Índice de Canción de Navidad de Charles DickensTercera estrofaConclusiónBiblioteca Virtual Antorcha

ESTROFA CUARTA

El último espíritu

Silenciosa y gravemente se aproximó el Fantasma. Cuando llegó junto a él Scrooge hincó la rodilla, porque hasta el aire mismo a través del cual se movía este Espíritu parecía esparcir tinieblas y misterio.

Venía envuelto en unas vestiduras negras que le ocultaban la cabeza, el rostro y la figura, sin dejar visible más que una mano extendida. A no ser por esto, hubiera sido difícil destacar su contorno de la noche y separarlo de la oscuridad de que estaba rodeado.

Le pareció que era alto y majestuoso al colocarse a su lado y que su misteriosa presencia le llenaba de un terror solemne. Nada más pudo advertir que el Espíritu ni hablaba ni se movía.

- ¿Estoy en presencia del Fantasma de la Navidad por venir? -dijo Scrooge.

El Espíritu no contestó, sino que señaló con su mano hacia adelante.

- Vais a enseñarme las sombras de las cosas que no han sucedido, pero que sucederán en lo futuro -añadió Scrooge-. ¿No es así, Espíritu?

La parte superior de las vestiduras se contrajo un instante en unos pliegues, como si el Espíritu hubiese inclinado la cabeza. Esta fue la única respuesta que recibió.

Aunque acostumbrado ya a la compañía fantasmal a Scrooge le inspiraba tanto miedo esta figura silenciosa, que le temblaban las piernas, y observó que apenas podía tenerse en pie cuando se dispuso a seguirla. El Espíritu se detuvo un momento al observar su estado, y le dió tiempo para reanimarse.

Mas Scrooge se sintió aún peor con esto. Le agitaba un vago e incierto terror al saber que detrás de aquellas oscuras vestiduras había unos ojos fijos en él, mientras que, con los suyos abiertos todo cuanto podía, no conseguía ver nada más que una mano fantasmal y un enorme montón de negrura.

- ¡Fantasma del Futuro! -exclamó-. Me das más horror que ninguno de los espectros que hasta ahora he visto. Pero comprendo que pretendes hacerme un bien, y como espero vivir para ser un hombre distinto de lo que fuí, dispuesto estoy a daros compañía y a hacerlo con el alma agradecida. ¿No me hablaréis?

Tampoco le contestó ahora. La mano señaló hacia adelante.

- ¡Guiadme! ... - dijo Scrooge-. ¡Guiadme! La noche pasa de prisa, y sé que el tiempo es preciso para mí. ¡Guiadme, Espíritu!

El Fantasma se alejó lo mismo que antes se acercara. Scrooge le siguió en la sombra de su vestido, que, según pensó, le daba ánimos y le hacía marchar.

No se puede decir que entraran en la ciudad, pues que ésta más bien pareció alzarse en su derredor, circundándolos espontáneamente. Mas en ella estaban, en el corazón de la ciudad; en la Bolsa, entre los negociantes que corrían de un lado para otro, haciendo sonar el dinero en los bolsillos, y conversaban en grupos, consultando el reloj, jugueteaban pensativos con sus grandes dijes de oro y otras cosas, como Scrooge los viera con frecuencia.

El Espíritu se detuvo junto a un corrillo de hombres de negocios. Al observar que se los señalaba con la mano, Scrooge avanzó para escuchar su conversación.

- No -decía un hombre grueso y voluminoso, con una barbilla monstruosa-. No sé apenas nada en ningún sentido. Sólo sé que ha muerto.

-¿Cuándo murió? -preguntó otro.

- Creo que anoche.

- ¿Y qué le ha pasado? -preguntó un tercero, tomando una gran cantidad de rapé de una enorme tabaquera-. Yo creí que no se moriría nunca.

- ¡Dios sabe! -repuso el primero bostezando.

- ¿Qué ha hecho con su dinero? -preguntó un caballero de cara colorada, con una colgante excrecencia en la punta de la nariz, que se movía como la papada de un gallipavo.

- No he oído nada -respondió el hombre de la inmensa barbilla, bostezando de nuevo.

- Quizá se lo haya dejado a los que le hicieron compañía. A mí no me lo ha dejado. De eso estoy seguro.

