Índice de ugenia Grandet de Honorato de BalzacCAPÍTULO XICAPÍTULO XIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO SEGUNDO


Un aldabonazo que anunció la llegada de la familia Des Grassins, la entrada de ésta y sus saludos, impidieron a Cruchot terminar su frase. El notario se alegró de la interrupción: ya Grandet estaba mirándolo de través, y su lobanillo anunciaba una tempestad interior.

Pero, en primer lugar el prudente notario no juzgaba decoroso que todo un presidente de tribunal de primera instancia fuera a París a hacer capitular acreedores y a meterse en negociaciones turbias que ajaban las leyes de la estricta probidad; además, como aún no había escuchado de boca del tío Grandet una palabra que expresara la menor veleidad de pagar, sea lo que fuere, temblabla instintivamente ante la idea de ver a su sobrino comprometido en aquel asunto.

Aprovechó, pues, el momento en que entraban los Des Grassins, para tomar de un brazo al presidente y llevarlo al hueco de una ventana.

- Te has hecho ver bastante, sobrino; pero basta de abnegación. La gana de obtener la hija te ciega. ¡Demonio! No hay que ser como la corneja, que deja caer las nueces para que otro se las coma. Déjame ahora dirigir el barco, y limítate a ayudarme en la maniobra. ¿Te conviene, acaso, comprometer tu dignidad de magistrado en semejante... ?

No terminó: escuchaba al señor Des Grassins, que, tendiendo la mano al viejo tonelero, le decía:

- Hemos sabido la horrible desgracia ocurrida en su familia, el desastre de la casa Guillermo Grandet y la muerte de su hermano, y venimos a expresarle todo nuestro pesar por tan triste acontecimiento.

- No hay otra desgracia -dijo el notario interrumpiendo al banquero- que la muerte del señor Grandet menor. Y éste mismo no se hubiese suicidado si se le hubiese ocurrido llamar en su auxilio a su hermano. Nuestro viejo amigo, que lleva el honor hasta el extremo, se propone liquidar las deudas de la casa Grandet de París. Mi sobrino el presidente, para evitarle los trastornos de un asunto completamente judicial, le ofrece marcharse inmediatamente a París para transar con los acreedores y darles conveniente satisfacción.

Estas palabras, confirmadas por la actitud del vinatero, que se acariciaba la barba, sorprendieron profundamente a los tres Des Grassins, que durante el camino habían murmurado a todo trapo sobre la avaricia de Grandet, llegando casi hasta acusarlo de un fratricidio.

- ¡Ah, bien lo sabía ya! -exclamó el banquero mirando a su mujer-. ¿Qué te venía diciendo en el camino? ¡Grandet es honrado hasta más no poder, y no tolerará que su nombre reciba la más ligera mancha! El dinero sin el honor es una enfermedad. ¡Pero hay honor en nuestras provincias! ¡Bien, muy bien, Grandet! Soy un viejo militar y no sé disfrazar mi pensamiento; lo digo con toda rudeza: ¡rayos y truenos, eso es sublime!

- En... en... entonces, lo su... su... sublime es muy caro... -contestó el viejo mientras Des Grassins le sacudía vigorosamente la mano.

- Pero éste, mi buen Grandet, y no lo tome a mal el señor presidente -repuso Des Grassins-, es un asunto puramente comercial, y requiere un negociante consumado. ¿No hay que estar bien al tanto de todas las minuciosidades de los negocios y las costumbres de la plaza, descuentos, intereses, comisiones...? Precisamente tengo que ir a París por mis asuntos, de modo que yo podría encargarme...

- Veremos, pues, de tratar de arreglarnos los dos, dentro de las posibilidades relativas, y sin que yo me comprometa a nada quo no quisiera hacer -dijo Grandet tartamudeando de una manera feroz-, porque, ve usted, por ejemplo, el señor presidente me pedía gastos de viaje.

Para decir estas últimas palabras, el viejo no tartamudeó.

- ¡Oh! -dijo la señora Des Grassins-. Pero si ir a París es un gusto. En cuanto a mí, pagaría por estar allí.

E hizo un ademán a su marido, como animándolo a birlar aquella comisión a sus adversarios, costara lo que costase; luego miró muy irónicamente a ambos Cruchot, que adoptaron una expresión compungida.

Grandet tomó entonces al banquero por uno de los botones de la levita y lo atrajo a un rincón.

