Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Primero Capítulo IIILibro Primero Capítulo VBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO IV

DE LA CONVALECENCIA E IDA A ESTUDIAR A ALCALÁ DE HENARES




Estamos en casa de don Alonso, y echáronnos en dos camas con mucho tiento, porque no se nos desparramasen los huesos de puro roídos del hambre. Trujeron exploradores que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí, como había sido mi trabajo mayor y la hambre imperial -al fin me trataban como a criado-, en buen rato no me los hallaron. Trajeron médicos, y mandaron que nos limpiasen con zorros el polvo de las bocas, como a retablos, y bien lo éramos de duelos. Ordenaron que nos dieran substancias y pistos. ¿Quién podrá contar, a la primera almendra y a la primera ave, las luminarias que pusieron las tripas de contento? Todo les hacía novedad. Mandaron los doctores que por nueve días no hablase nadie recio en nuestro aposento, porque, como estaban huecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de cualquier palabra. Con estas y otras prevenciones comenzamos a volver y a cobrar algún aliento; pero nunca podían las quijadas desdoblarse, que estaban magras y alforzadas; y así se dió orden que cada día nos la ahormasen con la mano de un almirez.

Levantámonos a hacer pinicos dentro de cuarenta días, y aún parecíamos sombras de otros hombres: y en lo amaillo y flaco, simiente de los padres del yermo. Todo el día gastábamos en dar gracias a Dios por habernos rescatado de la captividad del fierísimo Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus manos crueles. Si acaso comiendo alguna vez nos acordábamos de las mesas del mal pupilero, se nos aumentaba la hambre, tanto, que acrecentábamos la costa aquel día. Solíamos contar a don Alonso cómo al sentarse a la mesa nos decía males de la gula, no habiéndola él conocido en su vida; y reíase mucho cuando le contábamos que en el mandamiento del No matarás metía perdices y capones y todas las cosas que no quería darnos; y, por el consiguiente, la hambre, pues parecía que tenía por pecado, no sólo el matarla, sino el herirla, según recataba el comer.

Pasáronsenos tres meses en esto, y al cabo trató don Alonso de enviar a su hijo a Alcalá a estudiar lo que le faltaba de la gramática. Díjome a mí si quería ir, y yo, que no deseaba otra cosa sino salir de tierra donde se oyese el nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos, ofrecí de servir a su hijo como vería. Y con esto dióle un criado para mayordomo que le gobernase la casa y le tuviese cuenta del dinero del gasto, que nos daba remitido en cédulas para un hombre que se llamaba Julián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje; era una media. camita y otra de cordeles con ruedas, para meterla debajo de la otra mía y del mayordomo, que se llamaba Aranda; cinco colchones y ocho sábanas, ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con topa blanca y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en el coche. salimos a la tardecita antes de anochecer una hora, y llegamos a la medianoche a la siempre maldita venta de Viveros.

El ventero era morisco y ladrón, que en mi vida vi perro y gato juntos con la paz que aquel día; hízonos gran fiesta, y como él y los ministros del carretero iban horros -que ya habían llegado también con el hato antes, que nosotros veníamos de espacio-, pegóse al coche, dióme a mí la mano para salir del estribo, y díjome, si iba a estudiar. Yo le respondí que sí. Metióme adentro, donde estaban dos rufianes con unas mujercillas, un cura rezando al olor, un viejo mercader y avariento procurando olvidarse de cenar y dos estudiantes fregones, de los de mantellina, buscando trazas para engullir.

Mi amo, pues, como más nuevo en la venta, y muchacho, dijo: Señor huésped, déme lo que hubiere para mí y los criados.

Todos lo somos de v. m. -dijeron al punto los rufianes- y le hemos de servir. Hola, huésped, mira que este caballero os agradecerá lo que hiciéredes; vaciar la despensa.

Y diciendo esto llegóse uno, y quitóle la capa, diciendo: Descanse v. m., mi señor, y púsola en un poyo.