Esta ingeniosidad fue acogida con risas generales.

- Va a resultar un entierro muy barato -continuó el mismo-, porque a fe que no conozco a nadie que piense asistir. ¿Y si formásemos un grupo de voluntarios?

- No me importaría ir, si hay comida -observó el caballero de la excrecencia en la nariz-. Pero si voy, me tienen que dar de comer.

Nuevas risas.

- Pues, después de todo, yo soy el más interesado de vosotros -dijo el que habló primero-, porque jamás llevo guantes negros ni como. Pero me ofrezco a ir si va alguien más. Pensándolo bien, no estoy muy seguro de no ser su más íntimo amigo, porque siempre que nos encontrábamos nos parábamos a charlar. ¡Hasta luego!

Opinantes y oyentes se alejaron, mezclándose con otros grupos. Scrooge conocía a aquellos hombres, y miró hacia el Espíritu en demanda de una explicación.

El Fantasma se deslizó hacia otra calle. Señaló con el dedo a dos personas que se saludaban. Scrooge escuchó de nuevo, pensando que de allí podría salir la explicación.

También conocía perfectamente e aquellos dos hombres. Eran dos negociantes, muy ricos y de gran importancia. Siempre procuró gozar de su estimación, desde un punto de vista comercial, naturalmente; estrictamente desde un punto de vista comercial.

- ¿Cómo estáis? -dijo uno.

- ¿Qué tal? -respondió el otro.

- ¡Vaya! -dijo el primero-. Por fin el viejo Scratch tuvo su merecido. ¿eh?

- Eso me han dicho -contestó el segundo-. ¡Hace frío!, ¿verdad?

- Lo natural en Navidad. Supongo que no patinaréis.

- No, no. Tengo otras cosas en que pensar. ¡Buenos días!

Ni una palabra más. Este fue su saludo, su conversación, y su despedida.

Al principio, Scrooge experimentó cierta sorpresa de que el Espíritu concediera importancia a unas conversaciones aparentemente tan triviales; mas, comprendiendo que algún oculto propósito habían de encerrar, púsose a pensar en cuál podría ser éste. No podía suponerse que tuviese relación alguna con la muerte de Jacobo, su socio. porque aquello pertenecía al pasado y la jurisdicción de este Fantasma era el futuro. Tampoco se le ocurría pensar en nadie inmediatamente relacionado consigo mismo y a quien poder aplicárselas. Pero sin dudar que, quienquiera que fuese, alguna tácita moraleja contenía para su provecho, decidió tomar nota de todas las palabras que oyera y de todo cuanto viese, y especialmente observar su propia sombra, si surgía. Porque tenía la esperanza de que la conducta de su futuro le daría la clave que le faltaba y le daria fácilmente la solución de estos enigmas.

Buscó en aquel mismo lugar su propia imagen; pero en su acostumbrado rincón había otro hombre, y aun cuando el reloj señalaba la hora en que él solía estar allí, no encontró a nadie que se le pareciese entre la multitud de gentes que atravesaban el porche. Sin embargo, le causó poca sorpresa, porque había estado dando vueltas a la imaginación sobre un cambio de vida, y en esto creía y esperaba ver llevadas a efecto sus recién nacidas resoluciones.

Inmóvil y oscuro alzábase junto a él el Fantasma con la mano extendida. Cuando salió de esta inquisitiva abstracción, se imaginó, por la forma en que tenía vuelta la mano y por su situación con respecto a él, que los ojos invisibles le estaban mirando atentamente. Esto le hizo estremecerse y sentir un escalofrío.

Abandonaron aquel poblado lugar y penetraron en una parte oscura de la ciudad, donde no había entrado Scrooge jamás, aun cuando reconoció su situación y su mala reputación. Los caminos eran sucios y estrechos; míseras las tiendas y las casas; la gente, medio desnuda, borracha, fea y mal calzada. Los callejones y pasadizos como otras tantas letrinas, vomitaban su olor, suciedad y su vida repulsiva sobre las extraviadas calles, y en todo el barrio había un ambiente de crimen, inmundicia y miseria.

