Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Segundo Capítulo ILibro Segundo Capítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO II

EN QUE SE PROSIGUE LA MATERIA COMENZADA Y OTROS RAROS SUCESOS




Amaneció el Señor, y pusímonos todos en arma.

Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos fuéramos hermanos, que esta felicidad y aparente dulzura se halla siempre en las cosas malas. Era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, diciendo una oración a cada uno, como sacerdote que se viste; a cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas, y la venía a hallar adonde menos convenía, asomada; otro pedía guía para ponerse el jubón, y en media hora no se podía averiguar con él.

Acabado esto, que no fue poco de ver, todos empuñaron aguja e hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro. Cuál para culcusirse debajo del brazo, estirándole se hacía L. Uno, hincado de rodillas, remedaba un cinco de guarismo: socorría a los cañones; otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas se hacía un ovillo: ni pintó tan extrañas posturas Bosco como yo vi; porque ellos cosían, y la vieja les daba los materiales, trapos y arrapiezos de diferentes colores, los cuales había traído el soldado. Acabóse la hora del remiendo -que así la llamaban ellos-, y fuéronse mirando unos a otros lo que quedaba mal parado. Determinaron de irse fuera, y yo dije que quería trazasen mi vestido, porque queriá gastar los cien reales en uno, y quitarme la sotana.

Eso no -dijeron ellos-; el dinero que dé al depósito, y vistámosle de lo reservado luego, y señalémosle su diócesis en el pueblo, adonde él sólo busque y apolille.

Parecióme bien: deposité el dinero, y, en un instante, de la sotana me hicieron ropilla de luto de paño, y acortando el herreruelo, quedó bueno. Lo que sobró de él trocaron a un sombrero viejo reteñido; pusiéronle por toquilla unos algodones de tintero muy bien puestos. El cuello y los valones me quitaron, y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas con cuchilladas no más de por delante; que lados y traseras eran unas camuzas. Las medias calzas de seda aun no eran medias, porque no llegaban más de cuatro dedos más abajo de la rodilla, los cuales cuatro dedos cubría una bota justa sobre la media colorada que yo traía. El cuello estaba todo abierto, de puro roto; pusiéronmele, y dijeron: El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. V. m., si le mirase uno, ha de ir volviéndose con él, como la flor del sol; si fueren dos y miraren por los lados, saque pies, y para los de atrás traiga siempre el sombrero caído sobre el cogote, de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda la frente; y al que preguntare que por qué anda así, respóndale que porque puede andar con la cara descubierta por todo el mundo.

Diéronme una caja con hilo negro y blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo, raso y otros retacillos y un cuchillo; pusiéronme una esquela en la pretina, yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo: Con esta caja puede ir por todo el mundo, sin haber menester amigos ni deudos: en ésta se encierra todo remedio: tómela y guárdela.

Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis; y así empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros; aunque por ser nuevo me dieron -para empezar la estafa, como a misacantano- por padrino el mismo que me trajo y convirtió.

Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomamos el camino para mi barrio señalado; a todos hacíamos cortesías; a los hombres quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mismo a sus capas; a las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas, y las paternidades mucho más. A uno decía mi buen ayo: Mañana me traen dinero; a otro: Aguárdeme v. m. un día que me trae en palabras el banco. Cuál le pedía la capa, cuál le daba priesa por la pretina: en lo cual conocí que era tan amigo de sus amigos, que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra, por no topar con casas de deudores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada y otro el de las sábanas y camisas: de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula.

Sucedió, pues, que vió desde lejos un hombre, que le sacaba los ojos -según dijo- por una deuda, mas no podía el dinero; y por que no le conociese soltó detrás de las orejas el cabello, que traía recogido, y quedó nazareno entre veronico y caballero lanudo; plantóse un parche en un ojo, y púsose a hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer mientras el otro venía, que aún no le había visto, por estar ocupado en chismes con una vieja. Digo de verdad que vi al hombre dar vueltas alrededor, como perro que se quería echar; hacíase más cruces que un ensalmador, y fuése diciendo: ¡Jesús, pensé que era él! A quien bueyes ha perdido ..., etc.

Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo; entróse en un soportal a recoger la melena y el parche, y dijo: Éstos son los aderezos de entregar deudas. Aprended, hermano, que veréis mil cosas de éstas en este pueblo.

Pasamós adelante, y en una equina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de letuario y aguardjente de una picarona, que nos dió de gracia, después de dar el bienvenido a mi adestrador. Y díjome: Con esto vaya el hombre descuidado de comer hoy; por lo menos esto no puede faltar.

Afligíme yo, considerando que aún teníamos en duda la comida y replicóme: Poca fe tienes con la religión y orden de los caminos. No falta el Señor a los cuervos ni a los grajos, ni aun a los escribanos, ¿y había de faltar a los traspillados? Poco estómago tienes.

En verdad -dije-; pero temo mucho tener menos y nada en él.

