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ESTROFA TERCERA

El segundo de los tres espíritus

Al despertarle un enorme ronquido y sentarse en la cama para poner en orden sus ideas, Scrooge no tuvo necesidad de que le avisasen que la campana estaba a punto de dar la una. Comprendió que había recobrado el conocimiento en el momento propicio para el fin especial de celebrar una conferencia con el segundo mensajero que le enviaran por medio de la intervención de Jacobo Marley. Pero observando que experimentaba un frío desagradable al comenzar a preguntarse cuál de las cortinas descorrería el nuevo espectro, apartó todas por sí mismo, y tumbándose de nuevo, estableció una estrecha vigilancia en torno al lecho. Y es que deseaba desafiar al Espíritu en el momento de su aparición y no quería que le cogiesen por sorpresa y le pUSieran nervioso.

Caballeros despreocupados que se jactan de conocer varias jugadas, y que están acostumbrados a ponerse a tono con las circunstancias, manifiestan la amplia gama de su capacidad para la aventura observando que sirven para todo. desde el juego al homicidio; entre cuyos opuestos extremos caben, sin duda, una extensa y diversa variedad de temas. Sin aventuramos a pretender para Scrooge una intrepidez como ésta, no nos importa llevar a vuestro convencimiento que estaba dispuesto a una amplia serie de extrañas apariciones, y que nada de lo que pudiera encerrarse, desde un infante a un rinoceronte, le hubiera causado gran sorpresa.

Ahora bien: hallándose preparado para casi todo, no estaba dispuesto para nada; y, por consiguiente, cuando la campana dió la una y no surgió figura ninguna, comenzó a temblar violentamente. Cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora transcurrieron, y nadie llegaba. Todo este tiempo permaneció tendido en la cama, como núcleo y centro de un resplandor de tono rojizo que se derramó sobre él tan pronto como el reloj dió la hora, y que, por ser luz tan sólo, resultaba más alarmante que una docena de fantasmas, ya que se sentía impotente para descifrar lo que significaba o en qué pararía aquello, A veces receló de ser en aquel preciso instante un interesante caso de combustión espntánea, sin tener el consuelo de saberlo. Por fin, sin embargo, comenzó a pensar -como vosotros o yo hubiéramos pensado desde un principio, pues siempre es la persona que no se halla en el trance la que se da cuenta de lo que debiera haber hecho, y la que lo haría, sin duda-, por fin, digo, comenzó a pensar que el origen y secreto de esta luz fantasmal pudiera hallarse en la habitación contigua, de donde, al investigar de nuevo, parecía proceder su brillo. Y como esta idea se apoderase por completo de su imaginación, se levantó silenciosamente y corrió en zapatillas hasta la puerta.

En el momento en que la mano de Scrooge se posaba sobre la cerradura, una voz extraña le llamó por su nombre y le ordenó que entrase. Obedeció.

Aquélla era su habitación; de esto no cabía duda. Mas había sufrido una transformación sorprendente. Las paredes y el techo se hallaban colgados de tal modo con un verde vivo, que parecía un bosquecillo en el que, por todas partes, resplandecían luminosos frutos. Las lozanas hojas de acebo, muérdago y hiedra devolvían reflejada la luz, como si se hubieran repartido otros tantos espejillos, y en la chimenea se alzaba, crepitante, una potente llamarada como no conociera jamás aquel hogar petrificado en tiempos de Scrooge, de Marley, ni en el transcurso de muchos pretéritos inviernos. Amontonados sobre el suelo, formando una especie de trono, veíanse pavos, gansos, piezas de caza, aves, trozos de carne, inmensos perniles, lechoncillos, largas ristras de salchichas, pastelillos de carne, budines de ciruelas, barriles de ostras, castañas asadas, rosadas manzanas, jugosas naranjas, sabrosas peras, inmensas roscas de Reyes y agitadas poncheras que enturbiaban el ambiente del aposento con su vaho delicioso. Comodamente colocado sobre este asiento, hallábase un alegre gigante, de esplendoroso aspecto, que sostenía una reluciente antorcha, en forma no muy distinta del cuerno de la Abundancia, la cual hubo de alzar cada vez más para que derramase su luz sobre Scrooge a medida que fue asomándose a la puerta.

- ¡Adelante! -gritó el Fantasma-. ¡Adelante! ¡Así me podrás conocer mejor, hombre!

Entró Scrooge tímidamente e inclinó la cabeza al verse ante este Espíritu. Ya no era el terco Scrooge que había sido, y aun cuando la mirada del Espíritu era clara y bondadosa, no le apetecía tropezarse con ella.

- Soy el Espíritu de la Navidad presente -dijo el Fantasma-. ¡Mírame!

Lo hizo así Scrooge con reverencia. Iba vestido con un sencilIo traje o manto de color verde oscuro, con bordes de piel blanca. Esta prenda le caía al desgaire sobre su figura, de forma que el ancho pecho se le quedaba desnudo, como desdeñando el verse cubierto u oculto por ningún artificio. Los pies que asomaban bajo los amplios pliegues de sus vestiduras también estaban desnudos, y la cabeza únicamente la cubría una corona de acebo, salpicada aquí y allí por relucientes carámbanos. Sueltos caían los oscuros y largos rizos; despejado tenía el afable semblante, y la mirada luminosa, franca su mano, alegre la voz, gallardo su porte y el aire jubiloso. Ceñida a la cintura llevaba una vaina antigua, más sin espada, y la vieja envoltura estaba comida por la herrumbre.

- ¡Nunca has visto a nadie como yo! -exclamó el Espíritu.

- ¡Nunca! -respondió Scrooge.

- Nunca saliste a paseár con los miembros más jóvenes de mi familia; me refiero, porque soy muy joven, a mis hermanos mayores nacidos en estos últimos años -añadió el Fantasma.

- No creo -replicó Scrooge-. Me parece que no. ¿Habéis tenido muchos hermanos, Espíritu?

- Más de mil ochocientos -dijo el Espectro.

- ¡Tremenda familia para mantenerla! -murmuró Scrooge.

El Fantasma de la Navidad presente se levantó.

- Espíritu -dijo Scrooge humildemente-, llevadme a donde queráis. Anoche me hicieron salir a la fuerza y aprendí una lección que está haciendo su efecto. Esta noche, si no tenéis nada que enseñarme, dejadme que me aproveche de ella.

- ¡Tócame el vestido!

Scrooge hizo lo que le ordenaban, y se agarró a él fuertemente.

