Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Primero Capítulo ILibro Primero Capítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO II

DE CÓMO FUÍ A LA ESCUELA Y LO QUE EN ELLA ME SUCEDIÓ




Al otro día ya estaba comprada cartilla. y hablado al maestro. Fui, señor, a la escuela; recibióme muy alegre, diciendo que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Yo con esto, por no desmentirIe, di muy bien la lección aquella mañana. Sentábame el maestro junto a sí; ganaba la palmatoria los más días por venir antes, e íbame el postrero por hacer algunos recaudos de señora, que así llamábamos a la mujer del maestro. Teníalos a todos, con semejantes caricias, obligados. Favoreciéronme demasiado, y con esto creció la envidia entre los demás niños.

Llegábame de todos a los hijos de caballeros, y particularmente a un hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga, con el cual juntaba meriendas. Íbame a su casa los días de fiesta y acompañábale cada día. Los otros, o que porque no les hablaba, o que porque les parecía demasiado punto el mío, siempre andaban poniéndome nombres tocantes al oficio de mi padre. Unos me llamaban don Navaja, otros me llamaban don Ventosa; cuál decía, por disculpar la envidia, que me queda mal porque mi madre le había chupado dos hermanitas pequeñas, de noche; otro decía que a mi padre le habían llevado a su casa para que la limpiase de ratones, por llamarle gato; otros me decían zape cuando pasaba, y otros miz; cuál decía: Yo le tiré dos berenjenas a su madre cuando fue obispa. Al fin, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me faltaron, gloria a Dios; y aunque yo me corría, disimulábalo.

Todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces hijo de una p ... y hechicera; lo cual, como lo dijo tan claro -que aun si lo dijera turbio no me pesara-, agarré una piedra y escalabréle. Fuíme a mi madre corriendo, que me escondiese, y contéla el caso todo. A lo cual me dijo: Muy bien hiciste; bien muestras quién eres; sólo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo.

Cuando yo oí esto, como siempre tuve altos pensamientos, volvíme a ella y dije: ¡Ah, madre! Pésame sólo de que algunos de los que allí se hallaron me dijeron no tenía que ofenderme por ello, y no les pregunté si era por la poca edad del que lo había dicho.

Roguéle que me declarase si pudiera haberle desmentido con verdad, o que me dijese si me había concebido a escote entre muchos, o si era hijo de mi padre.

Rióse, y dijo: ¡Ah, noramaza! ¿Eso sabes decir? No serás bobo; gracias tienes; muy bien hiciste en quebrarle la cabeza; que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir?

Yo con esto quedé como muerto, determinado de coger lo que pudiese en breves días y salirme de casa de mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza.

Disimulé; fue mi padre, curó al muchacho, apaciguólo y volvióme a la escuela, adonde el maestro me recibió con ira; hasta que, oyendo la causa de la riña, se le aplacó el enojo, considerando la razón que había tenido.

En todo esto, siempre me visitaba el hijo de don Alonso de Zúñiga, que se llamaba don Diego, porque me quería bien naturalmente; que yo trocaba con él los peones, si eran mejores los míos; dábale de lo que almorzaba, y no le pedía de lo que él comía; comprábale estampas, enseñábale a luchar, jugaba con él al toro y entreteníale siempre. Así que, los más días sus padres del caballerito, viendo cuánto le regocijaba mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen con él a comer, cenar y aun dormir los más días.

Sucedió, pues, uno de los primeros que hubo escuela por Navidad, que viniendo por la calle un hombre, que se llamaba Poncio de Aguirre -el cual tema fama de confeso-, que el don Dieguito me dijo: Hola, llámale Poncio Pilato, y he a correr. Yo, por darle gusto a mi amigo, llaméle Poncio Pilato. Corrióse tanto el hombre, que dió a correr tras mí con un cuchillo desnudo para matarme; de suerte que fue forzoso meterme huyendo en casa de mi maestro, dando gritos. Entró el hombre tras mí, y defendióme el maestro, asegurando que no me matase, asegurándole de castigarme. Y así luego, aunque la señora le rogó por mí, movida de lo que la servía, no aprovechó: mandóme desatacar, y azotándome, decía tras cada. azote: ¿Diréis más Poncio Pilato? Yo respondía: No, señor; y respondílo dos veces a otros tantos azotes que me dió. Quedé tan escarmentado de decir Poncio Pilato, y con tal miedo, que, mandándome el día siguiente decir, como solía, las oraciones a los otros, llegando al Credo -advierta vuesa. merced la inocente malicia-, al tiempo de decir: Padeció so el poder de Poncio Pilatos, acordándome que no debía de decir más Pilato, dije: Padeció so el poder de Poncio de Aguirre. Dióle al maestro tanta risa de oír mi simplicidad y de ver el miedo que le había tenido, que me abrazó. y me dió una firma en que me perdonaba de azotes las dos primeras veces que los mereciese. Con esto fuí yo muy contento.

