Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Segundo Capítulo IILibro Segundo Capítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO III

EN QUE PROSIGUE LA MISMA MATERIA, HASTA DAR CON TODOS EN LA CÁRCEL




Entró Merlo Díaz, hecha la pretina una sarta de búcaros y vidrios, los cuales, pidiendo de beber en los tornos de las monjas, había agarrado con poco temor de Dios. Mas sacóle de la puja don Lorenzo del Pedroso, el cual entró con una capa muy buena, la cual había trocado en una mesa de trucos a la suya, que no se la cambiara pelo a pelo, al que la llevó, por ser desbardada.

Usaba éste quitarse la capa, como que quería jugar, y ponerla con las otras, y luego -como que no hacía partido- iba por su capa y tomaba la que mejor le parecía y salíase. Usábalo en los juegos de argolla y bolos. Mas todo fue nada para ver entrar a don Cosme cercado de muchachos con lamparones, cáncer y lepra, heridos y mancos; el cual se había hecho ensalmador con unas santiguaderas y oraciones que había aprendido de una vieja.

Ganaba éste por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto debajo de la capa, no sonaba dinero en la faldriquera o no piaban algunos capones, no había lugar.

Tenía asolado medio reino; hacía creer cuanto quería, porque no ha nacido tal artífice en el mentir; tanto, que aun por descuido no decía verdad. Hablaba del Niño Jesús; entraba en las casas con Deo gratias; decía lo del Espíritu Santo sea con todos. Traía todo ajuar de hipócrita: un rosario con unas cuentas frisonas; al descuido hacía que se le viese por debajo de la capa un trozo de disciplina salpicada con sangre de narices; hacía creer -concomiéndose- que los piojos eran cilicios, y que la hambre canina era ayuno voluntario; contaba tentaciones; en nombrando al demonio, decía: Dios nos libre y nos guarde; besaba la tierra al entrar en la iglesia; llamábase indigno; no levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí.

Con estas cosas traía el pueblo tal, que se encomendaban a él, y era propiamente como encomendarse al diablo; que a más de ser jugador, era cierto -así se llama el que por mal nombre fullero-.

Juraba el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío. Pues en lo que toca a mujeres, tenía seis hijos y preñadas dos santeras. Al fin, de los mandamientos de Dios, los que no quebraba, hendía.

Vino Polaneo haciendo gran ruido, y pidió saco pardo, cruz grande, barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche de esta suerte, diciendo: Acordáos de la muerte y haced bien por las ánimas, etc. Con esto cogía mucha limosna, y entrábase en las casas que veía abiertas, y si no había testigos ni estorbo, robaba cuanto topaba; si le hallaban, tocaba la campanilla y decía -con una voz que él fingía muy penitente: Acordaos hermanos, etc.

Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios conocí, por espacio de un mes, en ellos. Volvamos ahora a que les enseñé el rosario y conté el cuento.

Celebraron mucho la traza, y recibióle la vieja por su cuenta y razón para venderle; la cual iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre, y que se deshacía de él para comer, y ya tenía para cada cosa su embuste y su trapaza. Lloraba la vieja a cada paso; enclavijaba las manos y suspiraba de lo amargo; llamaba hijos a todos; traía -encima de muy buena camisa, jubón, ropa, saya y manteo- un saco de sayal roto, de un amigo ermitaño que tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría. Quiso, pues, el diablo -que nunca está ocioso en cosas tocantes a sus siervos- que, yendo a vender uno no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé qué hacienda suya; trajo un alguacil, y agarráronme a la vieja, que se llamaba madre Lebrusca. Y confesó luego todo el caso, y dijo cómo vivíamos todos, y que éramos caballeros de rapiña.

Dejóla el alguacil en la cárcel, y vino a casa, y halló en ella a todos mis compañeros, y a mí con ellos. Traía media docena de corchetes -verdugos de a pie-, y dió con todo el colegio buscón en la cárcel, adonde se vió en gran peligro la caballería.

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