En esto estábamos y dió un reloj las doce, y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el letuario; y tenía hambre como si tal no hubiera comido. Renovada, pues, la memoria, volvíme al amigo y dije: Hermano, éste de la hambre es recio noviciado. ¡Estaba hecho el hombre a comer más que un sabañón, y hanme metido a vigilias! Si vos no la tenéis no es mucho, que criado con hambre desde niño -como el otro rey con ponzoña- os sustentáis con ella. No os veo hacer diligencia vehemente para mascar; y así, yo determino de hacer la que pudiere.

¡Cuerpo de Dios -replicó- con vos!, pues dan ahora las doce, ¿Y tanta priesa? Tenéis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No sino comer todo el día! ¿Qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras; que antes de puro mal proveídos, no nos proveemos. Ya os he dicho que a nadie falta Dios; y a tanta priesa tenéis, yo me voy a la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche. Si vos queréis seguirme, venid; y si no, cada uno a sus aventuras.

Adiós -dije yo-, que no son tan cortas mis faldas que se hayan de suplir con sobras de otros; cada uno eche por su calle.

Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies; sacó unas migajas de pan que traía para el efecto siempre en una cajuela, y derramóselas por la barba y vestidos, de suerte que parecía haber comido.

Yo iba tosiendo y escarbando por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado y la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era por no tener más de diez cuentas. Todos los que me veían me juzgaban por comido; y si fuera de piojos, no erraran.

Iba yo fiado en mis escudillos, aunque me remordía la conciencia de ser contra la orden comer a sus costas quien vive de tripas horras en el mundo; ya iba determinado a quebrar el ayuno. Llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero; asomábase uno de a ocho tostado, y con el resuello del horno tropezóme en las narices, y al instante me quedé -del modo que andaba- como perro perdiguero: puestos en él los ojos, le miré con tanto ahinco, que se secó el pastel como un aojado.

Allí eran de contemplar las trazas que yo daba para hurtarle; resolvíame otra vez a pagarlo. En esto me dió la una; angustiéme de manera que me determiné de zamparme en un bodegón. Yo, que iba haciendo punta a uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mío, que venía haldeando por la calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino, y tantos rabos, que parecía un chirrión; arremetió a mí en viéndome -que según estaba, fue mucho conocerme-. Yo le abracé; preguntóme cómo estaba; díjele luego: Señor licenciado, ¡qué de cosas tengo que contarle! Sólo me pesa que me he de ir esta noche.

Eso me pesa a mí, y si no fuera tarde, e ir con prisa a comer, me detuviera, porque me aguarda una hermana casada y su marido.

¿Que aquí está mi Señora Ana? Aunque lo deje todo, vamos; que quiero hacer lo que estoy obligado.

Abrí los ojos en oyendo que no había comido; fuime con él, y empecéle a contar que una mujercilla -que él había querido mucho en Alcalá- sabía yo dónde estaba, y que le podía dar entrada en su casa.

Pegósele luego al alma el envite, que fue industria tratarle de cosas de gusto. Llegamos tratando en ello a su casa: entramos; yo me ofrecí mucho a su cuñado y hermana; y ellos, no persuadiéndome otra cosa sino a que yo venía con cuidado por venir a tal hora, comenzaron a decir que si lo supieran que habían de tener tan buen huésped, que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasión y convidéme, diciendo que era de casa y amigo viejo, y que se me hiciera agravio en tratarme con cumplimientos.

Sentáronse y sentéme; y porque el otro lo llevase mejor -que ni me había convidado ni le pasaba por la imaginación-, de rato en rato le pegaba con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él, y que le tenía en el alma, y otras mentiras de este modo; con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante, no lo hiciera una bala en el de un coleto.

Vino la olla, y comímela en dos bocados casi toda, sin malicia; pero con priesa tan fiera, que parecía que aun entre los dientes no la tenía bien segura. Dios es mi padre, que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid -que le deshace en veinticuatro horas-, que yo despaché el ordinario, pues fue con más priesa que un extraordinario correo.

Ellos bien debían notar los fieros tragos del caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los huesos y el destrozo de la carne; y si va a decir verdad, entre burla y juego empedré la faldriquera de mendrugos.

Levantóse la mesa, apartámonos yo y el licenciado a hablar de la ida en casa de la dicha, la cual le facilité mucho, y estando hablando con él a una ventana hice que me llamaban de la calle y dije: ¿A mí, señor? Ya bajo.

Pedíle licencia, diciendo que luego volvería; quedóme aguardando hasta hoy, que desaparecí por lo del pan comido y la compañía deshecha. Topóme otras muchas veces, y disculpéme con él, contándole mil embustes, que no importan para el caso.

