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SEGUNDA PARTE


ELECTRA.- ¿Adónde vas? ¿A quién llevas esas ofrendas?

CRISOTEMIS.- La madre me envía a hacer libaciones fúnebres a nuestro padre.

ELECTRA.- ¿Qué dices? ¿Al mortal a quien más aborrece?

CRISOTEMIS.- Al que ella mató ... ¿No querias decir esto?

ELECTRA.- ¿Qué buena alma se lo ha sugerido? ¿Quién ha tenido tal deseo?

CRISOTEMIS.- El miedo de un sueño, a lo que creo.

ELECTRA.- ¡Dioses de nuestro hogar, sedme ya, por fin, propicios!

CRISOTEMIS.- ¿Cómo es que te infunde esos ánimos aquel miedo?

ELECTRA.- Si me contases lo que soñó, podria decirtelo.

CRISOTEMIS.- Todo lo que yo sé decirte es muy poquita cosa.

ELECTRA.- Dime eso por lo menos; que muchas veces una muy poquita cosa ha arruinado o ha hecho felices a los hombres.

CRISOTEMIS.- Corre el rumor de que se le ha aparecido y acercado de nuevo tu padre, mi padre, como si hubiera resucitado; que tomaba luego el cetro mísmo que él empuñaba y que ahora lleva Egisto, y que lo incaba en el hogar, y que brotaba de él un retoño pujante, y que este bajo su sombra encubria a toda la tierra de Micenas. Esto se lo oí contar a uno que se halló presente cuando ella se lo revelaba al sol. Más no sé yo, sino que me envía movida por este espanto.

Ahora, por los dioses de nuestra familia, atiéndeme, te lo pido, y no te quieras perder por tu inconsideración, porque si me desoyes ahora, luego, en la desgracia, andarás en busca de mi.

ELECTRA.- No, chica, nada pongas en la tumba de cuanto llevas en las manos: ni la justicia ni la piedad te permiten presentar ofrendas ni hacer libaciones a tu padre de parte de la mujer que él aborrece. Más bien espárcelas al viento o mételas bajo tierra, donde jamás puedan rezumarse hasta la tumba paterna, y quédenle allá abajo bien guardadas, para cuando ella muera. La más desvergonzada de cuantas mujeres han nacido es, pues así ofrece execrables libaciones al mismo a quien ella asesinó. Y mira tú si es posible que el difunto, allá en su sepulcro, reciba con agrado ofrendas de aquellas manos asesinas que vergonzosamente le mataron, y como a un enemigo lo mutilaron y hasta le restregaron a manera de purificación las manchas de sangre en la cabeza. ¿Te figuras tú que eso que llevas ha de reparar su parricidio? No, no.

Conque, por de pronto, tira todo eso. Y llévale más bien un rizo cortado de tu propia cabellera; y de mi parte también, ¡desventurada! Poco es todo ello, pero lo que tengo eso le doy; llévale este denso bucle y este mi cinturón, bien pobre de adornos.


(Se lo corta y entrega).


Póstrate alli y suplicale que venga del otro mundo como protector benéfico nuestro contra nuestros enemigos, y que vuelva vivo el joven Orestes, y con mano fuerte se eche sobre los enemigos de él y los sujete bajo sus pies, a fin de que también nosotras en adelante podamos coronarle con ofrendas más ricas que las que ahora se nos conceden. Porque yo creo, yo creo, sí, que anda también su mano en esto de enviarle esos temerosos sueños.

Con todo, hermana mía, préstate este servicio a ti misma, préstamelo a mi, préstaselo al más querido de todos los mortales, a nuestro padre, que reposa en el Hades.

CORIFEO.- El lenguaje de la niña respira piedad filial. Si quieres tener juicio, haz lo que te dice.

CRISOTEMIS.- Sí que lo haré; cuando la cosa es justa, no es razón altercar, sino poner manos a la obra con presteza.

Pero de lo que voy a hacer, por los dioses, no se os escape una palabra, queridas; que si esto llega a oídos de la madre, pienso que me ha de costar caro mi atrevimiento.


(Vase CRISOTEMIS).


CORO.- Si no soy yo un adivino desatinado, si no estoy privado de todo juicio, ya llega con su mensajero delante la Justicia, trayendo en si el poder de la victoria justiciera. Aquí estará, niña, pronto, muy pronto. Me llenan de esta confianza los sueños de dulce ventura que acabo de oir. No han de ser tan olvidadizos, ni el rey aquel de los helenos que a ti te engendró, ni tampoco el acerado hierro de aquella hacha de dos filos de antaño que le asesinó con tan impía crueldad.