Acebo, muérdago, rojos frutos, hiedra, pavos, gansos, caza, aves, trozos de carne, perniles, lechones, salchichas, ostras, empanadas, budines, fruta y pOnche, todo desapareció al instante. Y lo mismo ocurrió con la habitación, el fuego, el rojizo resplandor, la hora de la noche, y encontráronse en las calles de la ciudad en la mañana del día de Navidad. En ellas, pues que el tiempo era muy crudo, la gente producía una tosca pero animada música, arrancando la nieve del pavimento frente a sus morada, y de los tejados de sus casas, desde donde, al caer, hacía las delicias de los chiquillos que la contemplaban estrellarse contra el suelo desmenuzándose en pequeñas nevadas artificiales.

Negreaban las fachadas de las casas y más aún las ventanas, por contra con la suave sábana de blanca nieve que cubría los tejados, y con la más sucia nieve del suelo. Esta había sido roturada en hondos surcos por las pasadas ruedas de los carros y carretas; surcos que se entrecruzaban una y dos veces allí donde las grandes vías se bifurcaban, formando complicados canales difíciles de distinguir en el espeso fango amarillo y el agua helada. El cielo estaba encapotado y las más cortas callejuelas estaban taponadas por una sucia neblina, semihelada, cuyas más pesadas partículas descendían en una lluvia de atomos fuliginosos, cual si todas las chimeneas de la Gran Bretaña, de mutuo acuerdo, se hubiesen encendido y ardiesen a su placer. Ni el clima ni la ciudad, tenían nada de alegres, y, sin embargo esparcido había un aire jubiloso que en vano hubiera tratado de disipar el más claro ambiente estival ni el más resplandeciente sol veraniego.

Y es que las gentes que manejaban sus palas en los tejados, mostrábanse animosas y llenas de júbilo, llamándose unas a otras desde los antepechos, cruzándose de vez en vez una graciosa bola de nieve, proyectil bastante mejor intencionado que muchas bromas verbales, riendo de buena gana si daba en el blanco, y con no menos sinceridad si se desviaba. Las tiendas de los vendedores de aves estaban aún a medio abrir, y las fruterías mostrábanse radiantes en todo su esplendor. Había cestos inmensos, redondos y panzudos de castañas, en forma de chalecos de alegres caballeros, recostados en las puertas, que se desbordaban sobre la calle en su apoplética opulencia. Cebollas españolas de rostro rubicundo y moreno, anchas caderas relucientes en su gordura como frailes españoles, haciendo guiños desde sus anaqueles con traviesa socarronería a las muchachas que pasaban mirando, gazmoñas, a las colgadas ramas de muérdago. Peras y manzanas amontonadas en lozanas pirámides; racimos de uva que, por benevolencia de los comerciantes, se balanceaban en descarados ganchos para que las bocas de las gentes pudieran hacerse agua gratis al pasar; rimeros de avellanas, musgosas y morenas, que recordaban, con su fragancia, los antiguos paseos por los bosques, y el agradable pasar hundido hasta los tobillos, por entre las hojas marchitas; reinetas de Norfolk, regordetas y atezadas, que realzaban el amarillo de las naranjas y limones y en la gran concreción de su jugosa presencia, incitaban y suplicaban insistentes que las llevasen a casa en las bolsas de papel para ser gustadas después de comer. Hasta los pececillos de oro y plata, expuestos entre esta selección de frutas en una escudilla, no obstante pertenecer a una raza insulsa y de sangre estancada, parecían darse cuenta de que algo sucedía y, para ser unos peces, daban jadeantes vueltas en torno a su pequeño mundo con lenta y desapasionada conmoción.

¿Y las tiendas de comestibles? ¡Ah, las tiendas de comestibles! Estaban casi cerradas, quizá con un par de postigos por echar, o sólo uno; pero a través de este resquicio, ¡qué espectáculo! No era ya que los platillos de la balanza, al caer sobre el mostrador, produjesen un alegre sonido; que el bramante y el carrete se separasen con presteza; que los botes resonasen al subir y al bajar, como en un juego de prestidigitación; ni siquiera que los aromas mezclados del té y el café resultasen tan gratos al olfato; o que las pasas se mostrasen tan llenas y orondas, tan blancas las almendras, tan largos y rectos los ramos de canela, tan deliciosas las demás especias, tan coruscantes las confitadas frutas, salpicadas de azúcar molida para que los más fríos observadores se sintiesen desmayar y biliosos después. No era tampoco que los higos apareciesen húmedos y carnosos; que las ciruelas francesas se ruborizasen con agridulce modestia en sus adornadas cajas; que todo resultase sabroso al paladar con su vestido de Navidad, sino que las parroquianas todas, tan presurosas y agitadas iban con la esperanzada promesa de aquel día, que se tropezaban unas con otras al salir, estrujándose las cestas de mimbre, dejándose olvidadas las compras sobre el mostrador, volviendo a toda prisa a buscarlas, y cometiendo centenares de errores parecidos, con el mejor humor posible, mientras que el tendero y sus dependientes, tan campechanos y lozanos estaban, que los pulidos corazones con que se ataban los mandiles a la espalda bien pudieran ser los suyos propios, expuestos a la general inspección para que las cornejas de Navidad los picoteasen si se les apetecía.

Pero pronto llamaron los campanarios a las buenas gentes para que acudiesen a las iglesias y a la capilla, y allá se fueron, en grupos, por las calles, vestidos con sus mejores galas y con sus más alegres semblantes. Y al mismo tiempo surgieron de múltiples pasadizos, callejuelas e innominadas revueltas, un tropel de innumerables gentes que llevaban sus cenas a las tahonas. El Espíritu pareció interesarse mucho en el espectáculo de estos pobres parranderos, pues que se quedó parado con Scrooge junto a él, a la entrada de una panadería, y levantando las tapaderas, al paso de sus portadores, espolvoreaba incienso sobre sus cenas con la antorcha. Extraordinaria antorcha era aquélla, pues que una o dos veces, y al producirse unas aireadas palabras entre algunos de aquellos que iban cargados con la cena y que se atropellaron, derramó unas gotas de agua sobre ellos con la misma y al punto recuperaron su buen humor. Porque decían que era una vergüenza reñir el día de Navidad. ¡Y lo era! ¡Gracias a Dios, lo era!

A su tiempo cesaron las campanas y cerrarónse las tahonas; y, sin embargo, observábase como un símbolo agradable de todas aquellas cenas y de la marcha de su condimento, en la mancha de humedad que el deshielo producía en cada uno de los hornos, y en los que humeaba el pavimento como si también las piedras se cociesen.

- ¿Tiene un sabor peculiar lo que rociáis con vuestra antorcha? -preguntó Scrooge.

- Lo tiene. El mío.

