Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Primero Capítulo IVLibro Primero Capítulo VIBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO V

DE LA ENTRADA EN ALACALÁ, PATENTE Y BURLAS QUE ME HICIERON POR NUEVO




Antes que anocheciese salimos del mesón a la casa que nos tenían alquilada, que estaba fuera la puerta de Santiago, patio de estudiantes donde hay muchos juntos, aunque ésta teníamos entre tres moradores diferentes no más. Era el dueño y huésped de los que creen en Dios por cortesía o sobre falso; moriscos los llaman en el pueblo, que hay muy grande cosecha desta gente y de la que tiene sobradas narices y sólo les faltan para oler tocino; digo esto, confesando la mucha nobleza que hay entre la gente principal, que cierto es mucha. Recibióme, pues, el huésped con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento; ni sé si lo hizo porque le comenzásemos a tener respeto, o por ser natural suyo de ellos, que no es mucho tenga mala condición quien no tiene buena ley. Pusimos nuestro hato, acomodamos las camas y lo demás, y dormimos aquellá noche.

Amaneció, y helos aquí en camisa todos los estudiantes de la posada a pedir la patente a mi amo. Él, que no sabía lo que era, preguntóme que qué querían. Y yo, entretanto, por lo que podía suceder, me acomodé entre los colchones, y sola tenía la media cabeza fuera, que parecfa tortuga. Pidieron dos docenas de reales; diéronselos, y con tanto, comenzaron una grita del diablo, diciendo: Viva el compañero y sea admitido en nuestra amistad; goce de las preeminencias de antiguo; pueda tener sarna, andar manchado y padecer la hambre que todos. Y con esto -¡mire v. m. qué privilegios!- volaron por la escalera, y al momento nos vestimos nosotros y tomamos el camino para las escuelas. A mi amo apadrináronle unos colegiales conocidos de su padre, y entró en su general, pero yo, que había de entrar en otro diferente y fuí solo, comencé a temblar.

Entré en el patio, y no hube metido bien el pie cuando me encararon y empezaron a decir: ¡Nuevo!

Yo, por disimular, di en reír como que no hacía caso; mas no bastó, porque llegándose a mi ocho o nueve, comenzaron a reírse. Púseme colorado, ¡nunca Dios lo permitiera!, pues al instante se puso uno que estaba a mi lado sus manos en las narices, y apartándose dijo: Por resucitar está este Lázaro, según hiede, y con esto todos se apartaron tapándose las narices. Yo que me pensé escapar, también me puse las manos y dije: V s. ms. tienen razón, que huele muy mal. Dióles mucha risa, y apartándose, ya estaban juntos hasta ciento. Comenzaron a escarbar y tocar el arma; y en las toses y abrir y cerrar de las bocas vi que se me aparejaban gargajos. En esto un manchegazo acatarrado me hizo alarde de uno terrible, diciendo: Esto hago. Yo entonces, que me vi perdido, dije: Juro a Dios que me la ... Iba a decirle, pero fue tal la batería y lluvia que cayó sobre mí, que no pude acabar la razón. Yo estaba cubierto el rostro con la capa, y tan blanco, que todos tiraban a mi, y era de ver, sin duda, cómo tomaban la puntería. Estaba ya nevado de pies a cabeza; pero un bellaco, viéndome cubierto y que no tenia en la cara cosa, arrancó hacia mi, diciendo con gran cólera: Basta, no le matéis. Yo, que, según me trataban, creí de ellos que lo harían, destapé por ver lo que era, y al mismo tiempo el que daba las voces me enclavó un gargajo entre los dos ojos. Aquí se han de considerar mis angustias; levantó la infernal gente una grita que me aturdieron, y yo, según lo que echaron sobre mi de sus estómagos, pensé que por ahorrar de médicos y boticas aguardaban nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescozones; pero no había dónde, sin llevarse en las manos la mitad del afeite de mi negra capa, ya blanca por mis pecados. Dejáronme, e iba hecho aljofaina de viejo a pura saliva.