- Yo tendría más confianza en usted que en el presidente -le dijo. Además, hay gato encerrado -agregó moviendo ellobanillo-. Quiero comprar títulos de renta; tengo que hacer adquirir algunos miles de francos de renta, y no quiero colocar mi dinero a más de ochenta francos. Parece que la cosa baja para fines de mes. Usted entiende de eso, ¿no es así?

- ¡Vaya...! ¿De modo que tendré que tomar para usted algunos miles de libras de renta?

- No mucho para empezar. ¡Pero, chitón! Quiero entrar en ese juego sin que nadie sepa una palabra. Hará usted una operación para fin de mes; pero no les diga nada a los Cruchot, porque eso los resentiría. Y ya que va usted a París, veremos al mismo tiempo, por mi pobre sobrino, de qué palo son los triunfos.

- Muy bien, estamos de acuerdo. Mañana saldré en posta -dijo alto Des Grassins-, pero antes vendré a recibir las últimas instrucciones, a... ¿a qué hora?

- A las cinco, antes de comer -dijo el tonelero frotándose las manos.

Los dos partidos permanecieron frente a frente un momento más.

Después de una pausa, Des Grassins dijo a Grandet, golpeándolo en el hombro:

- ¡Qué bueno es tener parientes así!

- Sí, sí; sin que lo parezca -contestó Grandet-, soy un buen pa... pa... pariente. Quería a mi hermano, y lo probaré si no cu... cu... cuesta...

Por fortuna, el banquero lo interrumpió antes de que terminara la frase.

- Vamos a dejarlo, Grandet -le dijo-. Como apresuro mi viaje, tengo que poner en orden algunos asuntos.

- Bueno, bueno. Yo ta... también, por lo que usted sa... sabe, voy a retirarme a mi ga... gabinete de deliberaciones, como di... dice el presidente Cruchot.

- ¡Demonio! Ya no soy el señor de Bonfons -pensó tristemente el magistrado, cuyo rostro tomó la expresión de un juez fastidiado por un alegato.

Los jefes de las dos familias rivales se marcharon juntos. Ni unos ni otros se acordaban ya de la traición de que Grandet se había hecho culpable aquella mañana contra el país vinícola, y se sondearon mutuamente para saber lo que pensaban sobre las verdaderas intenciones del viejo en aquel nuevo asunto.

- ¿Viene usted con nosotros a casa de la señora Dorsonval? -preguntó Des Grassins al notario.

- Iremos más tarde -contestó el presidente-; si mi tío lo permite, he prometido a la señorita de Gribeaucour pasar un momento a saludarla, y empezaremos por ahí.

- Hasta la vista, pues, señores -dijo la señora Des Grassins.

Y cuando los Des Grassins se hallaron a algunos pasos de ambos Cruchoto Adolfo dijo a su padre:

- Están que trinan, ¿eh?

- Cállate, hijo -replicó la madre-. Todavía pudieran oímos. Además, tu expresión no es de buen gusto y huele a escuela de derecho.

Y cuando los Cruchot estuvieron apartados de los Des Grassins, el magistrado exclamó, dirigiéndose al notario:

- ¿Qué me dice usted, tío? Empecé por ser el presidente de Bonfons, y acabé por ser Cruchot a secas.

- Bien vi que eso te contrariaba; pero el viento estuvo del lado de los Des Grassins... ¡Qué tonto eres, con talento y todo... ! Deja que se embarquen, fiados en un veremos del tío Grandet; quédate tranquilo, hijo; no por eso dejarás de casarte con Eugenia.

La noticia de la magnánima resolución de Grandet se esparció en pocos instantes en tres casas a la vez, y momentos más tarde ya no se hablaba en la ciudad entera sino de aquel sacrificio fraternal.

Todos perdonaban a Grandet la venta hecha burlándose de la fe jurada entre los propietarios, admiraban su honor, alababan una generosidad de que no lo creían capaz.

Es una peculiaridad del carácter francés eso de entusiasmarse, encolerizarse, apasionarse por el meteoro del momento, por los palos flotantes de la actualidad. Los seres colectivos, los pueblos, ¿carecerán de memoria?

En cuanto cerró la puerta, el tío Grandet llamó a Nanón.

- No sueltes el perro y no te duermas, porque tenemos que hacer juntos.

- Muy bien, señor.