- ¿Y sirve para cualquier clase de cena de este día?

- Para cualquiera si se ofrece con cariño. Cuanto más pobre, mejor.

- ¿Y por qué mejor? ... -interrogó Scrooge.

- Porque es la que más lo necesita.

- Espíritu -dijo Serooge después de un momento de reflexión-. Lo que extraña es que vos, entre todos los seres de los muchos mundos que nos rodean, queráis imitar las oportunidades de inocente goce que tienen estas gentes.

- ¿Yo? -exclamó el Espíritu.

- Querríais privarles de los medios con que cuentan para cenar cada séptimo día (Para los cuáqueros, el séptimo día viene siendo el sábado, que muchas veces es el único en que puede decirse que cenan de verdad -añadió Scrooge-. ¿No cierto?

- ¿Yo? -repitió el Espíritu.

- ¿No pretendéis cerrar esos lugares el séptimo día? -alegó Scrooge-. Pues eso equivale a lo mismo.

- ¿Qué pretendo yo?

- Perdonadme si estoy equivocado. Se ha hecho en vuestro nombre, o menos, en el de vuestra familia -repuso Scrooge.

- Algunos hay en esta tierra vuestra -replicó el Espíritu- que pretenden conoceros y que ejecutan sus actos de pasión, de orgullo, de mala voluntad, de odio, de envidia, de intolerancia y egoísmo en nuestro nombre, y tan ajenas a nosotros y a todos nuestros parientes y amigos como si jamás hubiesen existido. Acuérdate de esto, y cúlpa a ellos de sus actos y no a nosotros.

Scrooge prometió hacerlo, y continuaron avanzando, invisibles, como antes por los suburbios de la ciudad. Una de las notables cualidades del Fantasma -que ya había advertido Scrooge en la tahona- era que, no obstante su tamaño gigantesco, podía colocarse en cualquier sitio cómodamente, y que se aposentaba al amparo de un bajo techo con el mismo aire grácil de criatura sobrenatUral que lo hubiera hecho en una elevada sala.

Quizá fuese el placer que experimentaba el buen Espíritu en demostrar esta facultad suya, o acaso su carácter afable, generoso y cordial y su simpatía por los pobres, lo que le llevó directamente a casa del empleado de Scrooge, pues que hacia allí se dirigió llevando a éste consigo, cogido de sus vestiduras. En el umbral de la puerta sonrió el Espíritu y se detuvo a bendecir la morada de Bob Cratchit con las aspersiones de su antorcha. ¡Imaginaos! ¡Bob no ganaba más que quince chelines a la semana; sólo quince chelines se embolsaba los sábados, y, sin embargo, el Espíritu de la Navidad presente bendecía ahora su casa de cuatro habitaciones!

Surgió entonces la señora Cratchit, la esposa del escribiente, pobremente ataviada con un vestido vuelto dos veces, pero profuso en cintas, que son baratas y hacen muy buen efecto por seis peniques; extendió el mantel con ayuda de Belinda Cratchit, la segunda de las hijas tambien provocativa de cintas en tanto el señorito Pedro Cratchit hundía un tenedor en la olla de las patatas, y metiéndose en la boca las puntas de su enorme cuello -propiedad particular de Bob, cedido a su hijo y heredero en honor a la festividad del día-, regocijábase al verse tan elegantemente ataviado y suspiraba por mostrar su ropa interior en el París elegante, Otros dos Cratchits más pequenos, niño y niña, entraron presurosos, vociferando que desde la puerta de la tahona habrían percibido el olor a ganso, reconociéndolo como suyo. Recreándose en gozosos pensamientos con la salvia y la cebolla, los jóvenes Cratchis comenzaron a dar vueltas en torno a la mesa, exaltando la figura de Pedro Cratchit hasta los cielos, mientras éste -nada orgulloso, aunque el cuello casi le ahogaba- soplaba la lumbre, hasta que las patatas, que borbollaban con lentitud, sacudieron fuertemente la tapa de la cacerola para que las sacasen y las pelasen.

- ¿Dónde se habrá metido vuestro padre? -dijo la señora Cratchit-. ¿Y tu hermano Timotein? La Navidad pasada, Marta llegó lo menos media hora antes.

- ¡Aquí está Marta, madre! -exclamó una muchacha al tiempo que pronunciaba estas palabras.

- ¡Áquí está Marta, madre! -gritaron los dos pequeños Cratchits-. ¡Viva! ¡Tenemos un ganso, Marta!

- Pero, por Dios, hija mía, ¡qué tarde vienes! -dijo la señora Cratchit besándole el chal y el sombrero con oficioso celo.

- Anoche nos quedó un montón de trabajo por hacer -contestó la muchacha- y lo hemos tenido que despachar esta mañana, madre.

- Bueno, olvidémoslo puesto qUe ya has venido -respondió la señora Cratchit-. Siéntate a la lumbre, hija mía, y caliéntate un poco. ¡Válgame Dios!

- ¡No, no! ¡Ya viene papá! -gritaron los dos Cratchits, que estaban en todas partes al mismo tiempo-. ¡Escóndete, Marta, escóndete!

Se escondió Marta y entró el pequeño Bop, el padre, asomando por lo menos tres pies de bufanda, sin contar el fleco; zurcidas y cepilladas sus raídas ropas en consonancia con el acontecimiento, y con Timoteín a hombros ¡Ay Timoteín ...! Llevaba una muleta y sus piernas estaban encerradas en una armadura de hierro!

- Pero ¿dónde está nuestra Marta? -gritó Bob Cratchit mirando en derredor suyo.

- No viene -dijo la señora Cratchit.

- ¡Que no viene! -exclamó Bob, con un súbito descenso de su elevado espíritu, pues que habíale servido a Timoteo de caballo de raza desde la iglesia y había llegado a casa desenfrenado. ¡Mira que no venir el día de Navidad!

A Marta no le gustaba verle contrariado, aunque sólo fuese en broma; salió, pues, prematuramente, de detrás de la puerta del armario y corrió a sus brazos, en tanto los dos pequeños Cratchits achuchaban a Timoteín y se lo llevaban al lavadero para que pudiera oír el canto del budín en el caldero.

- ¿Qué tal se ha portado Timoteíto? -preguntó la señora Cratchit después de burlarse de Bob por su credulidad y de que éste abrazó a su hija hasta quedarse satisfecho.

- Ha sido más bueno que el pan -contestó Bob-. De todas maneras se pone melancólico, de tanto estar solo, y se le ocurren las cosas más extrañas que hayas oído en tu vida. Cuando veníamos hacia casa me dijo que ojalá le hubiesen visto las gentes que estuviesen en la iglesia, porque como estaba lisiado, pudiera resultarles agradable el recordar en este día de Navidad a Aquel que hizo andar a los mendigos cojos y dió vista a los ciegos.