Fuime a casa, que apenas acerté a entrar en ella, y fue ventura el ser de mañana, porque sólo topé dos o tres muchachos, que debían ser bien inclinados, porque no me tiraron más que cuatro o seis trapazos, y luego se fueron. Entré en casa, y el morisco, que me vió, comenzó a reírse y hacer como que quería escupirme. Yo, que temí que lo hiciese, dije: Tened, huésped, que no soy Ecce Homo. Nunca lo dijera, porque me dió dos libras de porrazos sobre los hombros con las pesas que tenía. Con esta ayuda de costa, medio baldado, subí arriba, y en buscar por dónde asir la sotana y el manteo se pasó mucho rato; al fin le quité y me eché en la cama, y colguélo en una azotea.

Vino mi amo, y como me halló durmiendo y no sabía la asquerosa aventura, enojóse y comenzóme a dar repelones con tanta priesa, que a dos más me despierto calvo. Levantéme dando voces y quejándome, y con más cólera dijo: ¿Es buen modo de servir éste, Pablos? Ya es otra vida. Yo, cuando oí decir otra vida, entendí que era ya muerto, y dije: Bien me anima v. m. en mis trabajos; vea cuál está aquella sotana y manteo que ha servido de pañizuelos a las mayores narices que se han visto en paso de Semana Santa, y con esto empecé a llorar. Él, viendo mi llanto, creyólo, y buscando la sotana y viéndola, compadecióse de mí, y dijo: Pablos, abre el ojo, que asan carne; mira por ti, que aquí no tienes otro padre ni madre. Contéle todo lo que había pasado, y mandóme desnudar y llevar a mi aposento, que era donde dormían cuatro criados de los huéspedes de casa. Acostéme y dormí, y con esto a la noche, después de haber comido y cenado bien, me hallé fuerte ya como si no hubiera pasado nada por mí.

Pero cuando comienzan desgracias en uno parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas y unas traen a otras. Viniéronse a acostar los otros criados, y saludándome todos, me preguntaron si estaba malo, y cómo estaba en la cama. Yo les conté el caso, y al punto, como si en ellos no hubiese mal ninguno, se empezaron a santiguar diciendo: No se hiciera entre luteranos. ¡Hay tal maldad! Otro decía: El rector tiene la culpa en no poner remedio. ¿Conocerá los que eran? Yo respondí que no, y agradecíles la merced que me mostraban hacer. Con esto se acabaron de desnudar, acostáronse, mataron la luz, y dormíme yo, que me parecía estaba con mi padre y mis hermanos.

Debían de ser las doce cuando el uno dello me despertó a puros gritos, diciendo: ¡Ay, que me matan! ¡Ladrones! Sonaban en su cama unas voces y polpes de látigo. Yo levanté 1a cabeza y dije: ¿Qué es eso?, y apenas me descubrí cuando con una maroma me asentaron un azote con hijos en todas las espaldas. Comencé a quejarme; qUíseme levantar; quejábase el otro también y dábanme a mí sólo. Yo comencé a decir: ¡Justicia de Dios! Pero menudeaban tanto los azotes sobre mí, que ya no me quedó -por haberme tirado las frazadas abajo- remedio sino el de meterme debajo de la cama. Hícelo así, y al punto los tres que dormían empezaron a dar gritos también; y como sonaban los azotes, yo creí que alguno de afuera nos daba a todos. Entretanto, aquel maldito que estaba junto a mí se me pasó a mi cama, y proveyó en ella, y cubrióla; y pasándose a la suya, cesaron los azotes y levantáronse con grandes gritos todos cuatro diciendo: Es gran bellaquería, y no ha de pasar así. Yo todavía me estaba debajo de la cama, quejándome como perro cogido entre puertas, tan encogido, que parecía un galgo con calambre. Hicieron los otros que cerraban la puerta, y yo entonces salí de donde estaba, y subíme a mi cama, preguntando si acaso les habían hecho mal; todos se quejaban de muerte.

