Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Primero Capítulo XIILibro Segundo Capítulo IBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO XIII

EN QUE EL HIDALGO PROSIGUE EL CAMINO Y LO PROMETIDO DE SU VIDA Y COSTUMBRE




Lo primero has de saber que en la corte hay siempre el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los extremos de todas las cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay unos géneros de gentes -como yo- que no se les conoce raíz ni mueble ni otra cosa de la que descienden los tales. Entre nosotros nos diferenciamos con diferentes nombres: unos nos llamamos caballeros hebenes; otros hueros, chanflones, chirles, traspillados y caninos. Es nuestra abogada la industria; pasamos las más veces los estómagos de vacío, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas. Somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones y convidados por fuerza; sustentámonos así del aire, y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro y presentamos un capón; entrará uno a visitarnos en nuestras casas, y hallará nuestros aposentos llenos de huesos de carnero y aves, mondaduras de frutas, la puerta embarazada con plumas y pellejos de gazapos; todo lo cual cogemos de parte de noche por el pueblo. para honrarnos con ello de día. Reñimos en entrando al huésped: ¿Es posible que no he de ser yo poderoso para que barra esa moza? Perdone v. m., que han comido aquí unos amigos, y estos criados ..., etc. Quien no nos conoce, cree que es así, y pasa por convite.

Pues ¿qué diré del modo de comer en casas ajenas? En hablando a uno a media voz, sabemos su casa, y siempre a la hora de mascar -que se sepa que está en la mésa- decimos que nos llevan sus amores, porque tal entendimiento no le hay en el mundo. Si nos pregunta si hemos comido, si ellos no han empezado, decimos que no; si nos convidan no aguardamos el segundo envite, porque destas aguardadas nos han sucedido grandes vigilias; si han empezado, decimos que sí; y aunque parta muy bien el ave, pan o carne, o lo que fuere, para tomar ocasión de engullir un bocado, decimos: Ahora deje vuesa merced, que le quiero servir de mastresala; que solía, Dios le tenga en el cielo -y nombramos un señor muerto, duque o conde-, gustar más de verme partir que de comer. Diciendo esto, tomamos el cuchillo, y partimos bocaditos, y al cabo decimos: ¡Oh, qué bien huele! Cierto que haría agravio a la guisandera en no probarlo; ¡qué buena mano tiene! Y diciendo y haciendo, va en prueba el medio plato; el nabo por ser nabo, el tocino por ser tocino, y todo lo que es. Cuando esto nos falta, ya tenemos sopa de algún convento aplazada; no la tomamos en público, sino a lo escondido, haciendo creer a los frailes que es más devoción que necesidad.

Es de ver uno de nosotros en una casa de juego con el cuidado que sirve y despabila las velas, trae orinales, cómo mete naipes y solemniza las cosas del que gana, todo por un triste real de barato.