- A las once, Cornoiller debe hallarse a la puerta con un carricoche de Froidfond. Es necesario que lo oigas llegar, para impedir que llame; ábrele y dile que entre, sin más trámite. La policía prohíbe los ruidos nocturnos... Además, el barrio no tiene la menor necesidad de saber que voy a ponerme en camino.

Y esto diciendo, Grandet subió a su laboratorio, donde Nanón lo oyó moverse, revolver, ir y venir, aunque con precaución. Era evidente que no quería despertar ni a su mujer ni a su hija, y mucho menos despertar la atención de su sobrino, a quien había empezado por maldecir, viendo que aún tenía luz en su cuarto.

En mitad de la noche, Eugenia, preocupada por su primo, creyó haber oído la voz de un moribundo, y para ella aquel moribundo era Carlos: ¡lo había dejado tan pálido, tan lleno de desesperación! Quizá se había suicidado ... E inmediatamente se envolvió en su abrigo, una especie de pelliza con capucha, y fue a salir.

Primero, una luz viva que pasaba por las rendijas de su puerta, le hizo temer un incendio, pero en seguida se tranquilizó al oír el pesado paso de Nanón, y su voz mezclada con los resoplidos y estornudos de varios caballos.

- ¿Se llevará mi padre a su sobrino? -se dijo entreabriendo la puerta con precaución bastante para no hacerla rechinar. Y por la abertura pudo ver lo que sucedía en el pasadizo.

De pronto, sus ojos tropezaron con los de su padre, cuya mirada, por vaga e indiferente que fuera, la heló de terror.

El viejo y Nanón estaban unidos por un grueso garrote, cada uno de cuyos extremos se apoyaba en el hombro derecho de ambos, y que sostenía un cable al que iba atado un barrilito semejante a los que el tío Grandet se entretenía en fabricar a ratos perdidos.

- ¡Virgen Santa, señor! ¡Y cómo pesa esto! -dijo la Nanón en voz baja.

- ¡Qué desgracia que no sean más que monedas de cobre! -contestó el viejo-. Cuidado, no tropieces con el candelero.

Esta escena estaba alumbrada por una sola vela de sebo puesta entre dos barrotes del pasamano.

Cornoiller, que había llegado con el carricoche cuyo ruido despertara a Eugenia, los aguardaba al pie de la escalera.

- Cornoiller -dijo Grandet a su guarda in partibus-, ¿has traído tus pistolas?

- No, señor. ¡Caramba! ¿Y qué hay que temer por esos cobres?

- ¡Oh, nada! -dijo el tío Grandet.

- Además, iremos ligero -agregó el guarda-. Los arrendatarios han elegido sus mejores caballos, por ser para usted.

- Bueno, bueno. ¿Les has dicho adónde iba?

- Es que yo mismo no lo sé...

- Bueno. ¿Es sólido el coche?

- ¿Ese, patrón? ¡Ah, caramba! Podría llevar tres mil libras. ¿Qué pesan los barrilitos?

- ¡Toma! ¡Yo qué tengo que saberlo! -dijo Nanón-. Pesará alrededor de mil ochocientas...

- ¡Quieres callarte, Nanón! -exclamó el ex tonelero.

Y luego, subiendo al carricoche, dio las últimas órdenes a su criada:

- Dile a mi mujer que me he ido al campo. Estaré de vuelta a la hora de comer.

En seguida se volvió al guarda:

- Ahora, de prisa, Cornoiller. Tenemos que estar en Angers antes de las nueve.

El carricoche partió. Nanón echó el cerrojo de la puerta cochera, soltó el perro, se acostó con el hombro amoratado, y nadie sospechó en el barrio ni la marcha de Grandet ni el objeto de su viaje.

La discreción del viejo era completa. Nadie veía nunca un sueldo en aquella casa llena de oro. Después de saber aquella mañana, por las conversaciones del puerto, que el oro había doblado su valor, a causa de la armadura de numerosos buques emprendida en Nantes, y que varios especuladores habían acudido a comprarlo en Angers, el viejo vinatero, con sólo pedir caballos prestados a sus arrendatarios, se halló en situación de ir a vender el suyo y volverse con la suma necesaria para adquirir sus rentas, en valores del receptor general sobre el tesoro, aumentados con el agio.

- Mi padre se va -se dijo Eugenia, que lo había oído todo desde lo alto de la escalera.

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