Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Primero Capítulo XIIILibro Segundo Capítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO I

DE LO QUE ME SUCEDIÓ EN LA CORTE LUEGO QUE LLEGUÉ HASTA QUE ANOCHECIÓ




A las diez de la mañana entramos en la corte: fuimos a apear, de conformidad, en casa de los amigos de don Toribio. Llegamos a la puerta, y llamó: abrióle una vejezuela muy pobremente abrigada y muy vieja. Preguntó por los amigos, y respondió que habían ido a buscar. Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en atender a todo.

A las doce y media entro por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, más raída que su vergüenza. Habláronse los dos en germanía, de lo cual resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, y sacó un guante con diez y seis reales, y una carta, con la cual -diciendo que era licencia para pedir para una pobre- los había allegado; vació el guante y sacó otro, y doblólos a usanza de médico.

Yo le pregunté que por qué no se los ponía, y dijo que por ser entrambos de una mano, que era treta para tener guantes. A todo esto noté que no se desarrebozaba, y pregunté -como nuevo-, para saber la causa de estar siempre envuelto en la capa; a lo cual respondió: Hijo, tengo en las espaldas una gatera, acompañada de un remiendo de lanilla. y de una mancha de aceite; este pedazo de rebozo la cubre, y así se puede andar.

Desarrebozóse, y hallé que debajo de la sotana traía gran bulto; yo pensé que eran calzas, porque eran a modo de ellas, cuando él -para entrarse a espulgar- se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón, que traía atadas a la cintura y encajadas a los muslos, de suerte que hacian apariencias debajo del luto, porque el tal no tenia camisa ni gregüescos; que apenas tenia que espulgar según andaba desnudo. Entro al espulgadero, y volvió una tablilla, como las que ponen en las sacrlstías, que decía: Espulgador hay; porque no entrase otro.

Grandes gracias di a Dios viendo cuánto dió a los hombres en darles industria, ya que les quitase riquezas.

Yo -dijo mi buen amigo- vengo del camino con mal de calzas; y así, me habré de recoger a remendar. Preguntó si había algunos retazos; y la vieja -que recogía trapos dos días en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para curar incurables cosas de los caballeros- dijo que no, y que por falta de trapos se estaba, quince días había, en la cama, de mal de ropilla, don Lorenzo Iñiguez del Pedroso.

En esto estábamos cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero, prendidas las faldas por los dos lados: supo mi venida de los demás, y hablóme con mucho afecto; quitóse la capa y traía -mire v. m. quién tal pensara- la ropilla de paño pardo la delantera, y la trasera de lienzo blanco, con sus fondos en sudor. No pude tener la risa; y él con gran disimulación dijo: Haráse a las armas, y no se reirá; yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba.

Yo dije que por galantería y por dar lugar a la vista.

Antes por estorbarla -dijo-; sepa que es porque no tiene toquilla, y que así no lo echan de ver.

Y diciendo esto sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no había podido dar aquéllas.

Traía cada una un real de porte, y eran hechas por él mismo; ponía la firma de quien le parecía; escribía nuevas que inventaba a las personas más honradas, y dábales en aquel traje, cobrando los portes, y esto hacía cada mes: cosa que me espantó ver la novedad de la vida.

Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla de paño larga hasta medio valón, y su capa de lo mismo, levantando el cuello, por que no se viese el angeo, que estaba roto. Los valones eran de chamelote, mas no eran más de lo que se descubrían, y lo demás de bayeta colorada.

Éste venía dando voces con el otro, que traía valona por no traer cuello, y unos frascos por no traer capa, y una muleta, con una pierna liada en trapos y pellejos, por no tener más de una calza. Hacíase soldado, y habíalo sido, pero malo y en partes quietas; contaba extraños servicios suyos, y a título de soldado entraba en cualquier parte. Decía el de la ropilla y casi gregüescos: La mitad me debéis, o por lo menos mucha parte. Si no me la dais, juro a Dios ...

No jure a Dios -dijo el otro-; que en llegando a casa no soy cojo, y os daré con esta muleta mil palos ...

Si daréis, no daréis, y en los mentises acostumbrados, arremetió el uno al otro, y asiéndose, se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones. Metímoslos en paz, y preguntamos la causa de la pendencia.

Dijo el soldado: ¿A mí chanzas? No llevaréis ni medio. Han de saber vs. ms. que estando en San Salvador llegó un niño a este pobrete y le dijo que si era yo el alférez Juan de Lorenzana, y dijo que sí, atento a que le vió no sé qué cosa que traía en las manos. Llevómele, y dijo -nombrándome alférez-: Mire v. m. qué le quiere este niño; y como le entendí, dije que yo era. Recibí el recado, y con él doce pañizuelos; y respondí a su madre que los enviaba a alguno de aquel nombre. Pídeme ahora la mitad y antes me haré pedazos que tal dé todos los han de romper mis narices.

Juzgóse la causa en su favor: sólo se le contradijo el sonar en ellos, mandándole que los entregase a la vieja para honrar la comunidad, haciendo de ellos unos remates de mangas que se viesen y representasen camisas, que el sonarse está vedado.

Llegó la noche; acostámonos tan juntos, que parecíamos herramienta en estuche. Pasóse la cena de claro en claro: no se desnudaron los más; que con acostarse como andaban de día cumplieron con el precepto de dormir en cueros.

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