Tenemos de memoria, para lo que toca a vestirnos, toda la ropería vieja; y como en otras partes hay hora señalada para oración, la tenemos nosotros para remendarnos. Son de ver las diversidades de cosas que sacamos: que como tenemos por enemigo declarado al sol, por cuanto nos descubre los remiendos, puntadas y trapos, nos ponemos abiertas las piernas a la mañana a su rayo, y en la sombra del suelo vemos las que hacen los andrajos e hilarachas de las entrepiernas, y con unas tijeras las hacemos la barba a las calzas; y como siempre se gastan tanto las entrepiernas, es de ver cómo quitamos cuchilladas de atrás para poblar lo de adelante, y solemos traer la trasera tan pacífica de cuchilladas, que se queda en las puras bayetas; sábelo sola la capa, y guardámonos de días de aire, y de subir por escaleras claras o a caballo. Estudiamos posturas contra la luz, pues en día claro andamos con las piernas muy juntas, y hacemos las reverencias con solos los tobillos, porque si se abren las rodillas se verá el ventanaje. No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia; verbi gratia: bien ve vuesa merced esta ropilla; pues primero fue gregüescos, nieta de una capa y biznieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras muchas cosas. Los escarpines primero son pañizuelos, habiendo sido toallas y antes camisas, hijas de sábanas, y después de esto nos aprovechamos para papel, y en el papel escribimos, y después hacemos de él polvos para resucitar los zapatos, que de incurables los he visto yo hacer revivir con semejantes medicamentos. Pues ¿qué diré del modo con que de noche nos apartamos de las luces por que no se vean los herreruelos calvos y las ropillas lampiñas? Que no hay más pelo en ellas que en un guijarro, que es Dios servido de dámosle en la barba y quitámosle en la capa. Y por no gastar en barberos prevenimos siempre aguardar que otro de los nuestros tenga pelambre, y entonces nos la quitamos el uno al otro, conforme lo del Evangelio: Ayudaos como buenos hermanos. Y tenemos ouenta en no andar los unos por las casas de los otros, si sabemos que alguno trata la misma gente que otro. Es de ver oómo andan los estómagos en celo.

Estamos obligados a andar a caballo una vez cada mes aunque sea en pollino, por las calles públioas, y a ir en coche una vez en el año, aunque sea en la arquilla o trasera; pero si alguna vamos dentro del coche, es de considerar que siempre es en el estribo con todo el pescuezo de fuera, haciendo cortesías porque nos vean todos, y hablando a los amigos y conocidos aunque miren a otra parte.

Si nos come delante de algunas damas, tenemos trazas de rascarnos en público sin que se vea; si es en el muslo, contamos que vimos un soldado atravesado desde tal parte a tal parte, y señalamos con las manos aquellas que nos comen, rascándonos en vez de enseñarlas; si es en la iglesia, y come en el pecho, nos damos sanctus aunque sea en el introibo; levantámonos, y arrimándonos a una esquina, en son de empinamos para ver algo, nos rascamos.

¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca: encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por deudos, y advertimos que los tales señores o estén muertos o muy lejos. Y lo que más es de notar, que nunca nos enamoramos sino de pane lucrando, que veda la orden damas melindrosas, por lindas que sean; y así, siempre andamos en recuesta con una bodeguera por la comida, con la huéspeda por la posada, con la que abre los cuellos por el que trae el hombre; y aunque comiendo tan poco y bebiendo tan mal no se puede cumplir con tantas, por su tanda todas están contentas.

Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará que andan caballeras de las piernas en pelo, sin media ni otra cosa? Y quien viere este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado; pero cuello abierto y almidonado, no. Lo uno, porque así es gran ornato de la persona, y después de haberle vuelto de una parte a otra, es de sustento, porque se ceba el hombre en el almidón, chupándole con destreza. Y al fin, señor licenciado, un caballero de nosotros ha de tener más faltas que una preñada de nueve meses, y con esto vive en la corte. Ya se ve en prosperidad y con dinero, y ya se ve en el hospital; pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey con poco que tenga.

Tanto gusté de las extrañas maneras de vivir del hidalgo, y tanto me embebecí, que, divertido con ellas y con otras, me llegué a pie hasta Las Rozas, adonde nos quedamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca, y yo me hallaba obligado a sus avisos, porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a la chirlería.

Declaréle mis deseos antes que nos acostásemos; abrazóme mil veces, diciendo que siempre esperó habían de hacer impresión sus razones en hombre de tan buen entendimiento. Ofrecióme favor para introducirme en la corte con los demás cofrades del estafón, y posada en compañía de todos. Aceptéla, no declarándole que tenía los escudos que llevaba, sino hasta cien reales solos; los cuales bastaron, con la buena obra que le había hecho y hacía, a obligarle a mi amistad.

Compréle del huésped tres agujetas, atacóse, dormimos aquella noche, madrugamos y dimos con nuestros cuerpos en Madrid.

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