Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XIICAPÍTULO XIVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO TERCERO


El silencio se había restablecido en la casa, y el lejano rodar del carruaje, que fue apagándose poco a poco, no resonaba ya en el dormido Saumur.

En ese instante, Eugenia oyó en el corazón, antes de escucharla por los oídos, una queja que atravesó los tabiques y que partía del cuarto de su primo. Una raya luminosa, tan delgada como el filo de un sable, pasaba por la rendija de la puerta y cortaba horizontalmente los balaustres de la vieja escalera.

- ¡Sufre! -se dijo subiendo un par de peldaños.

Un segundo gemido la hizo llegar hasta el otro rellano. La puerta del cuarto estaba entreabierta, y Eugenia la empujó. Carlos dormía con la cabeza doblada fuera del viejo sillón; su mano había dejado caer la pluma y colgaba hasta cerca del suelo. La respiración entrecortada que provocaba la postura del joven, asustó de repente a Eugenia, que entró al punto en el cuarto.

- Debe estar muy cansado -se dijo al ver una decena de cartas cerradas ya.

Y leyó los sobrescritos: A los señores Garry, Breilmal y Compañía, carroceros. Al señor Builson, sastre, etc.

- Sin duda, ha arreglado todos sus asuntos para poder salir pronto de Francia -pensó Eugenia.

Sus miradas cayeron sobre dos cartas abiertas. Estas palabras: Mi querida Anita ... que leyó en una de ellas, le produjeron un vahído. Su corazón palpitó, sus pies se clavaron en el suelo.

- ¡Su querida Anita! ¡Ama, es amado! ¡Adiós, esperanzas! ¿Qué le dirá?

Estos pensamientos le atravesaron la cabeza y el corazón. Leía aquellas palabras en todas partes, hasta en las baldosas, con letras de fuego.

- ¡Renunciar a él... ya! No, no leeré esa carta. Debo irme. Pero... ¿y si la leyera...?

Miró a Carlos, tomóle suavemente la cabeza, la apoyó en el respaldo del sillón; el joven se dejó manejar como una criatura que, hasta durmiendo, reconoce a la madre y recibe sin despertar sus caricias y sus besos ... Como una madre, Eugenia alzó la mano pendiente, y como una madre le besó con dulzura los cabellos.

- ¡Querida Anita! ¡Querida Anita! -le gritaba un demonio en el oído.

- Sé que quizá haga mal, pero... leeré esa carta -se dijo Eugenia.

Y volvió la cabeza, pues su noble probidad protestó. Por primera vez en su vida, el bien y el mal estaban frente a frente en su corazón. Hasta entonces no había tenido que ruborizarse por acción alguna. Pero la pasión y la curiosidad la arrastraron. A cada frase que leía, su corazón la sofocaba aún más, y el ardor picante que animó su vida mientras duró aquella lectura, le hizo más deliciosos todavía los placeres del primer amor.

Mi querida Anita:

Nada debía separarnos, a no ser la desgracia que me abruma y que ninguna prudencia humana hubiera sabido prever. Mi padre se ha suicidado; su fortuna y la mía han desaparecido por entero. Soy huérfano a una edad en que, por la naturaleza de mi educación, puedo pasar por un niño, y debo, sin embargo, levantarme hombre del abismo a que he rodado.

Acabo de emplear una parte de la noche en hacer cálculos. Si quiero salir de Francia como un hombre honrado, y de ello no cabe duda, no me quedan cien francos míos para ir a probar fortuna en las Indias o en América.

Sí, mi pobre Ana, iré a tratar de hacer fortuna en los climas más mortíferos. Me han dicho que, bajo aquellos cielos, es segura y rápida.

En cuanto a permanecer en París, no podría ... Ni mi alma ni mi rostro están hechos para soportar las afrentas, la frialdad, el desdén que aguardan al hombre arruinado, al hijo del fallido ... Sería muerto en duelo a la primera semana. Prefiero, pues, no volver.

Tu amor, el más tierno y abnegado que haya ennoblecido el corazón de un hombre, no puede atraerme allí. ¡Ay, amada mía! No tengo, tampoco, suficiente dinero para ir a donde estás, a dar, a recibir un último beso, del que sacaría la fuerza que necesito para mi empresa ...

- ¡Pobre Carlos! ¡He hecho bien en leer! Tengo oro y se lo daré -se dijo Eugenia.

Y reanudó la lectura después de enjugarse los ojos:

Yo nunca había pensado en las desgracias de la miseria. Si tengo los cien luises indispensables para el pasaje, no me quedará un sueldo para comprar mercaderías. Pero no; no tendré ni cien luises, ni un luis, y no sabré el dinero que me queda hasta después de pagar mis deudas de París.

Si nada me resta, iré tranquilamente a Nantes, me embarcaré de simple marinero, y comenzaré allí como han comenzado los hombres de energía, que, jóvenes, sin un sueldo, han sabido volver ricos de las Indias.