Acostéme y cubríme y torné a dormir; y como entre sueños me revolcase, cuando desperté halléme sucio hasta las trenzas. Levantáronse todos, y yo tomé por achaque los azotes para no vestirme; no había diablos que me moviesen de un lado. Estaba confuso, considerando si acaso con el miedo y la turbación, sin sentirlo, había hecho aquella vileza, o si entre sueños; al fin, yo me hallaba inocente y culpado, y no sabía disculparme. Los compañeros se llegaron a mí, quejándose y muy disimulados, a preguntarme cómo estaba; y yo les dije que muy malo, porque me habían dado muchos azotes. Preguntábales yo qué podía haber sido, y ellos decían: A fe que no se escape, que el matemático nos lo dirá. Pero, dejando esto, veamos si estáis herido, que os quejábades muchO; y diciendo esto, fueron a levantar la ropa con deseo de afrentarme. En esto mi amo entró diciendo: ¿Es posible, Pablos, que no he de poder contigo? Son las ocho, ¿y estáste en la cama? Levántate en horamala. Los otros, por asegurarme, contaron a don Diego el caso todo, y pidiéronle que me dejase dormir, y decía uno: y si v. m. no lo cree, levanta, amigo, y agarraba la ropa. Yo la tenía asida por los dientes por no mostrar la caca; y cuando ellos vieron que no había remedio por aquel camino, dijo uno: ¡Cuerpo de Dios, y cómo hiede. Don Diego dijo lo mismo, porque era verdad; y luego tras él comenzaron todos a mirar si había en el aposento algún servicio; decían que no se podía estar allí. Dijo uno: Pues es muy bueno esto para haber de estudiar. Miraron las camas, y quitáronlas para ver debajo, y dijeron: Sin duda debajo de la de Pablos hay algo; pasémosle a una de las nuestras, y miremos debajo de ella. Yo, que veia poco remedio en el negocio y que me iban a echar la garra, fingí que me había dado mal de corazón; agarréme a los palos, e hice visajes. Ellos, que sabían el misterio, apretaron conmigo, diciendo: ¡Gran lástima! Don Diego tomó el dedo de corazón, y al fin entre los cinco me levantaron; y al alzar las sábanas, fue tanta la risa de todos, viendo los recientes, no ya palominos, sino palomos grandes, que se hundía el aposento. Pobre de él, decían los grandísimos bellacos; yo hacía el desmayado. Tírele v. m. mucho dese dedo del corazón; y mi amo, entendiendo hacerme bien, tanto tiró que me le desconcertó. Los otros también trataron de darme un garrote en los muslos, y decían: El pobrecito ahora, sin duda, se ensució cuando le dió el mal. ¡Quién dirá lo que yo pensaba entre mí, lo uno con la vergüenza, descoyuntado un dedo y a peligro de que me diesen garrote! ¡Al fin, de miedo que me le diesen -que ya me tenían los cordeles en los muslos- hice que había vuelto; y por presto que lo hice, como los bellacos iban con malicia, ya me habían hecho dos dedos de señal en cada pierna. Dejáronme. diciendo: Jesús, Y qué flaco sois Yo lloraba de enojo, y ellos decían adrede: Más va en vuestra salud que en el haberos ensuciado; callá, y con esto me pusieron en la cama después de haberme lavado y se fueron.

Yo no hacía a solas sino considerar cómo casi era más lo que había pasado en Alcalá en un día que todo lo que me sucedió con Cabra. A mediodía me vestí, limpié la sotana lo mejor que pude -lavándola como gualdrapa- y aguardé a mi amo, que, en llegando, me preguntó cómo estaba. Comieron todos los de casa y yo, aunque poco y de mala gana; y después, juntándonos todos a parlar en el corredor, los otros criados, después de darme vaya, declararon la burla. Riéronla todos; doblóseme mi afrenta, y dije entre mí: A visón, Pablos; alerta. Propuse de hacer nueva vida. Y con esto, hechos amigos, vivimos de allí adelante todos los de la casa como hermanos, y en las escuelas y patios nadie me inquietó más.

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