Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Segundo Capítulo IIILibro Segundo Capítulo VBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO IV

EN QUE SE DESCRIBE LA CÁRCEL, Y LO QUE SUCEDIÓ EN ELLA HASTA SALIR LA VIEJA AZOTADA, LOS COMPAÑEROS A LA VERGÜENZA Y YO EN FIADO




Echáronnos a cada uno en entrando dos pares de grillos, y sumiéronnos en un calabozo.

Yo, que me vi ir allá, aprovécheme del dinero que traía conmigo, y sacando un doblón, dije al carcelero: Señor, óigame v. m. en secreto.

Y para que lo hiciese, dile escudo con cara, y en viéndolo me apartó.

Suplicole a v. m. -le dije- que se duela de un hombre de bien.

Busquéle las manos, y como sus palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles, cerró con los dichos veinte y cuatro, diciendo: Yo averiguaré la enfermedad, y si no es urgente, bajará al cepo.

Yo conocí la desdicha, y respondíle humilde. Dejóme fuera, y a los amigos descolgáronlos abajo.

Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles había con nosotros; porque, como nos traían atados y a empellones, unos sin capas y otros con ellas arrastrando, eran de ver unos cuerpos píos recomendados, y otros aloques de tinto y blanco.

Aquel, por asirle de alguna parte segura -por estar todo tan manido-, le agarraba el corchete de las puras carnes, y aun no hallaba de qué asir, según los tenía roídos la hambre. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y gregüescos. Al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos. Al fin, yo fuí -llegada la noche- a dormir en la sala de los linajes.

Diéronme mi camilla. Era de ver dormir algunos envainados, sin quitarse nada de lo que traían de día; otros desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima; cuáles jugaban. Y, al fin, cerrados, se mató luz.

Olvidamos todos los grillos; estaba el servicio a mi cabecera, y a la media noche no hacían sino venir presos y soltar presos. Yo, que oí el ruido, al principio -pensando que eran truenos- empecé a santiguarme y llamar a Santa Bárbara; mas viendo que olían mal, eché de ver que no eran truenos de buena casta. Olían tanto, que por fuerza detenía las narices en la cama; unos traían cámaras y otros aposentos. Al fin, yo me vi forzado a decirles que mudaran a otra parte el vidriado, y sobre si le viene muy ancho, o no, tuvimos palabras. Usé el oficio de adelantado, que es mejor serlo de un cachete que de Castilla, y metile a uno media pretina en la cara. Él, por levantarse a priesa, derramóle, y al ruido despertó el concurso. Asábamonos allí a pretinazos a oscuras, y era tanto el olor, que hubieron de levantarse todos.

Con esto se alzaron grandes gritos, y el alcaide, sospechando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla. Llegó, abrió la sala, entró luz e informóse del caso. Condenáronme todos; yo me disculpaba con decir que en toda la noche me habían dejado cerrar los ojos a puro abrir los suyos. El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir en el horado le daría otro doblón, asió del caso y mandóme bajar allí. Determinéme a consentir, antes que a pellizcar el talego más de lo que estaba. Fuí llevado abajo, donde me recibieron con albórbola y placer los amigos.

Dormí aquella noche algo desabrigado. Amaneció el Señor, y salimos del calabozo. Vímonos las caras, y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza -y no de la Virgen sin mancilla-, so pena de culebrazo fino.

Yo di luego seis reales; mis compañeros no tenían qué dar y así quedaron remitidos para la noche. Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, abigotado, mohino de cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas; traía más hierro que Vizcaya, dos pares de grillos y una cadena de portada. Llamábanle el Jayán; decía que estaba preso por cosas de aire, y así, sospeché yo era por algunos fulles, chirimías o abanicos. Y a los que le preguntaban si era por algo de esto, respondí que no, sino por pecados de atrás, y pensé que por cosas viejas quería decir, y al fin averigüé que por p ... Cuando el alcaide le reñía por alguna travesura, le llamaba botiller del verdugo y depositario general de culpas. Otras veces le amenazaba diciendo: ¿Qué te arriesgas, pobrete, con el que ha de hacer humo? Dios es Dios, que te vendimie el camino.