La voz de Bob temblaba al decir esto y aún se estremeció más al añadir que Timoteín se estaba poniendo muy fuerte y muy bien.

Oyóse el rumor de la activa muleta golpear sobre el suelo, y regresó Timoteín sin que se pronunciara una palabra más, seguido de su hermano y su hermana, que le escoltaron hasta su escaño junto al fuego. Mientras tanto, Bob, remangándose los puños, como si, ¡pobre hombre!, fuese posible que se deshilachasen más todavía, compuso un brebaje caliente en un jarro, con ginebra y limones, dióle vueltas y más vueltas y lo colocó luego en la repisa del hogar para que hirviese a fuego lento. Pedrito y los dos rubicundos Cratchits fueron en busca del ganso, con el que regresaron al punto en solemne procesión.

Tal bullicio se produjo que se pensara que un ganso es la más rara de todas las aves; un fenómeno con plumas comparado con el cual un cisne negro sería casi corriente; aunque en verdad resultaba algo muy semejante en aquella casa. La señora Cratchit calentó la salsa (preparada de antemano) hasta hacerla sisear; el señorito Pedro aplastó las patatas con vigor increíble: la señorita Belinda endulzó la compota de manzana; María limpió el polvo a los platos calientes; Bob colocó a Timoteíto a su lado, en una esquina de la mesa; los dos pequeños Cratchits prepararon sillas pára todos, sin olvidarse de sí mismos, y montando la guardia en sus puestos, se metieron la cuchara en la boca por temor a gritar pidiendo ganso antes que les llegase el turno a servirlos. Por último se pusieron los platos y se bendijo la mesa. A esto siguió una pausa sin aliento, cuando la señora Cratchit, revisando lentamente el trinchante, se dispuso a hundirlo en la pechuga; mas tan pronto como lo hizo y salió el esperado relleno, se alzó un murmullo de placer en torno a la mesa, y hasta Timoteín, animado por los dos Cratchits pequeños, comenzó a dar golpes en la mesa con el mango del cuchillo y gritó débilmente: ¡Viva!

En la vida se vió un ganso como aquél, Bob dijo que no podía creer que jamás se hubiese guisado tan bien un ganso. Lo tierno que estaba, lo bien que sabía, su tamaño y su baratura fueron temas de general admiración para toda la familia; en efecto, como dijo la señora Cratchit, toda gozosa, contemplando un huesecillo que quedó en la fuente, ¡al final no se lo habían comido todo! Sin embargo, todos tuvieron bastante, y los pequeños Cratchits en particular, que se empaparon de salvia y cebolla hasta las cejas.Mas ahora, una vez que la señorita Belinda cambió los platos, la señora Crarchit abandonó la estancia -demasiado nerviosa para consentir que la viesen -a fin de sacar el budín y traerlo.

Suponed que no estuviese lo suficientemente hecho! ¡Suponed que se rompiese al darle la vuelta! ¡Suponed que alguien hubiese saltado la tapia del corral y lo hubiera robado mientras ellos se solazaban con el ganso! (Esta suposición dejó lívidos a los dos pequeñuelos). Se supusieron toda clase de horrores.

¡Atención! ¡Una gran cantidad de humo! ¡Ya estaba el budín fuera de la cacerola! ¡Olía a día de colada! Pero eso era el mantel. ¡Olía a casa de comidas con una pastelería al lado, seguida de un lavadero! ¡Eso era el budín! Medio minuto después entraba la señora Cratchit -sofocada, pero sonriente y satisfecha- llevando el budín como una bala de cañón espolvoreada, tan duro y firme estaba, ardiendo en medio cuartillo de coñac inflamado y adornada con una rama de acebo clavada en lo alto, ¡Oh, qué maravilloso budín! Bob Cratchit dijo, con gran prosopopeya, que lo consideraba el mayor éxito alcanzado por la señora Cratchit desde que se casaron. La señora Cratchit declaró que ahora que aquel peso se le había quitado de encima, confesaría que había tenido sus dudas respecto a la cantidad de harina, Todo el mundo tuvo algo que decir del budín, pero nadie dijo ni penso que era indudablemente pequeño para una familia tan numerosa, Hubiera sido pecado de herejía el decirlo sólo con una insinuación sobre ello. Anita Cratchit se hubiera puesto como la grana.

Por fin terminó la cena, se quitó el el mantel, se barrió el hogar y se avivó el fuego. Probada que fue la mezcla del jarro, y considerada perfecta, trajéronse a la mesa manzanas y naranjas y se echo un cogedor lleno de castañas a la lumbre. Toda la familia Cratchit se congregó entonces en torno al hogar, formando lo que Bob Cratchit llamaba un círculo, y no lo era más que a medias; cerca de Bob Cratchit y a su alcance estaba toda la cristalería de la familia: dos vasos grandes y un flanero sin asas.

Con éstos se sacaba el caliente brebaje del cacharro, mejor que con copas de oro, y Bob lo servía, reluciéndole la mirada, en tanto las castañas chisporroteaban y crujían en el fuego. Entonces de brindó Bob:

- ¡Felices Pascuas a todos los presentes, queridos míos! ¡Que Dios nos bendiga a todos!

Toda la familia se hizo eco de estas palabras.

- ¡Que Dios nos bendiga a todos! -dijo Timoteíto, el último!

Se sentó muy cerca de su padre, sobre su escaño. Bob estrechó con la suya la manita mustia del pequeño como si, adorándole, quisiera tenerle a su lado, temeroso de que alguien se lo pudiera arrebatar.

- Espíritu -dijo Scrooge, con un initerés que no había sentido nunca-, dime si vivirá Timoteíto.

- Veo un asiento vacío -respondió el Fantasma- en esa pobre chimenea, y una muleta sin dueño, cuidadosamente conservadas. Si el futuro deja intactas todas esas sombras, el niño morirá.

- No, no -exclamó Scrooge-. ¡Bondadoso Espíritu, no! Dime que a él lo salvarán.

- Si el futuro deja intactas esas sombras -repitió el Fantasma-, ninguno la de los de mi raza le volverá a encontrar aquí. ¿Y qué importa? Si él ha de el morir, mejor será que mUera y disminuya el exceso de población.

Scrooge bajó la cabeza al oír sus palabras repetidas por el Espíritu y se sintió abrumado de arrepentimiento y de pesar.