Vendrá con sus mil pies y sus mil manos la que acecha en misteriosas emboscadas, la Furia de pies de acero. Pues sobre impio lecho en impio maridaje se han arrojado a asesinos abrazos los que no deben. Ante tal cuadro, ya estoy viendo que no viene esta visión cual présagio de males, no, ni para los ejecutores ni para sus fautores. Porque, o no pueden los hombres leer el porvenir en los sueños espantables ni en los oráculos, o ha de parar en bien este nocturnal espectro.

¡Oh cabalgata aquella la de Pélope, en pasados tiempos, fuente de desventura!, ¡cuán llena de misterios viniste a aquesta tierra! Se hunde en el Ponto y acaba aquel Mirtilo, arrancado y arrojado de su áurea carroza por la funesta mano de la Injusticia, y no ha abandonado todavía este hogar la Injusticia, fuente de desventuras.


(Sale CLITEMNESTRA con una doncella que lleva ofrendas en un canastillo).


CLITEMNESTRA.- Muy suelta, ya se ve, andas de acá para allá también ahora. Bien se conoce que no está Egisto, que siempre te ha sujetado, para que, al menos, fuera no salgas a deshonrar a los de casa. Como él está ausente, no se te da nada de mi. Y eso que a cada paso has estado diciendo a todo el mundo que yo mando con insolencia y contra justicia, y que os estoy ultrajando a ti y a los tuyos. No hay tales ultrajes, y si a ti te digo insultos, son el eco de los que a ti te oigo a cada paso.

Que tu padre -no se te cae de los labios esta palabra-, que tu padre murió a mis manos. Sí, a mis manos; bien lo sé yo, y no puedo negarlo. La justicia de los dioses, y no yo sola fue la que acabó con él, y tú misma debieras haberla secundado, si entonces hubieras tenido juicio. Porque tu padre, ese, al que no cesas de llorar, fue el único entre los griegos que consintió en que tu hermana fuera inmolada a los dioses, como que no había sufrido al engendrarla los dolores que yo pasé al parirla. ¡Vamos!, explicamelo, ¿por qué, por quiénes la sacrificó tu padre? Por los argivos, dirás. ¿Qué derecho tenían ellos a matarme a mi hija? Y si, como es verdad, me la mató por gracia de su hermano Menelao, ¿no me lo había de pagar a mi? Qué, ¿no tenia aquel dos hijos? Esos era justo que murieran, y no mi hija, ya que eran hijos del mismo padre y de la misma madre por quien se hacia aquella campaña.

¿O tenia el Hades más hambre de mis hijos que de los de aquella mujer? ¿O es que había el malvado padre perdido todo el amor a mis hijos, y tomádoselo a los de Menelao? ¿No es esto propio de padre desaconsejado y sin entrañas? Eso creo yo, aunque a ti te parezca otra cosa, y esto, hasta la muerte lo diría si pudiera hablar.

Yo, al menos, no estoy arrepentida de mi conducta. Y si a ti te parece que soy una malvada, guarda el censurar a los demás para cuando tú seas la que debes.

ELECTRA.- Ahora sí que no dirás que yo soy la que ha empezado y te ha irritado, y que por eso he oído lo que he oído. Si me lo permites, yo te explicaré la verdad en defensa de mi padre y en defensa de mi hermana.

CLlTEMNESTRA.- Vaya, te lo permito; si así comenzaras simpre tus discursos, no sería tan enojoso el escuchártelos.

ELECTRA.- Yo te lo diré, pues. Confiesas que mataste a mi padre. ¿Puede haber confesión más escandalosa? Sea con justicia o sea sin ella; yo añado que lo mataste contra toda justicia, y vencida por los amores de ese infame con quien actualmente cohabitas.

Puedes preguntar a Artemis, la cazadora, qué es lo que castigaba cuando contenía a los vientos en Aulide. Aunque yo te lo diré, pues que de ella no hemos de recibir respuesta.

A lo que tengo entendido, mi padre, batiendo en cierta ocasión un bosque de la diosa, acertó a levantar con sus pasos a una cierva cornuda y matizada, y vino a proferir no sé qué palabra como gloriándose de haberla muerto. Y enojada por esto la hija de Leto, detuvo a los argivos hasta que mi padre inmolase, en compensación de la fiera, a su propia hija. Así es como fue sacrificada; porque no había otra salida para el ejército, ni hacia la patria ni hacia Ilión. Por estas razones, forzado, y después de no poca resistencia, a más no poder, la inmoló, y no en gracia de Menelao.