Había confesado éste, y era tan maldito, que traíamos todos con carlancas las traseras como mastines, y no había quien osase ventosear de miedo de acordarle dónde tenía las asentaderas.

Éste hacía amistad con otro que llamaban Robledo, y por otro nombre el Trepado.

Decía que estaba preso por liberalidades, y apurado era de manos en pescar lo que topaba. Había sido más azotado que postillón, porque todos los verdugos habían probado la mano en él. Tenía la cara con tantas cuchilladas, que, a descubrirse puntos, no se la ganara un flux. Tenía nones las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partía. A éstos se llegaban otros cuatro hombres -rampantes como leones de armas-, todos agrillados y condenados al hermano de Rómulo. Decían ellos que presto podrían decir que habían servido a su rey por mar y por tierra. No se podría creer la notable alegría con que aguardaban su despacho.

Todos éstos, mohinos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron a la noche de darles culebrazo bravo con una soga dedicada al efecto. Vino la noche, fuimos ahuchados a la postrera faldriquera de la casa; mataron la luz; yo metíme luego debajo de la tarima. Empezaron a silbar dos de ellos, y otro a dar sogazos. Los buenos caballeros, que vinieron al negocio de revuelta, se apretaron de manera las carnes ayunas, cenadas, comidas y almorzadas de sarna y piojos, que cupieron todos en un resquicio de la tarima; estaban como liendres en cabellos o chinches en cama. Sonaban los golpes en la tabla; callaban los dichos.

Los bellacos, viendo que no se quejaban, dejaron el dar azotes, y empezaron a tirar ladrillos, piedras y cascotes que tenían recogido. Alli fue ella, que uno le halló el cogote a don Toribio, y le levantó una pantorrilla en él de dos dedos. Comenzó a dar voces que le mataban.

Los bellacos, porque no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con las prisiones. Él, por esconderse, asió de los otros para meterse debajo. Allí fue el ver cómo con la fuerza que hacían les sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro. Acabaron su vida las rojillas; no quedaba andrajo en pie; menudeaban tanto las piedras y cascotes, que dentro de poco tiempo tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta.

Y no hallando ningún remedio contra el granizo que sobre él llovía, viéndose cerca de morir mártir -sin tener cosa de santidad ni aun de bondad-, dijo que le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas. Consintiéronselo, y a pesar de los otros que se defendían con él, descalabrado y como pudo se levantó y pasó a mi lado.

Los otros, por presto que acordaron a prometer lo mismo, ya tenían las chollas con más tejas que pelos. Ofrecieron, para pagar la patente, sus vestidos, haciendo cuenta que era mejor estarse en la cama por desnudos que por heridos; y así, aquella noche los dejaron estar, y a la mañana les pidieron que se desnudasen. Desnudáronse, y se halló que de todos sus vestidos juntos no se podía hacer una mecha a un candil. Quedáronse en la cama, digo envueltos en una manta, la cual era la que llaman ruano, que es donde se espulgan todos. Empezaron luego a sentir su abrigo, porque había piojo con hambre canina, y otro que en un bocado de uno de ellos quebraba ayuno de ocho días; habíalos frisones, y otros que se podían echar a la oreja de un toro.

Pensaron aquella mañana ser almorzados de ellos; quitáronse la manta, maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a puras uñadas. Yo me salí del calabozo diciendo que me perdonasen si no les hacía mucha compañía, porque importaba el no hacérsela. Torné a repasar las manos al carcelero con tres de a ocho, y sabiendo quién era el escribano de la causa, enviéle a llamar con un picarillo. Vino, metíle en un aposento, empecéle a decir -después de haber tratado la causa- cómo yo tenía no sé qué dinero; supliquéle que me lo guardase, y que en lo que hubiese lugar favoreciese la causa de un hijodalgo desgraciado que por engaño había incurrido en tal delito.

Crea v. m. -dijo, después de haber pescado la mosca- que en nosotros está todo el juego, y que si uno da en no ser hombre de bien, puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras por mi gusto, que hay letras en el proceso. Fíese de mí, y crea que le sacaré a paz y a salvo.