Muy adentrado en este antro de infame concurrencia, había un hosco establecimiento, bajo un tejadillo, donde se compraba hierro, andrajos, botellas, huesos y grasientos desperdicios. Sobre el suelo estaban amontonadas herrumbrosas llaves, clavos, cadenas, bisagras, límas balanzas, pesos y chatarra de todas clases. Secretos que pocos quisieran examinar se multiplicaban ocultos en montañas de indecentes harapos, masas de sebo corrompido y sepulcros de huesos. Sentado entre la mercancía con que comerciaba, junto a un hornillo de encina hecho con ladrillos viejos, había un granuja de cabellos canos, de unos setenta años de edad, que se resguardaba del frío exterior con unos sucios cortinajes hechos de varios pingajos, colgados en fila, y fumaba su pipa con toda la fruición del apacible retiro.

Scrooge y el Fantasma llegaron a presencia de este hombre en el preciso instante en que se deslizaba en la tienda una mujer cargada con un pesado envoltorio. Mas apenas había entrado, cuando otra mujer, igualmente cargada, penetró también, seguida de cerca por un hombre vestido con ropas de un negro desvaído, que se mostró no menos sorprendido al verlas que éstas al reconocerse mutuamente. Después de un breve instante de confusa estupefacción, a la que se unió el viejo de la pipa, los tres rompieron a reír.

- ¡Permitid que la asistenta sea la primera! -gritó la que primero hizo la aparición-. La lavandera será la segunda, y el de las pompas fúnebres, el tercero. ¡Fijaos bien, viejo José, qué casualidad! ¡Aquí estamos los tres reunidos, como si nos hubiéramos citado!

- No podríais haberos encontrado en un sitio mejor -contestó el viejo José, quitándose la pipa de la boca-. Venid al gabinete. Hace tiempo que tenéis la entrada libre, como sabéis, y los otros dos no son desconocidos. Esperad a que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah! ¡Cómo rechina! ¡No hay un pedazo de metal tan mohoso en todo este lugar como sus bisagras! ¡Ja, ja! Todos le vamos bien al oficio; somos tal para cual. Venid al gabinete.

El gabinete era el espacio que quedaba detrás de aquella pantalla de harapos. Atizó el fuego el viejo con el palo de una escalera, y, después de despabilar la humeante lámpara -era de noche- con el rabo de la pipa, volvió a llevársela a la boca.

En tanto así hacía, la mujer a quien ya hemos oido arrojó su fardo al suelo y se sentó de manera ostentosa en un taburete, con los codos apoyados en las rodillas y mirando osadamente a los otros dos.

- ¿Qué pasa? ¿Qué pasa, señora Dilher? -dijo la mujer-. Todo el mundo tiene derecho a preocuparse de sí mismo. ¡El lo hizo siempre!

- ¡Eso es verdad! -respondió la lavandera-. Nadie más que él.

- Entonces, ¿a qué viene el mirarnos como si os diéramos miedo? ¿Quién ha obrado mejor? Supongo que no iremos a echarnos nada en cara.

- ¡No por cierto! -replicaron la señora Dilber y el hombre a un tiempo-. No lo esperamos.

- ¡Muy bien, entonces! -exclamó la mujer-. Con eso basta. ¿A quién le puede importar la pérdida de unas cuantas cosas como éstas? Supongo yo que al muerto no será.

- Claro que no -contestó la señora Dilber, riendo.

- Si quería conservarlas después de muerto, el viejo roñoso -prosiguió la mujer-, ¿por qué no fue buena persona en vida? Si lo hubiera sido, hubiera tenido a alguien que le hubiese cuidado cuando le llegó la muerte, en lugar de quedarse boqueando y solo hasta el último momento.

- En la vida se ha dicho una verdad mayor -dijo la señora Dilber-. Justicia ha sido.

- ¡Ojala lo hubiera sido un poco más! -contestó la mujer-. Y lo habría sido, podéis estar seguro, si hubiera podido echarle mano a alguna otra cosa. Abrid ese paquete, tío José, y decidme lo que vale. Y hablad claro. No me asusta ser la primera, ni me importa que lo vean. Creo yo que sabíamos perfectamente, antes de encontramos aquí, que nos servíamos por nuestra cuenta. Eso no es pecado. Abrid el paquete, José.