Estaba yo con esto desvanecido y hecho dueño de la venta. Dijo una de las ninfas: ¡Qué buen talle de caballero! ¿Y va a estudiar? ¿Es v. m. su criado?

Yo respondí -creyendo que era así como lo decían- que yo y los otros lo éramos. Preguntáronme su nombre, y no bien lo dije, cuando el uno de los estudiantes se llegó a él medio llorando y, dándole un abrazo apretadísimo, dijo: ¡Oh mi señor don Diego! ¡Quién me dijera a mi, ahora diez años, que había de ver yo a v. m. de esta manera! ¡Desdichado de mí, que estoy tal que no me conocerá v. m.!

Él se quedó admirado y yo también, que juramos entrambos no haberle visto en nuestra vida. El otro compañero andaba mirando a don Diego a la cara, y dijo a su amigo: ¿Es este señor de cuyo padre me dijistes vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha sido nuestra encontrarle y conocerle, según está de grande! Dios le guarde; y empezó a santiguarse.

¿Quién no creyera que se habían criado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y preguntándole su nombre, salió el ventero y puso los manteles, y oliendo la estafa dijo: Dejen eso, que después de cenar se hablará, que se enfría.

Llegó un rufián y puso asientos para todos y una silla para don Diego, y el otro trujo un plato. Los estudiantes dijeron: Cene v. m., que entretanto que a nosotros nos aderezan lo que hubiere, le serviremos a la mesa.

¡Jesús -dijo don Diego-, vs. ms. se asienten si son servidos, y a esto respondieron los rufianes -no hablando con ellos-: Luego, mi señor, que aún no está todo a punto.

Yo cuando vi a los convidados y a los otros que se convidaban, afligíme y temí 10 que sucedió, porque los estudiantes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y, mirando a mi amo, dijeron: No es razón que donde está un caballero tan principal se queden estas damas por comer; mande v. m. que alcancen un bocado.

El, haciendo de galán, convidólas; sentáronse entre los dos estudiantes y ellas no dejaron sino un cogollo en cuatro bocados, el cual se comió don Diego, y al dársele aquel maldito estudiante, le dijo: Un abuelo tuvo v. m., tío de mi padre, que en viendo lechugas se desmayaba. ¡Que hombre tan cabal! Y diciendo esto, sepultó un panecillo, y el otro, otro: pues las ninfas ya daban cuenta de un pan, y el que más comía era el cura con el mirar sólo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito asado, dos lonjas de tocino y un par de palominos cocidos, y dijeron: Pues, padre, ¡ahí se está! Llegue y alcance, que mi señor don Diego nos hace merced a todos.

No bien se lo dijeron cuando se sentó; ya cuando vió mi amo que todos se le habían encajado, comenzóse a afligir. Repartiéronlo todo, y al don Diego dieron no sé qué huesos y alones; lo demás engulleron el cura y los otros.

Decían los rufianes: No cene mucho, señor, que le hará mal, y replicaba el maldito estudiante: Y más que es menester hacerse a comer poco para la vida de Alcalá.

Yo y el otro criado estábamos rogando a Dios que les pusiese un corazón que dejasen algo. Y ya que lo hubieron comido todo y que el cura repasaba los huesos de los otros, volvió el rufián, y dijo: ¡Oh pecador de mí! No habemos dejado nada a los criados. Vengan vs. ms. Ah, señor huesped, déles todo lo que hubiere; ve aquí un doblón.

Tan presto saltó el descomulgado pariente de mi amo -digo el escolar- y dijo: Aunque vuesa merced me perdone, señor hidalgo, debe saber poco de cortesía. ¿Conoce por dicha a mi señor primo? Él dará a sus criados, y aun a los nuestros si los tuviéramos, como nos ha dado a nosotros. No se enoje vuesa merced, que no le conocían.

Maldiciones le eché cuando vi tan grande disimulación, que no pensé acabar.