- Hombre -dijo el Espectro-, si eres hombre de corazón y no de diamante, prescinde de esa jerga perversa hasta que hayas averiguado cuál es el exceso y dónde está. ¿Vas a decidir tú qué hombres son los que han de vivir y cuáles han de morir? Acaso a los ojos de Dios eres tú más indigno y menos apto para la vida que otros millones iguales al hijo de ese pobre hombre. ¡Ay Dios! ¡Tener que oír al insecto que está sobre la hoja hablar dogmáticamente sobre el exceso de vida entre sus hermanos hambrientos en el polvo!

Scrooge se inclinó ante el reprocbe del Fantasma y, tembloroso, bajó los ojos al suelo. Pero los alzó velozmente al oír su nombre.

- ¡Por el señor Scrooge! ... -dijo Bob--. ¡Voy a brindar por el señor Scrooge, fundador de la fiesta!

- ¡El verdadero fundador de la fiesta! -dijo la señora Cratchit, ruborizándose-. ¡Ojalá le tuviésemos entre nosotros! Le daría un trozo de mi imaginación para que se lo comiese, y ya había de tener buen apetito.

- ¡Querida -dijo Bob-, los niños! Que estamos en Navidad.

- Desde luego -respondió ella-. Tiene que ser Navidad para que se beba a la salud de un hombre tan odioso, tan cochino, tan cruel y de tan malos sentimientos como el señor Scrooge. ¡Y tú sabes que lo es, Roberto! ¡Nadie mejor que tú lo sabe, pobre!

- Querida mía -fue la suave respuesta de Bob-, ¡que estamos en Navidad!

- Brindaré a su salud, por ti y por el día -contestó la señora Cratchit-, pero no por él. ¡Que viva muchos años! ¡Que tenga felices Pascuas y feliz Año Nuevo! Estará muy contento y muy feliz, no lo dudo.

Correspondieron los hijos al brindis tras ella. Fue el primero de sus actos que carecía de sinceridad. Timoteíto se bebió su parte hasta el fin, pero sin que le importase un ardite. Scrooge era el ogro de la familia. La sola mención de su nombre tendió una sombra sobre la reunión, que tardó cinco minutos largos en disiparse.

Una vez desaparecida, se sintieron diez veces más alegres que antes, con el solo consuelo de haber desecartado al funesto Scrooge. Hablóles Bob Cratchit de cierta colocación que había pensado para Pedrito, y que le proporcionaría, caso de obtenerla, cinco chelines y medio a la semana. Los dos pequeños Cratchits rieron de un modo tremendo ante la idea de que Pedro iba a convertirse en un hombre de negocios, y el mismo Pedro pareció mostrarse pensativo dentro de su cuello, como si deliberase a qué especiales inversiones se dedicaría cuando entrase en posesión de tan tremendo ingreso. Marta, que era una pobre aprendiza de modista, contóles entonces la clase de trabajo que hacía, cuántas horas trabajaba de una sentada y todo el tiempo que se proponía pasarse en la cama al día siguiente por la mañana para gozar de un buen descanso, puesto que era fiesta y la pasaba en casa. Hablóles también de una condesa y un lord que había visto días antes; el lord era casi tan alto como Pedro. Al oír esto, Pedro se levantó el cuello de tal modo que se le veía la cabeza. Este fue el momento de que se sirviese una ronda del jarro y las castañas, de paso. Timoteito entonó una canción de un niño perdido en la nieve, con una vocecilla quejumbrosa, pero bastante bien, por cierto.

En todo aquello no había ninguna distinción. No era una familia elegante; no iban bien vestidos; a sus zapatos les faltaba mucho para ser impermeables; sus vestidos eran escasos y Pedro tal vez conocía, y probablemente asi era, una casa de empeño. Pero eran felices, agradecidos, sentían satisfechos mutuamente y contentos al instante, y cuando comenzaron a desvanecerse, con aspecto más dichoso aún, al chispear de la antorcha del Espíritu Scrooge no los perdió de vista sobre todo a Timoteíto, hasta el fin.

Oscurecía ya y la nieve caía en abundancia. Al paso de Scrooge y del Espíritu por las calles, el resplandor de los crepitantes fuegos de las cocinas, salones y demás estancias era maravilloso. Aquí, el fluctuar de la llama mostraba los preparativos para una apetitosa cena con las humeantes fuentes puestas en fila ante la lumbre, y las cortinas, de un rojo vivo, dispuestas para cerrar el paso al frío y la oscuridad. Allá, todos los chiquillos salían corriendo a la nieve al encuentro de sus hermanos casados, hermanas, primos, tíos y tías, para ser los primeros que los saludaran. En otro lugar, sobre los visillos de las ventanas, proyectábanse las sombras de los invitados reunidos, y en diferente sitio, un grupo de bellas muchachas, encapuchadas todas y con botas de piel, parloleaban al tiempo, corrían presurosas a alguna casa vecina donde desgraciado el soltero que las viera entrar -como hechiceras redomadas, bien lo sabían ellas- todas encendidas.

Pero, a juzgar por el número de gentes. que se dirigían a las amigables reuniones, bien pudiera pensarse que nadie se había quedado en casa para recibirlos cuando llegaran, en vez de que en todas partes esperasen invitados y hubiesen rellenado los fuegos hasta casi la mitad de la chimenea. ¡Benditos sean y cómo se regocijaba el Fantasma! ¡Cómo desnudaba la anchura de su pecho, y abría la palma de su mano amplia, y se alzaba derramando con mano generosa el esplendoroso e inofensivo júbilo sobre todo cuanto quedaba a su alcance. ¡Hasta el farolero que corría delante de ellos, salpicando la calle oscura con manchitas de luz, vestido para pasar la noche en algún sitio, se reía estruendosamente al pasar el Espíritu, sin imaginarse que era la Navidad en persona la que tenía junto a él!

Ahora, sin que el Fantasma se lo anunciase con una sola palabra, hallábase en un páramo desolado y desierto, en donde había diseminados monstruosos bloques de tosca piedra, cual un cementerio de gigantes, y el agua se derramaba dondequiera que se inclinaban, o así lo hubiera hecho de no impedírselo el hielo que la tenía prisionera, sin que se viese más que musgo y árgoma y una hierba basta y espesa. Por Poniente, el sol que moría había dejado una ráfaga de furioso color rojo, que fulguró sobre la desolación un instante, como una mirada adusta, y bajando, bajando cada vez más, se perdió en la espesa tiniebla de la noche oscura.

- ¿Qué lugar es éste? -preguntó Scrooge.

- El sitio donde viven los mineros que trabajan en las entrañas de la tierra -contestó el Espíritu-. Pero verás cómo me conocen.