Pero la galantería de sus amigos no había de permitirlo, y el hombre vestido de negro, rompiendo el fuego el primero, mostró sus despojos. No eran excesivos. Uno o dos dijes, un lapicero, un par de gemelos y un broche de escaso valor era todo, Separadamente los examinó y valoró el viejo José, que marcó con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a dar por cada objeto, sumándolo todo al ver que no quedaba nada.

- Ahí tenéis vuestra cuenta -dijo José-, y no os daré ni medio chelín más aunque me cocieran vivo. ¿Quién viene después?

La siguiente era la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas ropas de uso, dos viejas cucharillas de plata, unas pinza para el azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta quedó hecha en la pared de idéntica forma.

- Siempre doy demasiado a las señoras. Es una de mis debilidades, y de ese modo me arruinaré -dijo el viejo José-. Ahí tenéis vuestra cuenta. Si me pedís un penique más, y lo hacéis por cuestión de gabinete, me arrepentiré de ser tan generoso y rebajaré medía corona.

- Y ahora deshaced mi paquete -dijo la primera mujer.

Se arrodilló José para abrirlo con mayor comodidad y, después de desatar múltiples nudos, extrajo un rollo voluminoso y pesado de una tela oscura.

- ¿Qué decís que son éstos? -preguntó José-. ¿Cortinajes de cama?

- ¡Ah!-contestó la mujer, riéndose e inclinándose hacia adelante con los brazos cruzados-. ¡Cortinajes de cama!

- Pero no iréis a decirme que los quitasteis, con anillas y todo, mientras él estaba allí tendido -repuso José.

- Pues sí -respondió la mujer-. ¿Por qué no?

- Habéis nacido para hacer fortuna -replicó José-, y la haréis, sin duda.

- Desde luego, no detendré mi mano si puede coger algo con sólo extenderla, por consideración a un hombre como ése os lo prometo, José -replicó la mujer con naturalidad-. No vayáis a derramar el aceite sobre esas mantas ahora.

- ¿Sus mantas? -preguntó José.

- ¿De quién van a ser? -contestó la mujer-. No creo que vaya a pasar frío sin ellas, digo yo.

- Me figuro que no habrá muerto de nada contagioso, ¿eh? -dijo el viejo José, deteniéndose en su tarea y alzando los ojos.

- De eso no tengáis miedo -respondió la mujer-. No le tengo tanto cariño a su compañía como para andar a su alrededor en busca de estas cosa si así fuese. ¡Ah! Podéis mirar esa camisa hasta que os duelan los ojos; pero no encontraréis ni un agujero ni un sitio raído. Es la mejor que tenía, y muy buena por cierto. A no ser por mí, la hubieran desperdiciado.

- ¿A qué llamáis desperdiciar? -preguntó el viejo José.

- Pues a ponérsela para enterrarle -contestó la mujer, riéndose-. Hubo un estúpido que se la puso; pero yo se la qUIte otra vez. Si para eso no sirve el percal, no sirve para nada. Es lo que corresponde a un cadáver. No podía estar más feo de lo que estaba con esto.

Scrooge escuchó este diálogo con horror. Sentados en torno a sus despojos, a la escasa luz que difundía la lámpara del viejo, los contempló con espanto y repugnancia que no hubiera sido mayor ni aunque fueran impúdicos demonios comerciando con el cadáver.

- ¡Ja, ja! -dijo la misma mujer, cuando el viejo, sacando una bolsa de franela con dinero, decidió cuáles habían de ser sus diversas ganancias-. ¡Ya veis en lo que acaba todo! Ahuyentó a todos de su lado en vida para que nosotros nos aprovechemos despué de muerto. ¡Ja, ja, ja! ...

- ¡Espíritu -dijo Scrooge, temblando de pies a cabeza-, comprendo, comprendo! Lo que le sucede a ese desgraciado pudiera sucederme a mí. Mi vida tiende ahora a esos caminos. Pero, ¡Dios misericordioso!, ¿qué es esto?

Retrocedió aterrado, porque la escena había cambiado, y ahora casi tocaba con su cuerpo una cama -una cama desnuda sin cortinajes-, sobre la cual bajo un sábana andrajosa, yacía algo oculto que, a pesar de su mudez, se revelaba por sí solo en horrible lenguaje.