Levantaron las mesas y todos dijeron a don Diego que se acostase; él quería pagar la cena, y replicáronle que a la mañana habría lugar. Estuviéronse un rato parlando; preguntóle su nombre al estudiante, y él dijo que se llamaba don Tal Coronel. En malos infiernos arda el embustero en donde quiera que está.

Vió al avariento que dormía, y dijo: ¿Vuesa merced quiere reir? Pues hagamos alguna burla a este viejo, que no ha comido sino un pero en todo el camino, y es riquísimo.

Los rufianes dijeron: Bien haya el licenciado; hágalo, que es razón.

Con esto se llegó y sacó al pobre viejo, que dormía, de debajo de los pies unas alforjas, y desenvolviéndolas halló una caja, y como si fuese de guerra, hizo gente. Llegáronse todos, y abriéndola vió que era de alcorzas. Sacó todas cuantas había y en su lugar puso piedras, palos y lo que halló; luego se proveyó sobre lo dicho, y encima de la suciedad puso hasta una docena de yesones. Cerró la caja y dijo: Pues aún no basta, que bota tiene. Sacóla el vino, y desenfundando una almohada de nuestro coche, después de haber echado un poco vino debajo, se la llenó de lana y estopa, y la cerró. Con esto se fueron todos a acostar para una hora que quedaba o media, y el estudiante lo puso todo en las alforjas, y en la capilla del galán echó una gran piedra y fuése adormir.

Llegó la hora de caminar, despertaron todos y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y al levantarse no podía levantar la capilla del gabán: miró lo que era, y el mesonero adrede le riñó, diciendo: Cuerpo de Dios, ¿no halló otra cosa que llevarse, padre, sino esta piedra? ¿Que les parece a vs. ms. si yo no lo hubiera visto? Cosa es que estimo en más de cien ducados, porque es contra el dolor de estómago. Juraba y perjuraba que no había metido él tal en la capilla.

Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a montar sesenta reales, que no entendiera Juan de Leganés la suma. Decían los estudiantes: Como hemos de servir a v. m. en Alcalá, quedamos ajustados en el gasto. Almorzamos un bocado y el viejo tomó sus alforjas, y por que no viésemos lo que sacaba y no partir con nadie, desatólas a obscuras debajo el gabán, y agarrando un yesón untado, echóselo en la boca y fuéle a hincar una muela y medio diente que tenía, y por poco los perdiera. Comenzó a escupir y hacer gestos de asco y de dolor. Llegamos todos y él, y el cura el primero, diciéndole qué tenía. Comenzóse a ofrecer a Satanás, dejó caer las alforjas, llegóse a él el estudiante, y dijo: Arriedro vayas, Satán, cata la cruz. Otro abrió un breviario, y hiciéronle creer que estaba endemoniado, hasta que él mismo dijo lo que era y pidió le dejasen enjuagar la boca con un poco de vino que él traía en la bota. Dejáronle, y sacándola abrióla, y abocando en un vasito un poco de vino, salió con lana y estopa un vino salvaje, tan barbado y velloso, que no se podía beber ni colar. Entonces acabó'de perder la paciencia el viejo; pero viendo las descompuestas carcajadas de risa, tuvo por bien el callar y subir en el carro con los rufianes y mujeres.

Los estudiantes y el cura se ensartaron en un borrico, y nosotros nos pusimos en el coche, y aún no bien había comenzado a caminar, cuando los unos y los otros nos comenzaron a dar vaya, declarando la burla. El ventero decía: Señor nuevo, a pocas estrenas como ésta envejecerá. El cura decía: Sacerdote soy; allá se lo dirán en misas, y el estudiante maldito voceaba: Señor primo, otra vez rásquese cuando le coma y no después. El otro decía: Sarna dé a v. m., señor don Diego. Nosotros dimos en no hacer caso. Dios sabe cuán corridos íbamos.

Con estas y otras cosas llegamos a la villa, apeámonos en un mesón, y en todo el día -que llegamos a las nueve- no acabamos de contar la cena pasada, y nunca pudimos sacar en limpio el gasto.

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