Desde esta mañana encaro fríamente mi porvenir. Es más horrible para mí que para cualquier otro; para mí, mimado por una madre que me adoraba, querido por el mejor de los padres y que, a mi estreno en el mundo, he encontrado el amor de una Anita. He conocido las flores de la vida, y eso no podía durar.

Sin embargo, Ana querida, tengo más valor del que podía esperarse de un joven olvidado de formárselo, de un joven, sobre todo, acostumbrado a los cariños de la mujer más deliciosa de París, arrullado por las alegrías de la familia, a quien todo sonreía en su morada, y cuyos deseos eran leyes para su padre ... ¡Oh, mi padre! ¡Ha muerto, Anita!

Pues bien, he meditado acerca de mi posición, he reflexionado también acerca de la tuya ... He envejecido mucho en sólo veinticuatro horas.

Mi querida Anita: Si para tenerme a tu lado en París, sacrificaras todos los goces de tu lujo, tus trajes, tu palco en la Ópera, todavía no llegaríamos a la cifra de los gastos necesarios para mi vida disipada; además, yo no podría aceptar sacrificio semejante. Así pues, hoy nos separaremos para siempre ...

- ¡Virgen Santa! ¡La deja! ¡Qué felicidad...!

Eugenia saltó de alegría. Carlos hizo entonces un movimiento y se quedó helada de terror; pero, felizmente para ella, el joven no se despertó.

Y pudo continuar la lectura.

¿Cuándo volveré? Lo ignoro. El clima de las Indias envejece pronto a los europeos, y sobre todo a un europeo que trabaja. Supongamos que regreso dentro de diez años ...

Dentro de diez años tu hija tendrá ya dieciocho, será tu compañera, tu espía. El mundo será muy cruel para contigo, pero tu hija más. Nosotros mismos hemos visto algunos de esos juicios mundanos y de esas ingratitudes de las niñas; sepamos aprovechar el ejemplo.

Conserva en el fondo de tu alma, como lo conservaré yo, el recuerdo de estos cortos años de felicidad, y sé fiel, si puedes, a tu pobre amigo.

Sin embargo, no podría exigírtelo porque, ya ves, Anita querida, debo conformarme con mi posición, ver burguésmente la vida y calcularla del modo más real.

Así, tengo que pensar en casarme, pues ésa viene a ser una de las necesidades de mi nueva existencia, y te confesaré que he encontrado aquí, en Saumur, en casa de mi tío, una prima cuyas maneras, rostro, inteligencia y corazón te agradarían, y que, además, me parece que tiene ...

- ¡Debía estar muy cansado para haber interrumpido esta carta! -se dijo Eugenia al leer la frase cortada a la mitad.

¡Y lo justificaba!

¿No era imposible, entonces, que aquella inocente niña notara la frialdad impresa en todos los párrafos de la carta?

Para las jóvenes religiosamente educadas, cándidas y puras, todo es amor desde que ponen el pie en las regiones encantadas del amor. Andan por ellas envueltas en la luz celestial que proyecta su alma, y cuyos rayos reflejan en su amante; lo coloran con los fulgores de su propio sentimiento y le atribuyen sus ideas más hermosas.

Los errores de la mujer proceden casi siempre de su creencia en el bien o de su confianza en la verdad. Aquellas palabras: Mi querida Anita, amada mía, sonaban en el corazón de Eugenia como el más bello lenguaje del amor, y le acariciaban el alma como, en su infancia, las notas divinas del Venite adoremus, repetidas por el órgano, le acariciaban los oídos.

Por otra parte, las lágrimas que empapaban aún los ojos de Carlos, mostrábanle todas las noblezas de corazón que deben seducir a una niña. ¿Podía, acaso, saber que si Carlos amaba tanto a su padre y lo lloraba tan de veras, aquella ternura procedía menos de la bondad de su corazón que de las bondades paternas ...?

Guillermo Grandet y su esposa, satisfaciendo siempre los caprichos de su hijo, dándole todos los placeres de la fortuna, le habían impedido hacer los horribles cálculos de que es más o menos culpable, en París, la mayoría de los hijos, cuando, en presencia de los goces parisienses, abrigan deseos y conciben planes que con pesar ven incesantemente postergados y retardados por la vida de sus padres.

La prodigalidad de Guillermo Grandet llegó, pues, hasta sembrar en el corazón de Carlos un amor filial verdadero, sin reticencias. Sin embargo, Carlos era un hijo de París, habituado por las costumbres de París, por Anita misma, a calcularlo todo, viejo ya bajo la careta del joven.

Había recibido la espantable educación de ese mundo en que, en una velada, se cometen, de pensamiento y de palabra, más crímenes que los que la justicia castiga en los tribunales, en que los chistes asesinan las ideas más grandes, en que no se pasa por fuerte sino cuando se ve muy claro, y allí ver claro significaba no creer en nada, ni en los sentimientos, ni en los hombres, ni aun en los acontecimientos mismos: allí se crean falsos acontecimientos. Allí, para ver claro, hay que pesar todas las mañanas la bolsa del amigo, colocarse políticamente arriba de todo cuanto ocurra; provisionalmente no admirar nada, ni las obras de arte, ni las acciones nobles, y atribuir como móvil a todo el interés personal.