Pero aunque así fuera, y voy a ponerme en tu caso, aunque todo lo hubiera hecho por favorecerle a aquel, ¿por eso había él de morir a tus manos? ¿Qué leyes son esas? Mira, no sea que plantando tal ley para los mortales, recojas de ella tu ruina y tu arrepentimiento. Porque si un muerto se ha de pagar con otro muerto, tú quizá hablas de morir la primera, si se aplica esa justicia. Pero reflexiona si no será insulso el pretexto que estás fingiendo.

Porque, dime, si te place, ¿qué razón tienes ahora mismo para vivir la vergonzosa vida que vives y compartir tu lecho con el asesino mismo con quien en otro tiempo quitaste la vida a mi padre, y con quien estás engendrando hijos, mientras tienes expulsados a los legitimos nacidos de legitimo matrimonio? ¿Es posible aprobar esto? ¿O dirás que también ello es una venganza por tu hija? Infame pretexto, si tal dices; que no es santo el casarse con los enemigos, a cambio de la pérdida de una hija.

Pero basta, que es inútil darte consejos, pues en seguida desatas tu lengua diciendo que estoy insultando a mi madre. Por tirana, y no por madre, te reputo yo, pues por ti llevo vida miserable, sumida siempre por ti y por tu galán en un mar de calamidades.

Y el otro, ¡pobre Orestes!, que a duras penas logró escapar de tus manos, arrastra una vida de desventuras allá en el destierro. Mil veces me has echado en cara que yo le crié para vengar tu crimen. Yo lo hiciera, a poderlo hacer, tenlo bien entendido, y si no es por más, puedes sacarme a la pública vergüenza, y llámame si quieres mala, si quieres deslenguada, si quieres llena de impudencia; que si de todo eso está llena mi vida, aun así queda por muy debajo la tuya.

CORIFEO.- Indignación respira su lenguaje; pero si le asiste la justicia, esto ya no se toma en consideración.

CLITEMNESTRA.- ¿Qué consideración he de guardar yo para con esta, si vive afrentando a su madre, y eso a su edad? ¿De qué extremos no es capaz mujer tal, sin freno de vergüenza?

ELECTRA.- Vergüenza, no dudes que la tengo de todo esto, aunque a ti no te lo parezca. Ya sé que ni con mi edad ni con mi carácter dice bien lo que hago. Pero es tu ojeriza, son tus obras las que a la fuerza me obligan a proceder así; que las desvergüenzas tienen por maestras a otras desvergüenzas.

CLITEMNESTRA.- ¡Oh criatura deslenguada! Es claro, yo, mis dichos, mi conducta es la que te fuerza a soltar la leygua tan desenfrenadamente.

ELECTRA.- Tú lo dices, que no yo. Tuyas son las obras, y las obras son las que se traen a las palabras.

CLlTEMNESTRA.- Pues a fe que, por la dominadora Artemis, no ha de estar sin castigo este tu atrevimiento, tan pronto como llegue Egisto.

ELECTRA.- ¿Lo ves? Ya estás encendida en cólera, y después de darme amplio permiso para hablar, no tienes tú paciencia para escucharme.

CLITEMNESTRA.- Vamos, no me vas a dejar ofrecer con recogimiento y devoción mi sacrificio, después que yo te he permitido desahogarte a tu gusto.

ELECTRA.- Vete, hazlo, sacrifica. No eches la culpa a mi descaro; no digo ni una palabra más.

CLITEMNESTRA.- Tú (A una doncella), doncella, levanta las ofrendas de tan varios frutos, mientras yo elevo a este nuestro Soberano preces que me disipen los miedos de que ahora soy presa. Dígnate, protector Apolo, escuchar mi súplica, aunque sea silenciosa. No estoy enrre amigos, ni conviene descubrirlo todo a la luz del día, estando junto a mi esta, no sea que con su rencor y su lengua desenfrenada siembre por toda la ciudad rumores maliciosos. Sino óyeme así, así te hablaré yo también: Las inciertas visiones de los dudosos sueños de la noche pasada, si son visiones de buen agüero, haz que se me cumplan, ¡oh Licio!; pero si son funestas, vuélvelas sobre la cabeza de mis enemigos. Y si algunos conspiran para derribarme alevosamente de la opulencia de que gozo, no se lo consientas: concédeme más bien vivir siempre asi vida libre de pesares, gozosa con la posesión de este palacio y este cetro de los átridas, y que, cercada de las almas amigas que ahora me rodean, viva días felices con aquellos de mis hijos que no tengan para mí ni desamor ni amarga ira. ¡Oh Licio Apolo!, atiende benigno a estos ruegos y otórganos a todos nosotros el favor que te pedimos; lo demás, dígnate tú, dios como eres, entenderlo por ti mismo, aunque yo lo calle. Cierto, al que es hijo de Zeus no se le oculta nada.