Brillaba una luz en una de las ventanas de una choza y rápidamente avanzaron hacia ella. Pasando a través de la pared de barro y piedra, hallaron un animado grupo reunido en torno a un resplandeciente fuego. Un viejo y una vieja, muy viejecitos, con sus hijos y los hijos de sus hijos, y otra generación más aún, todos alegremente ataviados con sus galas de fiesta. El viejecillo, con una voz que rara vez sobresalía por encima del ulular del viento sobre la paramera, entonaba una canción de Navidad -ya era muy vieja cuando él la cantaba de niño-, y de vez en vez uníansele todos en coro. Tan pronto como alzaban sus voces, animábase el viejo y gritaba; de igual modo, cuando cesaban ellos, cedía su vigor de nuevo.

No se detuvo aquí el Espíritu, sino que, ordenándole a Scrooge que se asarrase a sus vestiduras, y pasando por encima del páramo, lanzóse ... ¿Hacia dónde? ¿No sería al mar? Pues si, al mar. Con gran horror de Scrooge, al mirar hacia atrás, vió el final de la tierra y, tras ellos, una espantosa hilera de rocas; ensordecidos estaban por el estruendo del agua, que, al ondear, rugía y bramaba entre las horrorosas cavernas que había abierto, intentando con fiereza socavar la tierra.

Erigido sobre un triste arrecife de rocas hundidas, a una legua, poco más o menos de la costa, contra el cual las aguas se estrellaban y saltaban todo el año, se alzaba un faro solitario. Grandes montones de algas se aferraban a su base, y los petreles -nacidos del viento había que suponer, como las algas nacen del agua- subían y bajaban en su derredor, como las olas que rozaban con sus alas.

Mas aun allí los dos hombres que vigilaban la luz habíán encendido una hoguera que, a través de una tronera abierta en el espeso muro de piedra, derramaba un rayo de claridad sobre el horrible mar. Uniendo sus manos callosas sobre la tosca mesa ante la que estaban sentados, se desearon mutuamente felices Pascuas con sus jarros de grog, y el más viejo de los dos, cuyo rostro mostraba las huellas y cicatrices de la intemperie, como el mascarón de proa, de un viejo navío, entonó una estruendosa canción, que era por sí sola una galerna.

De nuevo el Fantasma aceleró el paso por encima del mar negro y encrespado -¡adelante, adelante!-, hasta que, muy lejos ya de la costa, según le dijo a Scrooge, descendieron sobre un barco. Se detuvieron junto al timonel, junto al vigía de proa, junto a los oficiales que hacían la guardia, figuras oscuras, espectrales, en sus diversos puestos; mas todos ellos canturriaban una canción de Navidad, o tenían un pensamiento para la Navidad, o hablaban en voz baja al compañero de algún día de Navidad pasado, con la esperanza del regreso al hogar en otro igual. Y todos los hombres de a bordo, dormidos o despiertos, buenos o malos, tenían para los demás, en este día, una palabra más dulce que en cualquier otro del año, y habían participado de algún modo en las fiestas, recordaban a sus seres queridos en la lejanía y estaban seguros de que se complacían recordándolos a ellos.

Fue una gran sorpresa para Scrooge en tanto escuchaba los gemidos del viento y pensaba en lo solemne que resultaba avanzar a través de las solitarias tinieblas de una sima ignota, cuyas profundidades eran misterios tan hondos como la muerte; fue una gran sorpresa para Scrooge, en esto entretenido, el escuchar una franca carcajada, y resultó mayor aún la sorpresa de Scrooge al reconocer en ella la risa de su sobrino y encontrarse en una clara, seca y resplandeciente estancia, teniendo a su lado al Espíritu sonriente, que contemplaba a su sobrino con gesto de aprobación.

- ¡Ja, ja, ja! -reía el sobrino de Scrooge-. ¡Ja, ja, ja!

Si por rara casualidad llegaseis a conocer a un hombre de una risa más bienaventurada que la del sobrino de Scrooge, no puedo deciros sino que me gustaría conocerle. Presentádmelo, que cultivaré su amistad.

Es justa, equitativa y noble disposición de las cosas que, si bien las en enfermedades y la pena se contagian, no hay nada en el mundo tan irresistiblemente contagioso como la risa y el el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge se rió de este modo, apretándose las caderas, bamboleando la cabeza y retorciendo el rostro con las más extravagantes contorsiones, la sobrina pOlítica de Scrooge se rió de tan buena gana como él. Y todas sus amistades allá reunidas por no quedarse atrás, rieron a carcajadas.

- ¡Ja, ja! .... ¡Ja, ja, ja, ja!

- ¡Tan verdad como que me estáis viendo que dijo que las Navidades son una paparrucha! -exclamó el sobrino de Scrooge-. ¡Y el caso es que se lo creía!

- ¡Mayor vergüenza para él todavía, Fred! -dijo la sobrina de Scrooge, indiganda, Benditas mujeres; jamás hacen nada a medias. Siempre son sinceras.

Era muy linda ..., muchísimo. El lindo rostro lleno de hoyuelos, de mirada sorprendida, boca pequeña y fresca, que parecía hecha para ser besada, como, sin duda, lo había sido; unos preciosos lunares en la barbilla, que se le juntaban al reír, y los dos ojos más risueños que hayáis visto jamás en una criatura. En conjunto, resultaba lo que pudiera decirse provocativa, ya comprenderéis, pero expiatoria. ¡Oh, verdaderamente expíatoria!

- Es un viejo muy gracioso -siguió dicIendo el sobrino de Scrooge-, ésa es la verdad; y no todo lo agradable que pudiera ser. Sin embargo, en el castigo lleva la penitencia, y no tengo nada que decir contra él.

- Estoy segura de que es muy rico, Fred -insinuó la sobrina de Scrooge-. Por lo menos, eso me has dicho siempre.

- ¿Y qué? -repuso el sobrino de Scrooge-. Sus riquezas no le sirven para nada. No hace ni un solo bien con ellas. No se procura ningún bienestar. No tiene siquiera la satisfacción de pensar. ¡Ja, ja, ja!, que nos va a beneficiar con ellas.

- Pues yo pierdo la paciencia con él -alegó la sobrina de Scrooge.

Las hermanas de esta sobrina y todas las demás mujeres expresaron la misma opinión.

- ¡Pues yo, no! -contestó el sobrino de Scrooge-. Me da pena; no podría enfadarme con él aunque quisiera. ¿Quién es el que sufre con sus caprichos? El mismo, siempre. Se le ha metido en la cabeza el tenernos antipatía, y no viene a cenar con nosotros. ¿Cuál es la consecuencia? No es muy buena la cena que se pierde.