Llegó -por no enfadar- el tiempo de las Carnestolendas, y trazando el maestro de que se holgasen sus muchachos, ordenó que hubiese rey de gallos. Echamos suerte entre doce señalados por él, y cúpome a mí. Avisé a mis padres que me buscasen galas. Llegó el día y salí en un caballo hético y mustio; el cual, más de manco que de bien criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, muy sin cola; el pescuezo, de camello, y más largo; la cara no tenía sino un ojo, aunque overo. Echábansele de ver las penitencias, ayunos y fullerías del que le tenía a cargo en el ganarle la ración. Yendo, pues, en él, dando vuelcos a un lado y otro, como fariseo en paso, y los demás niños todos aderezados tras mí, pasamos por la plaza -aun de acordarme tengo miedo- y, llegando cerca de las mesas de las verdureras - Dios nos libre-, agarró mi caballo un repollo a una, y ni fue visto ni oído cuando los despachó a las tripas, a las cuales, como iba rodando por el gaznate, no llegó en mucho tiempo. La bercera, que siempre son desvergonzadas, empezó a dar voces. Llegáronse otras, y con ellas pícaros; y alzando zanahorias garrofales, nabos frisones , berenjenas y otras legumbres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo, viendo que era batalla nabal, y que no se había de hacer a caballo, quise apearme; mas tal golpe me le dieron al caballo en la cara, que, yendo a empinarse, cayó conmigo -hablando con perdón- en una privada; púsome cual v. m. puede imaginar. Ya mis muchachos se habían armado de piedras, y daban tras las verdureras, y descalabraron dos. Yo, a todo esto, después que caía en la privada, era la persona más necesaria de la riña. Vino la justicia, prendió a berceras y muchachos, mirando a todos qué armas tenían y quitándoselas porque habían sacado algunos dagas de las que traían por gala, y otros, espadas pequeñas-. Llegó a mí, y viendo que no tenía ninguna, porque me las habían quitado y metídolas en una casa a secar con la capa y sombrero, pidió me, como digo, las armas; al cual respondí, todo sucio, que, si no eran ofensivas contra las narices, que yo no tenía otras. Y de paso quiero confesar a v. m. que cuando me empezaron a tirar las berenjenas, nabos, etcétera, que, como llevaba plumas en el sombrero, entendí que me habían tenido por mi madre, y que la tiraban, como habían hecho otras veces. Y así, como necio y muchacho, empecé a decir: Hermanas, aunque llevo plumas, no soy Aldonza Saturno de Rebollo, mi madre; como si ellas no lo echaran de ver por el talle y rostro. El miedo me disculpa la ignorancia y el sucederme la desgracia tan de repente. Pero, volviendo al alguacil, quiso llevarme a la cárcel, y no me llevó porque no hallaba por dónde asirme, tal me había puesto del lodo. Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi casa desde la plaza, martirizando cuantas narices topaba en el camino. Entré en ella, conté a mis padres el suceso, y corriéronse tanto de verme de la manera que venía, que me quisieron maltratar. Yo echaba la culpa a las dos leguas de rocín exprimido que me dieron. Procuraba satisfacerlos, y viendo que no bastaba, salíme de su casa y fuime a ver a mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado y a sus padres resueltos por ello de no enviarle más a la escuela.

Allí tuve nuevas de cómo mi rocín, viéndose en aprieto, se esforzó a tirar dos coces, y de puro flaco se desgajaron las ancas y se quedó en el lodo bien cerca de acabar. Viéndome, pues, con una fiesta revuelta, un pueblo escandalizado, los padres corridos, mi amigo descalabrado y el caballo muerto, determiné de no volver más a la escuela ni a casa de mis padres, sino de quedarme a servir a don Diego, o, por decir mejor, en su compañia, y esto con gran gusto de su padres, por el que daba mi amistad al niño. Escribí a mi casa. que yo no había menester ir más a la escuela, porque, aunque no sabía bien escribir, para mi intento de ser caballero lo que se requería era esoribir mal; y así, desde luego renunciaba la escuela por no darle gasto, y su casa para ahorrarlos de pesadumbre. Avisé de dónde y cómo quedaba, y que hasta que me diesen licencia. no los vería.

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