(Sale el PEDAGOGO).


PEDAGOGO.- Mujeres, ¿podría saber a punto fijo si es este el palacio de Egisto?

CORIFEO.- Este es; tú lo has adivinado, amigo.

PEDAGOGO.- ¿Ando también acertado en pensar que su esposa es esta señora?, pues todo su continente es de reina.

CORIFEO.- Eso mismo, exactamente; ella misma es la que tienes delante.

PEDAGOGO.- Albricias, señora; de parte de un tu amigo vengo, y a traerte nuevas gratas para ti y también para Egisto.

CLlTEMNESTRA.- Bien venido sea tal saludo. Antes de pasar adelante, dime, haz el favor, ¿quién es el mortal que te envía?

PEDAGOGO.- Fonoteo el Focense, y con una embajada por demás importante.

CLlTEMNESTRA.- ¿Cuál es ella? Di. Porque viniendo de tal amigo no puede ser sino que esté dictada por la amistad.

PEDAGOGO.- Orestes ha muerto. No puedo decido más brevemente.

ELECTRA.- ¡Ay mísera de mí! Muerta soy en este día.

CLlTEMNESTRA.- ¿Qué has dicho, qué has dicho? Extranjero, no hagas caso a esta.

PEDAGOGO.- Orestes ha muerto; díjelo antes, y lo vuelvo a decir ahora.

ELECTRA.- Estoy perdida. ¡Infeliz! Ya se ha acabado Electra.

CLlTEMNESTRA.- Métete tú en lo tuyo. Y tú, amigo, a mí cuéntame toda la verdad. ¿Cómo fue su muerte?

PEDAGOGO.- A esto me han enviado, y te lo voy a contar todo.

Había él venido a los famosos festejos de los certámenes délficos, gloria de toda la Hélada, a tomar parte en el concurso. Pues bien: así que oyó la vibrante voz del heraldo que anunciaba con público pregón la carrera en que consistía el primer certamen, presentóse bizarro, robándose la admiración de todos los espectadores. Y cuando en su carrera puso de vuelta el pie en el punto de partida, llevóse el laurel de la victoria con los aplausos y aclamación de todos. Y para decirte mucho en pocas palabras, jamás he visto tamaño arrojo y tales proezas en mortal alguno.

Solo una cosa te diré: cuantos fueron los certámenes que pregonaron los jueces, tantas fueron las victorias eon que se vio ovacionado, aclamado siempre como el argivo por nombre Orestes, vástago de aquel Agamenón, que capitaneó en tiempos las gloriosas huestes de toda la Grecia.

Todo fue así hasta este punto. Mas cuando un dios se pone a levantar la mano, nadíe, por fuerte que sea, escapa del golpe. Así él, otro día, cuando salió el sol, al empezar el concurso de las voladoras carrozas, salió también él a la arena en medio de numerosos contendientes. Era uno de estos Aqueo, de Esparta ocro, dos libios diestros en manejar carrozas y caballos; él (Orestes) iba entre estos el quinto con yeguas tésalas; potros castaños llevaba el sexto, venido de Etolia; el séptimo era Magnesio; el octavo, el de los blancos corceles, de la estirpe eniana; era el nono de Atenas, la construida por los dioses; el otro era un beocio, y cerraba el número con su décimo carro.

Ya estaban puestos donde, echadas las suertes, les habían colocado las carrozas los árbitros señalados al efecto: estalla la broncinea trompeta, arrancan. Era de ver cómo, al par que atronaban con sus gritos a los caballos, sacudían las riendas con las manos; todo el ruedo resonaba con el estruendo de los retumbantes carros: nube de polvo se alza de la arena; ellos, todos a una, entremezclados, no daban vagar al aguijón, anheloso cada cual por alcanzar primero las ruedas, luego las relinchantes cabezas de los potros competidores; ya le bate en la espalda, ya cae sobre las ruedas de su carroza la espuma que arrojan los resoplidos de los caballos rezagados.

Orestes, a su vez, llevando sus corceles siempre ras con ras con la estela misma, casi la rayaba con el cubo de su rueda, y soltando la rienda al bridón derecho, siempre se la tenía corta al del opuesto lado. Y en un principio los carros todos jugaron incólumes. Pero hete aqui que indómitos los potros del eniano se precipitan desbocados, y al dar la vuelta acabada ya la sexta, en la séptima carrera ya, chocan de frente con el carro del Barceo, y alli, caido el primero, iban chocando e iban cayendo el uno encima del otro todos, y toda la arena Crisea quedó inundada con las olas del naufragio caballar. Percatóse de ello el diestro auriga de los atenienses, se desvía hacia afuera, y virando en torno deja a un lado la marejada de caballos que se arremolinaba en medio.

