preciosa como la misma vida. Esa caja es un regalo de mi madre. Desde esta mañana pienso en que, si pudiera salir de su tumba, ella misma vendería el oro que su ternura la hizo prodigar en ese nécessaire; pero realizada por mí, esa acción me parecería un sacrilegio.

Eugenia estrechó convulsivamente la mano de su primo al escuchar estas últimas palabras.

- No -agregó Carlos, después de una ligera pausa, durante la cual ambos se miraron con los ojos húmedos-, no, no quiero ni destruirla, ni hacerla correr riesgo en mis viajes. Querida Eugenia, usted será mi depositaria. Nunca amigo alguno ha confiado cosa más sagrada a otro amigo. Juzgue usted.

Fue a buscar la caja, quitóle la envoltura de cuero, la abrió y mostró tristemente a su prima, maravillada, un nécessaire en el que el trabajo daba al oro más valor que el de su peso.

- Lo que admira no es nada -dijo Carlos empujando un resorte que hizo saltar un doble fondo-. Esto es lo que, para mí, vale más que el mundo entero.

Extrajo de éste dos retratos, dos obras de arte, de la señora Mirbel, ricamente orlado s de perlas.

- ¡Oh, qué hermosa señora! -exclamó Eugenia-. ¿A esta dama es a quien escribía usted...?

- No -contestóle sonriendo-, esta mujer es mi madre y éste es mi padre, que son a la vez tíos suyos ... Eugenia: yo debía suplicarla de rodillas que me guardara este tesoro. Si pereciera, perdiendo su pequeña fortuna, este oro la resarciría y a usted tan sólo puedo confiar estos retratos. Es usted digna de su custodia, pero si yo llegara a desaparecer, destrúyalos a fin de que, después de usted, no vayan a pasar a otras manos ...

Eugenia callaba.

- Consiente usted, ¿no es así? -agregó Carlos.

Al oír estas palabras, Eugenia le dirigió su primera mirada de mujer amante, una mirada tan profunda como llena de coquetería; Carlos le tomó la mano e imprimió en ella un beso.

- ¡Ángel de pureza! Entre nosotros el dinero jamás tendrá valor alguno, ¿no es verdad?

- Se parece usted a su madre. ¿Tenía la voz dulce como la suya?

- ¡Oh! mucho más ...

- Sí, para usted -replicó Eugenia, bajando los párpados-. Vamos, Carlos, vaya usted a dormir, yo lo quiero; está usted fatigado. Hasta mañana.

Desprendió suavemente su mano de las de su primo, que la acompañó, alumbrándola, hasta la puerta de su aposento, en cuyos umbrales le dijo:

- ¡Ah! ¿Por qué estaré arruinado?

- ¡Qué importa! Presumo que mi padre es rico -contestóle Eugenia.

- ¡Pobre niña! -repuso Carlos adelantando un pie dentro de la habitación y recostándose en la pared-, no hubiera dejado morir de hambre a mi padre, no la dejaría a usted en tan precaria situación; por último, viviría de otra manera.

- Pero, posee a Froidfond.

- ¿Y qué vale eso?

- Lo ignoro, pero también tiene los Nogales.

- ¡Alguna mala granja!

- Viñas y prados ...

- Miserias -dijo Carlos con aire desdeñoso-. Si su padre poseyera tan sólo veinticuatro mil libras de renta, no viviría usted en este cuarto desnudo y frío -agregó avanzando el pie izquierdo-. De manera que allí se quedarán mis tesoros -dijo, para velar su pensamiento, indicando un cofre antiguo.

- Váyase usted a dormir -dijo Eugenia impidiéndole la entrada en el revuelto aposento.

Carlos se retiró y se despidieron con mutua sonrisa.

Ambos se adormecieron en el mismo ensueño, y Carlos esparció, desde luego, algunas rosas sobre su aflicción.

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