Fuése con esto y volvióse desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García el alguacil, que importaba el acallarle con mordaza de plata, y apuntóme no sé qué del relator para ayuda de comerse cláusula entera. Dijo: Un relator, señor, con arquear las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer atender al alcaide divertido -que las más de las veces lo están- hacer una acción destruye un cristiano.

Dime por entendido, y añadí otros cincuenta reales, y en pago me dijo que enderezase el cuello de la capa y dos remedios para el catarro que tenía de la frialdad de la cárcel, y últimamente me dijo: Ahorre de pesadumbre, que con ocho reales que dé al alcaide, le aliviará; que ésta es gente que no hace virtud si no es por interés.

Cayóme en gracia la advertencia. Al fin, él se fue, y yo di al carcelero un escudo; quitóme los grillos; dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer, y dos hijas del diablo, feas y necias, y de la vida, a pesar de sus caras.

Sucedió que el carcelero -que se llamaba Tal Blandones de San Pablo y la mujer doña Ana Moráez- vino a comer, estando yo allí, muy enojado y bufando; no quiso comer.

La mujer, recelando alguna gran pesadumbre, se llegó a él y le enfadó tanto con las acostumbradas importunidades, que dijo: ¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros, el aposentadar, me ha dicho -teniendo palabras con él sobre arrendamiento- que vos no sois limpia?

¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? -dijo ella-. Por el siglo de mi abuelo, que no sois hombre, pues no le pelaste las barbas. ¿Llamo yo a sus criados que me limpien?

Y volviéndose a mí, dijo: Vale Dios que no me podrá decir judía como él, que de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano, y los otros ocho maravedís, de hebreo. A fe, señor don Pablos, que si le oyera, que yo le acordara que tiene las espaldas en el aspa de San Andrés.

Entonces muy afligido el alcaide, replicó: ¡Ay, mujer!, que callé porque dijo que en ésa teníais vos dos o tres madejas; que lo sucio no lo elijo por lo puerco, sino por el no le comer.

¿Luego judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana Moráez, hija de Estefanía Rubio y Juan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo?

¿Cómo hija -dije yo-, de Juan de Madrid?

De Juan de Madrid -respondió ella-, el de Auñón. Voto a N. que el ballaco que tal dijo es un judío, p ... y cornudo.

Y volviéndome a ella, dije: Juan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fue primo hermano de mi padre, y dará yo probanza de quién es y cómo. Y esto me toca a mí, y si salgo de la cárcel, yo le haré desdecir cien veces al bellaco; ejecutoria tengo en el pueblo tocante a entrambos con letras de oro.

Alegráronse mucho todos con el nuevo pariente, y cobraron ánimo con lo de la ejecutoria; y ni yo la tenía ni sabía quiénes eran.

Comenzó el marido a quererse informar del parentesco por menudo, y porque no me cogiese en mentira hice que me salía de enfado, votando y jurando. Tuviéronme, diciendo que no se tratase ni pensase más en ello. Yo de rato en rato, salía, muy al descuido, diciendo: ¡Juan de Madrid! Burlando es la pobreza que tengo yo suya. Otras veces decía: ¡Juan de Madrid el mayor! Su padre de Juan de Madrid fue casado con Juana de Acebedo, la gorda; y callaba otro poco.

Al fin, con estas cosas, el alcaide me daba de comer y cama en su casa, y el buen escribano -solicitado de él y cohechado con el dinero- lo hizo tan bien, que sacaron la vieja delante de todos en un palafrén pardo, a la brida, con un músico de culpas delante. Era el pregón éste: A esta mujer por ladrona. Llevávale el compás en las costillas el verdugo, según lo que le habían recetado los señores de los ropones. Luego seguían todos mis compañeros en los overos de echar agua, sin sombreros y las caras descubiertas. Sacábanlos a la vergüenza, y cada uno, de puro roto, llevaba la suya de fuera. Desterrándolos por seis años; yo salí en fiado por virtud del escribano, y el relator no se descuidó, porque mudó tono, habló quedo, brincó razones y mascó cláusulas enteras.

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