La habitación estaba muy oscura, demasiado para poder examinarla con exactitud, aunque Scrooge la recorrió con la mirada, obedeciendo a un secreto impulso, anhelante por saber qué clase de habitación era aquélla. Una pálida luz, que procedía del exterior, caía directamente sobre el lecho, y en éste, robado y despojado, sin nadie que le velase, sin llantos y sin cuidados de nadie, yacía el cadáver de aquél hombre.

Scrooge miró al Fantasma. Su mano firme señalaba a la cabeza del muerto. La mortaja estaba tan descuidadamente colocada, que sólo con levantarla, con el simple movimiento de un dedo de Scrooge, hubiera dejado el rostro al descubierto. Así lo pensó, comprendió lo fácil que sería y sintió deseos de hacerlo; pero las mismas fuerzas tenía para retirar aquel velo que para despedir al Espectro de su lado.

¡Oh fría, helada, rígida y espantosa Muerte! ¡Eleva aquí tu altar y revistelo con esos terrores que tienes a tu disposición, pues que éstos son tus dominios! Pero de las cabezas amadas, envueltas en respeto y admiración, no puedes arrancar ni un solo cabello para tus horrorosos fines ni hacer odioso un sólo rasgo. Y no importa que la mano pese y se desplome al soltarla, ni que estén quietos el corazón y el pulso, sino que la mano estuvo abierta y fue sincera y generosa, y valeroso, cálido y tierno el corazón, y el pulso el de un hombre. ¡Golpea, Sombra, golpea, y verás cómo las buenas acciones surgen de la herida para sembrar el mundo de vida inmortal!

Nadie pronunció estas palabras en los oídos de Scrooge, y, sin embargo, las oyó al mirar hacia el lecho. Pensó: Si este hombre pudiera levantarse ahora, ¿cuáles serían sus primeros pensamientos? ¿La avaricia, los malos tratos, las opresoras preocupaciones? ¡En verdad habíanle conducido a un bonito final!

Yacía en una casa solitaria y oscura sin que nadie, hombre, mujer o niño, le dijere: Has sido bueno para mí de este o de aquel modo, y en recuerdo de una palabra cariñosa, yo seré cariñoso contigo. Arañaba un gato en la puerta y se oía el roer de las ratas bajo la piedra del hogar. Scrooge no se atrevió a pensar qué es lo que buscaban estos animales en la habitación mortuoria ni por qué estaban tan inquietos y agitados.

- Espíritu -dijo-, me da miedo este lugar. Confiad en que, cuando lo abandone, no me olvidaré de su lección. ¡Vámonos!

El Fantasma seguía señalándole con el dedo la cabeza del cadáver.

- Ya os entiendo -añadió Scrooge-. Y lo haría si pudiese. Pero no tengo fuerzas, Espíritu; no tengo fuerzas.

De nuevo pareció mirarle.

- Si alguna persona hay en la ciudad que sienta emoción por la muerte de este hombre -dijo Scrooge, angustiado-, enseñádmela, Espíritu, ¡os lo suplico!

El Fantasma extendió sus oscuras vestiduras ante él un instante, como unas alas, y, al retirarlas, le mostró un aposento iluminado por la luz del día, en donde había una madre con sus hijos.

Esperaba a alguien con verdadera ansiedad, pues que recorría la estancia de un lado a otro, se estremecía al menor ruido, miraba por la ventana, consultaba el reloj, intentaba, aunque inútilmente, continuar con su labor de aguja y apenas si podía soportar la voz de los quillos en sus juegos.

Al cabo, se oyó la llamada tanto tiempo esperada. Corrió ella hacia la puerta y salió al encuentro de su marido, un hombre de rostro preocupado y abatido, a pesar de ser joven. Mas ahora observábase en él una notable expresión, una especie de triste placer, del que se sentía avergonzado, luchando por reprimirlo.

Se sentó ante la cena, que le esperaba junto al fuego, y cuando ella le preguntó con voz débil qué noticias tenía -lo que no hizo hasta después de un largo silencio-, pareció aturdido, sin saber qué contestar.

- ¿Son buenas o malas? -le preguntó ella para ayudarle.