- Pues yo creo que se pierde una cena buenísima -interrumpió la sobrina de Scrooge.

Todos dijeron lo mismo, y debían de tener buenos motivos para juzgar con competencia, puesto que acababan de saborearla, y, con el postre sobre la mesa, se habían agrupado en torno a la lumbre, a la luz de la lámpara.

- ¡Bueno! Me alegro de saberlo -comentó el sobrino de Scrooge- porque no tengo mucha fe en estas jóvenes amas de casa. ¿Qué dices tú, Topper?

Evidentemente, Topper había puesto los ojos en una de las hermanas de la sobrina de Scrooge, pues que contestó que un soltero es un mísero paria que no tiene derecho a expresar su opinión sobre el particular.

Al oír esto, la hermana de la sobrina de Scrooge -la más rolliza, con escote de encaje, no la de las rosas- se sonrojó.

- Continúa, Fred -dijo la sobrina de Scrooge, batiendo palmas-. No acaba nunca lo que empieza a decir. ¡Qué hombre tan ridículo!

El sobrino de Scrooge escandalizó con otra carcajada, y como fuera imposible evitar el contagio, a pesar de que la rolliza hermana hizo todo lo que pudo con vinagre aromático su ejemplo fue seguido por unanimidad.

- Sólo iba a decir -añadió el sobrino de Scrooge- que la consecuencia de su antipatía por nosotros y de no sentirse contento con nosotros es, creo yo, que se pierde algunos momentos agradables que no le vendrían mal. Estoy seguro de que se pierde algunos compañeros más agradables de los que puede encontrar en sus propios pensamientos, en su mohosa oficina o en sus polvorientas habitaciones. Todos los años pienso darle la misma oportunidad, le guste o no le guste, porque le compadezco. Que se burle de la Navidad hasta el día de su muerte, pero no podrá dejar de pensar mejor de ella, le desafío, si me ve ir a decirle, año tras año, con magnífico humor: ¿Qué tal estáis, tío Scrooge? Si de esa manera se consigue ponerle en vena de dejarle cincuenta libras a su pobre dependiente, ya es algo; y me parece que ayer le conmoví.

Ahora les tocó reírse a los demás ante la idea de que pudiera conmover a Scrooge. Mas como era íntimamente bondadoso y no le preocupaba mucho que se rieran, con tal que lo hiciesen los alentó en su contento y les ofreció una botella jubilosamente.

Después del té hubo un poco de música, porque era una familia musical que sabía lo que se hacía cuando entonaban un coro a varias voces, os lo aseguro; especialmente Topper, que sabía lanzar su voz de bajo como el mejor, sin que se le hinchasen las grandes venas de la frente ni ponerse colorado. La sobrina de Scrooge tocaba muy bien el arpa, y, entre otras piezas, interpretaba un airecillo sencillo-una cosa de nada, que se aprendía a silbar en dos minutos-, conocido de la chiquilla que fue a buscar a Scrooge a la escuela de internos, como lo recordara el Fantasma de las Pasadas Navidades. Cuando sonó esta melodía, todas las cosas que el Fantasma le enseñara volvieron de nuevo a su imaginación; se enterneció cada vez más, y pensó que si la hubiera escuchado con más frecuencia, hacía años, acaso hubiera cultivado por sí sola las bondades de la vida en favor de su felicidad, sin tener que recurrir al azadón del sepulturero que enterró a Jacobo Marley.

Mas no dedicaron toda la velada a la música. Al rato jugaron a las prendas, porque conviene sentirse niño a veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando su creador fue niño también. ¡Alto! Primero había que jugar a la gallina ciega, naturalmente. Y más me inclino a pensar que Topper tuviese ojos en las botas que a creer que se cegara de veras. Mi opinión es que aquello era cosa convenida entre él y el sobrino de Scrooge, y que el Espectro de la Navidad presente lo sabía. La forma en que perseguía a la muchacha rolliza, la del escote de encaje, era un ultraje a la credulidad del género humano. ¡Tirando al suelo el atizador, tropezando con las sillas, dándose topetazos contra el piano, asfixiándose entre las cortinas, dondequiera que ella iba, allí iba él! Pero siempre sabía donde estaba la gordezuela hermana. No atrapaba a nadie más. Si alguien se echaba sobre él a propósito -como hicieron algunos-, simulaba que intentaba cogerle de un modo que resultaba una afrenta a su inteligencia, y al instante viraba en dirección a la hermana rolliza. Muchas veces gritaba ésta que eso no estaba bien, y, en realidad no lo estaba. Mas cuando, al fin, la atrapó; cuando, a pesar del crujir de su vestido, y de las rápidas sacudidas que diera cuando le tenía cerca, consiguió arrinconarla en donde no tenía escape, su conducta fue de lo más execrable. Porque fingir que no la conocía; simular que tenía necesidad de tocarle la cofia, y asegurarse, además, de su identidad oprimiéndole cierto anillo que llevaba en el dedo y la cadena que rodeaba su cuello, ¡fue una cosa vil y monstruosa! Sin duda que ella le expresaba su opinión sobre aquello cuando, al quedarse otro ciego, se pusieron a hablar muy confidencialmente detrás de las cortinas.

La sobrina de Scrooge no tomaba parte en aquel juego, sino que se había sentado cómodamente en un amplio sillón con su escabel en un abrígado rincón, en el que el Fantasma y Scrooge quedaban muy cerca de ella. Pero no participó en las prendas y causó admiración con todas las letras del alfabeto.

De igual modo en el juego del cómo, cuándo Y dónde brilló a gran altura, y con íntimo placer del sobrino de Scrooge dejó tamañitas a sus hermanas, aunque chicas avispadas también, como Topper podría decíroslo. Unas veinte personas había reunidas allí, entre jóvenes y viejos; pero todos jugaron, y también Scrooge, que, olvidándose por completo, en el interés que despertó en él cuanto sucedía, de que su voz no llegaba a los oídos de los demás, a veces lanzaba, gritando, su solucíón, y muchas veces acertaba, porque la aguja más fina, la mejor Whitechapel, garantizada de que no corta el hilo por el ojo, no fuera tan aguda como Scrooge, a pesar de que a él se le había metido en la cabeza hacerse pasar por romo.

Tan satisfecho estaba el Fantasma al verle de este ánimo, y le miraba con tanta complacencia, que, como un chiquillo, quiso quedarse hasta que se fueran los invitados. Pero el Espíritu dijo que esto no podía ser.

- Ahora viene otro juego -dijo Scrooge-. ¡Sólo media hora, Espíritu!