Fuíme por las calles de Dios, llegué a la puerta de Guadalajara, y sentéme en un banco de los que tienen a sus puertas los mercaderes; quiso Dios que llegaron a la tienda dos -de las que piden prestado sobre sus caras- tapadas de medio ojo, con su vieja y pajecillo. Preguntaron si había algún terciopelo de labor extraordinaria; yo empecé luego, para trabar conversación, a jugar del vocablo del tercio y pelado, y pelo, y apelo, y pospelo, y no dejé hueso sano a la razón. Sentí que les había dado mi libertad algún seguro de algo de la tienda; y como quien aventuraba a no perder nada, ofrecílas lo que quisiesen. Regatearon, diciendo que no tomaban de quien no conocían. Yo me aproveché de la ocasión diciendo que había sido atrevimiento ofrecerles nada; pero que me hiciesen merced de aceptar unas telas que me habían traído de Milán, que a la noche llevaría un paje -que les dije que era mío por estar enfrente aguardando a su amo, que estaba en otra tienda, por lo cual estaba descaperuzado-. Y para que me tuviesen por hombre de partes y conocido, no hacía sino quitar el sombrero a todos los oidores y caballeros que pasaban; y sin conocer a ninguno, les hacía cortesía, como si los tratara familiarmente. Ellas juzgaron con esto, y con un escudo de oro que yo saqué de los que traía, con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió, que yo era un gran caballero.

Parecióles irse, por ser ya tarde, y así me pidieron licencia, advirtiéndome con el secreto que había de ir el paje. Yo las pedí por favor, y como en gracia, un rosario engarzado en oro que llevaba la más bonita de ellas, en prendas de que las había de ver a otro día sin falta.

Regatearon dármele; yo les ofrecí en prenda los cien éscudos, y dijéronme su casa; y con intento de estafarme en más, se fiaron de mí, y preguntáronme la posada, diciéndome que no podía entrar paje en la suya a todas horas, por ser gente principal.

Yo las llevé por la calle Mayor, y al entrar en la de las Carretas escogí la casa que mejor y más grande me pareció, que tenía un coche sin caballos a la puerta; y díjeles que aquélla era, y que allí estaba ella, el coche y dueño para servirlas.

Nombréme don Álvaro de Córdoba, y entréme por la puerta delante de sus ojos. Y acuérdome que cuando salimos de la tienda, llamé uno de los pajes -con grande autoridad- con la mano; hice que le decía que se quedasen todos y que me aguardasen allí; y verdad es que le pregunté si era criado del comendador mi tío. Dijo que no; y con tanto, acomodé los criados ajenos como buen caballero.

Llegó la noche oscura, acogímonos a casa todos. Entré y hallé al soldado de los trapos con una hacha de cera que le dieron para que acompañase a un difunto, y se vino con ella. Llamábase éste Magazo, que era natural de Olías; había sido capitán en una comedia, y se había combatido con moros en una danza. Cuando hablaba con los de Flandes, decía que había estado en la China, y a los de la China, en Flandes. Trataba de formar un campo, y nunca supo sino espulgarse en él; nombraba castillos, y apenas los había visto en los ochavos. Celebraba muoho la memoria del señor don Juan, y oíde decir yo muchas veces de Luis Quijada que había sido honra de amigos. Nombraba turcos, galeones y capitanes, todos los que había leído en unas copias que andaban de esto, y como él no sabía nada de mar -porque no tenía nada de naval más que comer nabos-, dijo, contando la batalla que había vencido el señor don Juan en Lepanto, que aquel Lepanto fue un moro muy bravo.

Como no sabía el pobrete qué era hombre de mar, pasábamos con él lindos ratos. Entró luego mi compañero, deshechas las narices y toda la cabeza entrapajada, lleno de sangre y muy sucio. Preguntámosle la causa, y dijo que había ido a la sopa de San Jerónimo, y que pidió porción doblada, diciendo que era para unas personas honradas y pobres. Quitáronselo a los otros mendigos para dárselo, y ellos, con el enojo, siguiéronle; y vieron que en un rincón detrás de la puerta. estaba sorbiendo con gran valor. Sobre si era bien hecho engañar por engullir y quitar a otros para sí se levantaron las voces y tras ellas palos, y tras los palos, chichones y tolondrones en su pobre cabeza. Embistiéronle con los jarros, y el daño de las narices se le hizo uno con una escudilla de madera que se la dió a oler con más priesa que convenía.

Quitáronle la espada; a las voces salió el portero, y aún no los podía meter en paz. En fin, se vió en tanto peligro el pobre hermano, que decía: Yo volveré lo que he comido, y aún no bastaba, porque ya no reparaba sino en que pedía para otros, y no se preciaba de sopón.

¡Miren el todo trapos como muñeca de niños, más triste qué pastelería en Cuaresma, con más agujeros que una flauta, y más remiendos que una pía, y más mancha que un jaspe, y más puntos que un libro de música -decía un estudiantón de éstos de la capacha, gorronazo-; que hay hombre en la sopa del bendito santo que puede ser obispo u otra cualquiera dignidad, y se afrenta un don Peluche de comer! Graduado soy de bachiller en artes por Sigüenza.

Metióse el portero de por medio, viendo que el vejezuelo que allí estaba decía que, aunque acudía al brodio, era descendiente del Gran Capitán, y que tenía deudos.

Aquí lo dejo, porque el compañero estaba ya fuera desaprensando los huesos.

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