- Malas -contestó él.

- ¿Estamos completamente arruinados?

- No; todavía queda una esperanza, Catalina.

- Si él cede -dijo ella, asombrada-. ¡Aún queda! Si ese milagro ha sucedido, no se ha perdido la esperanza.

- Ha hecho más que ceder -contestó su marido-. Se ha muerto.

Si la cara es el espejo del alma, aquella mujer era una dulce y paciente criatura; pero, al oírlo, en lo más íntimo de su ser dió las gracias, y así lo expresó, juntando las manos. Un instante después pedía perdón, pesarosa; pero primero fue el impulso de su corazón.

- Lo que anoche me dijo aquella mujer medio borracha cuando intenté verle para conseguir una prórroga de una semana, y lo que yo creí una simple excusa para eludirme, resultó absolutamente cierto. En ese momento, no sólo estaba muy enfermo, sino agonizando.

- ¿Y a quién se traspasará nuestra deuda?

- No lo sé; pero antes que llegue ese momento tendremos el dinero dispuesto, y aunque no lo tuviésemos, sería muy mala suerte que tropezásemos con un acreedor tan despiadado como sucesor suyo. ¡Esta noche podemos dormir tranquilos, Carolina!

Sí; aliviado su corazón, su tranquilidad sería mayor. Los rostros de los chiquillos, que guardaron silencio y se congregaron para escuchar lo que apenas si entendían, se mostraban más radiantes, y la casa toda se sentía más felíz con la muerte de aquel hombre. La única emoción que el Fantasma pudo mostrarle, producida por este acontecimiento, era de placer.

- Permitidme ver alguna ternura relacionada con la muerte -dijo Scrooge-; de lo contrario, Espíritu, ese aposento que acabamos de abandonar vivirá eternamente en mi memoria.

El Fantasma le condujo a través de varias calles conocidas para sus pies, y a medida que avanzaba, Scrooge miraba acá y acullá para encontrarse; mas no se veía por ninguna parte. Penetraron en casa del pobre Bob Cratchit -morada que antes visitaran- y hallaron a la madre y a los hijos sentados en torno a la lumbre.

callados, muy callados. Los escandalosos pequeños Cratchits, permanecían inmóviles como estatuas en un rincón, mirando a Pedro, que tenía un libro ante sí. La madre y las hijas cosían. Pero, desde luego, guardaban silencio.

Y él tomó un niño y lo colocó en medio de los demás.

¿Dónde había oído Scrooge estas palabras? ¿No las había soñado? El muchacho debió de haberlas leído en voz alta a tiempo que el Espíritu y él traspasaban el umbral. ¿Por qué no proseguía?

Dejó la madre su labor sobre la mesa y se cubrió la cara con la mano.

- El color me hiere la vista -dijo ella. ¿El color? ¡Ah pobre Timoteito!

- Ahora ya están mejor otra vez -dijo la mujer de Cratchit-. La luz de la vela les sienta mal, y por nada del mundo quisiera que cuando vuelva vuestro padre a casa me notase los ojos malos. Ya debe de ser su hora.

- Pasada -contestó Pedro, cerrando el libro-. Pero me parece que ha venido un poco más despacio de lo que acostumbra en estas últimas noches, madre.

Quedáronse en silencio de nuevo. Por fin, ella dijo con voz firme, animosa,, que sólo vaciló una vez:

- Yo le he visto andar con .... yo le he visto andar con Timoteíto en los hombros muy de prisa.

- Y yo también -dijo Pedro-. Muchas veces.

- Y yo -exclamó otro. Y todos.

- Pero pesaba muy poco -prosiguió ella, atenta a su labor-, y su padre le quería tanto, que no le molestaba ... no le molestaba. ¡Ahí está vuestro padre en la puerta!

Corrió a su encuentro y entró el pequeño Bob con su bufanda, que bien la necesitaba el pobre. Sobre la repisa del interior del hogar tenía preparado el té, y todos se dispusieron a servírselo. Luego, los dos Cratchits pequeños subieron a las rodillas y colocaron uno su mejilla apoyada contra el rostro de su padre, como diciéndole: No te apures, padre. ¡No te dé pena!