Se trataba del juego del sí y el no, en el que el sobrino de Scrooge tenía que pensar una cosa que habían de averiguar los demás, contestando él únicamente a sus preguntas con un sí o con un no, según fuere el caso. El nutrido fuego de preguntas a que le sometieron revelaron que estaba pensando en un animal, un animal vivo, bastante desagradable; un animal salvaje; un animal que gruñía y rezongaba algunas veces, que hablaba otras y vivía en Londres; se paseaba por las calles, no lo exhibían, ni lo llevaba nadie ni vivía en un parque zoológico; que no lo mataban en el mercado; no era un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un oso. A cada nueva pregunta que le hacían, este sobrino lanzaba una nueva explosión de carcajadas, y tanto se divertía, que se veía obligado a levantarse del sofá y a patear sobre el suelo. Al fin, la hermana rolliza, poniéndose en igual estado, gritó:

- ¡Ya lo he adivinado! ¡Ya sé lo que e es, Fred! ¡Ya sé lo que es!

- ¿Qué? -preguntó Fred.

- ¡Es tu tío Scrooge!

Y lo era, ciertamente. Se alzó un movimiento general de admiración, aunque algunos objetaron que la respuesta a ¿Es un oso? debiera haber sido que , ya que la contestación negativa bastaba para haber desviado el pensamiento del señor Scrooge, suponiendo que se hubieran inclinado por aquel camino.

- Creo que nos ha proporcionado una gran diversión -dijo Fred-, y sería una ingratitud no beber a su salud. PUesto que todos tenemos un vaso de vino especiado al alcance de nuestra mano en este momento, yo brindo: ¡Por el tío Scrooge!

- ¡Está bien! ¡Por el tío Scrooge! -gritaron todos.

- ¡Sea lo que sea, deseémosle al viejo felices Pascuas y un feliz Año Nuevo! -dijo el sobrino de Scrooge-. Es posible que no quisiera aceptarlas de mí, pero que las reciba, sin embargo. ¡Por el tío Scrooge!

El tío Scrooge había ido poniéndose imperceptiblemente tan animado y contento, que hubiera brindado a su vez en honor de la ignorante reunión, dándoles gracias con voz inaudible, si el Espectro le hubiera dejado tiempo para ello. Mas toda la escena se esfumó con el aliento de la última palabra que pronunciara su sobrino, y de nuevo halláronse en marcha el Espíritu y él.

Muchas cosas vieron, muy lejos llegaron y múltiples hogares visitaron, y siempre con un feliz resultado. El Espíritu se detuvo junto al lecho de los enfermos, y alegres se sentían; en tierras extranjeras, y se creían en su patria; junto a los hombres que luchaban, y se mostraban pacientes en su mayor esperanza; cerca de los pobres, y se consideraban ricos. En el hospicio, en el hospital y en la cárcel, en todos los refugios de la desgracia, donde el hombre vanidoso, en su escasa y breve autoridad, no había atrancado la puerta y cerrado el camino al Espíritu, dejó éste su bendición y enseñóle a Scrooge sus preceptos.

Fue una noche inmensa, si es que tan sólo fue una noche; pero Scrooge abrigaba sus dudas sobre esto, porque los días de Navidad parecían hallarse condensados en el espacio de tiempo que pasaron juntos. Era extraño también que, en tanto Scrooge permanecía invariable en su forma exterior, el Fantasma envejecía cada vez más de un modo evidente. Scrooge había observado este cambio, pero no hizo nunca mención a él hasta que, al abandonar una reunión de día de Reyes y mirar al Espíritu cuando juntos se hallaban en un espacio abierto, advirtió que tenía los cabellos grises.

- ¿Tan corta es la vida de los espíritus? -preguntó Scrooge.

- Mi vida sobre la Tierra es muy breve -contestó el Fantasma-. Termina esta noche.

- ¡Esta noche! -exclamó Scrooge.

- A las doce. ¡Escucha! Se aproxima el momento.

En aquel momento las campanas dieron las once y tres cuartos.

- Perdonadme si no es justificada mi pregunta -dijo Scrooge, mirando con atención el vestido del Espíritu-, pero veo algo extraño y que no pertenece a vuestro ser asomado por debajo de vuestras faldas. ¿Es un pie o una garra?

- Pudiera ser una garra por la carne que la cubre -contestó el Espíritu con dolor-. Mira.

De los pliegues de sus vestiduras sacó dos niños miserables, abyectos, espantosos, horrendos, desdichados. Se arrodillaron a sus pies y se aferraron a su ropas.

- ¡Ah hombre! Mira esto. ¡Fíjate, fíjate en esto! -exclamó el Fantasma.

Eran un niño y una niña. Amarillos, flacos, raídos, ceñudos y hoscos, aunque abatidos al mismo tiempo en su humildad. Allí donde la airosa juventud debió llenar sus facciones poniéndoles sus más frescos matices, una mano provecta y temblorosa, como la de los años las había arrugado y retorcido, haciéndolas jirones. En el lugar donde debieran haberse entronizado los ángeles, acechaban los demonios, lanzando miradas amenazadoras. En todos los misterios de la maravillosa creación no hay cambio, degradación ni perversión humana de ninguna especie que pueda producir unos monstruos tan horribles y espantosos.

Scrooge retrocedió, aterrado. Como se los había enseñado de aquella forma, quiso decir que eran unes niños hermosos, pero las palabras se le estrangularon antes de participar en una mentira de tan enorme magnitud.

-¡Espíritu! ¿Son vuestros? -es lo único que pudo decir Scrooge.

- Son del hombre -dijo el Espíritu, contemplándolos-. Y se aferran a mí suplicantes, huyendo de sus padres. Este niño es la ignorancia. Esta niña es la indigencia. Guárdate de los dos y de todos los de su especie; pero, más que de nadie, guárdate de este niño, porque en su frente lleva escrita su sentencia, a menos que alguien borre sus palabras. ¡Niégalo! -exclamó el Espíritu, señalando con el brazo extendido hacia la ciudad-. ¡Calumnia a los que te lo digan! ¡Acéptalo para tus fines perversos, y empeóralo más todavía! ¡Y luego, atente a los resultados!

- ¿No tienen amparo ni recursos? -preguntó Scrooge.

- ¿Es que no hay cárceles? -dijo e Espíritu, dirigiéndose a él por última vez con sus mismas palabras-. ¿No hay hospicios?

La campana dió las doce.

Scrooge buscó al Fantasma a su alrededor, y no lo vió. Al dejar de vibrar la última campanada, recordó la predicción del viejo Marley, y, alzando le ojos, contempló un Espectro de aspecto solemne, cubierto y encapuchado, que se acercaba hacia él como la niebla sobre el suelo.

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