Orestes, que enfrenando sus troncos venía de intento el último, puesta en el final toda la esperanza, cuando vio que solo aquel había quedado, aguija a sus ya precipitados corceles con penetrantes gritos, le persigue, y pareados los yugos avanzan parejos, y ya es la del uno, ya es la del otro la cabeza que sobresale por delante de los ecuestres carros. Y feliz en su carroza iba dando feliz término a las vueltas sucesivas; pero, después, aflojando la rienda izquierda al punto mismo de dar el caballo la vuelta, choca inesperadamente con el borde de la estela, rómpese el buje por medio, cae Orestes volteado por el pescante, queda enredado en las bien cortadas bridas, y los caballos, al caer él al suelo, se desbandan por en medio de la pista.

La concurrencia, al verle precipitado de su carro, dio un grito de compasión al joven que después de llevar a cabo tamañas proezas habia acabado con tan mala suerte, ya arrastrado por el suelo, ya con las piernas alzadas al cielo, hasta tanto que los mozos, conteniendo a duras penas a los desbocados caballos, le desenredaron todo cubierto de sangre, y tal que un amigo suyo que le viera no pudiera reconocer el malparado cadáver.

Luego quemáronlo en la pira, y pronto llegan unos focenses con la comisión de traer las tristes cenizas de un grande hombre en una pequeña urnita de bronce, a fm de que logren sepultura en la tierra paterna. Ahí lo tienes todo como fue, señora; ello bien triste aun para un cuento; pero visto como yo lo vi ..., ¡ay! ..., es el mayor de los males que en mi vida he visto.

CORIFEO.- ¡Ay, ay! Hoy, a lo que se ve, queda descuajada de raíz toda la raza de mis dueños.

CLITEMNESTRA.- ¡Oh Zeus! ¿Qué es esto, qué nombre dar a estas noticias? ¿Buenas, o, aunque malas, al fin provechosas? Aunque es cosa triste que para mi dicha sean necesarias mis propias desdichas.

PEDAGOGO.- ¿Qué te turba, mujer, en este mi relato?

CLlTEMNESTRA.- Tiene sus misterios esto de ser madre; no puede una aborrecer lo que ha dado a luz, aunque se vea maltratada.

PEDAGOGO.- De modo que, según esto, ha sido una decepción mentirosa mi venida.

CLlTEMNESTRA.- Todo menos decepción. ¿Cómo puede ser decepción si me traes pruebas evidentes de que ha muerto aquel que, nacido de mis entrañas y arrancado de mis pechos y de mis cuidados, se hizo desterrado y extranjero y no me ha vuelto a ver desde que salió de esta tierra, pero que, echándome en cara el asesinato del padre, me venía imprecando con terribles amenazas, hasta el punto de que ni de noche ni de día el sueño me adormía placentero, sino que siempre vivía como destinada a la muerte en el momento inmediato?

Pero ahora, hoy que tú me has desembarazado de los espantos de aquel, y de los de esta también, que esta me era la mayor pesadilla, siempre en casa y siempre bebiéndose mi sangre, y con ella mi vida, ahora voy a disfrutar en paz, a despecho de las amenazas de esta.

ELECTRA.- ¡Ay, infeliz de mi! Ahora sí que es para llorar tu desventura, Orestes; pues estando como estás aún eres ultrajado por esta madre ... ¡Esto está muy bien!

CLlTEMNESTRA.- Para ti, no; pero él, si, está muy bien como está.

ELECTRA.- ¡Oyelo: venganza del que acaba de morir!

CLlTEMNESTRA.- Ya ha oído a quien tenía que oír, y todo lo ha dispuesto muy bien.

ELECTRA.- Ensáñate; ahora la suerte está a tu favor.

CLlTEMNESTRA.- Conque ya ni tú ni Orestes vais a atajarme de hoy más.

ELECTRA.- Nosotros somos los atajados; mal te podríamos atajar a ti.

CLITEMNESTRA.- Pues si has logrado, anciano, atajar esa lengua desenfrenada, no hay premios dignos de tu gran servicio.

PEDAGOGO.- De modo que puedo retirarme ya, toda vez que esto queda arreglado.

CLITEMNESTRA.- De ninguna manera. No diría eso bien ni con mi dignidad ni con la del amigo que te envió. Pasa más bien a palacio, y a esta déjala ahí que llore fuera sus males y los de los suyos.


(Vanse a palacio CLITEMNESTRA y el PEDAGOGO).

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