Bob se mostró alegre con ellos y habló con agrado a toda la familia. Contempló la labor que había sobre la mesa y elogió la laboriosidad y rapidez de la señora Cratchit y sus hijas. Estaria terminada mucho antes del domingo, dijo.

- ¡Del domingo! Entonces, ¿has ido hoy, Roberto? -dijo su esposa.

- Sí, querida -contestó Bob-. Me hubiera gustado que hubieses venido. Te habrías alegrado al ver qué sitio tan verde es aquél. Pero lo verás con frecuencia. Le prometí ir un domingo. ¡Hijito mío -exclamó Bob-. ¡Hijito mío!

Todos se echaron a llorar a un tiempo. No lo pudo remediar. Si hubiera podido remediarlo, él y su hijo habrían estado más separados quizá de lo que lo estaban.

Salió del aposento y subió a la habitación de arriba, que estaba alegremente iluminada y adornada con tarjetas de Navidad. Había una silla colocada muy cerca del niño y señales de que alguien había estado allí últimamente. El pobre Bob se sentó en ella y, después de pensar un poco, se tranquilizó y besó la carita. Se había resignado con lo sucedido, y de nuevo bajó dichoso.

Se agruparon alrededor de la lumbre y hablaron, las niñas y la madre sin dejar su labor. Bob les habló de la extraordinaria bondad del sobrino del señor Scrooge, a quien apenas había visto una vez y que, el encontrárselo en la calle aquel día y verle un poco -sólo un poco abatido, ¿comprendes?, dijo Bob-, le preguntó qué es lo que le había ocurrido para sentirse apenado. En vista de eso -añadió Bob-, porque es el caballero más atento que hayáis visto en vuestra vida, se lo conté. Lo siento muchísimo, señor Cratchit -me dijo-, y también por vuestra noble esposa. A propósito: no comprendo cómo lo ha sabido.

- ¿El qué?

- Pues que tú eras una noble esposa -contestó Bob.

- ¡Eso lo sabe todo el mundo! -exclamó Pedro.

- ¡Muy bien observado, hijo mío! -dijo Bob-. Así creo. Lo siento muchísimo -me dijo- por vuestra noble esposa. Si puedo seros útil en algo -añadió, dándome su tarjeta-, ahí tenéis mis señas. Venid a verme, por favor. Y no es por lo que pudiera hacer por nosotros -agregó Bob-, tanto como por su amable actitud, por lo que me resultó francamente encantador. Verdaderamente se diría que hubiese conocido a nuestro Timoteíto y lo sintiera con nosotros.

- ¡Es una buena persona, estoy segura! -dijo la señora Cratchit.

- Más lo estarías, querida -contestó Bob- si le vieses y hablases con él. No me extrañaría nada, ¡fíjate en lo que te digo!, que nos proporcionase un empleo mejor para Pedro.

- ¡Qué gusto me da oírlo, Pedro -dijo la señora Cratchit.

- Y luego -dijo una de las hijas-, Pedro formará compañía con alguien y se establecerá por su cuenta.

- ¡Quita de ahí! -replicó Pedro, sonriendo.

- Lo mismo puede ser que si como que no -dijo B0b-. El mejor día, aunque para eso hay mucho tiempo, querida. Pero sea como fuere y cuando quiera que nos separemos, estoy seguro de que ninguno de nosotros se olvidara del pobre Timoteíto, ¿verdad que no?, ni de esta primera despedida que hubo entre nosotros.

- ¡Nunca, padre! -exclamaron todos de nuevo.

- Me siento muy dichoso -murmuró Bob-. ¡Muy dichoso!

Le besó la señora Cratchit, le besaron sus hijas, las dos jóvenes Cratchits le besaron, y Pedro y él se estrecharon las manos. ¡Espíritu de Timoteíto, tu esencia infantil procedía de Dios!

- Espectro -dijo Scrooge-, algo dice que la hora de nuestra separación se acerca. Lo presiento, aunque no sé cómo. Decidme: ¿quién era ese hombre qUe vimos muerto?