Después de hacer mil locuras, la gran dama, la hermosa Anita, obligaba a Carlos a pensar gravemente; le hablaba de su posición futura, pasándole la perfumada mano por los cabellos; le hacía calcular la vida arreglándole un rizo: lo afeminaba y lo materializaba. Doble corrupción, pero corrupción elegante y fina: de buen gusto.

- Eres tonto, Carlos -le decía-. Me va a costar mucho enseñarte lo que es el mundo. Has estado muy mal con el señor Des Lupeaulx. Bien sé que no es un hombre muy honorable; pero aguarda a que no esté en el poder, y entonces podrás despreciarlo a tus anchas. ¿Sabes lo que nos decía madame Campan? Pues: Hijas mías, mientras un hombre esté en el ministerio, adoradIo; en cuanto caiga, ayudad a arrastrarlo a la basura. Poderoso, es una especie de dios; destruido, se halla por debajo de Marat en el albañal, porque vive y Marat está muerto. La vida es una serie de combinaciones, y hay que estudiarlas, seguirlas, para llegar a mantenerse siempre en buena posición...

Carlos era un hombre demasiado a la moda, había sido demasiado constantemente feliz gracias a sus padres, demasiado adulado por el mundo para tener grandes sentimientos. El grano de oro que la madre le pusiera en el corazón se había estirado en la hilera parisiense; le había extendido en largo y debía perderlo por desgaste.

Pero Carlos no tenía entonces más que veintiún años. A esa edad, la frescura de la vida parece inseparable del candor del alma. La voz, la mirada, la figura crece en armonía con los sentimientos. De modo que el juez más duro, el procurador más incrédulo, el avaro menos fácil de embaucar, vacilan siempre antes de creer en la vejez del corazón, en la corrupción del cálculo, cuando los ojos nadan aún en un fluido, pero cuando todavía no hay arrugas en la frente.

Carlos no había tenido nunca oportunidad de aplicar las máximas del mundo parisiense, y hasta aquel día estaba lleno de hermosa inexperiencia.

Pero le habían inoculado el egoísmo sin que él lo supiera. Los gérmenes de la economía política al uso del parisiense, latentes en su corazón, no debían tardar en florecer en él, apenas de ocioso expectador se convirtiese en actor en el drama de la vida real.

Casi todas las jóvenes se abandonaban a las dulces promesas de esas apariencias; pero aunque Eugenia hubiese sido tan prudente y observadora como ciertas muchachas de provincia, ¿hubiera podido desconfiar de su primo cuando sus maneras, sus palabras y sus actos armonizaban aún con las aspiraciones del corazón?

Una casualidad, fatal para ella, la hizo recibir las últimas efusiones de sensibilidad verdadera que tuvo aquel joven corazón, y por decirlo así, escuchar los últimos suspiros de aquella conciencia.

Dejó, pues, la carta, a su juicio llena de amor, y se puso a contemplar con complacencia a su primo dormido: las frescas ilusiones de la vida trabajaban aún para ella en aquel rostro, y Eugenia se juró a sí misma amarlo siempre. Luego dirigió la vista a otra carta, sin atribuir mucha importancia a aquella segunda indiscreción, y si comenzó a leerla, fue convencida de que iba a adquirir nuevas pruebas de las nobles cualidades que, semejante en eso a las demás mujeres, atribuía a aquel a quien su alma había elegido:

Mi querido Alfonso:

Cuando leas esta carta, ya no me quedarán amigos; pero te confieso que, al dudar de la gente de sociedad, acostumbrada a prodigar esa palabra, no he llegado hasta poner en duda tu amistad. Te encargo, pues, de que arregles mis asuntos, y cuento contigo para sacar el mejor partido posible de todo cuanto poseo.

Acabo de escribir a todas las personas a quienes creía deber algún dinero, y adjunta encontrarás la lista, tan exacta cuanto me es posible hacerla de memoria. Mi biblioteca, mis muebles, mis carruajes, mis caballos, etc., bastarán, según creo, para pagar mis deudas.

Mi querido Alfonso, desde aquí te enviaré, para que realices esa venta, un poder en forma, para evitar dificultades. Envíame todas mis armas. Luego, quédate con mi caballo Briton. Nadie querría dar lo que vale ese admirable animal; prefiero ofrecértelo, como el anillo de su uso que el moribundo lega a su ejecutor testamentario.

Me han hecho un confortabilísimo coche de viaje en casa de Farry, Breilan y Compañía, pero aún no me ha sido entregado: consigue de los fabricantes que se queden con él sin exigirme indemnización; si se negaran a ese arreglo, evita cuanto pudiera empañar mi lealtad, cosa que tanto me importa en las circunstancias en que me hallo. Debo seis luises al insular, que me los ganó al juego; no dejes de pagárselos.

- ¡Querido primo! -exclamó Eugenia, dejando la carta y escapando sin ruido con una de las luces hacia su aposento.

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