El Fantasma de la Navidad por venir le trasladó, lo mismo que antes -aunque en distinta época, le pareció, por que, en efecto, no parecía existir orden alguno de estas últimas visiones, salvo que ocurrían en el futuro -a los lugares donde se reunían los hombres de negocios, pero no le enseñó a su propia persona. Verdaderamente, el Espíritu no se detenía por nada, sino que continuaba adelante, de acuerdo con el propósito que acababa de expresar, hasta que el propio Scrooge le suplicó se detuviese un momento.

- Esta plazoleta -dijo Scrooge- que ahora atravesamos a toda prisa, es el sitio donde está mi lugar de trabajo, y y lo ha sido durante mucho tiempo. Ya veo la casa. ¡Hacedme ver lo que seré en los días futuros!

Se detuvo el Espíritu; con la mano señalaba a otros sitios.

- La casa es aquélla -exclamó Scrooge-. ¿Por qué señaláis a otra parte?

El dedo inexorable no experimentó ninguna modificación.

Corrió Scrooge hasta la ventana de su despacho y por ella se asomó. Era una tranquila oficina, pero no la suya. Los muebles tampoco eran los mismos y la persona que se hallaba en la silla no era él. El Fantasma seguía señalando como antes.

Se le unió de nuevo y preguntándose por qué y adónde se habría marchado él, le acompañó hasta llegar ante una verja de hierro. Hizo un alto para mirar en derredor suyo antes de entrar.

Era un cementerio. Aquí, pues, yacía bajo la tierra aquel mísero hombre cuyo nombre aún le quedaba por saber. El lugar era digno de él. Circundado por casas, cubierto de hierba y maleza, vegetación de muerte y no de vida, atestado de cadáveres, saciado su apetito. ¡Un digno lugar!

El Espíritu se colocó entre las tumbas y señaló hacia una. Scrooge avanzó tembloroso hasta ella. El Fantasma seguía exactamente igual que antes, mas él temía ver un nuevo significado en su forma solemne.

- Antes de acercarme a esa losa, a la que señaláis -dijo Scrooge-, contestadme a una pregunta. ¿Son éstas las sombras de las cosas que han de ser o sólo de las cosas que pueden ser?

Aún seguía señalando el Fantasma hacia abajo, hacia la tumba junto a la que se hallaba.

- Los caminos de los hombres apuntan a ciertos fines a los que, si perseveran en ellos, habrán de conducirlos -dijo Scrooge-. Pero si se han apartado de esos senderos, el final será otro. ¡Decidme que así sucede con lo que me habéis mostrado!

El Espíritu continuó inmóvil, como siempre.

Scrooge se arrastró hacia él, temblando al acercarse, y, siguiendo la dirección del dedo, leyó sobre la tumba abandonada su propio nombre:

EBENEZER SCROOGE

- ¿Soy yo ese hombre que yace sobre el lecho? -exclamó, arrodillándose. El dedo que señalaba a la tumba señaló a él y luego pasó de él a la tumba.

- ¡No, Espíritu! ¡Oh, no, no!

El dedo continuaba apuntando hacia el mismo sitio.

- ¡Espíritu! -exclamó, aferrándose fuertemente a sus vestiduras-. ¡Escuchadme! Yo no soy el mismo. Ya soy el hombre que hubiera sido a no ser por este trato con vos. ¿Por que me mostráis esto, si se ha perdido toda esperanza para mí?

Por primera vez pareció temblar la mano.

- Buen Espíritu -prosiguió, cayendo prosternado en tierra ante él-, vuestra naturaleza intercede por mí y me compadece. ¡Aseguradme que todavía puedo cambiar esas sombras que me habéis enseñado, modificando mi vida!

La bondadosa mano tembló.

- Honraré la Navidad dentro de mi corazón, y procuraré guardarla todo el año. Viviré en el pasado, en el presente y en el futuro. Los Espíritus de los tres lucharán dentro de mi. No olvidaré las lecciones que me enseñaron. ¡Oh, decidme que puedo borrar lo que está inscrito sobre esa piedra!

En su angustia, asió la mano espectral. Esta trató de soltarse, pero se mostró fuerte en su súplica, y la retuvo. Sin embargo, él Espíritu, más fuerte que él le rechazó.

Alzando sus manos en un último ruego para que modificase su destino, vió Que la capucha y la vestidura del Fantasma se transformaban. Se encogían, se derrumbaban, hasta quedar reducidas a la columna de una cama.

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